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El verdadero nombre de aquella interesante mujer, que hemos visto precipitarse, con tan honda emoción, en los brazos de su vieja nodriza, era María Teresa Trebijo, y no Teresa Valdés, como se hacía llamar desde que su carácter arrebatado y voluntarioso la impulsó a dejar la casa de su hermano, cediendo a una invitación de éste, sin reclamar lo que legítimamente era suyo. Los Trebijo pertenecían a una de las más distinguidas familias de la época colonial, y estuvieron emparentados con lo más selecto de la sociedad de entonces. El padre de Teresa, el solemne Juan Jacobo Trebijo, hacendado, miembro de una gran firma comercial y hombre de inmensa influencia, había muerto dos años antes de la ruptura entre los dos hermanos y cuando Teresa estaba todavía interna en un colegio de religiosas. La madre había dejado de existir algunos años antes que su marido, sin dejar huellas de su paso por el mundo, y la joven sólo recordaba de ella un rostro largo y pálido de apasionada, un pelo muy negro, unas lindas manos y el perfume penetrante que se desprendía de sus pañuelos, de sus cabellos, de su cestita de costura y de todo lo que tocaban sus dedos. Se llamaba Isolina, y le hablaba siempre a sus hijos con mucha dulzura. Teresa recordaba también que muchas veces la retenía apretada contra su pecho, hasta hacerle daño, y que suspiraba a menudo, mirándola. Cuando aquella melancólica mujer se extinguió, tan silenciosamente como había vivido, la niña estaba en el colegio, y no supo su desgracia sino después que la hubieron enterrado. La vistieron de negro, sin sacarla de la pensión, y lloró algunos días por los rincones, más por el efecto de sus propias palabras al repetirse que ya no tenía madre, que por un verdadero sentimiento de dolor, que aún no podía albergar su corazón demasiado tierno.

Cuando Teresa nació, hacía mucho tiempo que el amor de sus padres se había extinguido y que la inmensa fortuna territorial de los Trebijo mermara un poco, a consecuencia lo primero de hondas divergencias de carácter entre los dos cónyuges y lo segundo a causa de la abolición de la esclavitud. Aún eran muy ricos, sin embargo, y la fortuna que Isolina aportó al casamiento vino a acrecer el patrimonio que algún día correspondería a sus hijos. Juan Jacobo era materialista, a pesar de su fanatismo religioso, avaro y autoritario, y su mujer sentimental, delicada e ignorante, como casi todas las cubanas bien nacidas de aquella época. Hirió a la pobre joven, al obligarla a codearse con las esclavas de quienes tenía hijos ilegítimos, y siguió engendrando en ella otros, sólo por el absurdo deber de acostarse juntos los casados, que coloca al hombre moral muchas veces un poco más bajo que las peores bestias. Cuando Sebastián y Teresa vinieron al mundo ya no existía ningún lazo de estimación ni de afecto entre aquellos dos seres. El primero murió del crup antes de cumplir los cinco años y la segunda fue casi relegada al olvido dentro del triste caserón, lleno de criados, donde habitaba la familia. Casi todos los halagos del padre eran para José Ignacio, que se parecía a él, aunque, de carácter más dúctil y más solapado, procuraba disimular aquellos de sus defectos que podían atraerle la murmuración de las gentes. Juan Jacobo Trebijo era un déspota, que tenía la misma ruda fe, el mismo instinto de dominación e igual apego a los bienes materiales que sus antepasados, los héroes de la conquista americana. La religión era a su juicio indispensable, porque resumía la más alta confirmación del poder social, como lo era el espíritu reaccionario en política, amenazado por francmasones, republicanos y separatistas. Así, Dios fue para él una especie de aliado todopoderoso, que legitimaba la esclavitud del negro, enviando buenos rendimientos en el azúcar a los creyentes y surtiendo su lecho de frescas y apetitosas mulatas, y a quien era preciso reverenciar por ello sinceramente. José Ignacio, en cambio, no creía en Dios ni en el diablo, aunque le convenía que los demás no le imitasen y se guardara de expresar en alta voz su ateísmo. Tampoco se mostró intransigente en política, y al terminarse la revolución del 95, hizo alarde de sus ideas avanzadas, jurando que había enviado quinina y balas a los levantados en armas. En general, aceptaba todo lo que no le perjudicase directamente; pero en su interior había una rigidez dura y seca, muy semejante a la del autor de sus días. Era catorce años mayor que Teresa y después de la muerte de su hermano, Sebastián, no le perdonaba a aquélla el haber nacido, para arrebatarle la mitad del cariño de su padre y del techo de la casa. La niña, por su parte, no tenía de los Trebijo sino la ruda obstinación, la voluntad inflexible y la robustez del cuerpo. De la madre había heredado el desinterés, la delicadeza de los sentimientos y cierto altivo desdén hacia todo lo que no se amoldara a sus ideas, que la obligaba a callar y a parecer algunas veces torpe o demasiado sumisa. A los doce años, era apasionada y generosa, alegre y dulce, indolente e irascible, según las circunstancias. Poseía dos magníficos ojazos negros, de mirada a ratos dura y con frecuencia soñadora, semejantes, en esto último, a los de la madre; pero, coqueta por temperamento, atenuaba lo primero, que podía pasar por un defecto, y lo segundo, que pugnaba en ocasiones con su orgullo, dejando caer sobre ellos, con mucha gracia, la pantalla de sus párpados adornados de lindísimas pestañas y de una lánguida pesadez de criolla de pura sangre. Desde esa edad, aquel cuerpo, lleno de encantadoras promesas, aquellos lindos ojos y el vigor expresivo de sus facciones hacían presagiar en ella a la encantadora y extraña mujer que fue después.

