37

De vuelta al presente, sonó el teléfono. Era un hombre del departamento de fotografía del Daily Echo que llamaba en relación con la entrevista de Martha Hope. Quería enviar a un mensajero para recoger fotos de mis lesiones después de que «me hubieran dado por muerta».

- No me dieron por muerta.

- Por muerta, por herida, qué importa. ¿Me dará las fotos?

- Lo siento, pero no.

Poco después volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Martha.

- Lily, necesitamos esas fotos.

- No tengo ninguna.

- ¿Por qué no?

- Pues porque… no.

- Eso nos pone en un aprieto -dijo con voz aguda y acusadora. Luego me colgó.

Temblando, contemplé estúpidamente el teléfono y exclamé a Anton:

- ¿Qué clase de sádico se hace fotos después de que le hayan atracado?

Aunque el barrio donde vivía era poco recomendable, nunca imaginé que podrían atracarme. Como era una progresista de gran corazón, sentía compasión por los atracadores e insistía en que robaban llevados por la desesperación. Estaba segura de que, llegado el momento, se percatarían de que yo estaba de su lado.

Pero de haberme parado a pensar un poco, habría comprendido que era una presa perfecta. La mejor forma de disuadir a un atracador es caminar derecha, exudando confianza y conocimientos de taekwondo. Hay que sostener el bolso con firmeza entre el codo y la caja torácica, y el paso nunca debe flaquear. Yo, por el contrario, soy una persona errante. En una ocasión oí a mi jefe de Dublín describirme como una «hola árboles, hola flores». Pretendía ser insultante y se salió con la suya: me sentí insultada. Poco me importaba saludar a los árboles y las flores, pero tampoco veía la vida como una rueda de molino en la que había que correr siempre hacia delante para que no te atrapara y te echara del juego.

La noche que me atracaron caminaba hacia casa desde la parada del autobús. Venía de una reunión con una cadena de supermercados que quería promocionar la espinaca y mi trabajo consistía en escribir el texto del folleto que acompañaba el producto. Ya sabes, una descripción de las vitaminas y propiedades de la espinaca (¿sabías que la espinaca tiene más hierro que medio kilo de hígado crudo?), una lista de amantes de la espinaca célebres -Popeye, naturalmente, y… esto…- y, por último, formas nuevas y exóticas de prepararla. ¿Quién quiere helado de espinaca? Alguien tenía que escribir esos folletos y aunque no era un trabajo que me enorgulleciera, resultaba menos vergonzoso que el puesto que tenía en Dublín.

Hacía frío, había oscurecido y estaba deseando llegar a casa. No solo para ver a Anton, que se había mudado a mi hotel seis meses antes, el día que regresamos de nuestra visita inenarrable a Gemma, sino porque estaba embarazada de tres meses y desesperada por ir al lavabo. Como todo lo demás entre Anton y yo, el embarazo no fue planeado. Éramos terriblemente pobres, yo ganaba algo de dinero pero Anton seguía sin generar un céntimo, e ignorábamos cómo íbamos a mantener a un bebé. No obstante, no nos importaba. Yo nunca había estado tan contenta. Ni tan avergonzada.

Me aumentaron las ganas de ir al lavabo, de modo que aceleré el paso cuando, para mi sorpresa, noté que tiraban de mi hombro hacia atrás. Alguien había agarrado la correa de mi bolso y tirado de ella con violencia. Me volví con una sonrisa porque pensaba que era algún conocido que estaba siendo excesivamente brusco. Mas no reconocí al joven. Era regordete, de rostro blancuzco y sudoroso. Me percaté de dos cosas simultáneamente: que estaba siendo atracada y por un hombre que parecía hecho de masa de harina cruda.

Nada encajaba. No era delgado ni parecía desesperado, como era de esperar en un atracador. (Soy algo purista.) Tampoco llevaba un cuchillo, ni una jeringa.

