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Segundo acontecimiento -probablemente el menos importante de los cuatro-, me surgió una nueva clienta. La llamada se produjo al día siguiente, a la una y diez, justo cuando me disponía a salir del trabajo para comer, un presagio de cómo iban a ir las cosas; algunas personas son superexigentes incluso cuando no lo pretenden. La diva era Lesley Lattimore, una chica irlandesa It; en otras palabras, una chica que iba a muchas fiestas y gastaba a raudales un dinero que no ganaba. Su padre, Larry «Fajos» Lattimore, había ganado una fortuna invirtiendo en construcciones marrulleras y desplumando a contribuyentes irlandeses, pero a nadie parecía importarle. Y a Lesley aún menos.

- Quiero celebrar mi treinta cumpleaños y he oído que organizaste la boda de Davinia Westport.

No le pregunté si había estado en la boda de Davinia porque sabía que no había estado. Lesley era la hija de un delincuente impune y Davinia era demasiado distinguida para relacionarse con ella. Pero Fajos quería comprarle a su hija única una celebración estilo Davinia.

- ¿En qué clase de fiesta estás pensando?

- Doscientos invitados o más. Un tema principesco. Imagina una Barbie gótica -dijo.

Lo hice y de repente necesité este trabajo.

- ¿Cuándo podrías venir a verme?

- Hoy. Ahora.

Agarré algunas carpetas con fotos de las fiestas más imaginativas que había organizado y partí hacia el dúplex de Lesley con vistas al río en el centro de la ciudad. Lucía un peinado de peluquería, un bronceado de St. Tropez y una indumentaria impecable, en resumidas cuentas, ese lustre que tiene la gente rica, como si la hubieran sumergido en esmalte. Y, por supuesto, tenía un bolso diminuto confirmando así mi teoría de que cuanto más rica es una persona más pequeño es su bolso. Porque, ¿qué necesita en realidad? Su tarjeta Visa Oro, las llaves del Audi TT, un móvil minúsculo y una barra de labios. Mi bolso tiene el tamaño de esas maletas con ruedas de las azafatas y lo llevo lleno de carpetas, pinturas, bolígrafos reventados, resguardos de la tintorería, barras de cereales mordisqueadas, solpadeína, Diet Coke, Heat y, cómo no, mi teléfono ladrillo.

Lesley también tenía la actitud justa -entre la brusquedad y la total grosería, pasando por todo los puntos intermedios- y eso, junto con su lustre, lograba eclipsar su físico poco agraciado. Tenías que pasar un rato con ella antes de reparar en que sus facciones eran algo angulosas alrededor de la nariz y el mentón. De hecho, si hubiera optado por un tema de brujas en lugar de princesas, el papel le habría ido que ni pintado. Qué curioso que Fajos no le hubiera comprado un mentón nuevo. Pero, pese a mi resentimiento, tenía que reconocer que compartíamos la misma visión.

- ¿Por qué debería contratarte? -preguntó, y empecé a enumerarle los actos más importantes que había organizado: bodas, conferencias, entregas de premios. Luego titubeé y decidí jugar mi as.

- Tengo una varita mágica -dije-. Una estrella plateada con pelusa lila.

- ¡Yo también! -gritó-. ¡Estás contratada!

Lesley corrió a buscar la varita, la hizo girar solemnemente sobre mi cabeza y declaró:

- Te concedo el honor de organizar la fiesta de cumpleaños de Lesley.

Luego me la entregó y dijo:

- Di: «Te concedo un castillo con torreones».

Acepté la varita de mala gana.

- ¡Venga! -insistió-. Te concedo un castillo con torreones.

- Te concedo un castillo con torreones -dije.

- Te concedo un salón medieval.

- Te concedo un salón medieval. -Presentía que este juego iba a ser agotador.

- Te concedo un torneo.

- Te concedo un torneo.

Entre «concesión» y «concesión» tenía que hacer girar la varita sobre su cabeza y deslizaría por cada uno de sus hombros, un tormento. Al rato perdió el interés por la varita y casi grité de alegría. Sobre todo porque tenía que anotar su lista de peticiones.

¡Y qué lista! Quería un vestido plateado, estilo imperial, con mangas en punta hasta el suelo, una capa estilo imperial blanca, un sombrero de princesa en punta y zapatos plateados (también en punta, claro). Quería bebidas rosas. Quería sillas plateadas con patas curvas. Quería comida rosa.

Yo lo iba anotando todo y asentía:

- Aja, buena idea.

No le hice preguntas difíciles, como, por ejemplo, si creía que los invitados varones estarían dispuestos a beber bebidas rosas o cómo demonios esperaba que la gente bailara al ritmo de una banda de trovadores. Ahora no era el momento de ahondar en las partes menos prácticas de su visión. Todavía nos hallábamos en la fase de luna de miel y durante las próximas semanas tendríamos tiempo de sobras para concursos de gritos -en los que ella me gritaría y yo sonreiría dulcemente-, mucho, pero que mucho tiempo.

- ¿Y cuándo quieres celebrarla?

- El treinta y uno de mayo.

Dentro de dos meses. Para hacer esto bien, habría preferido dos años, pero las Lesley de este mundo nunca son tan complacientes.

Me marché con un montón de ideas rondándome ya en la cabeza y todo me pareció de repente mucho más fácil. Conseguir nuevos clientes siempre tenía un efecto positivo, porque cuando transcurría mucho tiempo sin recibir encargos sentía que me robaban el oxígeno. Ahora, por fin, respiraba libremente y tuve claro que el siguiente viernes por la noche sería el momento idóneo para mi encuentro con Owen. Podría decirle a mamá que era una salida de trabajo y, de ese modo, disfrutar de la resaca al día siguiente. No le hacía ningún favor con mis mentiras, pero no me importaba. Después de ver a papá y Colette tan unidos, tenía que hacer algo por cambiar las cosas.

Cuando regresé a mi mesa Lesley ya me había dejado cuatro mensajes. Tenía algunas ideas «geniales»: un príncipe gallardo debía entregar personalmente las invitaciones y los invitados debían recibir una bolsa con sorpresas a su llegada, pero sin que eso le costara dinero.

- Habla con Clinique -dijo-. Y Origins y Prescriptives. Diles que necesitamos muestras gratis.

Y otro mensaje.

- Y Decleor y Jo Malone.

Y otro.

- Consigue que Lulu Guinness diseñe las bolsas.

¿Quién te lo ha contado?
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