8

Cuando hubo recobrado su calma y su aplomo, se aproximó a la puerta de Teresa, no sin antes cerciorarse de que no le seguían, y arañó en ella como los gatos cuando quieren entrar en las habitaciones. Le abrieron enseguida, como sí aquélla fuese una señal acordada de antemano. Teresa estaba en pie, en medio de un gran desorden de telas y de sayas, acabadas ya, que invadían las sillas, la pequeña mesa de labor y la máquina de coser. Más delgada, más pálida, más erguida y con las ojeras agrandadas por el insomnio y la fatiga, al disminuir un poco la gordura que acusaba el principio de su madurez, su belleza ganaba y se hacía más suave y más interesante. Hizo a Rigoletto un saludo amistoso y lo invitó a sentarse, desocupando con presteza una silla.

¡Qué hay, Emilio! ¿Ha sabido usted de Rogelio hoy? Hace dos días que no viene.

Rigoletto iba a decir: «Sí; anoche ganó ciento cincuenta pesos, y es un sinvergüenza»; pero se contuvo piadosamente, y respondió con sencillez:

—No; no he sabido.

Su actitud engañó a la pobre mujer, que nada sospechó de lo que le ocultaba, e hizo un gesto como para poner su destino en manos de Dios. Enseguida, sustrayéndose al dolor de aquellas ideas, mostró al recién venido el desorden de «su taller», con un ademán orgulloso, y exclamó:

—¡Qué le parece! ¡Se trabaja!, ¿eh? Van aligerándose mis dedos, y dentro de poco haré una docena al día.

Rigoletto miró conmovido el montón de telas y de sayas, y luego a la costurera. Había caído del rostro del desdichado la máscara sardónica con que se presentaba en público, y sólo quedaba en la expresión de cansancio del vencido, iluminada a medias por el resplandor de un dulce sentimiento. Desde que conocía a Teresa, aquel cuarto era su refugio predilecto y el lugar donde pasaba las mejores horas de su existencia. Le había ido confiando a su única amiga los pequeños secretos de su vida, obteniendo de ella análogas confidencias. Su mordacidad habitual se convertía, al encontrarse a su lado, en una discreta charla, a veces festiva y hasta ligeramente irónica, en que el principal objeto de sus burlas era él mismo. Por él supo Teresa que vivía ¡con su abuela, anciana señora de cerca de noventa años, siempre achacosa, con quien gastaba cuanto dinero podía conseguir. Se llamaba Emilio, sin otro apellido, pues su padre lo había tenido con una corista del teatro Cervantes, a quien se lo quitó más tarde para llevárselo al hogar materno y confiarlo a los cuidados de la buena anciana, que había sido su único sostén en la infancia. A los tres años el mal de Pott desatendido lo dejó contrahecho para el resto de su vida. Su padre emigró al Brasil, de donde mandó dinero al principio, y murió algún tiempo después en la pampa argentina. Él, Rigoletto, había aprendido a ser desvergonzado e insolente en la dura escuela de la vida.

—Vea usted —le decía a Teresa—: Si supieran los que me admiran que tengo la debilidad de poseer una abuela como cualquier hijo de vecino, perdería irremediablemente mi prestigio.

Después se mofaba discretamente de su condición de «hijo del amor», ponderando la belleza de éstos, y acababa por sostener que los jorobados tenían que ser cínicos, si querían vivir, a fin de anticiparse a las burlas de los demás y obtener que los dejasen tranquilos. De su experiencia de la vida se desprendía esta deducción amarga: nuestras penas, nuestros dolores y nuestros sentimientos no les interesan a los demás y sólo sirven para que se diviertan con ellos los indiferentes. Teresa pensaba lo mismo, y he ahí tal vez el motivo de que sus dos temperamentos, al parecer tan diferentes, simpatizasen desde el principio.

—Sólo hay dos personas en el mundo que sepan que me llamo Emilio y que soy nieto de mi abuela: ésta y usted —le decía algunas veces Rigoletto.

