STAN COLLYMORE

Treinta y cuatro días en Oviedo

«A los dieciséis años, Stan ya tenía ideas propias sobre cualquier cosa. Por desgracia, casi todas eran equivocadas.»

(Tommy Coakley)

Había terminado la primera vuelta y el Real Oviedo no había marcado ni un solo gol fuera de casa. Oli, su mejor delantero, necesitaba refuerzos. A su compañero en la delantera, el Chino Losada, le esperaba un año de baja —sí, un año— después de haberse destrozado la tibia y el peroné. Además, el club acababa de ceder al gigantón danés Peter Møller al Fulham. Aunque el Oviedo no estaba mal clasificado, el futuro inmediato pintaba feo. Pero el entrenador, Radomir Antic, creyó haber encontrado una solución.

La respuesta de Antic estaba en una ciudad del norte de Inglaterra: Bradford. Allí, en esos momentos, su principal equipo, el Bradford City, se despeñaba por la clasificación de la Premier League. Setenta y siete años le había llevado alcanzar la máxima categoría del fútbol inglés, pero solo necesitó dos para descender. Ni siquiera el último fichaje había podido aportar al equipo nada más que falsas esperanzas, y eso que contaba con el honor de haber protagonizado en su día el traspaso más caro en la historia del fútbol inglés.

En 1995, un lustro antes de las referidas penurias del Oviedo y del Bradford, el Liverpool pagó 8,5 millones de libras al Nottingham Forest por Stan Collymore. El joven delantero, por el que también se había interesado el Manchester United, lo tenía casi todo. Era una bestia: potente, bastante técnico y dotado para el gol. Le llamaban Stan The Man y no parecía solo cuestión de rima. El tipo imponía.

Collymore había comenzado su carrera en el Crystal Palace y el Southern United, hasta que fue contratado por Frank Clark, el entrenador que asumió el banquillo del Forest tras los dieciocho años del mítico Brian Clough, cerrados con un amargo descenso a la First Division. Collymore fue decisivo en el ascenso del Forest, solo un año más tarde. Y a la siguiente temporada, ya en la Premier League, se abrió un hueco entre los mejores delanteros del campeonato: marcó veintidós goles. Por entonces mostraba algunos tics que se iban a convertir en constantes a lo largo de su carrera. Faltaba a los entrenamientos sin motivo aparente y en el vestuario, según Clark, era frío y distante con sus compañeros: «No me pidas que explique qué pasa por su cabeza. Creo que no viviré lo suficiente para comprender cómo funciona su cerebro».

Con todo, sus virtudes parecían compensar sus defectos. Tras aquel año en el Forest toda Inglaterra se fijó en él. El Liverpool dio un paso más y se arriesgó a tirar la casa por la ventana. Los Reds llevaban cinco años sin oler el título de Liga y, aunque ahora se aprecie con mayor perspectiva,[1] eso entonces se antojaba una eternidad, una vergüenza que el club no podía permitirse.

El túnel de Mersey

Pese a tan decidida apuesta, Collymore solo pasó dos temporadas en Anfield. No entró al vestuario por la puerta grande, precisamente, después de declarar en público que la calidad de sus nuevos compañeros no estaba a la altura que esperaba. Neil Ruddock, un durísimo central del Liverpool de aquellos años, recordaba que Collymore se limitaba a llegar, entrenarse, cambiarse y marcharse. «Aunque solía sentarme junto a él y trataba de entablar conversación, nunca llegué a conocerle. Ni yo ni nadie.»

Ni siquiera le motivó la convivencia con dos dinosaurios de la última edad dorada del club, Ian Rush y John Barnes. Lejos de reverenciarlos como depositarios de la leyenda del Liverpool, Collymore los consideraba dos lastres ilustres para un equipo necesitado de nuevos bríos. Cometió un error de cálculo. Una cosa era sugerir en la caseta del Forest que el equipo debía adaptarse a su estilo —cosa que también reclamó— y otra entrar en el vestuario del Liverpool —¡del Liverpool!— a voces y sin la menor muestra de respeto a sus símbolos. La discreción y la prudencia nunca fueron con él. Tommy Coakley, su primer entrenador, destacaba que «a los dieciséis años ya tenía ideas propias sobre cualquier cosa. Por desgracia, casi todas eran equivocadas».

