SERGE ALAIN MAGUY

El diamante en bruto de Jesús Gil

«El fichaje de Maguy es una operación política.»

(Jesús Gil)

A principios de los noventa, y no digamos antes, cualquier africano que llegaba a España era considerado un fichaje exótico. No existían muchos precedentes, pero sí algunos insignes.

Dos marroquíes abrieron el camino a mediados del siglo XX, especialmente Larby Ben Barek, una de las grandes leyendas del Atlético de Madrid. La afición del viejo Metropolitano disfrutó de él entre 1948 y 1954. En esa misma época, su paisano Mohamed Mahjoub jugó tres años en el Racing de Santander con mucho menos ruido.

Tras México 86 llegaron dos mundialistas marroquíes: el portero Ezaki Badou, que fichó por el Real Mallorca, y Mohamed Timoumi, que probó fortuna en el Real Murcia pero no la encontró. También en el Mallorca jugó dos años Hassan Nader, mientras que el argelino Rabah Madjer, delantero del Oporto campeón de Europa en 1987, pasó fugazmente por el Valencia.

Los subsaharianos son capítulo aparte. En los setenta, el senegalés Salif Keita y el gambiano Biri Biri dejaron buenos recuerdos en el Valencia y el Sevilla respectivamente. Sobre Keita se cuenta que, al conocerse su fichaje, un diario tituló: «El Valencia va a por alemanes y vuelve con un negro». En el caso de Biri Biri, que jugó cinco años en el Sánchez Pizjuán, basta decir que la peña más conocida del Sevilla adoptó su nombre.

Ya en los ochenta, el portero camerunés Tommy N’Kono llamó la atención del Espanyol por su actuación en el Mundial de España 82 y ocupó su portería durante ocho temporadas. Algo parecido sucedió tras Italia 90 con su compatriota Makanaki, que fichó por el Málaga. El Rayo Vallecano también se hizo con un portero africano, el nigeriano Wilfred.

Si en esa época contratar a un africano era toda una rareza, en España fichar a un marfileño ya era rizar el rizo. Costa de Marfil, hoy en día un asiduo de la Copa del Mundo y ya entonces con algunos de sus jugadores destacando en Francia, como Youssouf Fofana o Joel Tiehi, ha visto nacer a uno de los mejores delanteros del siglo XXI, Didier Drogba, además de a otros muchos estupendos futbolistas que han pasado por la Primera División: Didier Zokora, Touré Yayá, Arouna Koné… Pero antes que todos ellos, Serge Alain Maguy fue el primer marfileño en vestir la camiseta de un equipo español: la del Atlético de Madrid, en 1993. Su llegada fue objeto de burla y no solo por los prejuicios de aficionados y periodistas hacia un país cuyo fútbol desconocían por completo, sino porque el propio presidente del Atlético, Jesús Gil, se encargó de poner su talento bajo sospecha: «Maguy es un fichaje político».

Desde un principio, Gil reconoció sin rodeos que el traspaso obedecía a sus populares chanchullos. Unos meses antes había sido nombrado cónsul de Costa de Marfil. El embajador marfileño en España, Jean-Vincent Zinsou, era hermano del presidente de un club de fútbol, el Africa Sports de Abiyán. La cadena no acababa ahí. Simplice Zinsou, que así se llamaba el dirigente, estaba casado con la hija del presidente del país, Félix Houphouet-Boigny, recién fallecido. De aquel entramado surgió la contratación de Maguy: «Es una operación política. No arriesgo nada. Maguy viene a prueba. Si me interesa, se queda y, si no, con devolverle a casa he cumplido».

Gil no contaba entre sus costumbres con la de rendir cuentas a nadie. Con Maguy, sus conexiones africanas fueron suficiente. La decisión no pasó por los técnicos del club («No le conocen; le verán donde hay que verle: en el campo», dijo Gil), sino que le correspondió únicamente a él: «Las referencias que tengo no pueden ser mejores. Me han dicho que es un diamante en bruto. Lo he visto yo en dos vídeos y eso basta».