En cuanto a Teresa, podía mostrarse más exclusiva: únicamente delante de aquel extraño amigo había hecho a menudo alusión a sus íntimas tristezas de amante, pues ni aun Dominga, que la había visto nacer, pudo jamás obtener de ella una franca confesión de sus penas. Tal vez la certidumbre de que la singular figura de aquel hombre excluía toda hipótesis de amor, en su mente y en la de los demás, contribuyera a anudar más fácil y prontamente los lazos de su amistad, o quizás influyese en ella la misteriosa atracción con que los grandes infortunios largo tiempo comprimidos se buscan y se completan. Lo cierto es que Teresa, cuyo corazón conservaba vacío el espacio destinado al amor fraternal, llegó a emplear más profundas y delicadas franquezas con Rigoletto que con su propio querido. El jorobado la hacía reír y llorar al mismo tiempo, al referirle las minuciosas precauciones de que se valía para ocultarle a todo el mundo su vida doméstica y su domicilio. Lo creían avaro y ruin, porque jamás disponía de un centavo y vivía sobre los demás como un parásito, y él dejaba que cada cual pensase lo que quisiera. Por su parte, la joven se creía obligada a depositar en él la misma confianza. Lo llamaba siempre Emilio, con su voz grave y musical, que adquiría, al pronunciar este nombre, extrañas modulaciones de afecto. Le confió que Rogelio, aunque pagaba siempre el cuarto, había llegado poco a poco a desentenderse de los otros gastos, olvidando el pago de su comida y la pensión del colegio de sus hijos, y le pidió su ayuda para trabajar por sí misma, a lo que se aprestó de buen grado Rigoletto. A veces, en momentos de mayor franqueza, le abrió aún más su corazón: Rogelio satisfizo siempre todas las ansias de su alma apasionada, pero nunca sus innatos anhelos de ternura. No era malo, a su juicio, pero era egoísta y seco. Por eso su intimidad, a pesar de haber durado tantos años, no tuvo jamás esos delicados matices del sentimiento, que tan bien suelen armonizarse con los intermitentes arrebatos del deseo, y de los cuales se mostraba secretamente ávido su corazón, entristecido lejos del calor del hogar. Rigoletto, sediento también de cariño desde su niñez, lo escuchaba y lo comprendía todo; pero no sospechaba Teresa el daño que sus confidencias hacían en el alma de aquel desdichado que no podría ofrecerse jamás a ella, como él quisiera hacerlo, para redimir sus dolores. Sin embargo, Rigoletto no era totalmente inconforme. Asociado a medias a la vida de la joven, se consideraba casi feliz. Llevaba y traía la obra del almacén de confecciones, apretando con más fuerza contra su pecho el paquete que contenía las sayas hechas, las cuales conservaban aún el perfume de las manos de Teresa. Iba también al colegio donde estaban los niños, para llevarles las ropas y las golosinas que la madre les mandaba, y solía agregar algunas de estas últimas por su cuenta. Lo que Teresa ganaba era sólo para pagar la pensión de aquel colegio. La comida provenía de manos de Dominga, que apartaba dos veces al día un plato para «su niña» de la cocina en que trabajaba. De esta manera, encerrada entre dos grandes abnegaciones, Teresa sentía menos sus dolores, y tenía a veces momentos de verdadero olvido.

Se comprenderá fácilmente, ahora que conocemos los detalles de la única amistad de Rigoletto, cómo las palabras de Armando Cintura pudieron trastornar tan completamente a un hombre como él y hacerle perder con tanta facilidad el auxilio de su proverbial desfachatez. Este mismo estado de ánimo contribuyó a que fuera más intensa su emoción, al oír las valerosas frases con que Teresa se refería a sus progresos en el trabajo.

—¿Qué pasa hoy en el cuarto de los estudiantes, Emilio? —preguntó ella, un momento después, sentándose a la máquina y disponiéndose a reanudar su labor en presencia de él.

—Fui yo quien tuvo la culpa de ese desorden —respondió Rigoletto—. Anoche le escribí una carta de amor a un dependiente del café de la esquina, dirigida a una criadita de la vecindad, y tan elocuente le pareció que me hizo el obsequio de una botella de coñac… Yo no bebo más que por cubrir las apariencias, y se me ocurrió divertirme, mientras llegaba la hora de venir aquí, emborrachando a esos muchachos. Le dije pues, a mi generoso cliente que la trajese a la habitación de esas tres esperanzas de la patria, y ahí tiene usted toda la historia…

Teresa sonrió indulgentemente de la ocurrencia de su amigo y guardó silencio, acelerando el movimiento del pedal, mientras el índice de su mano izquierda dirigía nerviosamente la costura bajo la aguja. Durante algunos minutos, la mirada de Rigoletto fue de aquel dedito fino y activo al rostro serio, ligeramente ladeado sobre el trabajo y absorto en él con una atención obstinada. Al fin, elevando la voz para dominar el ruido de la máquina, se decidió él a decir:

—Teresa, he venido hoy para hablarle de un asunto que le conviene. Disminuyó ella la velocidad del pedal y repuso sencillamente:

—Ésta es la última obra de máquina. Lo que viene después será a mano y podremos hablar.

Todavía transcurrieron unos momentos de trabajo febril y de muda y casi religiosa contemplación, y al cabo de ellos, la mujer, levantándose y sacudiendo en el aire la pieza, casi terminada, exhaló un suspiro de satisfacción. Enseguida, apartó la máquina, trajo la cesta de la costura y dispuso las sillas cerca del sillón que ella iba a ocupar, a fin de tenerlo todo a mano.

—Ahora nada me impide escucharle, Emilio.

—¡Oh! ¡No es largo! Es casi seguro que conseguiré para usted un destino en Hacienda. Me lo han ofrecido, y cuando salga de aquí, iré a buscar la contestación definitiva.

Teresa movió la cabeza, con aire de profunda contrariedad.

—Tenemos que abandonar ese proyecto, amigo mío. Rogelio no quiere… Rigoletto se incorporó, asombrado.

—¿Por qué?

La joven vaciló.

—Porque dice que no soy todavía bastante vieja para eso —respondió, al cabo, dejando caer los párpados sobre el magnífico brillo de sus ojos oscuros, con aquel movimiento, tan exento de coquetería y, sin embargo, tan lleno de gracia, que le era habitual en sus instantes de confusión.

