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Los años fueron pasando y las vidas de los personajes de esta historia fueron tomando cada una un rumbo propio, marcado tanto por los acontecimientos externos como por las decisiones personales.

DE nuevo la guerra, ahora mundial, abrió un foso insalvable entre las naciones, llenó de muertos la tierra y condenó a la soledad a muchos de los que sobrevivieron.

La primera que sufrió las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial fue Carmiña. Aunque la Argentina no participó directamente en la contienda, la situación económica no era buena. Al llegar allí se encontró con que las posibilidades de trabajo eran muy limitadas. El país estaba lleno de médicos, abogados, arquitectos y profesores de universidad de las más diversas materias, dispuestos a trabajar en lo que fuese para sobrevivir.

Carmiña estuvo como criada en varias casas y probó también a trabajar de limpiadora en unas oficinas, aunque eso suponía ahorrar menos dinero al tener que pagarse alojamiento y comida. En todas partes encontraba los mismos problemas, que dimanaban de ser una mujer sola y de vivir en una gran ciudad. Carmiña se hartó de repartir bofetadas a los que pensaban que las nalgas femeninas estaban hechas para recibir pellizcos o palmadas del primero a quien le apeteciese. Lo malo del asunto estaba en que, si el que recibía la bofetada era el dueño de la casa o un superior en el trabajo, que solía ser el caso más frecuente, Carmiña acababa en la calle.

Intentó colocarse como enfermera o señora de compañía de alguna persona mayor, pero los viejos necesitados de ayuda o no tenían dinero para pagarle o debían de estar muy solicitados, porque Carmiña no encontró a nadie.

Con el tiempo se acostumbró a reprimir el primer impulso de abofetear a quienes se propasaban con ella y se limitaba a poner mala cara, pero eso también resultó inútil. Siempre volvían a las andadas e incluso se envalentonaban, con lo cual ella acababa por soltarles un buen bofetón y ellos por despedirla.

Así pasó dos años, con grandes dificultades económicas, porque estaba más tiempo parada que trabajando. Vivía con una extremada modestia, incluso con escasez, pero aun con eso a veces no tenía dinero ni para comer.

De sus hijas recibía vagas noticias a través de la Cruz Roja Internacional. Le decían que estaban bien, pero no consiguió entrar en contacto directo con ellas, ni siquiera por carta, porque, al entrar Rusia en guerra, todos los niños fueron trasladados al norte del país, lejos de los frentes de lucha. Y, además, tampoco ella tenía un domicilio fijo para ser localizada.

En aquella situación no podía pensar en reclamarlas y, como no era amiga de mentiras piadosas, les envió a través de la Cruz Roja una carta, diciéndoles la verdad: que su padre había muerto en la guerra y que ella estaba intentando encontrar un trabajo que le permitiese mantener una familia. De momento, les decía, estaban mejor en Rusia, donde podían estudiar una carrera y donde no les faltaba de comer. Cuando ella consiguiese un trabajo seguro, ahorraría para ir a verlas o reclamarlas a su lado.

Las cosas siguieron igual durante cierto tiempo hasta que un pequeño suceso provocó un gran cambio en la vida de Carmiña. Un día estaba limpiando el despacho principal de las oficinas de una empresa americana para la que entonces trabajaba. Al vaciar una papelera le llamó la atención el modo en que había caído un sobre. Había algo dentro de él. Lo recogió y vio que tenía la solapa remetida, no pegada. Lo abrió para ver qué contenía y se quedó asombrada. ¡Estaba lleno de billetes! Era dinero americano, dólares, y al mirarlos más despacio las piernas empezaron a temblarle porque todos eran billetes de cien y debía de haber unos veinte.

Su primera intención fue llamar al jefe de personal e informarlo del hallazgo, pero enseguida pensó que era sábado por la tarde y, en tal día y a tal hora, allí no estaban más que las pobres desgraciadas como ella, que tenían que trabajar mientras otros descansaban.

Cerró el sobre tal como lo había encontrado y se sentó a reflexionar en la butaca de la mesa de despacho. Había dos posibilidades, pensó: o el sobre había resbalado desde el tablero de la mesa al mover algún papel; o el tipo que se sentaba allí lo había echado por equivocación a la papelera. Pero, ¿cómo se podía hacer algo así? ¿Cuánto dinero manejaba aquel hombre para no darse cuenta de que le faltaban dos mil dólares? Si los había perdido el viernes, que era el último día de trabajo para los jefes, había tenido un montón de horas para darse cuenta de la pérdida y volver a la oficina. Si no había vuelto era porque no los había echado en falta.

Con aquel dinero, pensó Carmiña, cualquiera podría vivir un año entero... y ella podría ir a Rusia a ver a sus niñas, e incluso quedarse a vivir allí con ellas.

—Pero no es mío —suspiró Carmiña, balanceándose en la butaca, que era muy cómoda y giraba para todos los lados.

¿Cómo sería el tipo que se sentaba allí y tiraba un montón de dinero a la papelera?

—Por lo menos te he de ver la cara, míster, y tendrás que darme las gracias —dijo Carmiña, guardando el sobre en su pecho y poniéndose a limpiar de nuevo—. El lunes por la mañana me planto aquí a devolverte este dinero que tan poca falta te hace.

