7

El lunes por la mañana tenía que ir a trabajar sin falta. No me quedaba otra opción. Davinia había solicitado un cara a cara y yo debía ir a Kildare para supervisar el enclave y asegurarme de que la carpa se estaba erigiendo en el campo correcto. Sé que suena ridículo, pero le había sucedido a Wayne Diffney, de la banda Laddz (ya sabes, el chiflado del pelo superridículo). Le instalaron la carpa en el campo que no era y ya no había tiempo de desmontarla y volver a armarla, de modo que fue preciso pagar una suma exorbitante al granjero propietario del terreno. No fue nuestra agencia, afortunadamente, pero zarandeó los cimientos de los organizadores irlandeses de actos.

Por consiguiente, el domingo por la noche, sintiéndome culpable y a la defensiva, apagué el volumen de la tele y dije:

- Mamá, mañana he de ir a trabajar sin falta.

Mamá se quedó mirando las imágenes mudas, como si no me hubiera oído.

Habíamos tenido un día espantoso. Mamá no había ido a misa, y resulta imposible transmitir la gravedad del hecho a alguien poco familiarizado con la Mamá Católica Irlandesa. La MCI no se pierde la misa del domingo aunque tenga la rabia y esté echando espumarajos por la boca; simplemente se llevará una caja de pañuelos de papel y aguantará. Si se le cae una pierna, irá dando saltos. Si se le cae la otra pierna, irá caminando con las manos al tiempo que se las arregla para saludar elegantemente a los vecinos que pasan en coche.

El domingo a las diez de la mañana interrumpí a mamá, que se hallaba delante de la tele viendo un resumen semanal de la bolsa.

- Mamá, tendrías que estar arreglándote para ir a misa.

(En ese momento recordé quién era la cuarta Mary. No era una Mary. Era la señora Prior, Lotte. Por eso no me acordaba. La misa debió de refrescarme la memoria, porque mamá había dicho en una ocasión: «Me cae muy bien Lotte, aunque sea luterana». Pero el verano anterior Lotte se había marchado a ese gran concurso de baile de zuecos en el cielo y el señor Prior había vendido la casa e ingresado en una residencia.)

Mamá no pareció oírme, de modo que insistí.

- ¡Mamá! Es hora de que te arregles para ir a misa. Te llevaré en coche.

- No pienso ir.

Se me puso un nudo en el estómago.

- Vale, iré contigo.

- ¿No acabo de decir que no pienso ir? Todo el mundo me mirará.

Utilicé la frase que ella me había lanzado a lo largo de mi vida cada vez que me cohibía.

- No seas boba. Están mucho más interesados en ellos mismos. ¿Quién iba a molestarse en mirarte?

- Todos -respondió apenada, y el caso es que tenía razón.

En circunstancias normales, la misa de las once constituía un «paseo». Para mamá y sus amigas constituía un «desfile». Si alguien de nuestra calle se había comprado un abrigo de invierno, la primera ocasión de lucirlo en público era la misa de las once.

No obstante, ahora que mamá era una mujer abandonada, su presencia arrasaría con todos los abrigos de invierno nuevos de ese día, y seguro que habría más de uno, estábamos en enero, de rebajas. Mamá sería el centro de todos los murmullos y todas las miradas furtivas, eclipsando por completo, pongamos por caso, el abrigo marrón, mezcla de lana y poliéster, que la señora Parsons podría haberse comprado con un increíble descuento del setenta y cinco por ciento.

Así que mamá no fue a misa, se pasó el resto del día en bata y ahora se negaba a escucharme.

- Mamá, te lo ruego, mírame. Mañana debo ir a trabajar sin falta.

Apagué la tele y se volvió hacia mí con expresión herida.

- La estaba viendo.

- No es cierto.

- Tómate libre el día de mañana.

- Mamá, tengo que ir a trabajar porque durante los próximos cuatro días cada segundo cuenta.

- Qué mala planificación, dejarlo todo para el último minuto.

- No es eso. El alquiler de la carpa cuesta veinte mil euros al día, de modo que es preciso encajarlo todo en pocos días.

- ¿No puede hacerlo Andrea?

- No, yo soy la responsable.

- ¿Y a qué hora volverás?

El pánico se apoderó de mí. Normalmente, ante proyectos de esta índole, me alojaba cerca del lugar en cuestión para poder dedicar cada momento que no pasaba trabajando a recuperar el sueño. Pero me estaba temiendo que me iba a tocar hacer el trayecto de una hora y veinte minutos entre Dublín y Kildare, cada día, dos veces. Dos horas y cuarenta minutos menos de sueño. Todos los días. ¡Aaagh!

