LUCARELLI, DI VAIO, FIORE y TAVANO

Cuando Mestalla fue Little Italy

«Fiore tenía razón: en Valencia hay hostilidad hacia los italianos.»

(Francesco Tavano)

Amedeo Carboni apestaba a pufo cuando llegó a Valencia en el verano de 1997. Pocos —por no decir nadie— comprendieron el fichaje de un lateral de treinta y dos años que parecía de vuelta, caduco y con pocas probabilidades de adaptarse con éxito a un nuevo país y a un nuevo fútbol. Las sensaciones se acentuaron tras su debut, en el que fue expulsado por una entrada a Luis Figo. Lo más razonable era pronosticarle un trayecto corto y calamitoso, digno de contar con un capítulo propio en un libro como este. Pero sucedió justo lo contrario: Carboni jugó en Mestalla nueve temporadas. Cuando decidió colgar las botas, a los cuarenta y un años, el club le reservó de inmediato un despacho y un cargo relevante en el organigrama, el de director deportivo.

Antes de Carboni, pocos italianos habían pisado la Primera División española. El primero del que se tiene constancia es Aridex Calligaris Carneluti, un centrocampista nacido en la provincia de Udine que jugó dos partidos con la Real Sociedad en 1949. Poco después se retiró en el Real Murcia Angelo Bollano, un veterano que había hecho callo en el Milan, la Fiorentina y el Olympique de Marsella. Por esas mismas fechas, al inicio de los años cincuenta, el romano Sergio del Pinto vistió la camiseta del Lleida. Como se ve, ninguno estaba en condiciones de hacer historia.

El precedente anterior a Carboni había tenido lugar solo un año antes y fue tan breve como mustio: Damiano Longhi apenas duró media temporada en el Hércules. Al amparo de la Ley Bosman, un goteo comenzó a reparar la ausencia histórica del futbolista italiano en la Liga, con el Valencia como máximo contribuyente. Ningún otro club español ha tenido en nómina a tantos italianos[1] y, visto el rendimiento de los que vinieron después de Carboni, cuesta entender esa apuesta.

Cristiano Lucarelli, el toro de Livorno

A finales de la temporada 1997/98, Carboni ya no era el único italiano en Mestalla. En el banquillo se sentaba Claudio Ranieri, que había llegado unos meses antes como sustituto de urgencia para Jorge Valdano, destituido tras la tercera jornada de Liga.[2]

El secretario técnico, Javier Subirats, comenzó a planificar la siguiente temporada y viajó a Italia para cerrar el fichaje de un delantero desconocido en España. Se llamaba Cristiano Lucarelli, tenía veintidós años y jugaba en el Atalanta. Le apodaban el toro de Livorno su fuerza y corpulencia. Solo tenía un año de experiencia en la Serie A, ya que se había dado a conocer con goles en equipos modestos como el Cosenza y el Padova. El Valencia llevaba meses siguiéndole y consultó a Ranieri antes de decidirse a pagar por él 700 millones de pesetas.

Lucarelli fue de inmediato comparado con un paisano suyo, Christian Vieri, fortachón como él, que había sido el pichichi de la última Liga: veinticuatro goles en veinticuatro partidos con el Atlético de Madrid. Aunque Lucarelli se esforzó en atajar de raíz las comparaciones, no hubo manera. Cuando Mestalla descubrió las limitaciones de Lucarelli —su lentitud, su vaivén atropellado, sus embestidas al bulto—, el globo ya estaba más hinchado de la cuenta.

«Recuerda a un Vieri mal acabado», le definió Quique Sánchez Flores, exjugador del Valencia metido a columnista; «Este grandullón italiano necesitará de un libro que se titule Manual del contragolpe para facilitar su integración», recetó.[3] Cayetano Ros, cronista de El País, no fue más indulgente: «Lucarelli se quedó en la ducha durante el descanso dejando en el aire la duda de si detrás de su aspecto de fornido remero se esconde alguna cualidad futbolística».[4]

«Me he dado cuenta de que la gente no confía en mí», aceptó Lucarelli a las pocas semanas. «Antes de venir ya dije que no soy un fenómeno. No soy ni Ronaldo ni Vieri. Debo aprender mucho y quien quiera entenderlo, que lo entienda.» Él mismo se definía como «un gregario, el que lleva el agua». Y más de diez años después, a punto ya de retirarse, no le cuesta tampoco reconocer que aquella fue la gran oportunidad de su carrera, y que fue él solito quien la desperdició.