En el espacio que medió entre la muerte de sus padres, Teresa vivió casi privada de afectos en el hogar de los Trebijo, el poco tiempo que pasaba fuera del colegio. Su sed apasionada de caricias tenia que permanecer comprimida entre un anciano frío y reservado, a quien la vejez convertía en misántropo y que no se sintió nunca atraído por su hija, y un hermano, mucho mayor que ella, que tampoco le profesaba un gran cariño. A menudo los criados la sorprendían llorando de despecho en algún rincón; pero la chiquilla hacía un llamamiento a todo su orgullo y se secaba las lágrimas, imponiéndose la obligación de reír y jugar bulliciosamente durante el resto del día. Esto no sucedía más que el primero y tercer domingo de cada mes y en las vacaciones de Semana Santa y de Navidad; mas era lo bastante para que volviera con gusto a su convento, llevándose a él una vaga impresión de vacío interior. El único calor que el alma de ¡a niña recibía en su casa procedía de su nodriza, la negra Dominga, que la amaba con la obsesión intransigente y casi feroz con que las mujeres de su raza suelen unirse a los hijos de los blancos que criaron a sus pechos. Dominga aborrecía a José Ignacio tanto como idolatraba a Teresa. Había, a causa de esta doble pasión, una eterna rivalidad entre la negra y Ana, la mulata, otra de las viejas esclavas de la casa y antigua manceba de Juan Jacobo, que había amamantado a José Ignacio mientras criaba al hijo nacido de sus amores con el amo. Ana quería a José Ignacio con una pasión semejante a la de Dominga por Teresa. Las dos criadas se odiaban, aunque sin revelárselo mutuamente, sino por frases cortantes y alusiones indirectas. Teresa asistía a las escenas que esta rivalidad provocaba, y aunque no estaba en edad de comprender la causa, sufría la influencia del ejemplo en el curso del desarrollo de su corazón. Las dos rivales eran incapaces de faltarle el respeto a cualquiera de los hijos de su señor; pero Dominga se desahogaba a solas con la niña, y por ella supo esta muchos de los defectos de su hermano. Teresa acabó por pensar que Dominga constituía su única familia, aislándose con la negra en algún rincón, mientras permanecía en su casa. Dominga le refería historias de aparecidos y de santos, entre mezcladas con el relato de pasiones salvajes. Solía decir: «Cuando el negro Jacinto era marido mío…», o: «En ese año era yo la mujer del mulato Esteban, que fue cochero de tu papá», mostrando una naturalidad en que no podía advertirse la más leve sombra de malicia. Teresa, que era inteligente y tenía una imaginación muy viva, tomaba nota de todo y oía con mucho interés aquellos cuentos, algunos de los cuales tuvieron por escenario su propia casa y se remontaban hasta la época de su abuelo.