El lunes por la mañana, cuando el despertador sonó a las seis, me eché a llorar. No solo porque eran las seis de la mañana de un lunes, sino porque echaba de menos a papá.

Acababa de tener la semana más rara de mi vida. Había vivido en un tremendo estado de choque y me había esforzado enormemente por cuidar de mamá. Ahora todo eso se había esfumado y ya solo sentía tristeza.

Mis lágrimas rodaron hasta la almohada. Con infantil irracionalidad, deseé que papá no se hubiera marchado y que todo volviera a ser como antes. Su lugar estaba aquí, en casa. Era un hombre tranquilo que había dejado casi toda la charla a mi madre, pero, así y todo, su ausencia era casi palpable.

Tenía que ser culpa mía. Le había tenido desatendido. Había tenido desatendidos a los dos. Y todo porque creía que eran felices juntos. De hecho, ni siquiera me había parado a pensar en eso, así de felices me parecían. Nunca me habían dado ninguna preocupación, siempre se habían mostrado tranquilos y sumamente cariñosos. Vale, papá trabajaba y jugaba al golf y mamá se pasaba el día en casa, pero compartían un montón de aficiones: los crucigramas, las visitas a Wicklow para disfrutar del paisaje y los programas suaves sobre asesinatos en las comunidades. Morse, Midsomer Murders, etc. En una ocasión hasta se fueron un fin de semana para un Asesinato Misterioso, aunque me temo que no satisfizo sus expectativas: habían esperado una investigación criminal seria, con un «asesinato» y varias pruebas que les llevaran hasta el villano, pero en lugar de eso les acosaron con bebidas y los metieron en roperos para que sus compañeros detectives los buscaran entre risitas.

¿Hacía mucho que papá era infeliz? Siempre había sido una persona apacible. ¿Ocultaba eso algo más profundo, como una depresión? ¿Llevaba años ansiando secretamente otra vida? Hasta este momento nunca había pensado en él como en una persona, sino como en un marido, un padre y un amante del golf. Pero papá era mucho más que eso y el alcance de ese desconocido territorio me aturdía y avergonzaba.

Bajé de la cama y me vestí para ir a trabajar.

A las diez de la mañana Kildare parecía el escenario de un rodaje. Había camiones y gente por todas partes. Yo llevaba un micrófono en la oreja que me daba el aspecto de Madonna en la gira Blonde Ambition, salvo por el sujetador.

La carpa había llegado de Inglaterra y habían aparecido diecisiete de los veinte empleados contratados para montarla. Yo había solicitado cuatro lavabos portátiles, un equipo de carpinteros estaba montando una pasarela y por teléfono había convencido a un agente de aduanas para que dejara entrar en el país un camión frigorífico lleno de tulipanes.

Cuando los hornos para la tienda de la cocina hubieron llegado dos días antes, pero por lo menos habían llegado-, subí a mi coche, puse la calefacción y llamé a papá para pedirle, una vez más, que volviera a casa.

Amable pero firme, dijo que no, de modo que tuve que expresarle una preocupación mía que se había intensificado durante el fin de semana.

- Papá, ¿con qué dinero va a contar mamá?

- ¿No recibisteis la carta?

- ¿Qué carta?

- Hay una carta que lo explica todo.

Llamé enseguida a mamá, que contestó con un:

- Noel.

El alma se me cayó a los pies.

- No, mamá, soy yo. ¿Ha llegado una carta de papá? ¿Te importaría comprobarlo?

Mamá se marchó y regresó poco después.

- Sí, hay una carta para mí con pinta oficial.

- ¿Dónde estaba?

- En el alféizar, con todas las demás cartas.

- ¿Por qué no la abriste?

- Siempre dejo las cosas oficiales a tu padre.

- Pero es una carta de papá. Para ti. ¿Te importaría abrirla?

- No. Esperaré a que vuelvas. Ah, y el doctor Bailey pasó por aquí y me dio una receta para unos somníferos. ¿Cómo voy a conseguirlos?

- Ve a la farmacia -sugerí.

- No -repuso mamá con voz temblorosa-. No puedo salir de casa. ¿Puedes ir tú? La farmacia está abierta hasta las diez, seguro que para entonces ya has vuelto.

- Veré lo que puedo hacer. -Colgué y aplasté la cara contra las manos. (Pulsando en el proceso el botón de rellamada y oyendo a mi madre gemir de nuevo «¿Noel?».)

Abandonar el lugar de la boda a las ocho y media de la noche fue casi como tomarme medio día libre. Conduje todo lo deprisa que pude dentro de la legalidad, llegué a casa de mamá, agarré la receta y corrí hasta la farmacia.