Lucarelli solo fue titular dos veces, ambas en la desaparecida Copa Intertoto. Marcó un gol en doce partidos de Liga, pero no aprovechó el acontecimiento para reeditar su celebración más famosa, la que había protagonizado en un partido de la selección italiana sub-21 contra Moldavia. Lucarelli, hombre de izquierdas —como tantos y tantos en su Livorno natal— se despojó de la camiseta azzurra para mostrar otra del Che Guevara, con la que acostumbraba a jugar debajo cuando el calor no apretaba. Le daba fuerzas, decía él, pero el amuleto no le funcionó en su paso por España.

De vuelta a Italia, Lucarelli dejó de comportarse como un estudiante de Erasmus y volvió a sentirse futbolista. La gloria le esperaba en su propia ciudad, donde protagonizó una hermosa historia en su equipo de siempre: tras rechazar ofertas más jugosas de otros clubes, colaboró con veintinueve goles en el ascenso del Livorno, que regresó a la Serie A cincuenta y cinco años después. La temporada siguiente fue máximo goleador del campeonato y sucedió en el palmarés nada menos que al entonces Balón de Oro, Andrei Shevchenko. Cuesta creer que se tratara del mismo delantero que en Valencia necesitaba un manual para deambular por el campo.

El regreso y el desembarco

Ranieri se marchó con la satisfacción de haber dado al club su primer título en casi veinte años.[5] Fue la Copa del Rey 1998/99, la temporada de Lucarelli. Curiosamente, este se hallaba en Italia y no respondió siquiera a los mensajes del club en los que le invitaba a presenciar la final, disputada en Sevilla.

Aquella Copa fue el inicio de la edad dorada del Valencia. Ranieri se marchó al Atlético y su sucesor, Héctor Cúper, condujo al equipo a dos finales de la Liga de Campeones. Cúper se fue al Inter y su sustituto, Rafa Benítez, logró dos títulos de Liga y una Copa de la UEFA. Cuando Benítez, considerado el entrenador más exitoso en la historia del club, decidió marcharse al Liverpool en el verano de 2004, Mestalla sintió un vacío enorme. El nuevo presidente, Juan Soler, volvió a recurrir a Ranieri, que acababa de ceder a José Mourinho la batuta del Chelsea.

Ranieri pudo optar por regresar al Valencia con cierto sigilo. El equipo funcionaba y no parecía precisar grandes cambios ni refuerzos. Sin embargo, prefirió introducir algunas novedades para imprimir su sello y prevenir que el grupo se acomodara.

La rapidez con la que fueron atendidos sus deseos contrastó con las batallas que en años anteriores había tenido que librar Benítez con la secretaría técnica, que fichaba por su cuenta sin tomar en consideración la opinión del entrenador. Una situación que Benítez definió con una frase instalada ya en la antología: «Esperaba un sofá y me han traído una lámpara».

Soler dio a Ranieri lámparas, sofás y todo cuanto pidió. Y en más de un caso, el rendimiento de sus refuerzos fue similar al que hubiera podido dar un mueble colocado sobre el césped.

Como contraprestación a la deuda contraída por el fichaje de Mendieta (48 millones en el verano de 2001, de los que faltaba aproximadamente un tercio por satisfacer), la Lazio ofreció al Valencia la posibilidad de llevarse a dos jugadores a un precio menor al de mercado: el centrocampista Stefano Fiore y el delantero Bernardo Corradi. Ambos rondaban la treintena y venían de disputar solo unas semanas antes la Eurocopa de Portugal 2004.

Los técnicos se habían fijado también en Marco Di Vaio, rapidísimo delantero de la Juventus, internacional, perfecto para el juego vertical y contragolpeador del gusto de Ranieri. El Valencia aprovechó el enfado de Di Vaio con la Juve y su entrenador, Marcello Lippi, y le convenció para jugar en España ganando menos dinero pero jugando más minutos, sintiéndose importante. Daba igual que el delantero titular, Mista, acabara de firmar la mejor temporada de su vida con veinte goles.

