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MIGUEL y Enrique no se volvieron a ver.

Miguel cayó en la batalla del Ebro. Un muerto más en aquella guerra en la que murieron un millón de españoles. No tuvo ni siquiera una tumba en donde los suyos pudieran recordarlo: una fosa común recogió su cuerpo junto al de otros muchos compañeros.

Carmiña recibió una concisa comunicación oficial de la muerte y poco después un paquetillo en el que una mano generosa había recogido las escasas pertenencias que los soldados llevan consigo y que quieren hacer llegar como recuerdo a su familia: una medalla, un reloj, el anillo de casado, una carta...

La medalla era la de la primera comunión y, aunque Miguel no frecuentaba la iglesia, sí era creyente y la llevaba siempre a] cuello. Carmiña la colgó del suyo junto con la alianza. Al sentir cómo chocaba con la suya, se acordó de cuántas veces al abrazarse desnudos chocaban las dos medallas con un sonido que entonces le parecía alegre y gozoso. Y se echó a llorar.

El reloj había sido su regalo de boda. Era un buen reloj, que marcaba los segundos y que podía servir de cronómetro. Miguel era aficionado a los deportes y solía organizar carreras con los niños de la escuela. Carmiña se quitó el suyo de la muñeca y puso el de Miguel. Se sorprendió de no tener que correr más que un agujero. «¡Pobre mío —pensó—, qué flaquito estabas!» Y de nuevo se echó a llorar.

Pero ni siquiera tuvo tiempo de llorar todo lo que quería. Los heridos seguían llegando, cada vez más y más graves, y Carmiña se secó los ojos y se dispuso a continuar su trabajo.

De la carta que venía en el paquete pensó en un primer momento que se trataba de una equivocación. La letra no era de Miguel y no estaba dirigida a ella, sino a un general franquista; no comprendía por qué tenía su marido una carta para un traidor a la República. Pero al mirar el remitente se dio cuenta de que se trataba del padre de Enrique, y dedujo que Miguel debía de haber visto a su amigo y que se trataba de hacerle un favor. Ella también quería a Pizca, pero, como no veía el modo de hacer llegar aquella carta a su padre, decidió guardarla por si más adelante había ocasión de hacerlo. La puso entre sus cosas y se olvidó de ella.

Carmiña siguió cumpliendo con sus deberes de enfermera, pero, desde que recibió la noticia de la muerte de su marido, cayó en una especie de insensibilidad; lo que más temía había sucedido ya. Las niñas estaban seguras y bien atendidas en Rusia, y lo que pudiera pasarle a ella la tenía sin cuidado. Lo que quería, más bien, era morir. Incluso pensó en coger un fusil e ir al frente como un soldado más. La vida sin Miguel le parecía vacía y sin sentido, igual que antes de conocerlo. Entonces era una chica estúpida, pensaba, como su hermana, que hacía trisagios y novenas y creía que con eso había cumplido ya sus obligaciones con la sociedad. Él le había hablado de un mundo mejor, más solidario, más justo, por el que valía la pena luchar... y morir.

«Pero nosotros vamos a morir para nada —pensaba Carmiña—. Van a ganar ellos.» Una tras otra iban cayendo todas las plazas que defendían a la República, el ejército leal se replegaba día a día hacia la frontera con Francia, que aparecía como la única posibilidad de salvar la vida, ya que no otra cosa.

Carmiña se ponía la mano en el pecho, tocaba las dos medallas y creía oír la voz de Miguel:

—Podrán quitarnos la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.

Cuando decía cosas así, Carmiña se quedaba mirando para él, encantada de verlo tan guapo y tan listo. Él se reía y le explicaba:

—Esto no es de mi cosecha, Carmiña. Lo dijo hace varios siglos un loco genial, que tenía más razón que todos los cuerdos que se reían de él. Se llamaba don Quijote.

Carmiña era una mujer fuerte, una luchadora, y le gustaba ganar. Se rebelaba y se amargaba cuando las cosas no salían como debían ser. Miguel, por el contrario, pensaba que había que seguir, aunque el éxito no coronase el esfuerzo.

—Si las cosas fuesen como deben ser, si siempre ganasen los buenos, este mundo sería un paraíso; y no lo es. Pero nuestra obligación es luchar para que no sea un infierno.

«Y mi obligación es seguir aquí —pensaba Carmiña—, cuidando heridos. Y cuando esto acabe, ir a buscar a las niñas y continuar con ellas la labor que empezó su padre.»

Pero la suerte parecía estar en contra de aquel proyecto. En uno de los avances del ejército de Franco, el puesto de socorro no pudo replegarse a tiempo y médicos y enfermeras fueron hechos prisioneros y enviados a la retaguardia.