La primera temporada de Collymore en el Liverpool fue, en sus propias palabras, el mejor momento de su carrera. Al argumentar esta elección en sus memorias, el fútbol solo aparecía en segundo plano. Jugar en el Liverpool le permitía seguir residiendo en Cannock —su ciudad— y disfrutar de sus pubs entre semana. Y los sábados, solo unas horas después del pitido final, volaba a Londres para disfrutar de la noche en el Soho y el West End.

En su segunda temporada, empezó a faltar a los entrenamientos. Ronnie Moran, asistente del entrenador Roy Evans, le apodó «Niebla en el túnel». Cada vez que llegaba tarde al entrenamiento, Moran le preguntaba con sorna: «¿Cuál es la excusa de hoy, Stan? ¿Había niebla en el túnel?».[2]

Su actitud y el ascenso de un nuevo ídolo local, Michael Owen, llevaron al Liverpool a buscarle equipo. Tras 81 partidos y 35 goles, solo se había devaluado ligeramente. El Aston Villa, dispuesto a concederle una segunda oportunidad, pagó por él siete millones de libras que resultaron una inversión ruinosa. A diferencia del Liverpool, el Villa no pudo recuperar una sola libra cuando se cansó de él, también al cabo de dos años. Empezó cediéndolo al Fulham (con el que jugó seis partidos) y lo acabó regalando al Leicester City (con el que disputó once). Este, a su vez, se lo acabó endosando al Bradford. Y cuando era el Bradford el que estaba loco por deshacerse de él, apareció el Oviedo.

La apuesta de Raddy Antic

Antic es un enamorado del fútbol británico. Tras su paso por el Real Zaragoza, a finales de los setenta, jugó cuatro temporadas en el Luton Town, muchos años antes de que el transporte aéreo de bajo coste colocara en el mapa de Europa esa pequeña ciudad a 50 kilómetros de Londres. En Luton idolatran a Raddy —así le llaman— desde que un gol suyo al Manchester City, a solo unos minutos del final del campeonato, evitara el descenso a Segunda en 1983.

Raddy Antic apostó por Collymore. Sin reservas. Convenció a los directivos de que, con la terapia adecuada —la suya—, el goleador era recuperable. «Puede que haya tenido problemas en el pasado —concedió Antic— pero confío en que aquí recupere su entusiasmo por el juego.» Para un equipo como el Oviedo —que pese a sus problemas para marcar fuera navegaba en la zona templada— un fichaje así supondría mirar a Europa antes que a Segunda. El problema es que, mientras hacía planes, Antic tenía en mente al futbolista que vendió el Nottingham Forest, no al que contrató el Oviedo.

Antic tenía por costumbre elevar las expectativas cuando conseguía algún refuerzo que consideraba de postín. Años antes, cuando obtuvo del Real Madrid la cesión del croata Robert Prosinecki, vaticinó que el Oviedo iba a levantar en el ayuntamiento la Copa del Rey. Y cayó eliminado en treintaidosavos de final ante el Compostela, que ganó los dos partidos.

«Con mis criterios y la credibilidad que cada día estoy ganando en esta profesión, pienso que no traemos un cadáver deportivo; todo lo contrario», sentenció esta vez Antic. «Va a ser un lujo para el Oviedo. Si viene, hablaremos del fichaje más barato en la historia del club. […] Es una persona muy equilibrada, culta, que nos va a hacer disfrutar.»

El periodista británico John Carlin discrepaba de Antic y lanzaba un aviso en forma de columna: «Comparado con Collymore, el escandalosamente autodestructivo Paul Gascoigne es un perfecto Bobby Charlton, un correctísimo gentleman, un impecable profesional».[3]

Sobre la vida de Collymore se pueden escribir casi tantas páginas como uno desee. En 1998, durante el Mundial de Francia, pegó a su novia de entonces en un bar de París. Un año más tarde ingresó en una clínica psiquiátrica y le diagnosticaron una depresión severa. Admitió que había pensado en el suicidio.

Nada más llegar al Leicester City, el equipo al completo fue expulsado de un hotel de La Manga del mar Menor donde estaba concentrado por los altercados provocados por sus jugadores. Collymore, a la cabeza de la gresca, se dedicó a rociar con un extintor de incendios a todo aquel que se cruzaba en su camino. Si el individuo era hombre, le insultaba; si era mujer, le obligaba a bailar con él.

Hay más detalles y aún más escabrosos, pero lo relatado parece suficiente para hacerse una idea.