En el colegio le enseñaron todas las cosas innecesarias que forman la educación de una señorita de nuestro país y de nuestra época. Aprendió a pintar, a tocar el piano, un poco de inglés, otro poco de canto y mucho de religión, de filosofía y de historia antigua. Se codeó con una multitud de jovencitas de familias acomodadas, crecidas entre exagerados mimos, dotadas unas de atroz precocidad y otras de tremenda gazmoñería, pero casi todas de una frivolidad encantadora de pájaros, cuyos ideales eran el lujo y el baile, y en cuyos caracteres se notaba algo de borroso y de vacilante, como hijas de una sociedad en pleno proceso de formación, que no ha adquirido aún los rasgos propios de su fisonomía. Teresa entrevió el mundo de los placeres y la voluptuosidad al través de sus relatos y adquirió hábitos de elegancia y aficiones mundanas, que eran como una compensación a su encierro y a sus tristezas domésticas. Su belleza y la fortuna de su padre le atrajeron desde el principio admiradores entusiastas y envidias rencorosas, obligándola a vivir en las caldeadas regiones de la pasión. Se le censuraban su ingenuidad, que rayaba a veces en la inconveniencia, y la audacia de sus ideas, que expresaba a menudo tal como las concebía. Ella se encogía de hombros ante las murmuraciones, con un desprecio casi tan grande como el que sentía por los elogios exagerados. Era independiente, tenía su carácter propio y no se doblegaba bajo la presión de ninguna voluntad ajena. Las monjas le temían un poco, a causa de su firmeza, respetaban mucho el nombre de Juan Jacobo Trebijo, y no se atrevían nunca a contrariarla abiertamente. Teresa tuvo un desarrollo precoz, y poseía un aire de serenidad que sentaba muy bien a su lindo rostro de morena ardorosa. Parecía una mujercita, antes de haber cumplido los trece años, adoptando a veces actitudes de persona formal. Sin embargo, adoraba las fiestas, el baile y las galanterías que los jóvenes murmuran al oído de las muchachas, cosas que sólo conocía por lo que le contaban las demás, y se preparaba para gozar ampliamente de ellas más tarde, cuando las circunstancias y la edad se lo permitiesen. Tenía el fuerte optimismo de los seres creados para el amor, y a pesar de las negruras de su tristísimo hogar, sus cóleras y sus lloros de abandonada no eran de larga duración; optimismo derivado de una buena salud y de una sangre rica, de una sexualidad fuerte y de un espíritu libre de enfermizos terrores, para quien el mundo era hermoso mientras hubiese ojos para contemplarlo.

Cuando la sacaron del colegio, diciéndole que su padre agonizaba y que era preciso que se vistiese pronto si quena encontrarlo vivo, experimentó una emoción mucho más honda que cuando le anunciaron que su madre había muerto. Tenía entonces catorce años y vestía casi de largo, porque las conveniencias exigieron que se le hiciese ropa cada tres meses, a causa de su extraordinario crecimiento. No sentía un gran cariño por el autor de sus días, pero la conmovieron profundamente el espectáculo de la muerte y su decorado. Su padre, ahogándose de su último ataque de angina de pecho, se la mostró con un gesto a José Ignacio, como si quisiera hacerle una postrera recomendación, reclamada perentoriamente por su conciencia. Después vinieron el féretro negro, los grandes cirios amarillos, cuya luz parecía llorar en pleno día con sendas lágrimas de cera, los amigos enlutados y solemnes que hablaban a media voz y daban suaves palmaditas en las espaldas, el coche dorado y reluciente, con muchas parejas de caballos envueltos en gualdrapas negras: todo dispuesto para rendir la primera jornada del viaje hacia la eternidad… Teresa se sintió acongojada, y lloró sinceramente. Su hermano la había abrazado con una emoción que jamás había usado con ella, en tanto que Ana, Dominga y todos los antiguos criados rondaban > alrededor del féretro, sobrecogidos y llorosos, cual si con el amo se fuera el alma de la vieja casa. Una semana después volvió Teresa al colegio, donde pasó todavía unos meses más, entregada por primera vez a penosas meditaciones acerca de su situación.

Al instalarse definitivamente en su casa, pasado este último período de vida escolar, la sensación de vacío que embargaba su alma fue más honda que cuando sólo iba allí por breves días. Su hermano se pasaba todo el tiempo en la calle, y ella quedaba dueño absoluto del vetusto caserón, que tenía ecos y sonoridades de subterráneo. Almorzaba y comía muchas veces sola, y se acostaba algunas noches sin haber visto a José Ignacio en toda la jornada. Éste la trataba generalmente con fríos cumplidos, y a menudo como a una chiquilla que tiene bastante con que la dejen jugar en un rincón, y no la llevaba a ninguna parte. En cambio la dejaba en libertad de entrar y salir con las amigas, no frunciendo el ceño sino cuando le presentaban las cuentas de la modista. En realidad aquella señorita, sola con él en una casa, y que no le permitía usar por completo de su libertad de soltero, le fastidiaba cada día más. Quiso mandarla a un colegio de los Estados Unidos, a fin de que completase su educación, como él decía, pero Teresa se negó resueltamente. Entonces le censuró, con cierta aspereza, a la joven, su indocilidad y su espíritu demasiado independiente, asegurándole que las mujeres así no eran bien aceptadas por nuestra sociedad.

