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CARMIÑA trepó a oscuras por la loma y al llegar a la cima se tumbó en el suelo para observar lo que pasaba al otro lado. Vio una carretera por la que avanzaba despacio una caravana de gente: unos con carros, otros con bicicletas y la mayoría a pie, arrastrando bultos y maletas. También se veían algunos soldados republicanos, llenos de vendas y con muletas. Era una fila interminable que entraba por un lado de las barreras y salía por el otro conducida por soldados franceses. Carmiña apoyó la frente en la tierra:

—Esto es el fin.

Estuvo allí mucho tiempo, mirando entre lágrimas a aquella gente que dejaba su tierra. Iban arrastrando los pies, con los hombros caídos, sin fuerzas, tristes y desesperanzados.

«Sin esperanzas no —pensó Carmiña—. Si fuese así se dejarían morir sin abandonar la patria. Tienen fuerzas para seguir y eso quiere decir que tienen esperanzas.»

—Llorando no se arregla nada —dijo para sí misma.

Se acordó de las niñas, de Harmonía, que no era nada llorona, y de Rosa con sus chillidos y sus piruetas extrañas. Y sobre todo de Miguel, cuando las cogía en brazos y le decía a ella: «Déjalas que lloren; a veces es bueno desahogar las penas».

Pero también pensó que tenía toda la vida para llorar y que ahora había que hacer otras cosas. Apoyó la cabeza en la tierra y habló bajito:

—Miguel, me voy. Tengo que dejar España, y Dios sabe cuándo podré volver. Pero llevaré conmigo nuestra tierra, vaya a donde vaya. Ayúdame a seguir luchando por lo que tú defendías, que no sé si podré hacerlo yo sola. Cuida de las niñas... Miguel, amor mío..., no te olvidaré nunca.

Besó la tierra y echó a andar ladera abajo hasta juntarse con aquella procesión de gente que entraba por la frontera para buscar refugio en el país vecino.

Nada más cruzar a Francia, eran recibidos por soldados que desarmaban a los españoles y llevaban a todo el mundo, heridos o no, a unos campos de refugiados que más bien parecían de concentración, dado lo miserable de las condiciones. Carmiña se dio cuenta de que eran tratados como prisioneros más que como seres libres, y empezó a maquinar la forma de escapar de aquello.

De momento, en vez de avanzar, se fue quedando atrás, ayudando a los heridos a entrar en los camiones y a los viejos y a los niños que no podían valerse por sí mismos. Como llevaba el uniforme de enfermera, los soldados franceses la dejaban hacer, sobre todo porque ella actuaba con seguridad, como quien está cumpliendo una labor que tiene encomendada.

Así pasó toda la noche, y ya al amanecer se sentó en el suelo, en un rincón. Arrimada a la pared, cerró los ojos para descansar un rato. Estaba casi dormida cuando la sobresaltó una voz. Abrió los ojos y vio frente a ella a una mujer corpulenta con un uniforme que a primera vista no identificó. La mujer tenía en las manos un termo y una taza humeante.

—¿Te apetece un poco de café con leche?

Carmiña iba a levantarse para agradecerle el ofrecimiento cuando la mujer se sentó a su lado.

—Quédate ahí. Tienes que estar muy cansada.

Señaló la alianza de Carmiña:

—¿Y tu marido?

Carmiña miró a la mujer. Tenía una cara simpática y cordial. No parecía policía, aunque llevaba uniforme.

—Murió en la batalla del Ebro.

La mujer asintió, moviendo la cabeza.

—Allí murió también el mío... Era de las brigadas internacionales.

Las dos se quedaron calladas bebiendo el café.

—Me llamo Irene —dijo la mujer—, que en griego quiere decir «paz». Mi padre era un pacifista convencido. En el año catorce fue a la cárcel por negarse a participar en la guerra. En mi casa nunca hubo juguetes bélicos, ni espadas ni pistolas, nada de eso. Y yo me fui a enamorar de un hombre que se hace matar en una guerra ajena... Así es la vida.

