Lily

- «Caitriona llevaba mucho tiempo asustada y ahora su temor se hizo realidad con el cuarto bebé afectado. No necesitaba más pruebas. Lo sabía. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. El número de casos de cáncer era extrañamente elevado y algo lo estaba provocando…»

No me escuchaban. Estaba en una librería de Sheffield, en mi mortal gira de tres semanas para promocionar Claro como el cristal, y las ochenta mujeres que abarrotaban la sala estaban examinándose las uñas, contando los recuadros de la moqueta, planificando la cena de mañana, lo que fuera para pasar el tedioso rato hasta que yo hubiera terminado de leer.

Eché una rápida ojeada a mi público. El grupo de mujeres con túnicas blancas; el trío obligado a sentarse al fondo porque sus sombreros puntiagudos tapaban la vista a los demás; la pandilla de amigas sentadas en la primera fila, todas con una varita mágica casera cubierta de purpurina y pelusa. Naturalmente, también había mujeres corrientes, pero las disfrazadas eran las que más destacaban. Así había sido toda la semana: en cada lectura aparecía un montón de gente que se esforzaba por semejarse a un personaje sacado de Los remedios de Mimi. Pero, a riesgo de parecer desagradecida, habría preferido que no lo hubieran hecho. Me daba que pensar. ¿Qué había creado? (Y desviaba la atención de Claro como el cristal, el libro que estaba deseando que compraran.)

Otro frufrú de impaciencia llegó a mis oídos y decidí cortar la última página de mi lectura, como había hecho las demás noches. Sencillamente, me horrorizaba demasiado el patente aburrimiento del público para prolongar su sufrimiento.

- «Caitriona descolgó el teléfono. Llevaba tiempo esperando esta llamada…» -Hice una larga pausa para indicarles que había terminado. Luego dije-: Gracias -y dejé cuidadosamente el libro sobre el atril.

Siguió un aplauso educado. Entonces inquirí:

- ¿Alguien desearía hacer alguna pregunta?

Una mujer se levantó de un salto. «No lo hagas -imploré-. Por favor, no me hagas esa pregunta.» Pero, naturalmente, la hizo. Había sido la primera pregunta en todas las lecturas de la gira.

- ¿Piensa escribir otro Los remedios de Mimi?

La aprobación de la sala fue casi tangible. Todo el mundo asintió con la cabeza. El «Yo también iba a preguntárselo» flotaba en el aire como un susurro. «Buena pregunta, sí, muy buena pregunta.»

- No -contesté.

- Ooooooh -estalló la sala al unísono.

El tono no era solo de decepción, sino de ofensa, casi de ira. La fila de varitas mágicas caseras se agitó y las tres «brujas» del fondo se quitaron el sombrero y lo sostuvieron sobre el pecho, como mostrando su respeto a los muertos.

- El caso es que… -comencé, y expliqué que Los remedios de Mimi era un caso aislado, que lo había escrito como una reacción al atraco.

- ¿No podría intentar que le atracaran otra vez? -preguntó otra mujer. En broma, claro. Creo.

- Ja, ja, ja -dije con la sonrisa grapada a la cara-. ¿Más preguntas?

Acaricié el ejemplar de Claro como el cristal para recordarles por qué estábamos aquí, pero nada. Las siguientes preguntas estuvieron todas, sin excepción, relacionadas con Los remedios de Mimi.

- ¿Mimi está basada en usted…?

- ¿Existe realmente el pueblo de Mimi…?

- ¿Se formó como bruja buena antes de escribir el libro…?

Yo trataba de responder cortésmente, pero estaba empezando a odiar a Mimi y eso comenzaba a notarse en mis respuestas. Entonces llegó el momento de las firmas y la cola se alargó satisfactoriamente hasta el fondo de la librería. Pero en lugar de tomar preciosos ejemplares de Claro como el cristal, la gente sacaba del bolso ejemplares de Los remedios de Mimi tan destrozados que parecía que una banda de cockers se hubiera peleado por ellos. Sentí náuseas.

Así y todo, el calor de las personas que se acercaban a la mesa me aplacó.

- Gracias por escribir Los remedios de Mimi

- Me encantó…

- Me salvó la vida…

- Lo he leído al menos diez veces…

- He regalado un ejemplar a cada uno de mis amigos…

- Mejor que un antidepresivo…

- Mejor que el chocolate…

- Estaba deseando conocerla…

Me regalaron varitas mágicas, bizcochos caseros, conjuros escritos en pedazos de papel y una invitación a una boda druida. La mayoría de los presentes pedía hacerse una foto conmigo, como habían hecho aquel lejano día con Miranda.