—Y es para que me acepten menos para lo que quieres que vaya a perfeccionar mi independencia a los Estados Unidos, ¿verdad? —dijo irónicamente la rebelde niña.

José Ignacio se mordió los labios, renunciando a luchar con su hermana en el terreno de las discusiones, donde sería siempre derrotado, y se resignó a esperar el auxilio de la casualidad.

Tres o cuatro meses después de su salida del colegio, empezó Teresa a contraer intimidad con una mujer de cuarenta años, la viuda de Riscoso, tía de una de sus íntimas amigas, que suplantó con mucha facilidad a su sobrina en el corazón de la jovencita. Era una mujer muy fresca todavía, muy cuidada, muy elegante, muy viva, de ademanes desenvueltos, con una gran nariz dominante en el rostro expresivo y unos lindos dientes de gozadora que procuraba enseñar continuamente. Tenía un loco afán de notoriedad, y hablaba y reía alto, en la calle y en los tranvías, observando de reojo si llamaba la atención del público. José Ignacio, poco escrupuloso en elegir las relaciones de su hermana, no paró mientes en aquella amistad, contentándose con saber que la de Riscoso tenía una posición independiente y se la recibía en todas partes. La viuda se encargó de completar la educación social de Teresa. Era muy libre en su manera de hablar, lo que agradaba a la chiquilla, que estaba ávida de enseñanzas positivas y las escuchaba con ojos de sensual asombro. Había vivido muchos años sometida a la tiranía de un marido viejo y despótico, que tardó demasiado en morirse, y al recobrar su libertad, tenía, ella también, sed de placeres, de aire libre y de ruidosas expansiones. Por eso hablaba con tanto horror de los amantes como de los maridos, prefiriendo el flirtee y los pasatiempos ligeros y arrullando los oídos de la vehemente Teresa con las máximas de una filosofía alegre y despreocupada. Y esa moral nueva, desenvuelta, atrevida, era precisamente lo que encantaba a la joven, halagándola en sus más arraigados instintos de independencia, y la impulsaba a buscar la compañía de la experta jamona, con más ahínco que la de las jóvenes de su edad.

En poco tiempo, el sentimiento que las unía llegó a ser tan fuerte que se las veía juntas por todas partes. La guerra de independencia había terminado, y la ciudad estaba sucia, casi hambrienta y triste; pero las dos mujeres encontraban siempre ocasiones y lugares donde divertirse. Los que las veían andar por las calles, arrogantes, esbeltas y vestidas a la última moda, dejaban asomar a los labios una sonrisa maliciosa; sobre todo, al fijarse en la hermosa joven, cuyos ardientes ojos se movían inquietos y como impacientes, y cuya nariz recta, de alas vibrantes, se levantaba como la de un sabueso que olfateaba el aire sin saber adonde dirigirse. De la viuda de Riscoso decían entonces las personas de buen sentido: «Es una loca», terminando la exclamación con una sonrisa, señal evidente de que sólo se le atribuía la intención de pecar y de que nadie creía que hubiera pasado ya de las tentaciones a los hechos. La viuda, que sabía aprovecharse de aquella situación favorable, inició a Teresa en una parte de los secretos de su vida. Ella y otras que pensaban del mismo modo habían formado un pequeño círculo de vividores discretos, que se reunían en días previamente escogidos, con odas las prácticas de una sociedad secreta. Su objetivo era divertirse un poco, sin comprometerse mucho, y los miembros eran admitidos después de un riguroso examen. Aquella asociación, especie de fracmasonería galante, se fundó, algún tiempo antes, con motivo de las visitas a los campamentos del Ejército Libertador, convertidas en alegres giras donde se solazaban muchas personas de ambos sexos de la buena sociedad. Cuando ya no hubo campamentos que visitar, los asociados más recalcitrantes permanecieron unidos y trataron de organizar almuerzos, bailes y paseos campestres, que tenían por escenario la pequeña finca de recreo de algún iniciado, en los alrededores de La Habana, o cualquier lugar famoso y poco concurrido de las cercanías. Las tales escapatorias, a las que trataba de darse siempre un cariz de buen tono, se mantenían en la más inviolable reserva, requisito indispensable para que continuaran celebrándose. No se hablaba mal de las mujeres, y se guardaban las formas al realizar ciertas locuras. Así existían algunas, como la de Riscoso, de las cuales nadie podía decir quién fuese el vencedor, si lo hubo. Había entre los hombres militares norteamericanos, caballeros de edad madura y maneras distinguidas, muy pocos jóvenes y cierto diplomático extranjero, mundano y agradable, que se ocupaba en los asuntos de su consulado como la viuda de Riscoso en astronomía. En cuanto a las mujeres, las había solteras, casadas y viudas, sin más nexo entre ellas que la afición común a la risa y a las cosquillas. Si estas últimas eran simples entretenimientos «sin consecuencias», o si iban más allá de los límites precisos de la coquetería, es cosa difícil de averiguar, sobre todo ahora, en que las sociedades de esa índole se han multiplicado hasta la saciedad y en que de aquélla apenas se conserva el recuerdo. Lo cierto es que la viuda y Teresa se entendían acerca de sus asuntos con un guiño o cambiando discretamente la posición del abanico, y que a la natural impetuosidad de la jovencita le sirvió más de una vez de freno la experiencia y el ojo siempre avizor de su amiga. Una tarde, a los tres meses de la entrada de Teresa en aquel mundo equívoco, las dos mujeres llegaron en su audacia hasta penetrar en casa de un soltero rico, donde el cónsul y dos o tres amigos las esperaban. El pretexto fue examinar unas pajareras recién instaladas; pero se bebió champán, hubo conversaciones de color subido y se permitieron algunas libertades, como de costumbre. El cónsul asediaba de cerca a la joven, a quien consideraba un bocado regio y tenía el proyecto de acabar aquel día su conquista. Teresa poseía un alma demasiado sincera y una «animalidad» harto despierta para poder continuar sin peligro un juego semejante.