El hombre amable, por suerte, no estaba. Entregué el papel a una chica de aspecto hastiado, pero entonces el hombre amable asomó por detrás del tabique y me saludó con un desenvuelto:

- ¡Hola!

¿Vivía en la farmacia?, me pregunté. ¿Sobrevivía con barras de azúcar cande y caramelos para la tos, descansando la cabeza por la noche en una bolsa de algodones?

Tomó la receta y murmuró comprensivamente:

- ¿No puede dormir? -Examinó mi cara y lo que vio le hizo menear la cabeza con pesar-. Los antidepresivos pueden tener ese efecto al principio.

Su solidaridad -aunque dirigida a la persona equivocada- resultaba reconfortante. Con una pequeña sonrisa de gratitud volví a casa, donde me senté con mamá para abrir la temida carta de papá.

Era de su abogado. Jesús, ¿tan serio era el asunto? Aunque las letras, debido al cansancio, me bailaban, capté su esencia.

Papá proponía lo que él llamaba «un acuerdo económico provisional», La expresión resultaba inquietante, pues indicaba que un acuerdo económico permanente estaba en camino. La carta explicaba que mamá recibiría una suma concreta al mes, de la cual debía sacar para pagar todas las facturas de la casa, incluida la hipoteca.

- Muy bien, hagamos cuentas. ¿Cuánto es la hipoteca?

Mamá me miró como si le hubiera pedido que me explicara la teoría de la relatividad.

- Bueno, ¿qué me dices de los servicios? ¿A cuánto asciende aproximadamente la factura de la luz?

- No… no lo sé. Noel extiende todos los talones. Lo siento -añadió, con tal humildad que sentí que no podía seguir con esto. Ni con nada.

Costaba creer que mamá hubiese tenido en otros tiempos un empleo. Había trabajado en un servicio de mecanografía y fue allí donde conoció a papá. Cuando se quedó embarazada de mí dejó el trabajo, pues después del aborto involuntario no quería correr más riesgos. Puede que, de todos modos, hubiera dejado de trabajar después de parir, pues eso era lo que hacían entonces las mujeres irlandesas. Pero igual que otras madres regresaban al mundo laboral cuando sus hijos empezaban el colegio, mamá no lo hizo. Yo era demasiado valiosa, decía. Sensiblerías aparte, no necesitábamos el dinero. Aunque papá nunca alcanzó la posición de gran ejecutivo con Merc, jamás nos faltó de nada.

- Creo que ya hemos hecho suficientes cuentas -suspiré-. Vamos a la cama.

- Solo una cosa más -dijo mamá-. Tengo un sarpullido.

Estiró una pierna y se levantó la falda. Efectivamente, tenía el muslo cubierto de granitos rojos.

- Tendrás que ir al médico. -Me eché a reír. Histeria.

Mamá, de hecho, también rió.

- No puedo pedir al doctor Bailey que venga a verme de nuevo.

«Y yo no puedo volver a la farmacia. El hombre amable pensará que estoy como una chota.»

El martes por la mañana fue movido en Kildare. El interiorista y su equipo de ocho llegaron para transformar una carpa que olía a hierba húmeda en el país de las Mil y Una Noches. La carpa no estaba del todo montada, de modo que ambos equipos se pusieron a trabajar tratando de no estorbarse, pero cuando uno de los obreros de la carpa caminó con sus botas enfangadas sobre un raso dorado, la guerra estalló.

El interiorista, una loca de fuertes músculos, llamó al obrero de la carpa «bestia chapucera». El obrero de la carpa encontró que ese apelativo era lo más divertido que había oído en su vida y no paraba de decir: «Eh, chicos, soy una bestia chapucera. ¡Una bestia!».

Luego el obrero llamó a la loca «chulo gordinflón», lo cual era cierto pero no ayudó a crear un ambiente de trabajo armonioso, y tuve que echar mano de mis grandes dotes negociadoras para impedir que el equipo interiorista se largara echando chispas.

Restaurada la calma, busqué intimidad en medio del gélido campo y llamé a tía Gwen a Inverness.

Con un minichillido, se puso a exclamar lo contenta que estaba de oír mi voz y que cuántos años tenía ya, perorata que interrumpí bruscamente porque andaba corta de tiempo. Le resumí la situación de papá y terminé diciendo:

- Pensé que a lo mejor podrías hablar con él.

Tía Gwen adoptó al instante el papel de ancianita nerviosa.

