El Barça de SÁNCHEZ JARA, ESCAICH Y KORNEIEV
Los excesos del tardocruyffismo
«Cruyff confía en que Korneiev siga las pasos de Laudrup o de Romário.»
(Josep Maria Serra)
Es posible que el 16 de mayo de 1994, cuando aterrizó en el aeropuerto de Atenas, el Barça contara con el mejor equipo de su historia hasta ese momento. El grupo fracturado y con mentalidad segundona que Johan Cruyff recogió seis años antes se había transformado en un coloso capaz de conquistar cuatro Ligas consecutivas y una Copa de Europa. Además, vislumbraba una nueva final —ante el AC Milan en la capital griega— que Cruyff ya daba por ganada sin el menor rubor. Sus cuatro extranjeros eran la envidia del fútbol europeo, hasta el punto de que Michael Laudrup se había pasado los últimos meses calentando banquillo[1]. Los titulares eran Ronald Koeman, Romário —que apenas dos meses después iba a ser proclamado mejor jugador del Mundial 94— y Hristo Stoichkov —el siguiente ganador del Balón de Oro—. Por si eso fuera poco, el Barça había goleado 5-0 al Real Madrid apenas unos meses antes. ¿Qué más se podía pedir? Ganar al Milan, solamente.
Apenas nueve meses después de aquel partido de Atenas, el Barça era un equipo muy distinto. Sus alineaciones ya no padecían overbooking de talentos, sino que era frecuente encontrar en ellas a jugadores que en años precedentes luchaban por la permanencia, no siempre con éxito. Era frecuente ver jugar al hijo del entrenador y en ocasiones hasta al yerno. Del Barça que llegó a Atenas, menos de un año después, no quedaba casi nada. Pocas veces un equipo tan luminoso se desmoronó en menos tiempo.
¿Qué sucedió? Algo tan sencillo como que Cruyff decidió sustituir a algunos de sus mejores jugadores por otros manifiestamente peores; y, en algunos casos, sangrantemente peores. Como si, bajo sus órdenes, cualquier futbolista pudiera crecer hasta alcanzar límites insospechados que en otro equipo nunca podría explorar.
El 4-0 con que el Milan aplastó al Barça amargó de forma inesperada el final de una temporada feliz. Tras semejante afrenta, Cruyff acometió su segunda gran revolución, la mayor tras la que emprendió a su llegada en 1988. «Si no renuevo ahora la plantilla, el año que viene acaban contrato diez jugadores, gente de treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres años. ¿Qué queréis? ¿Que los eche a todos de golpe? No puede ser», dijo el holandés a los periodistas.
Apenas veinticuatro horas después de la debacle de Atenas, comenzaron a aparecer nombres en los diarios. «Las Ligas se ganan en esta época del año», avisó el vicepresidente Joan Gaspart en pleno verano. Se le olvidó añadir que también se pueden perder.
Lopetegui por Zubizarreta
La revolución se gestó en caliente, a la mañana siguiente de la goleada, antes incluso de abandonar el hotel. Allí se produjeron las primeras reuniones y Cruyff cortó la primera cabeza. En el autocar, de camino al aeropuerto, Andoni Zubizarreta se enteró, por boca de Gaspart, de que el club no renovaría su contrato, pese a lo prometido meses antes. «Soy consciente de que es una decisión dura e impopular, como cuando prescindí de Lineker y fiché a Laudrup», trató de defenderse Cruyff. «La gran mayoría me catalogó de loco, pero era una apuesta que debía hacer, como esta.» El repentino despido impidió a Zubizarreta despedirse de la afición del Camp Nou después de ocho temporadas guardando sus palos.
Carles Busquets, hasta entonces segundo portero, pasó al primer plano. Dos rasgos le caracterizaban: el más visible, su pantalón largo, al estilo de los guardametas africanos; el segundo, puramente futbolístico, su osadía para jugar el balón con el pie, más pronunciada que su talento para hacerlo. Cruyff era consciente de ello: «El míster me ha pedido que haga menos regates y arriesgue menos. A partir de ahora haré sufrir menos a la afición. Si por mí fuera, haría caños en el centro del campo, pero entiendo que haya que mirar por el bien del equipo».