El galán la arrastraba ya, embriagado de vino y de deseo, hacia un cenador rústico que había en el fondo del jardín; y hubiera sucumbido sin gloria en aquel vulgar combate, si la viuda, dándose cuenta a tiempo, no se hubiera interpuesto, arrancándola casi a viva fuerza de las garras del seductor. Al salir, ambas con las mejillas encarnadas y los ojos brillantes, la de Riscoso, alarmada, se creyó en el caso de reñir a su amiga.

—¡Cuidado, hija! Has estado a punto de hacer una burrada, y si no intervengo a tiempo… ¡Bonita la hubiéramos hecho…! Esto que acabamos de hacer no puede repetirse, y menos contigo, que no tienes fuerzas para dominarte.

Y enseguida le dio consejos encaminados a prevenirse contra esa clase de sorpresa. Aquel cónsul era un pelagatos, y además estaba casado en su país. Una mujer no debe nunca comprometerse seriamente por un hombre así. Divertirse, está bien; pero lo otro, ¡diablo!, lo otro era muy serio…

Entre los «iniciados» había un tal Rogelio Díaz, a quien se le había admitido en la asociación, a pesar de su extraordinaria juventud, porque era dueño de una linda quinta de recreo en las afueras de la ciudad, y porque, no obstante el no haber cumplido todavía los veinte años, estaba casado y tenía una niña. Era hijo único de un antiguo vista de aduana de la época colonial, que lo había criado fastuosamente y que, al morir, tres años antes, les dejó a su viuda y a él una fortuna, cuya ascendencia nadie conocía y que el hijo derrochaba pródigamente. Estas noticias no hicieron a Teresa una impresión tan viva como el lindo bigotito rubio y la cara sonrosada del adolescente, que tuvo el privilegio de encantarla desde el día en que lo conoció. Aquel niño tenía unas espaldas de atleta y un aire de petulancia que rara vez deja de agradar a las mujeres. Además, la historia de su matrimonio, tal como él la refería, era sentimental y añadía un nuevo atractivo a sus naturales prendas. Teresa hizo de ese adonis casi en pañales su compañero preferido, y después de su aventura con el cónsul, que la obligó a proceder con mayor cautela, su amistad con Rogelio se hizo más estrecha. La de Riscoso miraba con desconfianza este idilio, adivinando un amor en germen en aquel sentimiento que parecía al principio de mera simpatía. Movía ¡a cabeza, con aire de mal humor, y redoblaba sus máximas filosóficas.

—Las mujeres —decía— tenemos que pensar bien lo que hacemos. Para cometer necedades, cuando la necesidad es mucha, conviene a veces más pedirle una limosna de cariño a hombres que no sean de nuestra clase… Si el panadero de tu casa dice que un día le abriste la puerta de tu cuarto, cuando fue a llevarte el pan, nadie lo creerá… ¿Me entiendes? Muchas veces en saber estas cosas consiste la verdadera práctica de la vida.