—Pero eso es una locura —objetó Rigoletto, casi indignado—. Un destino sería mucho mejor para usted que este horrible trabajo, tan duro y tan mal retribuido, y además ganaría el triple…

Pensó: «Cuando no se cumplen ciertos deberes es una iniquidad ejercer derechos que revientan a una inocente, que, por añadidura, es la parte más débil»; pero no se atrevió a decirlo, tal como lo sentía, y se concretó a añadir, con irónico acento:

—¿Tiene celos Rogelio ahora?

Teresa alzó los ojos, en señal de ignorancia, y repuso con mucha tranquilidad:

—Parece que, después de tantos años, no me conoce todavía lo bastante. ¡Una mujer peca en cualquier parte, o se da su lugar donde quiera! ¿Y en dónde más expuesta que aquí mismo…? No he discutido con él, porque me he propuesto no hacerle un reproche por nada. Si viene, lo recibo bien; si no viene, lo espero siempre, y si se le antoja que me cruce de brazos y me deje morir de hambre, dispuesta estoy a que se cumpla mi destino… Le hablé anteayer de la necesidad de buscar una plaza para mí en una oficina, ya que a él le es difícil colocarse, y frunció las cejas, declarando que una mujer joven no debe entrar en estos centros de corrupción… Me sorprendió, porque, en realidad, me creo casi vieja ya; pero no repliqué una palabra, dispuesta a decirle a usted que no se molestara más buscando esa plaza…

Rigoletto volvió a fijar en ella la mirada, con angustia y admiración.

—¿Pero él…? —dijo.

—Él, ¡juega…! —contestó Teresa con acento tan desolado y hondo, que el otro se estremeció a pesar suyo.

Había un mundo de ideas diferentes y de sentimientos no expresados en aquella sola frase: «él, juega», dicha con tal expresión de concentrada amargura. Jugar ¿no lo es todo: la vergüenza, el vértigo y la crueldad de una pasión incurable? Sí: Rigoletto sabía que jugaba, y sabía algo más. El capricho, seguido de vaga desilusión, que había concebido la Aviadora por Rogelio, se había convertido, a causa de los celos de Margot, en una verdadera obsesión. Los amantes no podían verse, sino a hurtadillas y de tarde en tarde, porque la implacable mulata vigilaba con los cien ojos de Argos; pero sus esfuerzos, sus amenazas y los actos de violencia de que había sido víctima Carmela no conseguían más que excitar hasta la rabia los deseos de ésta. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes que el drama estallase con un desenlace o con otro, y quién sufriría las consecuencias? Rigoletto compadecía a Teresa y experimentaba, sin embargo, cierta secreta alegría al pensar que los lazos que unían a esta interesante mujer con su amante estaban próximos a romperse. No tenía esperanzas de sustituir jamás a éste en el corazón de la querida; pero aborrecía, sin poderlo evitar, a ese hombre, a quien profesaba algún afecto unos cuantos meses antes. Lo que le dolía era la pena que tendría que sufrir Teresa en el inevitable calvario que había de recorrer desde allí hasta su completo desengaño. ¿Y después? El jorobado, gran conocedor de la vida, le temía a la reacción del carácter en las mujeres del temple de aquélla. Tampoco él podía explicarse la terquedad de la joven, al rehusar obstinadamente la reclamación de lo suyo; aunque se veía obligado a reconocer la entereza de su voluntad, y se alegraba, sin confesárselo, de que fuera pobre y desgraciada, porque de esa manera podía prestarle una multitud de pequeños servicios y tenía el pretexto para permanecer más tiempo cerca de ella. De todos modos, bendita terquedad aquella, que había sido tal vez la causa más poderosa del alejamiento de ambos amantes.

—Hace una semana que no abro las ventanas de ese balcón, ni veo siquiera a mis hijos —dijo Teresa, tratando de llevar la conversación a un tema menos penoso, y sin poder salir del círculo de sus tristezas.

—Hace usted mal: el encierro enferma y aniquila.

—¡Bah! De ese modo no me molestan. Si sigo así, creo que acabaré por odiar a todo el mundo. Cuando un animal agoniza, las auras tiñosas empiezan a aproximarse en bandadas… He tenido que dejar de saludar a doña Hora, que llegó a hacerme insinuaciones demasiado vergonzosas con respecto al dueño de esta casa, y casi estuve a punto de arrojar de aquí a Paco, el amigo de Rogelio. Todos creen tener derecho a divertirse con una mujer que ha sido de un hombre sin el requisito del matrimonio…

—Ese Paco es un canalla —dijo Rigoletto con voz sorda. Teresa se encogió de hombros, con aire displicente.