Sueldo, coche y calcetines

Maguy llegó a Madrid con la temporada empezada, cuando el Atlético trituraba ya al tercer entrenador del curso. Emilio Cruz había sustituido a Cacho Heredia, que a su vez había sustituido a Jair Pereira. Pese a todo, corría aún el mes de diciembre. La barrera psicológica de comerse el turrón no regía en aquel club.

A sus veinticinco años, Maguy firmó un contrato a prueba y en menos de un mes se convirtió no solo en jugador del primer equipo, sino en uno de los mejor pagados: ochenta millones de pesetas al año, aunque sus representantes llegaron a pedir cien. Para tramitar su ficha, el Atlético tuvo que dar la baja a otro extranjero. A Gil no le costó señalar al brasileño Moacir, cuya salida fue acompañada por una humillante nota de prensa con membrete del club: «Moacir se compró un coche último modelo y vivía mejor que los parados españoles, que no necesitan niñera. Era un mal negocio».

Para evitar que se repitiera la historia de Moacir, el Atlético confió a Maguy un discreto Peugeot 205. También le entregó unos calcetines de lana con los que combatir el frío. Ya estaba listo para firmar su millonario contrato por dos temporadas y media.

«Ahora somos el Atlético de Maguy», bromeaban sus nuevos compañeros. La noticia pilló a todos por sorpresa en el equipo, incluido el entrenador: «El presidente no me ha dicho nada, no sé quién es Maguy», reconocía Emilio Cruz, que con un punto de ingenuidad añadía: «Si va a estar a prueba quince días, será porque el presidente quiere contar con mi visto bueno».

Al nivel de Maradona

Tal vez alertado sobre el verbo explosivo de su nuevo jefe, Maguy entró fuerte en España para no desentonar: «Con mis actuaciones sobre el terreno de juego acabaré con los prejuicios». «Mi nivel es el de Maradona. Voy a reventar hasta triunfar en el fútbol español.»

Zurdo como el Pelusa y tan religioso como él («Mi amuleto es Dios»), Maguy se definía como «un fabricante de jugadas de gol», aunque reconocía que no marcaba muchos. El mayor éxito en su palmarés era la Copa de África 1992, la única en la historia de Costa de Marfil. Según el embajador de su país, unos mil aficionados habían acudido al aeropuerto de Abiyán a despedirle y desearle suerte en su etapa en el Atlético. A su llegada a Madrid tampoco estuvo solo: le recibieron seis trabajadores de la embajada: «Soy consciente de la responsabilidad que he contraído con la gente de mi país, que aguarda con expectación el desenlace de la prueba».

Maguy superó el periodo de prueba, sí, pero solo disputó con el Atlético 470 minutos en ocho partidos, cuatro de ellos como titular. Conoció a Emilio Cruz y a tres entrenadores más antes de poner fin a su aventura.

En marzo se marchó a defender el título de la Copa de África y aprovechó una entrevista a la revista francesa Onze Mundial para criticar el fútbol español: «Solo saben jugar al patadón y dar patadas. Mi único objetivo es ganar un poco de dinero ahí antes de marcharme a Francia». De vuelta a Madrid, los periodistas le preguntaron por esas declaraciones, probablemente pensando que Maguy —como suele hacerse en estos casos— achacaría la polvareda a una mala traducción o a la ausencia de contexto. Al contrario, no se movió ni un milímetro: «Estoy muy desilusionado. En España solo el Real Madrid, el Barcelona y el Deportivo juegan la pelota. Mis compañeros no me pasan el balón, no juegan conmigo».

Estafado

Al acabar la temporada, el Atlético rescindió su contrato. Maguy regresó a Abiyán, pero no al Africa Sports sino a su rival, el ASEC. Lo hizo para «ofender» al presidente del Africa Sports, Simplice Zinsou. Según reveló años después,[1] Maguy nunca llegó a cobrar un solo franco de su millonario contrato con el Atlético. Simplice Zinsou y su familia le habían engañado: «De todo lo que me dijeron en Abiyán antes de volar a España no he visto nada con mis ojos». Maguy eligió el ASEC «para hacer entender a Zinsou que el dinero no es nada»: «Él me metió en la mierda. Estoy vivo, gracias a Dios, a pesar de todo lo que me quitaron. No sé qué decir. No recibí ni un céntimo. Firmé ese contrato en presencia de Vincent Zinsou [el presidente de la Federación, hermano de Simplice]. Le entregaron un cheque y luego yo no recibí nada. Hasta que rescindieron el contrato».