Busquets se tuvo que ganar el puesto. Cruyff fichó a Julen Lopetegui, vasco como Zubizarreta, aunque formado en la cantera del Real Madrid. Tan sobresalientes habían sido sus dos últimas temporadas en el CD Logroñés que se había convertido en un asiduo de la Selección, de la que fue tercer portero en el Mundial 94. Si dos polos opuestos como Clemente y Cruyff se habían puesto de acuerdo en algo, no podía salir mal.
Hagi por Laudrup
Icono de la elegancia, paradigma de la exquisitez, pocos futbolistas han sido capaces de proyectar la belleza del fútbol como Michael Laudrup. No solo era una de las banderas del Dream Team, sino una declaración de intenciones: quien tuviera a Laudrup en su equipo, necesariamente, quería jugar bien.
Cruyff, que —como bien se encargaba de recordar— lo había rescatado de una Juventus con propósitos mucho menos líricos, fue dejándolo de lado gradualmente en beneficio de sus otros tres extranjeros. Laudrup, que no aguantaba más en el banquillo, no solo tenía decidido mudarse desde antes de la final de Atenas, sino que además tenía previsto hacerlo al Real Madrid.
Cruyff no pareció lamentarlo: «Ha tenido una trayectoria excelente, pero tampoco puede olvidar que ha sido gracias a nosotros», ni tampoco Núñez: «El Madrid es casi el filial del Barcelona, porque varios de nuestros jugadores acaban allí», trató de desdramatizar el presidente, en referencia a Bernd Schuster, Luis Milla o Nando. «Me parece bueno, porque de alguna manera estamos exportando jugadores catalanes a Madrid y creo que eso es positivo.»
Para ocupar la plaza de extranjero que Laudrup dejaba libre, el Barça se fijó precisamente en un exmadridista: el rumano Gheorghe Hagi, que había aprovechado el escaparate de Estados Unidos 94 para resucitar ante la mirada de todo el mundo.
«Si quieres firmar por el Barça, tú aquí te llamarás Jordi Hagi, no Gheorghe», le avisó Gaspart.[2] «Estarás en un gran club, en una gran familia. Aquí a los jugadores se les respeta, quedan integrados y no son jugadores mercenarios, son jugadores queridos y amados. ¿Vale, Jordi?»
Hagi, que rozaba ya la treintena y costó 400 millones, debió de sentirse algo más que querido y amado al leer en la prensa el recibimiento que le brindó el segundo entrenador, Charly Rexach: «Me recuerda al Puskas de los buenos tiempos en el Madrid».[3]
Eskurza por Goikoetxea
A sus veintinueve años, los mismos que Jordi Hagi, Jon Andoni Goikoetxea vivía uno de los mejores momentos de su carrera tras disputar el Mundial 94, gol a Alemania incluido. Con tres años de contrato por delante, su futuro azulgrana admitía pocas dudas. Sin embargo, Cruyff se había encaprichado del joven Xabier Eskurza, del Athletic, cinco años más joven.
El Barça ofreció un trueque al Athletic, que cedió tras dos meses de negociaciones repletas de giros capaces de aburrir al más avezado lector de prensa deportiva. El intercambio se consumó como si de un canje de prisioneros en la frontera se tratara. El escenario fue la puerta del hotel Sheraton de Bruselas, donde el Athletic se alojaba a esas alturas de pretemporada. Allí llegó Goiko procedente de la concentración del Barça en Holanda, hacia la que minutos después partió Eskurza. Las cámaras fueron testigos de un simbólico intercambio de camisetas entre ambos. La naturalidad del veterano Goiko, sonriente, contrastaba con la seriedad de su reemplazo.
Escaich por Salinas
Un año antes, el Barça había emprendido una operación subterránea. El joven delantero Xavier Escaich abandonó su club de toda la vida, el Espanyol, y fichó por el Sporting. Los 25 millones de pesetas con los que compró la carta de libertad no salieron de su bolsillo, sino de las arcas del Barça, que acordó con el Sporting poder disponer del jugador cuando quisiera. Y ese momento había llegado ahora que el contrato del veterano Julio Salinas acababa de expirar.
