ROBERT PROSINECKI
La vida entre algodones
«Yo quiero pegar a la pelota con fuerza pero, cuando llega el momento, no puedo.»
Un grupo de músicos daba ambiente al salón. Los futbolistas se mezclaban con técnicos, directivos y adláteres de diverso pelaje, todos abrazados girando en corro alrededor de las trompetas y los trombones. La noche era joven en Bari, donde el Estrella Roja acababa de alcanzar el mayor éxito en la historia del fútbol yugoslavo al ganar la Copa de Europa frente al Olympique de Marsella en la tanda de penaltis. No costaba distinguir a los jugadores, vestidos con camisa de manga corta color salmón. La mayoría se había aflojado o quitado la corbata y uno llamaba especialmente la atención con el brazo en alto. En medio del gentío, agitaba una gorra roja a un lado y a otro, como si fuera una bandera. Era el mejor jugador del equipo.
Era mayo de 1991. Solo unas semanas después de aquella escena digna de una película de Emir Kusturica, una guerra de amplio trasfondo —político, étnico, religioso…— comenzó a desmembrar Yugoslavia. El conflicto duró una década y terminó de remodelar el mapa de Europa oriental, fragmentado también por la caída de la Unión Soviética aquel mismo año. Para el chico de la gorra roja, nacido en Alemania, de madre serbia y padre croata, la guerra resultó especialmente compleja. Se llamaba Robert Prosinecki.
Prosinecki había sido campeón del Mundial juvenil de Chile 87 y elegido mejor jugador del torneo, en el que también participaron Boban, Suker o Mijatovic. Tanto con la camiseta de Yugoslavia como con la del Estrella Roja, Prosinecki era el motor: acaparaba la pelota y la conducía mucho, pero siempre con cabeza. Su técnica y golpeo eran envidiables. Ponía el balón donde quería; fintaba y lo escondía como nadie. Cualquier experto de la época lo habría incluido sin lugar a duda entre los jugadores llamados a marcar el fútbol europeo durante los siguientes años. Los grandes del continente lo vigilaban. El problema es que tenía solo veintidós años y las leyes proteccionistas que regían el fútbol en la Europa del Este, también en Yugoslavia, impedían a cualquier jugador salir al extranjero hasta cumplir los veinticinco.
Eso no fue obstáculo para el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, que meses antes del triunfo del Estrella Roja en aquella final de Bari había cerrado ya un precontrato con la joven estrella. La normativa yugoslava no logró disuadir a Mendoza ni al futbolista: «Prosinecki va a jugar en el Real Madrid por las buenas o por las malas», anunciaba su agente en España, Zoran Vekic.
Mendoza desafió a la Federación Yugoslava, que se negaba a aprobar el traspaso, y pagó al Estrella Roja cerca de 500 millones de pesetas, el fichaje más caro en la historia del Madrid hasta esa fecha. El presidente reveló que incluso había negociado una prórroga para aplazar unos años el servicio militar de Prosinecki. «Me gustaría que se valorara en su justa medida la llegada de este jugador, que quizá marque una época en el fútbol —reclamó Mendoza—. La manera como hayamos conseguido que venga es problema nuestro.»
«Prefiero estar muerto antes que conceder el transfer a Prosinecki», anunció Miljan Miljanic,[1] responsable deportivo de la Federación de su país. Otro yugoslavo ocupaba entonces el banquillo blanco: Radomir Antic, gran hincha del Partizan pero encantado con la posibilidad de convertir al recién llegado del Estrella Roja en el faro de su equipo.
Sin la bendición ni el transfer de la Federación Yugoslava, Prosinecki fue presentado en el Bernabéu una tarde de lunes con la expectación que solo levantan los grandes nombres. La prensa no le quitó ojo durante su primer e intenso día en Madrid:
«En compañía de su novia y de su representante, Prosinecki cenó en el restaurante donde suelen hacerlo los que serán a partir de ahora sus compañeros de equipo. En este local probó el jamón. “Es pata negra”, le dijo alguien, y él, que no lo entendió muy bien, exclamó: “Prosciutto”. Luego, al ver que no era exactamente prosciutto, quiso aprender a decir: “Jamón, jamón, jamón… pata negra”. […] Aún tuvo tiempo para las compras. En una tienda se interesó por un casete de Julio Iglesias, del que se declara ferviente admirador.»[2]
Entre lonchas de jamón y estrellas de la canción melódica, Prosinecki también tuvo tiempo aquel día para pasar el reconocimiento médico. Un trámite aparente que, sin embargo, iba a ser largamente recordado durante sus tres temporadas en Chamartín.