Si mi carrera no hubiera dependido de que Claro como el cristal se vendiera bien, habría disfrutado de tanta amabilidad y saboreado el hecho de haber creado algo que había influido positivamente en tantas vidas. Pero el caso era que mi carrera sí dependía de que Claro como el cristal se vendiera bien, y de las ochenta personas que habían asistido a la lectura solo dos compraron un ejemplar. El día antes, en Newcastle, únicamente se habían vendido tres, y el anterior, en Leeds, solo uno, la misma cantidad que en Manchester, y en Birmingham, a comienzos de semana, no se había vendido ni uno. La situación era preocupante. Y también las noticias sobre la lista de los libros más vendidos.

Cuando caminaba de regreso al hotel conecté el móvil y recé con toda mi alma para que hubiera un mensaje de Jojo. Diciendo que Dalkin Emery quería ofrecerme medio millón de libras por mi próximo libro, pensé, dejando volar mi imaginación. O lo que fuera. Ya hacía una semana que había enviado a Tania los siete capítulos de mi nueva novela. Debería haber tenido noticias de ella. Pero la horrible voz electrónica dijo: «No tiene mensajes nuevos», de modo que llamé a Anton, que estaba en casa con Ema.

- ¿Alguna novedad?

- Ha llamado Jojo. No quería interrumpir tu lectura, pero no tiene novedades. Tania no le llamó esta tarde y pensó que era preferible no agobiarla.

Tragué saliva. Hoy era viernes. Nada hasta el lunes. Un fin de semana entero preguntándonos qué nos depararía el futuro.

Nuestro grado de desacierto, mío y de Anton, me tenía alucinada. Debimos firmar el contrato con Dalkin Emery en mayo, cuando nos lo ofrecieron. Pero en aquel momento las cosas iban tan bien que era impensable que unos meses más tarde mi nueva novela fuera a venderse tan mal que señalara el fin de mi carrera como escritora.

Lo cierto era que Dalkin Emery ya había empezado a alejarse de mí en agosto. El pánico de Tania con respecto a la cubierta, descubriría más tarde, se debió a que uno de los principales compradores se puso furioso cuando se enteró de que Claro como el cristal era tan diferente de Los remedios de Mimi como las zanahorias del bigote de Adolf Hitler.

Nadie dijo nunca nada. Nunca me explicaron oficialmente que los pedidos iban en descenso y que Dalkin Emery había perdido la fe en mí, pero lo intuía por la alegría forzada de sus saludos y la expresión cautelosa de sus ojos. No obstante, la realidad era tan tremenda que yo seguía alimentando mi esperanza. Si no aceptaba lo espantosa que era la situación, quizá entonces no lo fuera. He aquí el problema de fondo: si Dalkin Emery decidía no renovarme el contrato, no solo mi carrera editorial estaba acabada, sino que Anton, Ema y yo perderíamos probablemente nuestro hogar. Nos habían concedido el préstamo para comprar la casa con la condición de que pagáramos al banco la suma de cien mil libras tras la firma de mi nuevo contrato con Dalkin Emery. No disponíamos de otra fuente de ingresos. Solo contábamos con mi próximo talón por derechos de autor, el cual no iba recibir hasta marzo, o sea, hasta dentro de cinco meses. He aquí el problema de fondo: pérdida de contrato nuevo igual a pérdida de dinero para pagar al banco igual a pérdida de casa.

Regresé a la habitación de mi hotel y me tomé un gin-tonic generoso y una bolsa de anacardos del minibar. Estaba agotada. Había tenido una dura semana de madrugones, visitas a incontables librerías y tantas entrevistas de radio y prensa que ya no distinguía unas de otras. Pero el pánico se había instalado en mí y me impedía dormir.

Para animarme, pensé: «Anton me ha dejado por la camarera jefe del Fleet Tandoori, tengo gangrena en el pie y todo el mundo se queja del olor, y unos adivinos del Tíbet han decidido que Ema es la próxima Dalai Lama y me la van a arrebatar para llevarla a un lugar remoto del Himalaya, donde se sentará con las piernas cruzadas y ropajes naranjas y soltará ruiditos ininteligibles llenos de sabiduría». Permanecí tumbada en la cama bebiendo ginebra y saboreando mi mala fortuna.

«Qué horror, sobre todo el pie gangrenado y apestoso. Y los ruiditos ininteligibles llenos de sabiduría.» Aguardé a sentirme realmente mal y, acto seguido, realicé el equivalente a saltar de un armario y gritar: «¡Ya te tengo!».

Sí, pensé con una ligera pero clara elevación del ánimo, esta psicología invertida funciona de veras. Entonces me percaté de que me había bebido tres botellines de ginebra y de que probablemente ahí residía la causa de mi mejoría.

¿Quién te lo ha contado?
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