En lugar de eso, llevaba un perro. Un pitbull patizambo de aspecto amenazador. La cadena estaba enrollada en la mano rechoncha del cara de torta y el perro empezó a intimidarme, gruñendo suavemente. Si la cadena se aflojaba una o dos vueltas, seguro que me mordía. Clavé mis ojos en los del tipo y, sin decir una palabra, le entregué el bolso.

Él lo agarró, se lo metió debajo de la cazadora y -con gesto peliculero- me arrojó al suelo. Eso era todo, pensé, pero lo peor estaba por llegar. Mientras permanecía tumbada en la húmeda acera, el perro caminó por encima de mi estómago embarazado de tres meses. Sus pezuñas se hundieron profundamente en mi carne y su espeso aliento me calentó la cara. Fueron solo dos o tres segundos, pero incluso ahora, cuando lo recuerdo, me estremezco del asco.

El tipo y su perro se alejaron tranquilamente y yo, sintiéndome aturdida y estúpida, me levanté tambaleándome. En ese momento apareció Irina, que caminaba hacia mí con el metal de sus tacones martilleando el suelo, la peor pesadilla de un atracador. Era mi vecina de arriba y aunque a veces nos saludábamos en el vestíbulo, nunca conversábamos. Únicamente sabía de ella que era alta, guapa y rusa. Iba tan maquillada que Anton y yo habíamos pasado muchas horas especulando. Yo pensaba que quizá era prostituta, pero Anton replicaba: «Yo digo que es un travestí».

Se detuvo y me miró interrogativamente.

- Acaban de atracarme.

- ¿Atracarte?

- Un hombre con un perro.

- ¿Hombre con perro?

- Se fue por ahí. -Pero cara de torta había desaparecido.

- ¿Había dinerro?

- Dos o tres libras.

- ¿Tan poco? Grasias a Dios.

No era la simpatía personificada, pero me devolvió sana y salva a Anton. Sin embargo, nada de lo que Anton dijera o hiciera conseguía consolarme. Yo sabía lo que estaba a punto de ocurrir: iba a perder al bebé. Era un castigo divino. Una pena justa por haberle robado Anton a Gemma. Anton insistió en llamar al médico, que hizo lo imposible por convencerme de que las probabilidades de sufrir un aborto eran mínimas.

- Pero soy mala.

- Eso no importa.

- Merezco perder el bebé.

- Pero no es probable que lo pierdas.

Cuando el médico se disponía a marcharse, otra persona apareció en nuestra puerta: Irina con un puñado de muestras de maquillaje para sustituir el que me habían robado.

- Son los últimos colorres. Trabajo en un mostrador de maquillaje.

- ¡Ah, trabajas en un mostrador de maquillaje! -exclamamos Anton y yo en estéreo.

Irina nos observó con mirada penetrante.

- ¿Pensabais que erra prostituta?

- ¡Sí! -Y la miramos estupefactos. La sinceridad no siempre es la mejor política, pero a Irina le trajo sin cuidado.

Al día siguiente Anton me acompañó a la comisaría local para hacer la denuncia. Nos sentamos en la sala de espera y observamos el ir y venir de los agentes, esperando oírles llamarse unos a otros «Jefe».

- Tenemos veinticuatro horas para resolver este caso… -murmuró Anton.

- … tenemos a narcóticos encima…

- … debemos conducir disparados por una calle llena de cajas de cartón vacías…

Luego tarareamos la música de Starsky y Hutch hasta que dijeron mi nombre.

Mi atraco era poco importante, pero me asignaron un agente joven que, con suma valentía, llevó a cabo el procedimiento de rutina. Le di una descripción del cara de torta y una lista de todas las cosas que contenía mi bolso. Además de la cartera, las llaves de casa y el móvil, llevaba las típicas porquerías. Pañuelos de papel (usados), bolígrafos (estallados), colorete (desmenuzado), espuma (para espesar mi pelo y oscurecer el rosa de mi cuero cabelludo) y cuatro o cinco Starbursts.

