3
CUANDO ya empezaban a olvidarse del asunto del ballet, María del Mar recibió una carta de la maestra de baile del Bolshoi. En ella le decía que consideraba prácticamente imposible admitir a una niña de aquella edad y con aquellas circunstancias, pero que, en consideración a la labor social que María del Mar estaba desempeñando, estaría dispuesta a recibir personalmente a su protegida para juzgar por sí misma acerca de aquellas facultades extraordinarias de las que le hablaba. Recordaba la necesidad de respetar las normas que regían el ingreso en la institución y lamentaba no poder ofrecer otra cosa que una entrevista privada.
La carta no dejaba mucho margen a la esperanza, pero aun así originó un gran rebumbio en la escuela y en la compañía de baile. Todos estaban emocionados con el viaje de María del Mar y Rosa a Moscú. La seño, como llamaban a la maestra de baile, estuvo ensayando con Rosa las piezas más bonitas, porque seguramente la mandarían bailar, dijo. Incluso algunos días Rosa dejó de ir a la escuela para practicar más y hacer un buen papel.
—Que vean que también fuera de Moscú se sabe bailar —decía la seño.
Rosa estaba nerviosísima y no daba pie con bola. Lo único que seguía haciendo bien era bailar, y se pasaba el día ensayando delante de María del Mar, de Harmonía, de León, de la seño, de las compañeras de clase...
Aunque estaba muy nerviosa y preocupada, al bailar parecía olvidarse de todo. Antes de empezar se concentraba en sí misma, cerraba los ojos y estaba así unos segundos. Mientras bailaba era como si estuviese sola, los nervios desaparecían y se entregaba por completo a la danza. Al acabar tardaba un poco en volver a la realidad. Sólo cuando sonaban los aplausos o los bravos de los amigos, sonreía entre incrédula y satisfecha, y preguntaba:
—¿De verdad lo hago bien?
La seño le dio instrucciones a María del Mar: que dejasen concentrarse a la niña, que tocasen unos compases antes de atacar la pieza de baile... y algunas más que María del Mar con voz tímida, muerta de miedo, pero decidida a hacer lo imposible para ayudar a Rosa, le transmitió a la directora de baile del Bolshoi, una mujer de edad indefinida, alta y delgada, de aspecto altivo y duro y ojos penetrantes. La directora, que antes había sido bailarina famosa y que llevaba ya muchos años desempeñando el cargo de maestra de baile, sonrió como quien oye algo obvio. Después le puso a Rosa una mano en el hombro y con la otra le señaló a María del Mar una puerta, con un ademán que no admitía réplica:
—Rosa y yo vamos a dar una vuelta por el jardín. Usted puede esperamos viendo los ejercicios de las mayores.
Acompañó a María del Mar a una estancia donde chicas de catorce o quince años repetían una y otra vez piruetas y pasos de baile al son de la música de un piano. Y sin soltar a Rosa se encaminó con ella hacia un jardín que se veía a través de los altos ventanales.
María del Mar se sentó, porque las piernas le temblaban tanto que temía no poder mantenerse de pie, y pensaba: «No hay nada que hacer con esta mujer tan rígida. ¡Mi pobre niña! No sé cómo es capaz de andar siquiera».
Pero a Rosa no le temblaban las piernas. Desde que había entrado en el enorme edificio de la sede del Bolshoi y empezó a oír por todas partes la música de las clases y los ensayos, estaba como en trance, mirándolo todo con los ojos muy abiertos, empapándose de aquel ambiente. Y de igual manera miraba a la directora, como quien está en presencia de un ser extraordinario. Sentía su mano en el hombro y le pasaba lo mismo que cuando sonaban las notas de un baile: se movía a su compás, se dejaba llevar por aquella suave fuerza que partiendo de su hombro la llevaba a través de los cuidados caminos del jardín. Se sentía a gusto y hablaba con total espontaneidad.
La directora se daba cuenta de la admiración que despertaba en Rosa y también de la ligereza de aquel cuerpo que obedecía a la más leve presión de su mano. Estaba acostumbrada al halago desde sus tiempos de bailarina y, aunque echaba en falta los aplausos del público, el puesto que ahora desempeñaba le permitía seguir manteniendo una gran relevancia social. Pero sabía distinguir la adulación de la admiración sincera.
Para tranquilizar a Rosa le hacía preguntas sobre su vida en Kirov, cómo había descubierto su vocación por la danza y de vez en cuando le señalaba una planta o un árbol raro del jardín. Rosa, más que a las plantas, miraba fascinada la mano que se las mostraba, la elegancia y la belleza de sus movimientos. En un momento dado, en el que la directora extendió el brazo para señalarle las golondrinas que cruzaban, Rosa le dijo con toda inocencia y total convencimiento:
—Usted es bailarina, a que sí.
No era una pregunta, sino la confirmación de algo que le parecía evidente. Y la directora, que tenía muchos años y hacía mucho tiempo que había dejado de bailar, la miró con seriedad y respondió con un poso de amargura:
—Sí, lo soy. Una bailarina sólo deja de serlo cuando muere. Eso es algo que no todo el mundo entiende.
La directora sentía simpatía por aquella niña extranjera y sola, que se movía con la ligereza de un pájaro. Pero no quería que sus sentimientos interfiriesen en sus decisiones; quería ser justa. Recordó los centenares de solicitudes que rechazaba cada curso, y pensó que en todo caso tendría que someterla a las pruebas habituales y que el comité decidiese. Una niña de su edad y sin preparación adecuada era casi seguro que sería suspendida. Suspiró y le mostró las golondrinas que otra vez cruzaban el cielo:
—Míralas. Van para tu tierra.
Rosa la miró asombrada.
—¿Para Galicia? ¿Para España? ¡Son tan pequeñas! ¿Cómo pueden llegar tan lejos?
La directora sonrió.
—Son pequeñas, pero fuertes, como las bailarinas. Todos los años van y vuelven. ¿No quieres decirles adiós?
Y levantando los brazos, la vieja bailarina comenzó a moverlos imitando el aleteo de los pájaros. Aunque sus piernas no le respondiesen como antes, sus brazos seguían despertando admiración a cuantos podían contemplarlos. Se diría que no tenían huesos: largos e ingrávidos se movían con la lenta ondulación de las algas mecidas por las olas, de los mimbres empujados por el viento... Pero de pronto se detuvo y los dejó caer a lo largo del cuerpo. Miraba pasmada a Rosa, que entusiasmada decía: «¡Adiós, golondrinas, adiós!», y repetía los mismos movimientos que la gran bailarina. ¡Aquella niña que nunca había bailado ballet, a quien nadie había enseñado la técnica, movía los brazos como ella!... O, mejor dicho, como ella antes de haber pasado centenares de horas delante del espejo de la clase de danza, perfeccionando un don que la naturaleza le había dado.
Cuando las golondrinas desaparecieron en el horizonte, Rosa se volvió hacia la directora y se sorprendió de su expresión seria.
—Tenemos que volver a las clases.
Rosa se asustó del tono cortante.
—¿Me va a hacer el examen? —se atrevió a preguntar.
La directora hizo un gesto negativo:
—No, no es necesario.
Rosa inclinó la cabeza, abatida, con los ojos llenos de lágrimas.
—Soy ya demasiado mayor...
Sintió otra vez la mano de la directora sobre su hombro y oyó la voz que le decía:
—Para ser bailarina del cuerpo de baile es, en efecto, demasiado tarde... Pero tú puedes ser una estrella. Yo puedo hacer de ti una estrella. Y las estrellas no tienen edad.