Jojo
Jojo despertó, tuvo los dos pensamientos que tenía cada mañana y supo que hoy era el día que algo tenía que cambiar.
Las dos primeras semanas desde que dejara Lipman Haigh habían sido ajetreadas. El teléfono no había parado de sonar -autores diciéndole que se iban con Richie Gant, Mark suplicándole que volviera, gente del mundo editorial desesperada por conocer la historia- y de repente, como por obra de un interruptor, se había hecho la calma. Parecía una conspiración. El silencio era ensordecedor y el tiempo empezó a pasar muy despacio.
Jojo comprendió que intentar dirigir una agencia literaria sentada en su sala de estar, sin apenas autores, era imposible. Las últimas cifras indicaban que veintiuno de sus veintinueve autores se habían ido con Richie Gant y que solo los pequeños -los poco lucrativos- se habían quedado.
No tenía ingresos -nada- y eso la aterraba.
Desde los quince años siempre había tenido trabajo; no tener ingresos era como columpiarse en un trapecio sin una red de protección debajo.
Durante trece semanas seguidas ese fue el segundo pensamiento que tuvo cada mañana al despertarse. Durante todo febrero, durante todo marzo, durante todo abril. Ahora mayo arrancaba y todo seguía igual.
Necesitaba nuevos autores pero nadie la conocía y, curiosamente, Lipman Haigh no le estaba enviando los manuscritos que llegaban a su nombre. Un retrato suyo en el Times, publicado por Magda Wyatt, le había generado un goteo de libros. La mayoría eran atroces, pero significaba que Jojo seguía en el juego. Hasta la fecha, sin embargo, ninguno había resultado en una venta.
Encerrada en su apartamento, esperando mientras nada ocurría, los días se le hacían interminables. Los directores editoriales ya no la invitaban a comer a restaurantes caros con la misma frecuencia y tenía la norma de evitar los grandes actos literarios donde corría el riesgo de encontrarse con Mark. Por otro lado, no podía eludirlos todos porque tenía que hacer saber a las editoriales que seguía viva.
Así y todo, hacía lo posible por mantenerse alejada porque Mark seguía ocupando su primer pensamiento de cada mañana. Incluso ahora, transcurridos más de tres meses desde la última vez que lo vio, había veces que el dolor le impedía respirar.
Pero hoy era el día en que algo tenía que ocurrir.
No le quedaba dinero. Había vendido su pequeña cartera de valores, retirado un plan de jubilación y apurado su saldo y sus tarjetas de crédito. Se lo había gastado todo, tenía una hipoteca que pagar y pasara lo que pasase, no estaba dispuesta a perder su apartamento.
Tenía dos opciones, ninguna de ellas atractiva: podía rehipotecar su apartamento o volver a trabajar en una gran agencia. Le iba a resultar difícil (sino imposible) rehipotecar el apartamento sin un trabajo estable. De modo que, en realidad, solo le quedaba una opción, pero decir que tenía dos le hacía sentir mejor. Una parte de su ser le decía que estaba rindiéndose al aceptar su vuelta al sistema que la había jodido la última vez. Pero otra parte le decía que lo importante era sobrevivir. Lo había intentado, pero una chica inteligente sabe cuándo dejar de escarbar.
Tenía que comer. Y comprarse bolsos.
Desde que corriera la noticia de que había dejado Lipman Haigh, casi todas las agencias literarias de la ciudad le habían hecho una oferta de trabajo y ella las había rechazado educadamente. De hecho, había dicho que en un futuro no muy lejano podría ser ella quien les estuviera ofreciendo trabajo.
Vale, tal vez se había confiado demasiado. Pero si sus autores hubieran seguido con ella todo habría salido bien. En fin, de nada servía lamentarse. Tenía una lista mental de con qué agencias le molestaría menos trabajar. Empezaría con la primera e iría bajando.
Sintiéndose algo rara, algo triste, descolgó el teléfono y llamó a la primera agencia, Curtís Brown. La persona con quien necesitaba hablar no estaba disponible, de modo que dejó un recado Luego llamó a Becky para contarle lo que estaba haciendo.
- ¡Oh, Jojo! Volver al sistema patriarcal es muy perjudicial para el alma -recitó Becky.
- Estoy sin blanca. ¿Y para qué quiero el alma? Nunca la uso. Si tuviera que elegir entre mi alma y un bolso, elegiría el bolso.
- Si lo tienes tan claro…
Cuando sonó el teléfono pensó que sería alguien de Curtis Brown, pero se equivocaba.
- Jojo, soy Lily. Lily Wright. Tengo un manuscrito para ti. Creo que, en fin, una nunca puede estar segura, pero creo que te va a encantar. O por lo menos te gustará.
- ¿En serio? Pues habrá que echarle un vistazo.
Jojo no se hizo ilusiones. Lily, una gran persona, se había convertido en una intocable literaria. Tras el fracaso de Claro como el cristal, nadie volvería a publicarle un libro.
- Vivo cerca -dijo Lily-. En St. John's Wood. Podría pasar a dejártelo ahora mismo. A Ema y a mí nos iría bien un paseo.
- Claro. ¿Por qué no? -Es cierto, le estaba siguiendo la corriente, pero era preferible eso a decirle que no se molestara.
Lily y Ema llegaron. Lily tomó té. Ema rompió el asa de una taza y se la colgó en la oreja a modo de pendiente. Luego se marcharon.
Por la tarde, la mujer de Curtis Brown telefoneó y dio a Jojo una cita para un día de esa semana. Y, leeeentamente, el día pasó. Habló con Becky varias veces, se pasó toda la tarde viendo la tele pese a tenerla prohibida durante el día, fue a yoga, volvió a casa, se preparó la cena, vio más tele y en torno a las once y media decidió que era hora de acostarse. Buscando algo que leer para ayudarse a conciliar el sueño, sus ojos se posaron en la pila de hojas de Lily Wright. ¿Por qué no echarles un vistazo?
Veinte minutos más tarde
Jojo estaba sentada en la cama con la espalda rígida, sosteniendo las hojas con tanta fuerza que las tenía combadas. Llevaba leído poco trozo, pero ya no le cabía ninguna duda. ¡Lo tenía! El manuscrito que había estado esperando, el libro que daría un nuevo impulso a su carrera. Llevaba el sello de Los remedios de Mimi, pero era aún mejor. Lo vendería por una fortuna.
Miró el reloj. Medianoche. ¿Era demasiado tarde para telefonear a Lily? Probablemente. ¡Maldita sea! ¿A qué hora se levantaba Lily? Pronto, seguro. Tenía una hija pequeña, seguro que se levantaba pronto.
6.30 de la mañana siguiente
¿Era demasiado pronto? Quizá. Se obligó a esperar una hora. Luego agarró el teléfono.