Un futbolista desencantado

Cuando el Oviedo llamó a la puerta del Bradford, se encontró con que —como el Leicester unos meses antes— estaba dispuesto a regalarlo. El descenso del Bradford estaba cantado. Rendido a su suerte, el club metió la tijera para adelgazar plantilla y nóminas. Eso incluía a Collymore. El traspaso más caro de la historia del fútbol inglés no llegaba ya ni a moneda de cambio y vagaba de mano en mano, regalado por tercera vez en un año. Todo un síntoma de su imparable cuesta abajo.

A su llegada a Asturias, Collymore era ya un hombre más que desencantado con el fútbol. «No sé qué buscaba ni por qué seguía jugando. Por convención, probablemente», se sinceró años después en su autobiografía. «Se supone que un futbolista no se retira hasta los treinta años, a menos que esté lesionado. Yo estaba herido, solo que no era el tipo de herida que te hace cojear. […] Estaba lleno de resentimiento, amargura y desilusión hacia el fútbol.» Según confesión propia, hacía ya mucho tiempo que no veía en el deporte belleza, amistad ni fraternidad, tan solo «un desierto de soledad y dolor». ¿Por qué, entonces, decidió decir sí a la llamada de Raddy Antic? «Pensé que quizá, solo quizá, podría funcionar. Volver a empezar fuera, lejos de todo lo malo y de las polémicas, lejos de los entrenadores ingleses y de la gente con ideas preconcebidas sobre mí, lejos de los parásitos y de las gilipolleces.»

En su autobiografía,[4] el título del capítulo dedicado a su breve paso por España lo dice todo: «Real Oviedo: so this is the end», parafraseando a The Doors.

Su presentación con la camiseta del Oviedo despertó gran interés y tuvo cierto regusto a manifestación: según la BBC acudieron a darle la bienvenida 1 500 aficionados; según él, fueron 6 000. Antic le acompañó sobre el césped del Tartiere y se refirió a él como «un auténtico crack» capaz de dar al equipo «un salto de calidad».

Collymore firmó por la media temporada que restaba y otra más. El Oviedo intentó incluir en el contrato una cláusula para pagarle parte del sueldo en función del número de partidos disputados. Collymore se negó. Lógico.

Anhelos cosmopolitas

Desde el primer momento, Collymore tuvo la sensación de haber plantado el pie en otro planeta. «Nunca me sentí bien —lamenta—. El Real Oviedo no era un club cosmopolita como el Madrid o el Barcelona», aclara en sus memorias a quien pudiera pensar lo contrario. En su biografía confiesa que la desazón le atrapó cuando conoció El Requexón, el estadio en el que se entrenaba el equipo, que definió como «una pocilga».[5]

Acostumbrado a que se lo dieran todo mascado, Collymore se topó de golpe con una colección de desafíos que no estaba capacitado para afrontar. A la hora de explicar su fracaso, acusó al club de no prestarle la ayuda necesaria para abrir una cuenta bancaria, ni a encontrar una casa o al menos «un hotel decente». Al parecer, el establecimiento de tres estrellas en el que se alojaba no cumplía con sus estándares de dignidad.

«Probablemente estaba acostumbrado a que la gente le tratara de otra manera, como a una estrella», deduce Veljko Paunovic, que llegó al Tartiere solo unas semanas antes que él, durante el mismo mercado de invierno. «En Oviedo también se le trataba como a una estrella, sí, pero de otra manera.»

Otro varapalo para Collymore fue comprobar que casi ninguno de sus nuevos compañeros hablaba inglés. Aun así, la relación humana no fue el problema. «No hablaba ni papa de castellano, pero se integró bien. Entraba en las bromas, hacía vestuario. Era un tío majo», recordaba el centrocampista Iván Ania.[6] Con Joyce Moreno, un defensa de raíces panameñas formado en la cantera del Real Madrid, empatizó de inmediato: «Me miró, me señaló y me dijo: “Tú eres mi amigo”. No sé, quizás era porque yo tenía una estética similar a la suya, pero le caí bien desde el primer momento». Moreno define a su “amigo” como «un niño grande, algo pueril pero sin maldad».