Maguy nunca denunció a los hermanos Zinsou: «Entonces yo era muy ingenuo. Estaba feliz por estar en Europa. Y en tiempos del presidente Houphouët-Boigny, ellos eran intocables».

Tras su paso por el ASEC, donde jugó sin contrato, solo por despecho, pasó por Arabia Saudí y Guinea antes de regresar a Europa. En su segunda etapa tuvo bastante más suerte. Jugó seis años en el Chênois suizo, donde se retiró en 2005.

Caso Negritos

Maguy no fue el único fichaje africano de conveniencia en el Atlético de Madrid. Una década más tarde, Jesús Gil y su hijo Miguel Ángel fueron condenados a un año y medio de prisión[2] por estafa de simulación de contrato. En 1998, según destapó la Fiscalía Anticorrupción, una empresa controlada por los Gil otorgó al Atlético el contrato de cuatro jugadores como pago de una deuda de 2 740 millones de pesetas. Según el juez Manuel García Castellón, la operación fue «una compensación con un activo ficticio consistente en los derechos sobre cuatro supuestos jugadores profesionales de fútbol que no eran tales».

Abbas Lawal, el más conocido, fue valorado en 1 000 millones, IVA aparte. Llegó a jugar seis partidos con el primer equipo y es el único que logró hacer cierta carrera. Peregrinó por Córdoba, Leganés, Albacete… En ningún club pasó más de un año.

El senegalés Limamou Mbngue, conocido como Lima, fue valorado en 290 millones. Jugó tres años en Segunda con el Badajoz y de ahí pasó a Tercera, donde jugó en un rosario de equipos (Algeciras, Mar Menor, Noja, Daimiel…). «El Atlético me engañó. Me hicieron un contrato diciéndome que la libertad de los dueños del club dependía de mí y después se rieron en mi cara.»[3]

Bernardo Matías Djana asegura que jamás cobró un duro por jugar de rojiblanco, y eso que fue valorado en 350 millones. «Nunca supe lo del contrato. No firmé nada ni fui consciente de nada.» Djana había emigrado de Angola a Portugal tras quedarse huérfano y con dieciséis años cruzó la frontera. En Madrid fue acogido por los Padres Mercedarios. El Atlético le reclutó mientras aprendía carpintería en el barrio de San Blas y jugaba al fútbol «en los ratos libres». Uno de sus profesores en la escuela le animó a probar con el Atlético y superó la criba, sin sospechar nunca el elevado precio que alguien le había asignado. Fue cedido al Rayo Majadahonda, pero pronto comprendió que no se ganaría la vida con la pelotita. «Cuando todo terminó, se olvidaron de nosotros.» Jugaba por 50 000 pesetas al mes más el abono de transporte.

El cuarto hombre, no africano sino brasileño, era Maximiliano de Oliveira, Maxi. Pese a ser el que más le costó al Atlético (1 100 millones), solo llegó a jugar en Suiza, Caravaca, Nules, Benicàssim y Oropesa. En esta localidad comenzó a trabajar como albañil, en la construcción del complejo Marina d’Or. Su caso es el más rocambolesco. Al ser menor de edad, su madre había firmado un documento para ceder sus derechos al Atlético, que podría haberle incorporado sin necesidad de pagar los 1 100 millones que el club dedujo de la deuda de los Gil.

«A Maxi lo pienso vender por más de 3 000 millones de pesetas. Por Lawall puedo sacar más de 2 000 millones», se defendía Gil Marín.[4] «En el fútbol hay que correr riesgos. Y cuando aciertas, ganas mucho dinero. […] ¿Por qué Lawall no puede valer dos y tres mil millones de pesetas? ¿Por qué Maxi no va a valer 5 000 millones? ¿Quién es la fiscalía para determinar el precio de un jugador?»