«Se nota que ha recibido muchos golpes», observó el médico del Real Madrid, Miguel Ángel Herrador, que sin embargo no opuso mayores reparos: «Su estado es satisfactorio, salvo un golpe en un tobillo. Le haremos una resonancia magnética por simple rutina, no porque tenga problemas».
Un verano interminable
El Real Madrid vivió un verano de intensas gestiones diplomáticas a tres bandas con la Federación Yugoslava y con la FIFA, que concedió a Prosinecki un pase provisional. Miljanic no daba su brazo a torcer, pero la realidad política del país debilitaba su postura. Croacia y Eslovenia se habían desgajado ya de la Federación Yugoslava, cada vez menos representativa.[3] Era solo cuestión de tiempo que la UEFA echara abajo las leyes, pero Prosinecki vivió todo ese periodo con angustia e incertidumbre. ¿Podría finalmente jugar en el Madrid? Durante semanas ocupó casi todas las portadas e informativos, por si su elevado precio y las enormes esperanzas depositadas en él no fueran ya presión suficiente.
Cuando la UEFA tramitó al fin su pase definitivo avanzado el mes de septiembre, los asuntos legales eran la menor de sus preocupaciones. Para entonces, Prosinecki había encadenado ya dos problemas musculares. Podría parecer el colmo de la mala suerte, pero era solo el inicio de una serie de lesiones que iban a impedirle seguir jugando al fútbol con la facilidad con la que había encandilado al mundo entero.
Solo unas semanas más tarde, cuando se produjo la tercera lesión muscular, Prosinecki entró en el vestuario llorando. En Utrecht, en un partido de la Copa de la UEFA, el mundo se le vino encima. «Está muy responsabilizado consigo mismo por los millones que ha costado, lo que le lleva a querer jugar en cuanto se le dice que está a punto», explicaba Herrador y convenía el propio futbolista: «Hubo demasiada tensión con el tema de mi transfer, demasiadas expectativas a favor y en contra. Todo se desbordó y provocó en mí un sentimiento de obligación muy fuerte».[4]
Prosinecki solo pudo disputar cinco partidos oficiales en sus dos primeros meses con el Real Madrid. Pese a todo, lo peor estaba por llegar. Corría el mes de octubre, pero ya no iba a volver a jugar hasta la siguiente temporada.
Miedo a la pelota
Cada vez que la recuperación parecía completa y la reaparición cercana, Prosinecki sufría una nueva lesión. Primero padeció una tendinitis. En enero, cuando otra vez parecía a punto, se le rompió la cicatriz; otra lesión muscular, la cuarta. Y en abril, exactamente lo mismo: la quinta. En ambos casos, Prosinecki se lesionó entrenándose, al golpear el balón. Incubó así un miedo atroz a pegar con fuerza a la pelota, un lastre para cualquier jugador y un obstáculo insalvable para él, un maestro en ese arte.
Los médicos del Madrid no eran capaces de dar con la raíz del problema. Lo habían probado todo. Sometían al jugador a análisis constantes para detectar infecciones que pudieran explicar por qué sus músculos se rompían con tanta facilidad. Diseñaron un plan de trabajo específico que transformó su morfología y aumentó su musculatura. Estudiaron su forma de andar y de correr. Consultaron con un especialista alemán y otro suizo. Le llevaron a un dentista que le extrajo una muela del juicio, por si acaso, y a un endocrino, que le impuso una dieta y le recetó unos suplementos vitamínicos. Solo su escaso dominio del español le evitó pasar también por la consulta de un psicólogo, ya que según Herrador el hecho de estar afectado mentalmente provocaba que se lesionara con mayor facilidad.