—Los brigadistas eran buena gente —dijo Carmiña—, hombres generosos y valientes que lucharon por lo que creían justo. Mi marido también era así. Era maestro y dejó la escuela para alistarse voluntario.

—Los hombres ponen siempre sus ideas por encima de los sentimientos. Y se equivocan. No es justo dejar a una mujer ni a una madre ni a unos hijos para ir a luchar por una idea. Este mundo es así porque los hombres lo hicieron así. Si las mujeres mandásemos, no habría guerras. Ninguna guerra vale un hijo muerto, o un padre, o un marido... y las ideas se pueden defender sin hacer guerras... ¿Has oído hablar de Mahatma Gandhi?

Carmiña sonrió con tristeza:

—Miguel, mi marido, me hablaba de él. Lo admiraba mucho.

—También mi padre. Era su modelo: había que hacer huelgas y no tomar las armas; la resistencia pasiva, que es lo que Gandhi práctica. Ya verás cómo consigue la independencia de la India sin necesidad de guerras...

—Si no lo matan antes.

—Si lo matan, otros seguirán su camino. Mira los cristianos. No les hizo falta una revolución para imponer sus creencias... Hablo de los primitivos, porque los de ahora no son santos de mi devoción. Están haciendo todo lo contrario de lo que predica el Evangelio. ¿Tú eres católica?

Carmiña se encogió de hombros.

—Mi familia lo es. Pero Miguel y yo no íbamos a la iglesia. En mi país ahora la Iglesia está con los ricos. Yo quiero estar con los que buscan la justicia y el bien para todos los hombres.

Irene asintió y repartió entre las dos el café que quedaba.

—¿Y ahora qué piensas hacer?

—No lo sé. He oído que en la Argentina ayudan a los refugiados republicanos. Yo soy enfermera y tengo casi completa la carrera de Magisterio; le ayudaba a mi marido en la escuela. Y además sé coser y cocinar. Si es necesario trabajaré de criada. Y cuando tenga un trabajo seguro reclamaré a mis hijas, que están en Rusia... Pero hay que llegar a la Argentina.

Irene volvió a dar cabezadas de asentimiento.

—Lo primero es salir de aquí. A mí no me gusta lo que están haciendo con los refugiados. Los tienen en campos que parecen cárceles.

Carmiña suspiró:

—No tengo muchas opciones.

Irene posó una mano sobre las rodillas de Carmiña.

—Quizá yo pueda hacer algo. Conozco a gente que anda en esto de ayudar a los republicanos españoles. Yo no soy de la organización, pero puedo esconderte en mi casa hasta ver cómo van yendo las cosas. Trabajo en Correos, soy viuda, como ya sabes, y no tengo hijos. Mi casa es modesta, pero estarás mejor que en un campo de refugiados.

Carmiña, abatida, contestó con la voz empañada por las lágrimas:

—No quiero ser una carga para ti... No sé qué decirte.

—No digas nada y déjame hacer a mí... Lo más difícil es salir de aquí sin que te vean. Con ese uniforme llamas mucho la atención. Lo mejor será que te esconda en la oficina hasta que se haga de noche. Espera un poco, que voy a buscar la furgoneta y así lo haremos mejor.

Carmiña subió al coche y se escondió entre las sacas. Irene aparcó frente a la puerta de la oficina de modo que no se viese quién salía por la puerta trasera. Llevó a Carmiña a un cuarto pequeño que servía de depósito y le dio una manta.

—No hay mucho sitio porque todo está lleno con el correo que no se puede repartir. Las líneas con Madrid y con casi toda España están interrumpidas. Pero tú acomódate lo mejor que puedas, túmbate encima de las sacas y duerme, que buena falta te hace. No te muevas de aquí ni te asomes a la ventana. Yo voy a seguir con mi trabajo y vendré a buscarte cuando vea el panorama despejado. Déjame tus papeles por si pudiese hacer algo con los de la organización, y tú duerme tranquila, que yo echo la llave a la puerta y aquí no entra nadie más que yo.