Escaich tenía veinticinco años, siete menos que Salinas, y un cierto parecido sobre el campo: no demasiado habilidoso, por no decir torpón, y con una cualidad por encima de todas: el oportunismo. Aun así, nunca había sido titular indiscutible en sus anteriores clubes[4]. «No se me ha valorado suficiente en el Espanyol ni en el Sporting, pero al parecer había gente que se estaba fijando en mi trabajo», contaba él al llegar al Barça.
Cruyff le dejó las cosas claras. Desde el primer momento, Escaich supo que sería suplente: «Sus cualidades se verán en los momentos difíciles, cuando deba intentar resolver partidos complicados», anunció el entrenador. Escaich no pudo evitar algo tan humano como hacerse ilusiones, siquiera mínimas: «El Barça tiene cuatro extranjeros, así que alguna vez tendrá que descansar Romário».
Rexach, sin recurrir esta vez a ninguna vieja gloria del Real Madrid, contribuyó también a darle esperanzas: «Seguro que al final de año, como en el Sporting, sin jugar demasiados partidos será uno de los máximos goleadores del equipo».[5]
Sánchez Jara por Juan Carlos
Para completar la plantilla, Cruyff repescó a un lateral crecido en La Masía que había pasado las dos últimas temporadas cedido en Osasuna. Francisco Javier Sánchez Jara, de veinticinco años, cuatro más joven que Juan Carlos, ocupó el lugar de este en el fondo de armario de la defensa.
Aunque había pertenecido a la generación de Els Golafres,[6] su experiencia con el primer equipo antes de mudarse a Pamplona se reducía a un viaje a Bilbao en el que no llegó a jugar. Su regreso fue una sorpresa para todos, incluido él. ¿De verdad tenía sitio en el Dream Team? Era un defensa ardoroso llegado de un equipo recién descendido en el que además había tenido un papel de reparto.[7] «Después de un año tan difícil como el que he pasado no esperaba volver», admitía él mismo. El generoso Rexach tampoco racionó esta vez los elogios: «Sirve para todo; es polivalente, rápido y resistente. Puede jugar en cualquier momento y en cualquier posición del campo».[8]
Por encima de su pedigrí y de su experiencia, e incluso de sus cualidades, había algo que llamaba la atención en él, un rasgo que le retrataba como un futbolista de otra época: Sánchez Jara pertenecía a una especie en extinción, la de los futbolistas con bigote. El mostacho le confería cierto toque marcial, acentuado por su entrega y su espíritu defensivo. A los catorce años, cuando entró en la escuela del Barça, ya lo lucía. «De hecho, había gente que no sabía cómo me llamaba y me conocían por el Bigotes», cuenta.[9] Se quedó con ese apodo y, una década después, una emisora de radio consiguió arrancarle una promesa: afeitarse si el Barça ganaba la quinta Liga consecutiva.
Korneiev, el quinto extranjero
El nuevo Barça estaba completo… o eso parecía. El 31 de agosto, a pocas horas del cierre del mercado, el Barça anunciaba una última incorporación, un fichaje con el que nadie había especulado en la catarata de nombres que había sucedido a la final de Atenas. El agraciado fue Igor Korneiev, mediapunta ruso de veintisiete años que acababa de marcharse del Espanyol. Allí había jugado tres temporadas y media, la última de ellas en Segunda División. ¿Quién iba a sospechar que Cruyff estuviera interesado en él?
«A veces ocurren milagros y creo que es un milagro que yo esté aquí», decía el jugador abiertamente.[10] «Solo un loco podía predecir que ficharía por el Barça», fueron sus primeras declaraciones tras firmar por una temporada con opción a tres más; «fue uno de esos golpes de suerte que de vez en cuando te da la vida». Un día después de quedar libre, Korneiev coincidió en un restaurante con uno de los ayudantes de Cruyff, Tony Bruins Slot, que le preguntó qué era de su vida. Bruins puso al corriente a Cruyff y acto seguido volvió a hablar con Korneiev, esta vez por teléfono: «Me ofreció unas condiciones que consideré interesantes y llegamos a un acuerdo —recuerda el jugador—; esa es toda la historia».