—¿Y los demás? Le aseguro a usted que se necesita más dignidad para ser la querida de un hombre que para ser su esposa. La mujer legítima tiene a su alrededor muchas barreras protectoras, que para nosotras no existen. Pero cuando el asedio es más implacable es cuando el hogar hecho a espaldas de la ley amenaza ruina… No me arrepiento de nada, ni soy gazmoña. Si volviera ahora a empezar a vivir, me daría otra vez al hombre que quisiera, con la misma tranquilidad con que lo hice con Rogelio. Tampoco digo, como las santurronas, que una mujer sólo puede tener un amor en su vida. El mal consiste en que al hombre que quise se le agotó tal vez el cariño, cuando el mío todavía no había muerto…

Hizo una pausa, y suspiró casi imperceptiblemente. Después prosiguió:

—Hablando de estas cosas con usted, me desahogo y siento alivio. No le he faltado jamás a Rogelio, ni con el pensamiento, y no lo haré mientras me conserve a su lado. Si tuviera la intención de hacerlo, se lo diría sin temor. Por eso no puedo consentir que nadie me manche, ni siquiera con la sombra de una sospecha… Hace muchos años que nos juramos él y yo decírnoslo todo, hasta las cosas más íntimas y vergonzosas, y si él llega a olvidar un día su juramento, por mi parte pienso, cumplirlo. Ésta es la razón por la cual estoy decidida a no hacerle el más pequeño reproche, esperando siempre que toda iniciativa parta de su conciencia… Pero estoy desgarrada por dentro, aunque no lo aparente. Con usted ya sabe que no deseo tener secretos. ¡Lo quiero todavía, por desgracia, y lo considero más infeliz que culpable! Cuando me vea obligada a renunciar a lo que resta de mi amor, no sé lo que haré. Seré de uno más o de cien, sin aspavientos y sin vergüenza, porque antes que nada necesito educar a mis hijos. Y ahí tiene usted la causa de este encierro y de esta calma con que veo acercarse los acontecimientos y que cualquiera que no fuese usted, atribuiría a insensibilidad…

Los dos callaron un momento, embargados por opuestas emociones, y Teresa, que había interrumpido el trabajo en el ardor de su confesión, volvió a tomar la aguja y reanudó su tarea con inquieta actividad. Con la uña del pulgar plegaba delicadamente sobre el muslo las carteras de las faldas de piqué donde iba colocada una hilera de botoncillos blancos, antes de fijarlas en su sitio. Había cruzado una pierna sobre otra, para hacer más cómodamente esta labor, y mostraba, sin advertirlo, la punta de un piececito lindamente calzado con zapato de charol, y detrás el nacimiento de la otra pierna cubierta por la media negra. A Rigoletto le molestaba, como si fuese un acto de traición, su propio deseo de contemplar aquella interioridad enseñada al descuido, y, a pesar suyo, no podía apartar los ojos de ella, disimulando cuando la joven levantaba los ojos de la costura para fijarlos en él. Esto no obstante, no experimentaba ningún deseo brutal, ninguna sacudida violenta de su temperamento lujurioso, como cuando se hallaba en presencia de otras mujeres. Sentía sólo una sorda cólera contra el insensato que desdeñaba aquella verdadera hermosura por los marchitos atractivos de la Aviadora y el delicioso arrobamiento que le invadía siempre cuando estaba en aquel cuarto cerca del calor de su ídolo. El pensamiento de que él había poseído a la otra, algunos meses antes, a cambio de un insignificante servicio, lo ponía fuera de sí, y tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no gritarle a Teresa que Rogelio era indigno hasta de besar la suela de sus zapatos. El fue quien rompió el silencio.

—Es preciso convencer a Rogelio de que usted debe aceptar el empleo de que le hablé, Teresa.

Usted no puede seguir haciendo ese trabajo.

Ella hizo un nuevo gesto de indiferencia.

—¡Veremos! —dijo—. Por lo pronto, le he escrito a mi hermano dos o tres cartas, a las cuales no se ha dignado contestar. Más tarde, tal vez me decida a implorar la ayuda de su mujer… Si consigo resolver el problema de los niños, estaré tranquila y podré pensar un poco más en mí. ¿No le parece?

Sabía él que no lograría desviarla un ápice de la línea que se había trazado de antemano. Su respuesta era sólo una evasiva. La verdadera situación de Teresa se comprendía diciendo que, desde el día en que Rogelio le confió su proyecto de divorciarse para contraer con ella un nuevo matrimonio, la idea de que «quien hablaba con tanta tranquilidad de alejarse de una hija enferma, podía pensar más tarde lo mismo con respecto a dos hijos sanos», la asaltaba con frecuencia y desgastaba, como una lima, los cimientos de su fe. A partir de aquel instante, nada le parecía imposible, y la misantropía de Rogelio, sus distracciones, su pasión por el juego y el desvío creciente con que se apartaba de sus deberes de amante, parecían aportarle hora por hora la confirmación de sus temores. Respecto a sus propósitos, a sus intenciones, a la línea de conducta que sin duda se había trazado, para cuando el desastre hubiese acaecido, nada podía saberse, pues en aquellas cuestiones en que su voluntad intervenía siempre de un modo decisivo le gustaba siempre a ella guardar cierta reserva. Su actitud hacía presagiar que, a semejanza del capitán de un buque náufrago, esperaba estoicamente a que el casco empezase a hundirse para abandonar el puente.

«¡Qué mujer!», pensó, enternecido, Rigoletto, y añadió en voz alta:

—Bien: aceptaré por lo pronto el empleo, y tendremos luego tiempo de pensarlo.