Teresa no aceptaba aquellas ideas, sino aparentemente. Desde el principio comprendió que no podía contar con la complicidad de la viuda en lo que se refiriese a Rogelio, y se propuso; disimular su inclinación delante de ella. Esto acabó de enfurecer a la experta jamona, y para disuadirla, le contó la historia del joven, no como él la refería, sino como era en realidad. No tenía ni seriedad, ni constancia. Había sido sucesivamente estudiante de derecho, de medicina y de agronomía, para declararle luego a su padre que su verdadera vocación consistía en ser militar. El padre lo había criado, como crían a sus hijos únicos la mayor parte de los españoles que se han enriquecido en Cuba y la totalidad de los cubanos acomodados: riéndose de cuanto hacía y dejando que obrase como le diera la gana. Muerto el viejo, los resultados no se habían hecho esperar. Tuvo una hija con una pobre muchacha, enfermiza y débil, que había sido seducida antes por un viajante de comercio, y quién sabe por cuántos más, y la madre, que era muy religiosa, una verdadera santa, quiso que se casara con ella, para que no se perdiese su alma. Esto era bastante para comprender la clase de veleta con quien tenía que habérselas. Y además, se trataba de un chiquillo, que estaba más a propósito para ponerse un babero que para ser tomado en serio. La señora de Riscoso se exasperaba al hablar de estas cosas, y procuraba vigilar estrechamente a su amiga, hasta el punto de convertirse en un verdadero agente de policía. Otras veces miraba a Teresa, con el ceño fruncido, y dejaba escapar avisos llenos de reticencias.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Que te desbocas!

Cierto día le declaró ásperamente y sin ambages:

—Aunque el matrimonio sea un disparate, es mejor casarse que dejarse engañar como una estúpida.

Las relaciones entre ambas se agriaron un poco, a causa de aquellas frases, en que había a menudo excesiva dureza. Tuvo Teresa que esconderse para hablar con Rogelio, y no le perdonó a la viuda que la obligara a hacerlo. Esta conducta determinó la primera complicidad entre los dos jóvenes: fue necesario que se confesaran su mutua inclinación, a fin de tomar precauciones. Teresa consideró a Rogelio como un perseguido, y se prometió a él sencillamente, sin vanos pudores, con su tranquila audacia de virgen voluntariosa a quien el peligro excitaba y hacia reír al mismo tiempo. «Si no aspiro a casarme nunca, puedo hacer lo que quiera con mi persona», pensaba, alejando con este razonamiento cuantos escrúpulos pudieran presentársele. Rogelio, loco de deseo, le propuso la fuga y el divorcio, a la vista de todo el mundo, y ella dejó esos proyectos para más tarde. Lo importante era el verse a solas, lo cual no era fácil sin la ayuda de la de Riscoso. Teresa no perdió el tiempo en tratar de ablandarla. Quiso recibir al joven en su casa, mientras José Ignacio estuviera fuera; pero había muchos criados, y tuvo miedo a un escándalo demasiado grande. Entonces se acordó de Dominga, como último recurso, y, con la decisión con que ponía en práctica todas sus ideas, esperó una ocasión favorable y le confió el secreto de su amor, añadiendo, para prevenir las objeciones de la pobre negra, que ya se había entregado a Rogelio, cuando en realidad sólo habían cambiado algunos besos furtivos, casi delante de la viuda, y cuando ésta aún no había empezado a oponerse resueltamente a aquella locura. También le aseguró que el joven era soltero y que la pediría en matrimonio en cuanto terminase su carrera. Al concluir, se echó a llorar, implorando la ayuda de «su negrita». Dominga retrocedió espantada, con las manos en la cabeza. ¡No! Con ella no debía contar para eso. ¡El caballero José Ignacio la mataría, si se enterase!

Teresa se enjugó las lágrimas, para echarse a reír del terror de su nodriza.

—¿Pero tú no me has dicho que tuviste muchos maridos sin haberte casado? ¿Qué tiene de particular entonces que yo tenga uno solo?

La negra movió la cabeza, con una mezcla de cariño y de ironía.

—¡Eh! ¡Y eso! ¿Desde cuándo ustedes, los blancos, son iguales a nosotros? Tú eres la señorita Teresa Trebijo y yo la negra Dominga.

Pero Teresa la besaba, le decía «Minga», «mi negrita», sabiendo que no resistiría mucho tiempo, y Dominga acabó por dejarse enternecer, asegurando que José Ignacio las mataría a las dos, si llegara a enterarse. Después, inquieta por el porvenir de «su niña», intentó aconsejarla: ¿por qué su novio no pedía su mano, prometiendo que se casaría al concluir la carrera? Teresa inventó una serie de mentiras, y acabó asegurando muy formalmente que antes de seis meses estaría casada, con lo cual quedaron vencidos los últimos escrúpulos de la pobre mujer.