Korneiev llevaba semanas sin entrenar y Cruyff decidió que empezara la temporada con el Barça B, en Segunda, para recuperar la forma física y subir al primer equipo en diciembre, cuando el reglamento lo permitiera. Eso no impidió que a la mañana siguiente Mundo Deportivo calificara el fichaje como un «golpe de efecto» y al jugador como un «genio». «Cruyff confía en que Korneiev siga los pasos de Laudrup o de Romário, que llegaron al Camp Nou casi sin cartel y que luego, bajo su dirección, se revalorizaron hasta límites insospechados», escribió Josep Maria Serra.[11]
Pedro de Felipe, secretario técnico del Espanyol, veía con ojos bien distintos los fichajes Korneiev y Escaich: «Ahora el Barça ya tiene a la delantera que nos bajó a Segunda División».
Las vacaciones de Romário
Con la complicidad de Núñez, Cruyff había ventilado el vestuario a su antojo. El nuevo proyecto se cimentaba en una aleación compuesta por veteranos (Ferrer, Koeman, Guardiola, Amor, Bakero, Stoichkov…) y recién llegados, entre los que también había que incluir al central Abelardo, del Sporting. Cruyff presumía de haber modelado «la mejor plantilla de la historia del Barça», eslogan que repitió varias veces a lo largo de la temporada, incluso cuando el juego y los resultados empeoraban jornada a jornada.
Las cosas comenzaron a torcerse en verano, y no solo porque el Valencia arrasara en el Gamper (1-4). Romário, la gran estrella del equipo, había empezado a dejar claro que cumplir su contrato le producía una notable pereza. Recién coronado campeón del mundo, recorría Río de homenaje en homenaje sin la menor prisa por regresar. Actos, celebraciones, partidos benéficos —entre ellos uno organizado por su gran ídolo, Roberto Dinamita—… De él solo llegaban fotos en playas o discotecas junto a algunas declaraciones desafiantes: «Tengo dinero para pagar cualquier multa. Solo pido los mismos derechos que los jugadores que no fueron al Mundial: cincuenta días de vacaciones».
Romário volvió a Barcelona con veintitrés días de retraso y pidió perdón a la afición desde el mismo aeropuerto de El Prat. Cruyff miró para otro lado y le puso como titular en el siguiente partido. Romário, con menos prisas que su entrenador, no se veía en forma y se autodescartó durante varias semanas. La prensa brasileña ya daba por hecho que tenía en mente regresar a su país más pronto que tarde, y no de vacaciones.
Balones modernos
Busquets y Lopetegui se lo ponían difícil a Cruyff: enfrascados ambos en una pretemporada horrible, resultaba difícil dilucidar quién estaba haciendo menos méritos. Al final, la titularidad recayó en el portero del pantalón largo, una seña de identidad que dio vidilla a sus críticos: a medida que los fallos de Busquets se sucedían, eran más quienes se referían a él como un «portero de balonmano».
El Barça inició la defensa del título con una derrota (2-1) en El Molinón. Busquets falló en los dos goles y se excusó como pudo: «Mis imprecisiones fueron más por el balón que por mi culpa. Las pelotas actuales son tan modernas y tan buenas que cuando chutan fuerte se desvían un poco. A veces no sabes si van hacia arriba o hacia abajo».
Lopetegui, que había encajado nueve goles en dos partidos,[12] permaneció en el banquillo hasta febrero. Reapareció en la Copa del Rey ante el Atlético y fue expulsado a los doce minutos. No debutó en Liga hasta finales de abril. Cuando lo hizo, encajó otros cuatro tantos.
Símbolos y realidades
La visita del Barça a Sarriá en la tercera jornada deparó una imagen de simbolismo brutal: Sánchez Jara debutó en Liga luciendo el 9 de Laudrup a la espalda.
Aunque el juego había perdido brillo y Romário aparecía con cuentagotas, los resultados del Barça aún no eran desastrosos. Cruyff hizo debutar a su hijo Jordi, que comenzó a ocupar algunas de las páginas que los diarios barcelonistas no podían dedicar a los nuevos fichajes. Eskurza se rompió para tres meses en el primer partido de Liga y el otro Jordi, Hagi, inició una racha de siete lesiones en ocho meses.