Cuando, una hora después, salió de allí, atravesando el pasillo con las mismas precauciones con que entrara, a fin de evitar las murmuraciones, llevaba el alma llena de emociones, y no sé qué, extraña comezón interior que le aligeraba las piernas. Eran las once y media. A las doce tenía una cita con el coronel Lucas, que ahora se hacía llamar general, para resolver lo de la plaza en Hacienda. Echó a andar por el Prado, tarareando un aire de zarzuela, alegre al pensar que a las tres tendría que volver a buscar el trabajo terminado para llevarlo al almacén.

Lucas vivía en el hotel Almería, en un confortable departamento que le ahorraba las molestias de mantener una casa montada. Tenía sólo que recorrer a pie cinco cuadras; pero prefería llegar antes de la cita y esperar un rato, sabiendo bien lo que puede influir un retraso de cinco minutos en el ánimo de un político corroído por la ambición.

Rigoletto era, de suyo, vividor y filósofo. Le gustaba moverse y respirar en el pequeño espacio de ciudad representada por las estrechas franjas de San Rafael y Obispo y por las menos angostas de Galiano y el paseo de Martí, donde se aglomeran las tiendas de novedades, se agrupan las mujeres y se pasea la insolencia de los advenedizos tropicales; y se divertía observando las caras y las pasiones de aquel pequeño hervidero, que le eran casi todas familiares. Si se le hubiera condenado a vivir lejos de esta exposición constante de ardientes apetitos y de distintas inmundicias sociales mostradas con menos pudor que en otras grandes poblaciones, seguramente se habría muerto de tedio. Era un perfecto cubano y un habanero adherido al suelo de su ciudad como la ostra a la piedra. Vivía declamando contra la desvergüenza de los caciques, erigidos en árbitros y espejos de la sociedad, y haciendo grandes muecas de asco ante la ola de corrupción, cada año más grande, que nos invadía, y se hubiera considerado muy infeliz en otra parte, lejos de los Lucas, de los Jiménez, de los Cintura y de los Quintales, a quienes debía sus mejores epigramas. Ese extraño caos de indiferencias y pasiones, de sumisión y de audacia, de cinismo y de austeridad teórica, amasado con la pereza del nativo y la desdeñosa avidez del extranjero; esa burlesca comparsa de mandarines, de perdonavidas y de listos de todas clases, reinando sobre la mayoría escéptica de los que se enriquecen socarronamente, de los que recogen en silencio las sobras y de los que no hacen nada; esa perpetua expresión de ligereza y de alegría, roída sin cesar desde el interior por la tristeza y la envidia; ese perenne carnaval de la indisciplina, del cansancio sin haber laborado, de la falta de aptitud para realizar completamente una cosa, que hace que seamos todos sabios a medias, agricultores a medias, artistas a medias, profesionales y obreros a medias y patriotas a medias; sobre el cual se destaca la amarga parodia de un Estado, de un gobierno, de una administración y de una clase directora, que no existe en realidad; todo ese anárquico y pintoresco conglomerado de hombres, de apetitos y de tendencias, sin ideales que unifiquen, sin fuerzas sociales que se impongan, sin creencias que levanten el espíritu y sin verdaderas jerarquías que señalen a cada cual su puesto en la vida, que constituye una democracia hispanoamericana y que empezó a revelarse en nosotros al día siguiente de la intervención anglosajona, como toma espontáneamente su primitiva forma una pelota elástica, antes comprimida, al abandonarla a sus propias fuerzas, era al mismo tiempo el encanto y la desesperación de Rigoletto. ¿No se debía a todas esas pequeñas causas de desorden el creciente embellecimiento de la ciudad, vestida siempre de fiesta, la expresión dichosa de los transeúntes y el suave balanceo de las caderas de las mujeres, verdaderas heroínas de aquella época de promiscuidad y de lujo, que se apretaban en el interior de los sombríos almacenes y a lo largo de las estrechas aceras, con no sé qué diabólico aire de triunfadoras; nuevo en ellas y tan provocativo, tan sensual como lo es siempre que declina en las sociedades el poder del hombre? Rigoletto gozaba con deleite de este espectáculo ofrecido, a diario y gratuitamente, a la vista y a los sentidos; y nadie como él sabía olfatear los lugares donde se daba cita la alegría de los desocupados y exhibir bizarramente en ellos su deforme figura, en donde el eterno saco de alpaca que usaba caía de los hombros huesudos como colgado del palo de una percha. Conocía de memoria cada árbol y cada banco del paseo, cada grieta de las fachadas, cada aldabón de puerta y cada rostro de portero o de dependiente de café distribuidos a lo largo de sus paseos favoritos. Afirmaba irónicamente que vivíamos en el mejor de los mundos, y en realidad lo sentía así. Todo lo que abarcaban sus ojos era suyo, hecho para su recreo y esparcimiento, creado para vestirlo, alimentarlo y divertirlo, como un feudo que su astucia, su amor y su desprecio habían levantado sobre la espalda de los demás, de igual modo que con el filo de la tizona los antiguos paladines.