«He visto a pocos jugadores que hayan recibido tantos golpes como él», dijo el médico del Real Madrid. Sus colegas del Estrella Roja, de quienes no habían llegado noticias hasta ese momento, desvelaron entonces que Prosinecki había sufrido once lesiones musculares en los cuatro años que jugó allí, que cada seis meses se le sometía a un severo examen y que Mendoza estaba al tanto de todo ello.[5]
Otro de los médicos del Real Madrid, el exfutbolista José Martínez Pirri, acusó a Prosinecki de incumplir los programas de recuperación y deslizó incluso que sus hábitos de vida no eran los más recomendables: «Los jugadores necesitan un descanso adecuado, una alimentación acorde con un deportista, no beber, no fumar…».
A diferencia de la mayoría de jugadores que abrazan el tabaquismo, Prosinecki no se escondía. A veces salía incluso del vestuario con un cigarrillo humeante en la mano y las cámaras de televisión llegaron a grabarle echando un pitillo con el chándal del Real Madrid puesto. Según él, fumaba menos de un paquete diario. Su fama de juerguista y trasnochador no tardó en extenderse, de forma injusta en su opinión: «Me bebía una cerveza y se decía que me lo bebía todo. Salía, sí, como todos. Puede que a veces más que los demás, pero no soy un vividor».[6]
Una cicatriz en la cabeza
En su segunda temporada, con Benito Floro en el banquillo, Prosinecki fue entrando en la dinámica del equipo. Disputó 29 partidos de Liga y 23 en la campaña siguiente. Sin embargo, las secuelas —no solo físicas— de su primer año y algunas nuevas dolencias lastraron su rendimiento de forma irremediable. «Lo que necesita es que la gente deje de hablar de él», pidió Floro. El calvario no tenía fin. «A veces no sé dónde estoy en el campo —se sinceró Prosinecki—. Hay algo que me impide pegar a la pelota con fuerza. No sé qué es pero es psicológico. Yo quiero pegar con fuerza pero, cuando llega el momento, no puedo. Tengo miedo.»
En aquel momento, Floro era considerado en España algo así como un revolucionario; por sus tácticas, por sus jugadas ensayadas —o, para ser exactos, por las señas que obligaba a memorizar a sus jugadores, y que tanto odiaba el propio Prosinecki— o por contar con un psicólogo en su equipo de trabajo. Emilio Cidad, que así se llamaba, tenía claro que la actitud de Prosinecki, reacio a dialogar con él, tampoco ayudaba: «El comportamiento de Robert es muy reservado. Viene de otro país, otras costumbres y otro lenguaje. Eso genera de entrada un problema de adaptación pero, si uno no se esfuerza en integrarse en la cultura que le acoge, el problema se agudiza».[7]
Mendoza, el hombre que tan fuerte había apostado por él, diseccionó la situación con menos tacto: «Prosinecki se rompió físicamente y tiene una lesión en la cabeza. No está majara pero tiene una cicatriz muy gorda. Él mismo cree que se va a romper de nuevo». «Está semirretirado», ahondó en la herida el director general del club, Inocencio Arias. «¿Qué hacemos con él ahora?»
El Bernabéu perdió la paciencia. Un murmullo recorría la grada cuando Prosinecki empezaba a sobar la pelota sin destino claro. «Empezaron a decir que yo era de cristal y estaba siempre lesionado», recuerda el propio Prosinecki. «Mucha presión para un jugador joven.»[8]
Así, al cabo de tres años y ocho lesiones musculares, Prosinecki dejó el Real Madrid. El club estaba dispuesto a concederle la carta de libertad, hasta que se enteró de que Johan Cruyff andaba tras él y prefirió retenerle una temporada más. Así fue como Prosinecki llegó cedido al Real Oviedo, donde se reencontró con Radomir Antic y jugó la mejor de sus seis temporadas en España:[9] «No se juega igual cuando tienes a la afición en contra», suspiró aliviado el jugador. Antic tenía muy claro que en el Real Madrid Prosinecki había sido una víctima, no un culpable: «Nunca se le dejó jugar con continuidad. Ha sido siempre el cabeza de turco para tapar otras carencias del equipo».[10]
El verano siguiente, entonces sí, Cruyff consiguió llevárselo al Barcelona. Le hizo debutar oficialmente en La Romareda, en partido de Liga, y el estreno resultó terrible. Cuando solo habían transcurrido siete minutos, Prosinecki hizo un gesto al banquillo para pedir el cambio. Se había lesionado.