En total, el Valencia invirtió aquel verano cerca de 30 millones de euros en el fichaje de cuatro italianos. El cuarto fue el defensa Emiliano Moretti; curiosamente, el que menos expectativas creó y el único que no acabó en rotundo fiasco.

De «enchufados»…

Di Vaio fue muy bien recibido en el vestuario. Varios compañeros se raparon la cabeza como él y, más importante, los goles empezaron a caer pronto y en abundancia: cinco en las siete primeras jornadas. «Di Vaio iguala el mejor arranque de Kempes», avisaban los titulares. Palabras mayores.

La racha de Di Vaio se detuvo de golpe; durante los cuatro meses siguientes no volvió a marcar un solo gol en la Liga. Su compañero Corradi no contribuyó precisamente a aliviar la sequía. Pese a su espléndida planta y su metro noventa, se ganó pronto entre sus compañeros el apodo de Cobardi, pues ante la cercanía de un rival no había manera de que metiera el pie ni la cabeza para luchar por la pelota. El desempeño de Fiore tampoco era ejemplar y los tres italianos se ganaron pronto la etiqueta de enchufados. A Ranieri le costaba mandarles al banco, aunque al final no tuvo más remedio que renunciar a la revolución italiana que había planeado en su regreso a Mestalla. La alineación empezó a parecerse más a la de la temporada anterior.

Di Vaio y Fiore empezaron a visitar la grada y el banquillo. En un partido de Champions ante el Inter, en San Siro, Ranieri ordenó a Fiore salir al campo a falta de diez minutos y este se negó. Pasó varios meses castigado y, a su regreso, se empezó a rehabilitar con varios partidos más que decentes. Hasta le marcó un gol al Barcelona que dio esperanzas a Ranieri: «Nos ha mostrado lo que es capaz de hacer: poner el balón donde quiere con uno o dos toques, correr, presionar, hacer goles…».

Ranieri presumía de haber recuperado al mejor Fiore. Y en esas estaba cuando el Valencia decidió que había llegado el momento de volver a cambiar de entrenador.

… a «discriminados»

Di Vaio falló su penalti y los jugadores del Steaua de Bucarest corrieron a celebrar su victoria en la tanda y el pase a la siguiente ronda de la Copa de la UEFA. Acababan de eliminar al vigente campeón, que poco o nada se parecía ya al de un año antes. Eliminado dos veces en Europa (primero en la Champions, luego en UEFA), sin rumbo en la Liga (sexto), apeado de la Copa por un equipo de Segunda División (el Lleida), el Valencia optó por la destitución, la primera en siete años. La anterior había sido, curiosamente, el relevo de Valdano por Ranieri.

Antonio López, director de la escuela de jugadores, asumió el cargo con poca intención de contar con los italianos. «Nos está tomando el pelo», protestó Fiore, que se cansó de esperar su turno: «Los únicos que no han jugado aún en mi sitio son Cañizares y Palop», dijo en referencia a los porteros. «Iba todo bien hasta que fueron a la caza de Ranieri —denunció Di Vaio—; ahora los italianos estamos discriminados. Antonio López nos ha marginado.»

Di Vaio fue titular en un partido ante el Mallorca, pero López le sustituyó en la segunda parte. El delantero se marchó irritado y nada más llegar al banquillo estrelló un bote de agua en el suelo. Antes, a grito pelado, se había desahogado con el entrenador: «¿Quién eres tú para darme instrucciones? ¡Si no has hecho nada en el fútbol! ¡Déjame jugar en paz!».

Se le impuso un castigo ejemplar, que se quedó en nada cuando se disculpó al cabo de dos días: «Fue un momento de ira. Estaba caliente y nervioso. Yo solo quería jugar». Su carrera en el Valencia, como la de Fiore y Corradi, había acabado.

Corradi fue facturado al Parma y Fiore se marchó un año cedido a la Fiorentina. Regresó, se entrenó en solitario durante semanas y acabó en el Mantova, de la Serie B. Pocas carreras se devaluaron tanto en tan poco tiempo.