- ¿Starbursts? -Preguntó ávidamente el agente, pensando, estoy segura, ¡DROGAS!

- Ex Opal Fruits -explicó Anton.

- Ah. -Decepcionado, soltó el bolígrafo-. ¿Por qué siempre hacen eso?

- ¿Qué?

- ¿Qué tenía de malo Marathon? ¿Por qué lo cambiaron a Snickers? ¿Y por qué Jif se ha convertido en Cif?

- Globalización -respondió educadamente Anton.

- ¿En eso consiste la globalización? -El agente suspiró y recuperó el bolígrafo-. No me extraña que se manifiesten. Bien, tiene que llamar al banco y cancelar la tarjeta de crédito.

Anton y yo guardamos silencio (después de todo, estábamos en nuestro derecho). En aquel momento éramos tan pobres que no hacía falta cancelar la tarjeta. El banco ya se había encargado de hacerlo motu proprio. Junto con mi tarjeta para sacar dinero.

Poco tiempo después Irina tuvo un día libre y me invitó a su casa. Al rato estaba fumando como una carretera y contándome lo «infelís» que había sido su vida en Moscú.

- Tenía un hombre, perro no le amaba. Erra infelís. Conosí a otro hombre, perro no me amaba. Erra infelís. ¡Hombres!

Ahora tenía un novio inglés que también le hacía «infelís». Al parecer era «muy seloso».

- ¿Por qué estás con él si te hace infeliz?

- Porque es bueno en la cama. -Se encogió de hombros-. El amor es siempre infelís.

Leyendo entre líneas, el verdadero amor de su vida eran los cosméticos que vendía. Sentía verdadera pasión por ellos y su rostro era su escaparate. Hacía muy bien su trabajo (eso decía) y ganaba más comisión que las demás dependientas.

- Confío en ti. Te lo enseñarré.

Salió de la habitación y regresó portando una lata de galletas con un dibujo escocés. Levantó la tapa y vi que estaba repleta de dinero. Billetes. De cincuenta, veinte y diez, pero sobre todo de cincuenta.

- Comisión. Lo cuento cada noche. Si no lo hago, no puedo dormir.

Me alarmé. Era peligroso tener tanto dinero en casa.

- Deberías meterlo en un banco.

- ¡Bancos! -Desconfiaba de ellos-. Mirra. -Tomó un libro de una estantería y lo abrió para revelar billetes de veinte metidos entre las páginas-. Gogol. Dostoievski. -Más dinero-. Tolstoi. -Y más.

- ¿Has leído todos esos libros? -Había dejado de alarmarme por el dinero y ahora me sentía intimidada por el calibre de su literatura-. ¿O son solo huchas?

- Los he leído todos. ¿Te gusta la literratura rusa? -preguntó astutamente.

- Mmmm, sí. -Apenas la conocía, pero quería ser educada.

Irina sonrió.

- Vosotros, los ingleses, veis la película Lolita y creéis que lo sabéis todo sobre literratura rusa. Ahorra debes irte. Van a hacer Eastenders.

- ¿Te gusta Eastenders?

- Me encanta. Son tan infelises, como la vida misma. Ven a verme otra ves. Cuando quierras. Si no quierro verte, te lo dirré.

Y supe que no lo decía por ser amable.

El médico tenía razón y no aborté, pero a los pocos días del atraco comencé a descender hacia un lugar espantoso. Se me fue oscureciendo la visión y ya solo veía la crueldad de los seres humanos y nuestros lamentables defectos. Destrozamos todo lo que tocamos.