A punto de llegar al ecuador de la Liga, el Barça visitó al Real Madrid entrenado por Jorge Valdano, líder a tres puntos de distancia. Con Laudrup como figura y el delantero chileno Iván Zamorano como ejecutor, el Madrid devolvió al Barça la afrenta sufrida un año antes. Un 5-0 humillante que certificaba el fin de una era. Del simbolismo se había pasado a la obviedad.
La reacción del Barça fue apoyar a Cruyff y prorrogar su contrato un año más, hasta 1997. Además, le concedió un nuevo refuerzo: José Mari, un joven centrocampista bregador de Osasuna que encajaba en la línea de fichajes de perfil bajo instaurada por el entrenador y mánager. La otra cara nueva fue el ascenso al primer equipo del portero Angoy, que pese a tener veintiocho años aún jugaba en el filial rodeado de críos. Angoy era el yerno de Cruyff.
Korneiev, mejor que Romário
El 5-0 del Bernabéu fue el triste epílogo a la breve carrera de Romário en el Barça. El delantero aprovechó el mercado de invierno para huir al Flamengo por la puerta de atrás, como llevaba meses planeando. Algunos periodistas acuñaron la expresión «Barça de pana» para referirse a un equipo menos glamuroso pero más modesto y esforzado. Nuevos tiempos.
En este contexto de sudor y batalla… ¿le llegaría al fin el turno a Escaich? No es que la afición le reclamara a gritos precisamente, pero corría el mes de enero y el joven delantero permanecía inédito. Tuvo que esperar pacientemente sentado en el banquillo durante casi seis meses antes de estrenarse en la Liga. Fue ante su exequipo, el Sporting, y salió mejor de lo previsto: marcó un gol y dio el pase de otro. De repente, el debutante se vio en las portadas: «Mágico Escaich», tituló Mundo Deportivo. Cruyff no dudó en apuntarse el tanto («Le puse porque la pelota estaba en el área del Sporting y Escaich es un hombre de área») pero siguió sin darle bola. Escaich solo jugó dos partidos más con el Barça.
Más oportunidades tuvo su pareja en la delantera del descenso del Espanyol, Korneiev, al que la fuga de Romário y su plaza de extranjero facilitaron la vida tras su periodo de rodaje en el filial. Aunque había hecho carrera como segundo punta, Cruyff decidió que Korneiev debía jugar pegado a la banda, como extremo derecho. El cambio no pareció perjudicar al jugador. Un acertado debut ante el Logroñés hizo que durante algunas semanas pululara por el entorno barcelonista la idea de que cambiar a Romário por el ruso había sido una jugada maestra de Cruyff. El propio Korneiev señalaba que, sin Romário, el Barça gozaba de «más capacidad para sorprender al rival, al no tener un hombre fijo en punta». «Con Romário fuimos campeones de Liga, pero condicionó mucho el equipo», deslizaba Núñez, metido a analista. «Nos hacía actuar con un hombre menos en el centro del campo y a veces era impensable dominar. Hacía años que no veíamos a un “7” con tanta calidad como Korneiev. Hemos ganado a un jugador que ya teníamos y que habíamos preparado durante tres meses.» De golpe y porrazo, se empezó a vender al barcelonismo que Romário no había sido más que un vistoso lastre táctico. «Korneiev tiene todo lo necesario para triunfar tranquilamente en el Barcelona», opinaba Stoichkov. «Su juego es muy parecido al de Butragueño», comparaba Cruyff.
Las cosas ya no fueron tan bien en su segundo partido, un empate (2-2) en Albacete tras el que Korneiev reconoció que no había comprendido las órdenes tácticas del entrenador: «Nunca había jugado de extremo y es lógico que ahora me cueste un poco acoplarme a este nuevo puesto». Jugó varios partidos más —incluido uno de Champions League ante el Paris Saint-Germain en el que marcó un gol de churro, según reconoció— y fue poco a poco desapareciendo de los planes de Cruyff. «Me siento un poco desaprovechado —declaró[13] instalado ya en la suplencia—; la posición de extremo es extraña para mí, nunca jugué en ese lugar y eso está reduciendo bastante mis posibilidades.»