La joven se entregó a Rogelio, en una casita amueblada de prisa para ella sola. A partir de aquel día, Dominga la llevaba a ver a su amante, a las dos de la tarde, y la iba a buscar a las seis, los jueves y los sábados, con la misma tranquilidad con que, en otro tiempo, la compañaba al colegio. Teresa fue llevando a «la casita» sus polvos, sus perfumes, un kimono de seda y unas zapatillas bordadas. Se olvidó de todo, empezando por olvidarse de sí misma. Era el suyo como un deslumbramiento interior, provocado por los manantiales de placer que había visto brotar de pronto del tumulto de sus sentidos. Dejó de ver a la viuda de Riscoso, y ni se acordó siquiera de ella. Su amante la adoraba como a una diosa. Jamás había poseído a una virgen, ni estrechado en sus brazos a una mujer tan hermosa, y su entusiasmo se revelaba por una serie de conmovedoras atenciones y del extático asombro, que colmaban de ternura el corazón de la joven. Teresa pensaba que el goce de una dicha así bien valía el sacrificio de unos cuantos pudores, unido al valor de arrostrar algunos peligros.

Aunque en dos meses no tuvo ocasión de encontrarse una sola vez a su antigua amiga, la de Riscoso y ella no estaban, de hecho, reñidas. La ruptura sobrevino una tarde en que la viuda, enterada de todo, se presentó inesperadamente en su casa, declarando, al entrar que aquella sería su última visita.

—¡Hija, me has dejado lucida! —añadió con acritud. Y yo tan inocente de todo, mientras los demás, sin duda, me achacan la culpa de lo sucedido… Por eso solamente vine, porque no quiero, de ningún modo, cargar con el sambenito.

Teresa la escuchaba, hosca y altiva, sin pronunciar palabra. La viuda, un poco desconcertada por este recibimiento, se expresó con más claridad, declarando que después de «lo hecho», no podía ella seguir apareciendo como encubridora ante el mundo y el hermano, y que era menester que hicieran pública la separación de las dos, «por lo que pudiera suceder».

—Te autorizo para que le des publicidad a «lo hecho» hasta en los periódicos, si lo crees necesario —le dijo secamente la joven—. Por mi parte no habrá inconveniente. Y le volvió a medias las espaldas, ante lo cual la viuda salió furiosa, sin despedirse.

Dos días después, José Ignacio lo sabía todo. ¿Por quién? Ni siquiera se detuvo Teresa a pensarlo. La borrasca estalló sin nubes que la anunciaran. El hermano, tan solemne como su difunto padre, entró al anochecer en la casa, como hacía habitualmente para cambiar de traje, aunque comiera fuera. Pasó por el lado de Teresa, sin mirarla, y se encerró en su cuarto. La muchacha presintió la tempestad, y se dispuso a recibirla. Un momento después, Ana, toda azorada y con la voz temblorosa, le transmitía, en nombre de José Ignacio, la orden de abandonar inmediatamente el hogar que había deshonrado.

—¿Y por qué no vino él mismo a decírmelo? —preguntó arrogantemente la joven, que tenía más valor que su hermano.

Ana vaciló.

—Dice que porque tiene miedo de no poder contenerse repuso tímidamente, al fin. Por último, le manifestó que José Ignacio «exigía» que viviese siempre lejos de La Habana, a fin de evitar el escándalo, y que Dominga quedaba también despedida en aquel instante. La pobre mulata tenía los ojos llenos de lágrimas, frente a Teresa, que la miraba sin pestañear, un poco pálida solamente, y con una sarcástica sonrisa en los labios. Ana no se atrevía a moverse, esperando un recado, una frase cualquiera, un signo de siempre posible reconciliación. Pero Teresa nada decía.

—¿Qué le digo? —se atrevió a preguntar la vieja criada, con el alma en suspenso.

—Que está bien —repuso Teresa con voz seca y firme.

—¿Nada más?

—¡Nada más!

Ana se retiró, sollozando. Conocía el carácter de los Trebijo, y sabía que no quedaba esperanza de arreglo, una vez pronunciadas aquellas palabras por los dos hermanos.