¿Por qué me enamoré de Anton? ¿Por qué se enamoró Gemma de él? ¿Por qué no podemos amar a la persona adecuada? ¿Qué nos pasa que nos precipitamos hacia situaciones para las que somos claramente inapropiados, que nos dañan y dañan a otros? ¿Por qué recibimos emociones que no podemos controlar? Emociones que funcionan en exacta contradicción con lo que de verdad queremos. Somos conflictos andantes, batallas internas con piernas, y si los seres humanos fueran coches, los devolveríamos por defectuosos. ¿Por qué tenemos una capacidad tan finita para el placer y tan infinita para el dolor? Somos una broma cósmica, me dije. Un experimento cósmico que había salido mal. Detestaba estar viva. La idea de la muerte era lo único que hacía mi vida más llevadera. Pero llevaba dentro un bebé, de modo que tenía que seguir adelante.

Era el trauma del atraco lo que había disparado esta desesperación, dijo Anton, tenía que volver al médico. Yo disentía: era mi maldad lo que me había reducido a este estado miserable. Anton no quería oír hablar del tema y no paraba de repetir:

- No eres mala. Yo no amaba a Gemma. Te amo a ti.

He ahí el problema. ¿Por qué no podía amar a Gemma? ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? Anton no podía mostrarse de acuerdo conmigo o estaría firmando nuestra condena a muerte. Conseguí terminar el folleto sobre la espinaca, pero cuando la agencia me programó más reuniones, las rechacé.

Apenas tenía con quien hablar. Desde que Anton y yo diéramos el espantoso paso de ir a Dublín para contarle a Gemma lo nuestro, todas las chicas irlandesas que conocía en Londres -amigas de Gemma y mías- habían dejado de hablarme. La única amiga que tenía anterior a Gemma era Nicky, pero ella tenía sus propias preocupaciones intentando quedarse embarazada de Simon, quien, además de bajo, parecía utilizar munición de fogueo.

Anton se pasaba el día trabajando con Mikey, invitando a comer a ejecutivos de la tele y solicitándoles dinero, invitando a comer a agentes literarios y solicitándoles guiones baratos e invitando a comer a agentes teatrales y solicitándoles actores para salir en los guiones baratos que todavía no había obtenido y para los cuales todavía carecía de financiación. Me dolía el estómago cada vez que pensaba en toda esa duplicidad -jurar al guionista que ya tenían actriz, prometer a la actriz que ya había financiación, asegurar a la compañía televisiva que ya había guión y director-, pero Anton decía que era necesaria.

- Nadie quiere ser el primero en comprometerse. Si otra persona lo hace, entonces piensan que la propuesta es buena.

Pese a tanto movimiento, Anton y Mikey estaban tardando mucho en conseguir que uno solo de sus proyectos llegara a producirse.

- Pronto arrancará -aseguraba Anton cada noche al llegar a casa-. Obtendremos el guión adecuado, la estrella adecuada, y el dinero nos caerá en las manos. Y después de eso, harán cola para poder trabajar con Eye-Kon.

Entretanto, yo me pasaba las horas sola. Un día, cuando la soledad se me hizo insoportable, subí a casa de Irina. Abrió la puerta y por encima de su hombro divisé una pila de billetes sobre la mesa. Estaba contando su dinero.

- Día de pago -dijo-. Pasa a verlo.

- Gracias. -Entré.

Después de admirar sus crujientes billetes, vacié todo lo que guardaba dentro. Irina me escuchó con interés y cuando hube terminado, murmuró:

- Erres muy infelís -y me miró con renovado respeto.

Hasta que hube agotado todas las demás distracciones no encendí el ordenador para buscar consuelo en mi libro. Llevaba cerca de cinco años trabajando en una novela que trataba de mis experiencias como relaciones públicas ecológica en Irlanda. Con el título provisional de Claro como el cristal, el argumento era el siguiente: una compañía química está envenenando el aire de una pequeña comunidad, una relaciones públicas (versión más mona, más vivaz y con más pelo que yo, claro) descubre el pastel, se chiva a la comunidad y hace todas las cosas valientes que me habría gustado hacer en la vida real.