Ésa era su intención, pero a lo largo del fin de semana sentimientos e ideas contradictorias le pasaban por el corazón y la cabeza. ¿Y si no decía nada y se guardaba aquellos cuartos que tanto necesitaba y con los que podía hacer tantas cosas buenas? Ver a sus niñas, reunir una familia desperdigada por el mundo; a ella le hacían mucha falta y quizá el que los perdió no les daba importancia. También podría tomarlos como si fuesen mi préstamo y más adelante, cuando tuviese dinero, devolverlos... Por otra parte, cabía la posibilidad de que el tipo se diese cuenta de la pérdida, sospechase dónde había caído el sobre y mandase interrogar a la gente de la limpieza. Si el dinero no aparecía, llamarían a la policía para que indagase entre las limpiadoras de la planta. Era fácil averiguar qué despachos correspondían a cada una. Y cuando lo descubriesen la meterían en la cárcel o la devolverían a España, que sería aún peor.

A pesar de aquellos razonamientos, algo le escara bajeaba por dentro y le decía que el tipo que había perdido el sobre no sabía dónde había sido y que ella podría guardárselo sin que nadie lo supiese nunca.

Al final se impuso su sentido de la honradez y el lunes por la mañana se presentó en las oficinas con la intención de ver al ocupante de aquel despacho. Antes de llegar a él había que pasar por el control de una secretaria muy elegante y muy estirada que observó a Carmiña con ojo crítico: «¿Ver a míster Butwin? ¿Tiene usted una entrevista concertada?...» Naturalmente Carmiña no la tenía, y míster Butwin era un hombre muy ocupado, muy importante se sobreentendía, con su agenda llena de compromisos para todo el mes siguiente, dijo la secretaria, con una sonrisa en la que se adivinaba la poca consideración que le merecía Carmiña.

Carmiña miró de frente a aquella mujer tan satisfecha de su papel de intermediaria y le dijo:

—Hágame el favor de comunicarle a su jefe que tengo algo importante que decirle. Importante para él, no para mí. Y si no quiere recibirme, me voy, porque yo tampoco tengo tiempo que perder.

Para sus adentros pensó: «Como no me reciba, que le diga adiós al sobre. Estos empresarios son un atajo de ladrones, y quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón».

Algo debió de observar la secretaria en el tono y en el aire de Carmiña que la decidió a tomar en serio su petición.

—Hablaré con míster Butwin, pero no le puedo asegurar de ningún modo que pueda recibirla. ¿A quién tengo que anunciar?

—Mi nombre carece de importancia para lo que tengo que decirle, así que no se moleste en apuntarlo.

La secretaria, completamente desconcertada por la rareza de la situación, entró en el despacho de míster

Butwin. La seguridad de Carmiña y el hecho de ser una mujer muy guapa la llevaban a sospechar que aquello era un asunto privado, una aventura de su jefe que podría convertirse en un escándalo, y por ello no se atrevía a tomar decisiones por su cuenta.

Míster Butwin se sorprendió también.

—¿No ha querido decirle el nombre?... ¿Qué aspecto tiene?

—Mal vestida... quiero decir... con un vestido barato. Y es muy guapa, aunque no muy joven. Se expresa con corrección. Parece una mujer seria. No parece tina...

—Ya comprendo... ¿Y tampoco dijo para qué quería verme?

La secretaria leyó lo que llevaba apuntado en el bloc de notas: «Tengo algo importante que decirle. Importante para él, no para mí».

Míster Butwin, igual que la secretaria, pensó que podría tratarse de un asunto privado, aunque no de él, por supuesto, pero sí de alguno de los ejecutivos de la empresa. Queriendo evitar un posible escándalo, dijo como quien no le da importancia:

—Lo más seguro es que se trate de algo que le interesa a ella y no a mí, pero, en fin, que pase. Así saldremos de dudas.

Pasó Carmiña al despacho y tanto ella como míster Butwin se miraron con curiosidad. «Así que éste es el tipo que tira dos mil dólares a la papelera; tiene cara de buena persona, parece un niño grande», pensó Carmiña. «Sí que es guapa», pensó míster Butwin. Pero lo que dijeron fue:

—Tome asiento y dígame el motivo de su visita.

—Gracias, pero no vale la pena que me siente, porque es sólo cosa de un minuto y ya sé que es usted un hombre muy ocupado.

Míster Butwin estaba cada vez más intrigado. Se quedó de pie mirando a aquella morena arrogante que lo miraba como si fuese un párvulo. Carmiña respiró hondo y dijo de una tirada:

—El sábado por la tarde estuve limpiando este despacho. Encontré algo en la papelera que imagino que es suyo. ¿No ha echado nada en falta?

El hombre se dio con la mano en la frente:

—¡Oh! ¡El sobre con el dinero!

Carmiña asintió moviendo la cabeza, y él continuó: —Estaba seguro de haberlo perdido en el club, adonde fui a fugar al tenis... Por favor, siéntese. No sabe cuánto se lo agradezco. Sobre todo porque estaba pensando mal de una persona inocente.