¡Ah! ¡Si a todas estas alegrías del mundo exterior, a toda la brillantez del cielo y de las cosas bajo el sol del trópico, pudiera él unir la satisfacción de aquel gran anhelo de su corazón que le hacía aspirar con fuerza el aire y andar sobre el pavimento de la alameda como si bailara…!

Había atravesado la calle, frente a la presuntuosa fachada del Almería, adornada con trozos arquitectónicos de estilo arábigo, y se disponía a franquear el amplio vestíbulo del hotel, con su breve escalinata, su piso de mármol y sus adornos imitando ébano, cuando paró un auto de alquiler a su lado y una voz de mujer, muy conocida, gritó para detenerlo:

—Rigoletto, ¿qué es eso? ¿Te sacaste la lotería y vives aquí?

Al volverse, reconoció a Margot, la mulata, con un traje de seda salmón, una gran piel sobre los hombros y un lindo casquete de terciopelo oscuro del que partía un solo penacho blanco, ligero y erecto. Los famosos impertinentes colgaban del cuello, suspendidos por linda cadena de oro cincelado.

—Tal vez no andes lejos de la verdad, y hasta te convendría ahora enredarte conmigo… La impura se echó hacia atrás, con un mohín desdeñoso.

—¡Límpiese, hombre! ¡Ni así te quiero, desprestigiao!

Se echó a reír, enseñando la doble hilera de su fuerte dentadura, y exclamó cambiando bruscamente de tono y asunto:

—¿Qué te parece lo de Carmela? Se ha «metido» de veras con tu amigo, que es un «come bolas», un pagano de toda su vida, y un viejo para ella, porque dicen que tiene cerca de cuarenta años…

Rigoletto se encogió de hombros para indicar que todo aquello le importaba muy poco. La otra se enfureció enseguida, lanzando rayos por los ojos.

—Pero ella no se burla de mí, ¡te lo juro por esta cruz! Si él quiere, que se amarre los pantalones y se la lleve; pero yo te aseguro que le pico la cara donde quiera que la esconda, aunque la meta bajo la tierra… Por lo pronto no la dejo salir ni a la puerta, sino conmigo, y ni él ni ella pueden moverse sin que yo lo sepa. Y te lo repito: ¡si puede, que se vaya; pero te juro por los huesos de mi madre que le corto la cara! ¡Mira!

Abrió febrilmente su saco de mano y mostró una pequeña navaja sevillana, nueva y reluciente, que llevaba a prevención.

—Chica: me alegraré mucho de eso…

—¿Qué?

—Digo que me alegro mucho de que le estropees el rostro porque, cuando haya perdido su belleza, tal vez me quiera a mí en lugar de Rogelio.

—¡Vaya al diablo! ¡Con usté no puede hablarse en serio… De todas maneras, te lo advierto, para que se lo digas a Rogelio… Por eso, cuando te vi hice parar el automóvil… Dile que se deje de pretensiones y atienda a la querida que tiene muerta de hambre, porque él no ha sido siempre más que un pagano…

Decía la palabra «pagano» con el aire de profundo desprecio con que las mujeres que se venden hablan de los hombres que las pagan. Y para remachar su desdén, añadió burlonamente, después de lanzar una sonora carcajada:

—¡Miren qué tipo ese para meterse a chulo!

El auto echó a andar, sin más despedida, y Rigoletto entró apresuradamente en el hotel, temeroso de otro encuentro que lo retrasara. En el vestíbulo se cruzó con un pasante del bufete de Jiménez, una especie de secretario particular del magnate, grave y misterioso como su amo, a quien éste empleaba en todos los asuntos delicados. Los dos se saludaron amistosamente, sin detenerse. Rigoletto, que había leído a Balzac, dijo para su sayo: «He aquí un embajador del Minotauro», mientras recibía la sonrisa de bienvenida del negro galoneado del elevador, que lo conocía, como todo el mundo.

—¿Está solo Mongo Lucas?

Por toda respuesta el negrazo abrió, inclinándose, la puerta de su jaula de acero, y lo dejó pasar.

Rigoletto conocía muy bien toda la intrincada red de pasillos y galerías de aquel moderno hotel, construido para no perder ni un metro de terreno ni un rayo de sol, y rehusó la oferta del sirviente que se brindaba a conducirlo. Torció a la derecha, luego a la izquierda, entre las hileras de habitaciones cerradas, de donde no salía el menor ruido, y después de varias vueltas se encaminó resueltamente a una puerta, sobre la cual brillaba, con guarismos de oro sobre el fondo de esmalte azul, el número 596. Avanzaba silenciosamente sobre la cinta de linóleum que amortiguaba el ruido de los pasos en el centro del pasillo, admirándose de que hubiera seres que prefiriesen aquella soledad de claustro a una linda casita en las afueras de la ciudad, con flores en el jardín y enredaderas en las ventanas. La puerta estaba entreabierta. La empujó y entró sin preámbulos, como amigo de confianza a quien se recibe bien a todas horas; pero en el saloncito, de nueve metros cuadrados, decorado con un lujo frío y un poco chillón de bazar de novedades, se detuvo, sorprendido al escuchar el rumor de dos voces que disputaban en la pieza contigua. Reconoció enseguida la de Mongo Lucas, vibrante y áspera, y adivinó que la otra, semejante a la de un chiquillo audaz y voluntarioso, era la de la linda muñeca con que se había casado y que iba casi siempre con él a todas partes.