Durante los últimos cuatro años, animada por mis amigos, había enviado la novela a varios agentes literarios, tres de los cuales la leyeron y me sugirieron algunos cambios. No obstante, después de reescribirla y adaptarla a sus requisitos, dijeron que «no era lo que necesitaban en ese momento». Yo, pese a todo, todavía pensaba que Claro como el cristal no era una total porquería y seguía jugando con ella de tanto en tanto. Pero ese día en concreto no podía escribir sobre bebés nacidos con cuatro dedos u hombres de familia jóvenes y honrados que contraían cáncer de pulmón. Sin embargo, no apagué el ordenador. Me rezagué, buscando algo desesperadamente. Tecleé «Lily Wright», luego «Anton Carolan» y «bebé Carolan», luego la inscripción: «Y vivieron felices el resto de sus vidas».

Esas palabras me produjeron un bienestar tan inesperado que volví a teclearlas. Cuando las hube escrito por quinta vez, enderecé la silla, me senté cómodamente y sostuve mis dedos sobre el teclado como una pianista virtuosa preparándose para interpretar El vuelo del moscardón y ofrecer la actuación de su vida.

Iba a escribir una historia donde todo el mundo vivía feliz el resto de su vida, en un universo ficticio donde sucedían cosas buenas y la gente era bondadosa. Esta visión esperanzadora no era solo para mí. Era, sobre todo, para mi bebé. No podía traer a esta criatura al mundo con el peso de mi desolación. Esta nueva vida necesitaba esperanza.

Así que puse manos a la obra. Aporreé el teclado escribiendo exactamente lo que quería escribir, sin importarme que fuera cursi o sensiblero. Pensaba que nadie más lo leería. Esto era para mí y para mi bebé. Cuando llegó el momento de crear a Mimi, mi protagonista, me dejé llevar. Era sabia, bondadosa, mundana y mágica, una mezcla de diferentes personas. Poseía la sabiduría de mi madre, la generosidad de mi padre, la calidez de Viv (la segunda esposa de mi padre) y el pelo de Heather Graham.

Esa noche, cuando Anton llegó a casa después de un duro día sin hacer películas, se alegró tanto de encontrarme animada y con la mirada brillante que se sentó gustosamente a escuchar lo que había escrito. Y desde entonces, cada noche le leía lo que había compuesto ese día. Tardé casi ocho semanas en terminar la historia, y el último día, cuando Mimi hubo curado todas las aflicciones del pueblo y tuvo que marcharse, Anton se enjugó una lágrima y exclamó:

- ¡Es fantástico! Me encanta. Será un éxito.

- A ti te gusta todo lo que hago, no eres lo que se dice imparcial.

- Lo sé, pero juro por Dios que es extraordinario.

Me encogí de hombros. Ya empezaba a sentirme triste porque lo había terminado.

- Pide a Irina que lo lea -dijo Anton-. Ella sabe de libros.

- Lo machacará.

- A lo mejor no.

De modo que, como me resistía a dar por terminada la experiencia, subí, llamé a la puerta de Irina y dije:

- He escrito un libro. Me pregunto si te importaría leerlo y darme tu opinión.

Irina no empezó a dar saltos como hace otra gente. «¿Has escrito un libro? ¡Qué alucinante!» Sencillamente asintió, alargó una mano para recibir el manuscrito y dijo:

- Lo leerré.

- Solo te pido una cosa, que seas sincera conmigo. No intentes ser amable para no herir mis sentimientos.

Me miró atónita y me di la vuelta, preguntándome a qué clase de humillación me estaba exponiendo.

Pero a la mañana siguiente, para mi sorpresa, apareció en casa con un cigarrillo en la mano. Me devolvió el manuscrito.

- Lo he leído.

- ¿Y? -El corazón me latía con fuerza y tenía la boca seca.

- Me gusta -declaró-. Un cuento donde el mundo es bueno. Una mentirra. -Exhaló pensativamente una larga bocanada de humo-. Perro me gusta.

- Pues si a Irina le gusta -dijo Anton con alegría-, creo que tenemos algo bueno.

¿Quién te lo ha contado?
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