Collymore compartió habitación con Paunovic, serbio y uno de los pocos que hablaban inglés, que le recuerda como un tipo «abierto, alegre y positivo, aunque en su interior tal vez no estuviera del todo contento». En sus charlas durante las concentraciones hablaban «de fútbol y poco más»: «Yo le preguntaba mucho por los métodos de entrenamiento en Inglaterra. Él me preguntaba sobre fútbol, o me pedía que le recomendara sitios para ir a comer».

El gordo y el flaco

Stan Collymore perteneció al Oviedo tan solo treinta y cuatro días. En ese periodo jugó setenta y un minutos repartidos en tres encuentros, siempre como suplente y siempre con derrota para su equipo, que acabó bajando a Segunda División. Cuando se consumó el descenso, él ya estaba de vuelta en Inglaterra. Tras su espantada, el diario El País resumió su paso por la Liga con el siguiente balance: «Dos remates de cabeza sin trascendencia alguna; seis balones perdidos, tres faltas cometidas y un fuera de juego».[7]

Según Collymore, durante las negociaciones con el Oviedo, Antic le prometió que jugaría desde el principio. Su debut se produjo en el viejo Estadio Insular de Gran Canaria, frente a la UD Las Palmas. Saltó al campo en el minuto 66, con 0-0 en el marcador. Salvo pedir la pelota con insistencia, no hizo mucho más. Las Palmas ganó 1-0. En su biografía, Collymore recuerda con especial desagrado las siete horas de viaje entre Asturias y Canarias.

En el Insular se encontró con un viejo conocido: Vinnie Samways, exjugador del Tottenham Hotspur, centrocampista de pierna fuerte, todo un pitbull. «Te va a gustar España», le animó Samways. «No creo», pensó Stan, según recoge en su libro.

Una semana después, Collymore debutó en el Tartiere. Tampoco esta vez fue titular. El Oviedo ganaba 1-0 al Villarreal cuando Antic le dio entrada con algo más de media hora por delante. Con el viento a favor, parecía el momento propicio para ir cogiendo el aire al equipo. Pero el Villarreal, pese a jugar toda la segunda parte con uno menos, marcó tres goles en once minutos y se acabó llevando el triunfo (1-3).

Aunque Collymore presume de que su sola presencia hizo vivir al Tartiere el primer lleno en muchos años, en Oviedo comenzaban a darse cuenta de que el nuevo fichaje no solo no se enteraba de nada, sino que además había llegado en unas condiciones lamentables.

«Llevaba tiempo inactivo y se notaba —cuenta Paunovic—. Trabajaba para coger la forma poco a poco. Las primeras semanas son jodidas. El periodo de adaptación te puede afectar mentalmente, pero solo es un mes. Si hubiera aguantado un poco más…»

En vez de apretar, Collymore faltó a algún entrenamiento. Su baja forma obligó a Antic a apartarle de las convocatorias y someterle a un plan especial de preparación. También le diseñaron una dieta a medida que, como las lecciones de español, no llegó a empezar. Llegó con 102 kilos y se marchó con 106. Antic podía ya permitirse juntar en la delantera a Stan y Oli, el gordo y el flaco.

Joyce Moreno relata una anécdota reveladora: «Después de un entrenamiento, le llevaba en coche a su hotel y me mandó parar. Se bajó y entró en una tienda de alimentación. Al poco salió con una botella de Coca-Cola de dos litros y una bolsa llena de Kit-Kat. Habría unos cuarenta o cincuenta». Al ver la cara de sorpresa de Moreno, Collymore espetó: «¿Qué pasa? Es mi comida».

El fin de la tierra… y del fútbol

Corría la jornada veintitrés cuando, con Collymore fuera de la convocatoria, el Oviedo marcó al fin fuera de casa; y no uno, sino dos goles. Una gran noticia de no ser porque el Zaragoza marcó cinco. Collymore no parecía especialmente afectado por haberse perdido el partido: «Era un viaje de seis horas en autobús, no me apetecía mucho». Las distancias parecían atormentarle.[8]

Tras dos partidos sin jugar —tampoco estuvo en la derrota (2-3) ante Osasuna— reapareció en Vigo. La ciudad gallega también le resultaba remota: «Está en el fin de la tierra», relata en sus memorias. «El cabo de Finisterre, que significa ‘el fin de la tierra’, está a pocas millas del ruinoso estadio de Balaídos». Entre Vigo y Finisterre hay ciento cincuenta kilómetros —una hora y media de coche— pero los compradores de la biografía de Collymore difícilmente podrán reprocharle la exageración.