Di Vaio acabó el curso como máximo goleador del equipo[6] y el nuevo técnico, Quique Sánchez Flores —que había dejado atrás su faceta de columnista—, trató de rehabilitarle. Varias broncas después, desistió en el empeño y a mitad de temporada el delantero fue cedido al Mónaco. «Espero no encontrarme nunca más con un entrenador español, porque no les gusto», dijo Di Vaio en tono de broma. «Me intrigaba este fútbol, pero las cosas han salido mal. El fútbol español es diferente al italiano. En el Valencia, el que más jugó [Moretti] es el que menos esperábamos que fuese a hacerlo, porque es el que menos experiencia tiene.»

Solo unos años después, varias experiencias más abundaron sobre esta idea: triunfar en el fútbol italiano no garantiza hacerlo en el español. Fue el caso de Walter Samuel, central argentino al que en la Roma apodaban el Muro y en el Real Madrid bien podían haber añadido de las Lamentaciones. Los casos más paradigmáticos tuvieron lugar la temporada 2006/07, cuando el Barcelona y el propio Real Madrid se hicieron con un buen puñado de jugadores de la Juventus, desguazada tras el escándalo Calciopoli[7] que dio con el club en la Serie B. Al Camp Nou llegaron Zambrotta y Thuram; al Bernabéu, Cannavaro y Emerson. Ninguno de los cuatro se acercó ni de lejos a lo que se esperaba de ellos, y eso que a los dos últimos les arropaba el mismo entrenador que habían tenido en Turín, Fabio Capello.

Playboy Tavano

En aquel mismo verano de 2006, el de la diáspora juventina y la terapia de Quique Sánchez Flores con Di Vaio, Carboni lanzó una apuesta personal y fichó por 10 millones a Francesco Tavano, delantero de veintisiete años que había jugado los cinco últimos en el modestísimo Empoli con cifras más que aceptables. La última temporada, sin ir más lejos, había sido el segundo máximo goleador del Scudetto, empatado con… Cristiano Lucarelli.[8]

Tavano fue el último coletazo de la intensa relación entre el Valencia y el fútbol italiano. Y aunque parezca complicado, también la más grotesca. Quién iba a adivinarlo el día de su presentación, en la que compareció con una sencilla camiseta blanca con la cabecera de la revista Playboy.

Llegó sin hacer pretemporada, pero tranquilizó a la afición: no le llevaría mucho ponerse en forma, anunció. Pasaron las semanas y a Tavano se le veía pasarlo mal en los entrenamientos. Se cansaba mucho corriendo y en los ejercicios de movilidad. A la falta de pretemporada añadió una segunda excusa: el ritmo en España era diferente al de su país.

Un empleado del club comprobó un buen día que el cenicero del coche de Tavano rebosaba colillas.

—Fumas mucho, ¿no? A ver si es por eso por lo que te cuesta coger la forma…

—No, qué va —le tranquilizó Tavano—. Es Marlboro Light, no pasa nada.

Desde aquel día, Tavano pasó a ser Marlboro para algunos de sus compañeros en los pocos meses que le quedaban.

Es difícil demostrar, aunque no suena descabellado, que la pésima relación entre Carboni y Quique influyó en que el entrenador apenas concediera oportunidades a Tavano. Lo que resulta irrebatible es que el jugador no se hizo merecedor de muchas más.

«Fue Carboni quien me quiso. Él me ayuda, me sostiene, pero la alineación la hace el entrenador, y elige a otros», se despachó Tavano al poco de llegar y ver que no contaba. «Siempre me deja fuera, sin lógica, sin darme una explicación. Se ha justificado diciendo que no me conoce y que no he llegado en condiciones. ¿Cómo me puedo creer eso? Fiore tenía razón cuando me decía que en Valencia hay confrontación y hostilidad hacia los italianos. Yo estoy marginado y no soy feliz.»[9]

Debutó en un partido de Copa del Rey ante el Portuense debido a la lesión de su compañero Regueiro. En su segunda aparición tuvo mucho que ver la afición de Mestalla, que durante un partido de Liga contra el Real Madrid comenzó a corear su nombre. El Valencia perdía (0-1) y Quique le sacó a falta de un cuarto de hora. En total, jugó cuarenta minutos en la Liga, setenta en la Copa y ciento seis en la Liga de Campeones. No marcó ningún gol. Acabó la temporada en la Roma y de allí saltó al Livorno, donde se convirtió en el reemplazo de… Cristiano Lucarelli.