—¡Lo harás! —decía el marido en aquel instante—. En primer lugar, porque me da la gana, y después porque es preciso. ¿Crees tú que se puede gastar lo que gastas y vestirse como te vistes con cuatrocientos pesos de sueldo…? Jiménez es un hombre serio, que no te comprometerá, y es además el único que me protege… ¡Tú sabes que te conozco demasiado para que me engañes con hipocresías!

—¡Si no es hipocresía, hijo! Es que ese hombre es un puerco y muy antipático. Vestido huele al aguardiente con que se lava: figúrate como será…

—¡Eh! ¡No quiero saberlo! —rugió el hombre, en una explosión de dignidad ofendida—. ¡Si supiera que ibas a buscar en un lance así algo más que un mero negocio, te estrangularía! Necesito ser representante, hacerme rico, tener colecturías, como tantos otros que valen menos que yo… ¡Y si no me ayudas, te reviento como a una perra! Ya debías conocerme y saber que no me ando con juegos cuando te mando una cosa…

Rigoletto dio media vuelta, se deslizó hacia la puerta como una culebra, y ganó de nuevo el pasillo, alejándose a toda prisa. Frente a la habitación de Lucas, vio que otra puerta se entreabría con mucho tiento al pasar él, y le pareció distinguir detrás de ella la alta estatura y la faunesca expresión del rostro de Paco Rasal, que se recataba en la penumbra. Su vista de lince vislumbró también que el joven estaba en calzoncillos, como si se hallara en su propia casa.

—¡Demonio! —se dijo regocijadamente el malicioso enano conteniendo la risa—. Aquí tenemos ahora al Minotauro en persona. Sólo que esta vez se oculta y no va a dejar utilidad a la casa.

Y mientras desandaba el camino recorrido, en demanda del elevador, pensaba que el gobierno había hecho mal al no utilizar sus bellas aptitudes de sabueso, poniéndolo al frente de la policía secreta.

—¿No está el general? —le dijo el negro, sorprendido.

—Sí; me dijo que volviera dentro de un cuarto de hora.

Salió al portal; se paseó gravemente por él durante diez minutos, dando tiempo a que la tormenta doméstica se disipara, y cuando, después de entretenerse otro rato en mirar los cuadros del vestíbulo, volvió a subir, tuvo la precaución de toser fuerte, de estornudar tres veces y de llamar a gritos al sirviente para preguntarle si el general se encontraba en casa; todo esto casi delante de su puerta. Fue un cuidado inútil, porque durante su ausencia había subido otra persona, y Lucas hablaba tranquilamente con ella en el saloncito, vestido con un pantalón de franela blanca y una cazadora abierta sobre la camisa de seda.

—¡Hola, Rigoletto! ¿Tienes catarro?

—Mucho. ¡La tos me mata! ¿Estorbo?

—No; siéntate y espera. Acabo enseguida. Este caballero es un amigo que viene a verme desde Pinar del Río…

Rigoletto examinó al desconocido. Era un hombrón colorado y rubio, que se expresaba en castellano con marcado acento extranjero. Vestía como los campesinos acomodados y parecía tener en gran estima a Mongo Lucas, a quien trataba como a un héroe de nuestras guerras de independencia. El general lo llamaba, a su vez, Mr. Bottle, con no menos respeto.

Rigoletto tardó poco en averiguar el tema de la conversación entre aquellos dos hombres. Mr. Bottle era un hacendado de la región occidental de Cuba. Una enfermedad, agudísima y desconocida en la comarca, diezmaba sus cerdos, y el campesino venía a solicitar la influencia de su amigo en el departamento de Agricultura, para que el gobierno le ayudase a combatirla.

—Es un error de ustedes, los cubanos —decía aquel hombre, con la seriedad que emplean los anglosajones para tratar de los asuntos públicos—. ¡Un gran error! La agricultura debe atenderse antes que nada, porque de ella vive todo el pueblo de Cuba… Comprendo que son nuevos en el gobierno, que no han practicado lo suficiente; pero no que se olvide así lo más importante.

—Tiene razón, Mr. Bottle; los que nos mandan ahora son peores que los cochinos que a usted se le mueren en su finca… Si yo fuera Secretario de Agricultura, ya vería usted…

—Pero ¿mientras tanto…? —replicó el buen norteamericano, hombre práctico siempre y poco dado a confiar las cosas al tiempo.

—Mientras tanto —repuso Lucas—, ya conseguí que le enviaran a usted una comisión investigadora y un técnico de laboratorio para estudiar eso. ¿No han ido todavía?

Mr. Bottle dijo que sí con la cabeza, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo, con aire de profunda desolación.

—Sí, fueron —agregó después de una pequeña pausa—. Fueron cuatro personas: la comisión en pleno y el técnico, con microscopios, frascos, grandes maletas cargadas de instrumentos y mucho ruido… Estuvieron tres días en el pueblo y cinco minutos en mi finca, los suficientes para recoger y guardar la oreja de un cochino muerto aquel día. Pero no creo que mis pobres animales se beneficien con la visita. ¿Sabe usted cuál es la profesión del técnico?