Su momento de gloria se esfumó tan rápido como le había llegado. En un viaje a Santander, un policía estuvo a punto de golpearle al confundirle con un aficionado que se había colado entre la expedición del Barça. Menos mal que no lo hizo: «Si me llega a pegar, acabo en comisaría, porque yo se la devuelvo».
Derrotas dolorosas
El 5-0 no fue la única derrota humillante sufrida por el Barça aquel curso. Fue la más trascendente, pero estaban por llegar sonados descalabros: el 1-4 ante un Atlético en horas bajas —con dos goles del Tren Valencia— y el 5-0 ante el Racing, que luchaba por la permanencia. «A veces somos un equipo vulgar y ya no tenemos un jugador que marque la diferencia», resumió José Mari Bakero.
Stoichkov, el jugador más determinante, no disimulaba su divorcio con Cruyff, que acostumbraba a señalarle tras las derrotas y empezó a apartarle del equipo. En las alineaciones se hicieron cada vez más habituales jóvenes como Iván de la Peña, Roger García, Óscar Arpón…
Durante más de dos meses, de marzo a mayo, el Barça ganó solo uno de sus diez partidos de Liga, de los que además perdió cuatro. Tocó fondo ante el Albacete, que se llevó (0-1) el último partido del curso en el Camp Nou. Un año después de jugar la final de la Copa de Europa, el Barça logró a duras penas clasificarse para la UEFA al acabar cuarto tras Real Madrid, Deportivo y Betis. La renovación planeada por Cruyff había acabado en desastre. Tocaba volver a empezar.
Cambio de aires
Aunque Cruyff se negó a aceptar que se había equivocado en la portería,[14] deshizo parte del cambio emprendido. Se marcharon dos históricos como Begiristain y Eusebio. Koeman regresó a Holanda para retirarse en el Feyenoord tras seis años de servicio y Stoichkov, repudiado por su entrenador, tuvo que buscarse la vida en el Parma. Un verano más, el Camp Nou volvió a ser un carrusel de presentaciones. Llegó un superclase, Luis Figo, pero también jugadores que no devolvieron al Barça a los mejores días del cruyffismo: Prosinecki, Kodro, Cuéllar y Popescu. Fue la temporada en la que Núñez se hartó de Cruyff y decidió ponerle en la calle solo unas semanas antes de que acabara el curso.
La mayoría de fichajes llegados tras el trauma de Atenas abandonaron el club solo un año después de ser reclutados. Todos recalaron en equipos de menor exigencia y fueron bajando peldaños. Eskurza pasó por Valencia, Mallorca y Oviedo. Sánchez Jara se fue al Betis, de donde pasó al Racing y al Sporting antes de retirarse en el Balaguer, de Tercera División. José Mari le acompañó en su salto al Villamarín y siguió su carrera en el Athletic, el Leganés, el Burgos y el Reus. Korneiev optó por Holanda y pasó sin hacer ruido por Herenveen, Feyenoord y NAC Breda. Cruyff aún tuvo tiempo de tirarle una chinita antes de dejarle marchar: «Korneiev podría haber dado más, sobre todo en los momentos decisivos».
Escaich se consoló en la prensa poco antes de despedirse rumbo al Albacete: «He demostrado que soy capaz de jugar en el Barça y que no desentono nada. Eso es lo que todo el mundo se preguntaba y cumplí. Tengo la conciencia tranquila y estoy contento conmigo mismo». Tras dos años en el Albacete (uno en Primera y otro en Segunda) y con varias lesiones en el cuerpo fichó por el Real Murcia, de Segunda B. En La Condomina recuerdan su profesionalidad, y también cómo le costaba moverse. Se retiró al final de esa temporada con nueve goles y solo treinta años.
Sánchez Jara también se marchó en paz consigo mismo: «Siempre que he jugado he intentado hacerlo lo mejor posible; a veces ha salido bien y otras no tanto, pero creo que he cumplido. Aquí me he encontrado con profesionales de muy alto nivel. ¿Un año perdido? En absoluto. He vivido una experiencia que no volveré a vivir en ningún otro sitio». Desde su retirada del fútbol, Sánchez Jara regenta una tienda de artículos de decoración y muebles de jardín en la provincia de Lérida. Y aunque el Barça no ganó aquella Liga y no tuvo que pagar la apuesta, ya no lleva bigote.