- Bueno, no sé… no podría… no sería adecuado… una chica, dices… pero qué puedo decirle yo…

En ese momento algo atrajo mi atención: en el claro situado entre los lavabos portátiles y el camino divisé a los interioristas y a los montadores de la carpa. Para mi espanto, me pareció que se estaban preparando para pelear. Algunos chicos de la carpa estaban arremangándose y un interiorista balanceaba su botella de Evian de forma amenazadora. Hora de irse.

- En fin, gracias, tía Gwen -y escuchando todavía sus sosas excusas, cerré el móvil y eché a andar por el suelo helado.

Ese mismo día probé con tía Eilish de Rhode Island, pero se había juntado con una gente muy psicoterapiada que no podía dar una opinión aunque le estuvieran apuntando con un revólver. Su respuesta fue:

- Somos adultos. Tu padre es responsable de cómo vive su vida del mismo modo que tu madre es responsable de cómo vive la suya.

- En ese caso, lo interpretaré como un «no».

- No. «No» es solo un tipo diferente oportunidad. Yo no creo en la palabra «no».

- Acabas de decirla.

- No es cierto.

Luego probé con Gerry Baker, el compañero de golf de papá, que soltó una risotada falsa y estridente.

- Sabía que me llamarías. Bueno, en realidad esperaba que me llamara tu madre. Supongo que quieres que hable con él.

- ¡Sí! -«¡Gracias a Dios que alguien estaba dispuesto a ayudar!»-. ¿Lo harás?

- Ni hablar. Tu padre recuperará el juicio a su debido tiempo.

Desconsolada, telefoneé a la señora Tyndal con la esperanza de que acogiera a mamá bajo su ala. Ni en sueños. Se mostró increíblemente fría y luego hizo ver que alguien llamaba a la puerta para deshacerse de mí. Había oído decir a mujeres abandonadas que sus «amigas» ya no querían jugar con ellas porque temían que intentaran birlarles el marido. Entonces pensé que era una paranoia, pero no lo era.

Esa noche llegué a casa a la una de la madrugada. Mamá seguía despierta pero, para mi sorpresa, tenía mejor aspecto. Sus ojos ya no estaban tan muertos y parecía más ligera. Entonces descubrí por qué.

- He leído ese libro -dijo casi con alegría.

- ¿Qué libro?

Los remedios de Mimi. Me ha encantado.

- ¿De veras? -De pronto me asusté terriblemente. Yo quería que no le gustara a nadie.

- Me ha animado mucho. ¡Y nunca me dijiste que era de Lily! No me di cuenta hasta que vi su foto en la contraportada. Qué gran logro, escribir un libro. -Luego añadió-: Me gustaba mucho Lily, era tan dulce.

- ¡Pero bueno! Me robó el novio, ¿lo recuerdas?

- Ah, sí. ¿Ha escrito más libros?

- Uno -contesté bruscamente-, pero no se lo han publicado.

- ¿Por qué no? -Mamá parecía indignada.

- Porque… porque no le gustó a nadie.

Estaba siendo cruel. A algunos agentes literarios casi les había gustado. Solo tenía que sacar a ese personaje o trasladar la acción a Maine o escribirlo en presente…

Lily se había pasado años escribiendo y reescribiendo el libro. ¿Cómo se titulaba? Algo relacionado con el agua. Ah, sí, Claro como el cristal, eso era. Pero después de hacer todos los cambios que le habían exigido, nadie lo quiso.

Con todo, había conseguido que se lo rechazara no un agente, ni dos, sino tres, y eso me había impresionado.

- Prestaré Los remedios de Mimi a la señora Kelly -dijo mamá-. Le gusta la buena literatura.

El hecho de que a mamá le agradara el libro de Lily disparó de nuevo en mí la angustia que mi horrible semana había conseguido eclipsar. Al día siguiente, en cuanto pude, telefoneé a Cody. No estaba en el despacho, así que le llamé al móvil. Resoplaba y supuse que estaba en la cinta corredora. O en la cama con alguien.

- ¿Cómo va el libro de Lily?

- No muy bien.

- Gracias a Dios.

- Oye, oye.

- Vete al carajo.

Luego, casi titubeando, Cody me preguntó:

- ¿Lo has leído?

- ¡Claro! Menudo chiste. ¿Lo has leído?

- Sí.

- ¿Y?

Pausa.

- Me pareció… bonito.

Pensaba que bromeaba, quiero decir que era Cody el que hablaba. Luego comprendí que no bromeaba y el miedo casi me estranguló. Si Cody, el mayor cínico del planeta, pensaba que era bonito, entonces tenía que serlo.

¿Quién te lo ha contado?
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