En Balaídos, Collymore jugó los últimos veintitrés minutos de su carrera. Salió al campo con un 1-0 recién encajado y con ese marcador acabó. Su actuación estuvo en la línea de las dos anteriores. Mientras se dirigía al vestuario, pensó: «Ya está». Y asegura que no se giró a mirar el césped pese a saber que aquella vez sería la última: «No había sentimiento».

Vive y deja morir

Horas más tarde cogió un avión. Un aficionado le vio en el aeropuerto de Asturias empujando un carro con cinco maletas, demasiadas para una de sus ya frecuentes escapaditas a Londres. El aficionado avisó por teléfono al club. Estaba en lo cierto. Collymore se marchó sin despedirse ni recoger siquiera el material del vestuario. Diego Cervero heredó sus botas. Su agente, Ian Monk, anunció desde Londres su retirada. «Es una sorpresa para todos —reaccionó Antic— aunque era evidente que tenía problemas físicos.» El técnico tuvo que cargar con el fracaso, aunque trató de sacudírselo: «A Collymore lo trajo el Oviedo, no Antic. No fue una apuesta personal».

En el vestuario no le echaron de menos. Ni les había dado tiempo a encariñarse con él ni —aún menos— había dejado la menor huella futbolística. «Tan pronto como vino, se fue —resume Paunovic—; nos pilló de sorpresa, pero no nos afectó porque en ningún momento había llegado a ser importante para el equipo. Lo recordamos como una anécdota.»

En un primer momento, el Oviedo elogió la «honradez» de Collymore, que había preferido marcharse sin cobrar su ficha íntegra en lugar de seguir ganando dinero por vegetar. Sin embargo, solo unos meses después, el club cambió de opinión y le demandó por rescisión unilateral de contrato.

Pasado un tiempo, Collymore habló con Moreno desde Nueva York, donde recibía clases en una academia de arte dramático. «Solo repetía una cosa: “Joyce, voy a ser el primer James Bond negro”», contaba su excompañero. Tuvo que conformarse con participar en la segunda parte de Instinto básico. Collymore aparecía en la secuencia inicial de la película, en la que moría asesinado por Sharon Stone.

En otoño de 2006, unos meses después del estreno, amagó con volver al fútbol. Tal vez consciente de que el cine no era lo suyo, o quizá disgustado por la elección de Daniel Craig como nuevo 007, su nombre regresó fugazmente a los titulares después de cinco años inactivo: «Estoy más rápido, más fuerte y más en forma que nunca. Garantizo que en un mes podré estar a la altura de cualquier delantero del país». Nadie tragó y tuvo que conformarse con trabajar como comentarista.

En 2011 volvió a sufrir depresión, como relató en una profusa nota publicada en Internet: «Hace diez días empecé a sentir ansiedad, que deparó en un miedo irracional y se convirtió después en insomnio durante tres días. Mis niveles de energía se hundieron hasta cero y pasé de dormir ocho horas a dieciocho. Tu mente está vacía, tu cerebro deja de funcionar y tu cuerpo está sujeto a la cama; el futuro es una habitación oscura».

El pozo del Oviedo

Mientras tanto, el Real Oviedo sigue luchando por salir de su propio pozo. Dos años después de aquel descenso a Segunda, prosiguió su caída hasta la Segunda B. Los jugadores denunciaron al club por impago, lo que propició el descenso administrativo a Tercera. El Ayuntamiento retiró su apoyo y se sirvió del Astur CF para tratar de crear un clon, el Oviedo-Astur. En 2007, con el Oviedo de vuelta a Segunda B, el Ayuntamiento reculó y el Astur recuperó su identidad tras cuatro años de coexistencia.

Sergio Cortina, periodista y carbayón de pro, que en todos estos años ha seguido apoyando en el campo al equipo en la categoría que tocara, guarda su propia anécdota de aquellos treinta y cuatro días: «Aficionado al fútbol inglés como soy desde pequeño, conseguí que Stan el nuevo Maradona Collymore me firmara la camiseta de ese año. Tras verle en algún entrenamiento y durante los poquísimos minutos que jugó, tardé un suspiro en lavar la firma y dejar la camiseta como estaba. Después bajamos de la manera más tonta y ya nunca más me he vuelto a poner esa camiseta. De todas las que tengo del Oviedo, es la única que nunca llevo al campo. Da mal rollo. Es la maldición de Collymore».