Carmiña se sentó muy erguida y, desabotonando un poco la blusa, sacó el sobre que llevaba guardado en el pecho y se lo alargó al hombre, que, ante el gesto y al sentir en sus manos aquel calor del cuerpo de la mujer, se removió nervioso en su asiento.

—Cuéntelo, a ver si falta algo —dijo muy digna Carmiña—. Ahí está todo lo que yo encontré.

El hombre se apresuró a decir que no era necesario, y que le estaba tan agradecido, que le dijese por favor su nombre, y que, si podía hacer algo por ella, que no dudase en hablar con él.

Carmiña le contestó que no tenía nada que agradecerle, que no había hecho nada más que lo debido. Pero, cuando ya se levantaba para marcharse, se le ocurrió una idea y le dijo:

—Pues mire, sí que puede hacer algo.

—Usted dirá —contestó míster Butwin, un poco decepcionado de que tanta dignidad y honradez acabasen en una petición, pero, como hombre de negocios, dispuesto a recompensar a un empleado que acaba de hacerle un favor.

—Verá usted —dijo Carmiña—, en más de una ocasión me han puesto en la calle por pararle los pies a quien intentó propasarse conmigo. Me gustaría que no me pasase lo mismo en esta empresa.

Míster Butwin se irguió en toda su altura, que no era escasa, y casi cuadrándose militarmente dijo con voz firme:

—Ésta es una empresa seria. Tenga la total seguridad de que, mientras yo esté aquí, el despedido será quien la importune.

Carmiña sonrió con cierta picardía.

—No prometa tanto, que igual no puede cumplirlo. No todos son gentecilla...

—Sea quien sea, saldrá de esta empresa —dijo él, entre divertido y picado.

—No es necesario eso —dijo Carmiña—. Sé defenderme sola. Pero me tranquiliza saber que no me pondrán en la calle.

—Tiene usted mi palabra —dijo míster Butwin. Y mientras Carmiña salía del despacho, se quedó pensando que con una mujer así a cualquiera le apetecería propasarse.

Al día siguiente Carmiña recibió en su pequeño apartamento un gran ramo de rosas con una tarjeta de míster Butwin. Poco después la llamó el jefe de personal a su despacho y le preguntó si creía que podía desempeñar en la empresa otro trabajo que no fuese el de limpiadora. Carmiña lo informó de sus estudios y el jefe le dijo que de momento iba a emplearla como mecanógrafa y que más adelante podría pasar a secretaria. Cuando llevaba dos semanas en su nuevo puesto fue míster Butwin quien la llamó a su despacho. Le preguntó si estaba contenta con el trabajo y si había tenido problemas con sus colegas masculinos. Carmiña contestó sonriendo:

—Nada que no pueda resolver sola.

Entonces míster Butwin le explicó que el dinero que ella le había devuelto lo tenía destinado a unas vacaciones y que quería invitarla a cenar para compartir con ella una pequeña parte.

Después de aquella cena la invitó a otra y a otra y a muchas más. A los seis meses, cuando tenía que regresar a los Estados Unidos, míster Butwin le preguntó a Carmiña si quería casarse con él. Estaba divorciado, no tenía hijos y, aunque no era un hombre rico, tenía un buen trabajo que le permitía vivir bien, mucho mejor de lo que Carmiña había vivido nunca. Además era un hombre práctico, que no se calentaba la cabeza con problemas que no podía resolver. La primera vez que míster Butwin, Dick para los amigos, vio la medalla y la alianza que Carmiña llevaba al cuello, le preguntó si eran de su marido. Ella contestó que sí y que no pensaba quitárselas nunca. Dick dijo:

—Como quieras. Yo sólo tengo celos de los vivos. Carmiña pensó que mejor que fuese así y que, si hubiese conocido a Miguel, seguro que habría tenido celos. Pero sonrió y dijo:

—Una de las cosas que me gustan de ti es que no te complicas la vida.

Y un día que estaba sola, mientras acariciaba la medalla y el anillo de Miguel, Carmiña dijo en voz baja, como quien da explicaciones:

—Como te quise a ti no volveré a querer a nadie. Pero este hombre es una buena persona, le estoy agradecida, y además no es feo. Y yo estoy cansada de luchar sola: me voy acercando a los cuarenta años, no puedo volver a España, no puedo reclamar a las niñas y este mundo no está hecho para que una mujer ande sola. Espero que lo entiendas y que no te parezca mal. Yo a ti no te olvidaré nunca, Miguel, y seguiré haciendo lo que pueda por las ideas que defendimos juntos. Pero creo que tengo derecho a un poco de tranquilidad. Así que me voy a casar con él.

Carmiña se casó con el americano y esa decisión marcó de un modo definitivo su futuro. Los Estados Unidos entraron en la guerra mundial y Rusia rompió su alianza inicial con Alemania. Teóricamente estaban en el mismo bando, pero, cuando acabó la guerra, el mundo se dividió en dos grandes bloques enfrentados, cada uno de ellos capitaneado por Estados Unidos y por Rusia. Carmiña se quedó de un lado, y Harmonía y Rosa del otro.