Los fusilamientos empezaron enseguida. Un día un soldado vino a buscarla a ella. Carmiña se despidió con un abrazo de los que habían sido sus compañeros en los últimos tiempos y se dispuso a morir con dignidad. Pero el soldado no la llevó al patio donde fusilaban a los presos, sino a un despacho en el que se encontraba un general. Carmiña pensó que iban a interrogarla.

—¿Dónde está su marido? —le preguntó secamente aquel hombre.

Carmiña irguió la cabeza y sintió una amarga satisfacción al contestarle:

—Murió defendiendo la causa de la República. Mientras le mostraba un sobre abierto, que Carmiña no reconoció en un primer momento, el general dijo con el mismo tono cortante:

—Esta carta que usted tenía entre sus cosas es de mi hijo... Yo soy el padre de Enrique. Su marido era amigo suyo y en una ocasión arriesgó su vida para salvarlo. Yo quiero corresponder a ese favor.

—¡El padre de Pizca! —dijo Carmiña, atónita.

A Enrique su madre le llamaba Pizca. No porque fuese pequeño, que era un buen mozo, sino porque de niño comía poco y cuando le ofrecían algo solía decir: «Sólo quiero una pizca». Incluso al hacerse mayor siguió prefiriendo las pizcas a los grandes trozos de comida. El general se conmovió al oír aquel nombre, y Carmiña empezó a mirarlo con más simpatía. Le preguntó:

—¿Qué es de Enrique? ¿Por dónde anda? Esa carta me la mandaron con las cosas de mi marido cuando él murió.

El general respondió con amargura:

—También Enrique está muerto. Lo mataron cuando intentaba llegar a nuestras líneas.

Carmiña se quedó helada. ¡Enrique muerto en la guerra! ¡El Pizca, que nunca se había metido en una pelea y que siempre andaba poniendo paz entre todo el mundo!

—¿Y Marita? ¿Y la niña?

—Su mujer murió de parto, igual que la criatura, o más bien por falta de cuidados y de medicamentos. Y la niña mayor murió con Enrique cuando intentaban salir de la ciudad. Les echaron una granada en el coche.

Carmiña se calló, horrorizada. Los dos estuvieron unos instantes en silencio, mirando al suelo. El general fue el primero en reaccionar.

—¿Usted tiene hijos?

—Dos niñas. Están en Rusia desde el comienzo de la guerra.

El general asintió con la cabeza.

—En ese caso, creo que el mejor plan es el que voy a proponerle. Ahora se quedará aquí, en este cuarto que yo cerraré con llave. Esta noche vendré a buscarla y la llevaré a la frontera. En Francia estará a salvo y desde allí usted verá lo que quiere hacer. Mi consejo es que de momento no vuelva a España.

Tal como lo proyectó, lo llevó a cabo. Al llegar la noche metió a Carmiña en la parte trasera de un coche militar y la cubrió con una manta. Así atravesó, recibiendo los saludos de los soldados, todos los puestos de guardia. Después del último, apagó los faros, se desvió de la carretera y paró en un camino que bordeaba una loma. Ayudó a Carmiña a bajar del coche y le explicó la situación:

—Detrás de esa loma es ya territorio francés. Vaya con precaución, agachada, pero no tema. Si alguien le da el alto identifíquese. Por aquí sólo puede encontrar republicanos que van a buscar refugio en Francia.

Carmiña se dio cuenta de que el padre de Enrique estaba poniendo en peligro su vida por corresponder a lo que Miguel había hecho. Le alargó la mano.

—¡Gracias! Y márchese ya; no lo vayan a coger a usted... Yo quería mucho a Enrique, ¿sabe?... Él y Miguel, mi marido, eran los dos unas buenas personas. Gente así no debía morir de esa manera; tenían aún mucho que hacer por los demás. Y Enrique ni siquiera era soldado... ¡Todo es tan injusto!

El general asintió.

—Él era pacifista. Estaba en contra de la guerra; nunca quiso alistarse. Y ahora él está muerto y yo vivo.

Sacudió la cabeza como si quisiera echar fuera sus pensamientos y apretó con fuerza la mano de Carmiña.

—Que tenga mucha suerte. Y que sus hijas estén bien.

Carmiña sabía que Enrique era hijo único. Pensó que era triste que la guerra dejase sin hijos ni nietos a aquel hombre, ya viejo. Y se acordó de la madre de Enrique, que ya no volvería a ver a su Pizca. Se acercó al general y le dio un beso.

—Que encuentre bien a su mujer. Y hasta que Dios quiera, señor.

—Suerte... y hasta que Dios quiera, niña.