—¡Quién puede adivinarlo! Un veterinario, un bacteriólogo; tal vez un médico, un químico o un farmacéutico…

—No, señor: ha sido, hasta hace poco, primer clarinete de una banda municipal…

Desde el rincón donde esperaba, Rigoletto lanzó, al oír esto, una carcajada tan sonora e irreverente, que el dueño de la casa se creyó en el deber de llamarlo al orden con la mirada.

—¡Un primer clarinete! —repitió el extranjero con gesto compungido, sin perder su gravedad ante aquella risa indiscreta—. Supe después que, en los días que se pasó en el pueblo, dio dos conciertos en el Liceo, con un viejo instrumento que un vecino se procuró no se sabe cómo.

Mongo Lucas hizo esfuerzos para tranquilizar al pobre hombre, asegurándole que revolvería cielo y tierra hasta conseguir que se le prestase más eficaz ayuda, y acabó obteniendo promesa de Mr. Bottle de que ayudaría su candidatura para representante en las próximas elecciones. Cuando se quedó solo con Rigoletto, después de acompañar al visitante hasta la puerta y cerrarla detrás de él, exclamó, como único comentario:

—¡Uf! ¡Qué lata! ¡Si se figurará ese alcornoque que el gobierno está a la disposición de todos los que tengan animales enfermos!

Enseguida, pasando a otro asunto, se encaró con el jorobado, diciéndole:

—¿Vienes por tu recomendada? Pues bien, tengo la plaza, aunque me ha costado bastante trabajo el conseguirla. Pero ya sabes la condición: me entregarás el mes que viene una copia del censo electoral de La Habana.

Rigoletto, que lo contemplaba con admiración, fresco, saludable, recién salido del baño, con el negro bigote lustroso por la brillantina y la mirada alegre, apenas podía comprender que aquel hombre fuese el mismo que veinte minutos antes disputaba con su mujer. «¡Qué admirable ejemplar de sinvergüenza, pensaba; del sinvergüenza práctico, del que no es igual al teórico como yo». Pero, a pesar de sus filosóficas divagaciones, se llevó ambas manos a la cabeza, al oír la proposición de Lucas.

—¡Cielo santo! ¡El censo de La Habana en un mes! Trabajando día y noche necesitaría dos para copiarlo.

El otro sonreía, imperturbable e irónico.

—¡Claro! ¡Si fueras tú solo! Pero, como he contado con que te ayudará la dama a quien proteges, será siempre la mitad del tiempo.

Rigoletto no pensó siquiera en encolerizarse por esta nueva prueba de la maledicencia humana. Sonrió a su vez, melancólicamente, con una sonrisa que, en su rostro, podía tomarse por un gesto de discreto orgullo; y sintió que nacía en su pecho la exaltación de las grandes empresas, el soplo heroico que coloca más alto el ideal soñado cuanto más grande es el sacrificio. No obstante, ensayó el esfuerzo del comprador que regatea el precio de un artículo.

—Una obra de esa naturaleza bien vale una «botella», en lugar de un destino donde habrá que trabajar —dijo, afectando un marcado aire de desdén.

Mongo Lucas alzó los brazos al techo, con espanto.

—¡Botellas para mí! —exclamó casi a gritos—. Eso queda para los privilegiados, para los favorecidos por la suerte, y no para los arrinconados como yo… ¡Mi pobre mujer tenía una de cien pesos, para alfileres, y se la quitaron el mes pasado…! Ese destino, que es de plantilla y que sólo tiene setenta y cinco de sueldo, me costó una formidable disputa con el subsecretario, de la cual pudo haber salido un duelo, si no hubieran intervenido algunos amigos… ¡Botellas, ni soñarlo siquiera!

Rigoletto guardó un momento de silencio, reflexionando. Lo que se disponía a prometer iba a costarle semanas enteras de reclusión, robándole horas al sueño, sin ver a nadie, ni aun a la misma Teresa, y obligando a su pobre abuela a dictarle, desde el sillón donde vivía casi baldada, millares de nombres de electores, vivos, muertos o imaginarios, mientras él haría funcionar febrilmente la máquina de escribir sobre centenares de hojas de papel. Tuvo la visión anticipada de esta escena, del esfuerzo, próximo a lo sobrehumano, que se imponía, y de la obra acabada, gracias a la nueva fuerza que había nacido en él y que le hacía creerse capaz de levantar montañas. Sólo los seres a quienes la existencia ha negado totalmente la luz de la esperanza tienen el triste privilegio de albergar esta clase de sentimientos y de saborear sus exquisitas voluptuosidades. Rigoletto pensó que una sola sonrisa de Teresa, brillando sobre su faz contraída y grave de luchadora, un solo rayo de felicidad entrando en el alma de aquella mujer, próxima a sumergirse en las tinieblas, valía más que el pequeño sacrificio que le dedicaba, y tendió la mano a Mongo Lucas, diciendo sencillamente;

—Acepto.