Carmiña hizo lo que Irene le dijo. Colocó varias sacas para que le sirvieran de colchón, y una, menos llena, de almohada. No se dio cuenta de que en ella estaban escritas las letras URSS. Cerró los ojos y antes de quedarse dormida pensó que había mucha gente buena por el mundo.

Como estaba agotada por varias noches sin dormir, no se despertó hasta que Irene le tocó en un hombro:

—¡Eh, chica! Es hora de marcharse.

Carmiña se sorprendió al ver que era de noche.

—¡He dormido más de doce horas!

Irene se echó a reír.

—Eso quiere decir que eres joven y estás sana. Sólo los niños duermen así. ¿Descansaste bien en el colchón de cartas? Debes de tener el cuerpo molido.

Carmiña se desperezó estirando los brazos.

—No. Estoy bien. Sólo tuve una pesadilla...

Irene le dio ropas de calle. Un vestido y un abrigo casi nuevo, aunque un poco pasado de moda.

—Ponte esto y vámonos.

Carmiña repitió la operación de esconderse entre las sacas de la furgoneta y, ya fuera de la zona de la frontera, Irene paró el coche para que pudiese sentarse a su lado. Entonces le explicó:

—Tengo buenas noticias. Dentro de unas horas sale de Perpiñán un barco rumbo a Marsella y desde allí para la Argentina. Mis amigos te han conseguido un pasaje. Está en este sobre, y también un poco de dinero para que puedas arreglarte durante el viaje, que es largo. Cuando llegues allá, te estarán esperando y te buscarán un trabajo. Quizá al comienzo sea algo duro, no siempre se puede escoger, pero ten la seguridad de que será un modo digno de ganarte la vida. Cuando ya estés instalada podrás mandar a buscar a tus niñas. Y no estés preocupada: son gente seria, que sabe lo que hace y que está acostumbrada a resolver estos asuntos.

Carmiña le dio las gracias por todo lo que estaba haciendo por ella, pero movió la cabeza con abatimiento:

—No sé por qué, pero tengo el presentimiento de que no voy a ver a las niñas nunca más.

Irene puso su mano sobre las de Carmiña.

—No pienses eso. No te dejes abatir. Tienes que luchar por ellas.

Carmiña suspiró y asintió:

—Yo soy una luchadora. Más que mi marido, incluso. Pero no tengo mucha suerte, Irene... Mientras dormía tuve una pesadilla que me parece un agüero: vi una paloma que quería llegar hasta mí... Era una paloma mensajera que traía una carta de mis niñas. Venía volando tan confiada y tan alegre... Pero hombres con uniforme le salieron al paso y dispararon contra ella. La paloma herida aún intentó seguir, pero al fin cayó al suelo y la carta salió volando por el aire... Yo corría tras ella, pero el viento la empujaba y yo no llegaba a alcanzarla... Había alambradas y fosos y trincheras y soldados que disparaban. Yo seguía corriendo, pero, cada vez que me acercaba y estaba a punto de cogerla, el viento la llevaba para otro lado...

—Ahora no tienes que pensar eso —dijo Irene—. Ya verás cómo todo se va encajando.

Se quedaron en silencio, cada una sumida en sus pensamientos, hasta llegar al puerto en donde estaba el barco. Allí Irene le dio a Carmiña las últimas instrucciones. Después se abrazaron.

—Que tengas tanta suerte como mereces —dijo Carmiña.

—Que puedas reunirte pronto con tus hijas —dijo Irene.

Se despidieron sin saber que aquella noche Carmiña había dormido con la cabeza apoyada en la carta que le habían escrito Harmonía y Rosa.