En un instante, la joven había adoptado su resolución. Tomó de un anuario dos vestidos, un poco de ropa blanca y algunos pequeños objetos de uso corriente, e hizo dos paquetes, apresurándose para salir antes de que la noticia se divulgara por la casa. Dejó abiertos los estuches de sus joyas sobre ¡a cama, como para indicar que no los abandonaba por olvido, y conservó sólo las dos magníficas perlas que llevaba en las orejas, que eran un recuerdo de su madre. Hecho esto hizo llamar a Dominga, cuya consternación no le permitía el uso de la palabra, pues Ana acababa de enterarla, en secreto, de lo que sucedía. El momento era tan trágico y solemne, que las dos viejas sirvientas, olvidando sus rencores, se abrazaron, espantadas y como aturdidas por el golpe. Dominga ayudó a su ama, sin pronunciar palabra ni la una ni la otra. Cuando todo estuvo listo, bajó con el mismo silencio, a buscar un coche. Teresa atravesó el zaguán, erguida y firme, y no dirigió siquiera una última mirada al vetusto hogar que dejaba para siempre. Dominga la seguía, como un autómata.

¿Había sido aquel triste desenlace consecuencia de un hábil plan preparado por José Ignacio para deshacerse de la hermana, que le estorbaba, y usurpar su fortuna? Si no era así, las malas lenguas lo dijeron, al menos. Más de todos modos, menester es confesar que semejante obra, por su paciente trama y por la finura de observación que requería, estuvo casi fuera de los límites de la previsión humana y hubiera hecho honor a un psicólogo de profesión.

Teresa se hizo conducir, palpitante y un poco desorientada, al pequeño nido de sus amores. Sabía que Rogelio no iría hasta el día siguiente, a las dos de la tarde, y se estremecía interiormente, pensando en la alegría y la sorpresa del amante, cuando abriera, con su otra llave, y la encontrara, ya instalada, esperándole. Tal vez esta idea la galvanizó, impidiéndole derramar una lágrima. Y no se equivocaba. Rogelio saltó de júbilo cuando le comunicaron la noticia. Aquélla fue una tarde memorable, de grandes éxtasis, de proyectos locos, de besos efusivos y largos que parecían encerrar el secreto encanto de la eternidad. Rogelio habló de un propósito que acariciaba desde hacía tiempo: la plantación de un gran cafetal, con útiles y procedimientos modernos, del cual se proponía sacar millones. Ahora tenía la seguridad de que su verdadera vocación no era el derecho, ni la medicina, ni el arte militar, sino la agronomía, lo que siempre pensó, y su destino estaba encerrado en el café, del cual los cubanos no se cuidaban ya y que enriquecía a los extranjeros. Teresa no entendía una palabra de cultivos, pero la idea le gustaba, porque era de él.

Hablaron de ella con calor. Una corriente de entusiasmo los arrastraba, agitándolos y haciendo que, por un momento, se creyesen amos del mundo. Por lo pronto, acordaron que ambos partirían para New York, dentro de tres días, en viaje de novios, que les serviría al mismo tiempo para ver las máquinas de arar, y que llevarían a Dominga. La mujer y la hija de Rogelio se quedarían en La Habana, durante los tres o cuatro meses que estuviesen fuera los amantes. El único inconveniente era que en los Estados Unidos no había cafetales; pero el talento de un hombre lo suplía todo: estudiando bien la siembra del algodón, por ejemplo, se tenía una idea de lo que debía de hacerse con el café. Rogelio se encargaba de obtener de su madre el dinero suficiente, asociándola a sus vastas empresas. Teresa olvidó completamente su humillación y su pena, al ser despedida de su casa como una criada. Vio delante de sus ojos cielos amplios, horizontes dilatados, un mundo nuevo y una existencia vibrante como la onda que dilataba entonces su corazón de quince años…

El programa se cumplió al pie de la letra. No fueron cuatro meses, sino dieciocho, de locuras, durante los cuales Rogelio se olvidaba frecuentemente de escribir a los suyos, y cuando lo hacía era para hilvanar interminables mentiras acerca de sus proyectos y de sus estudios. En ese tiempo tuvo Teresa un niño que murió a los noventa días de nacido, de una enteritis. La madre del joven, que había acogido con calor la idea de que éste pensase seriamente en trabajar, se vio obligada a vender la quinta que poseían cerca de la capital y a hipotecar unas tierras, y empezó a alarmarse con la tardanza. Después, ante una nueva petición de dinero, amenazó con embarcarse para New York con la nuera y la nieta, si Rogelio no regresaba enseguida; Todavía pudo él engañarla algunas semanas, con diferente: excusas, pero tenía a su lado a Teresa, que lo excitaba a cumplir con su deber de todos modos, y fue necesario resignarse a la vuelta. A fin de ganar unos días más, los dos amantes embarcaron directamente para Santiago de Cuba, y desde allí escribió Rogelio a su familia para que se le reuniese. La madre quedó espantada cuando supo que se había gastado cerca de veinte mi pesos y que no había venido ni un pequeño arado de vapor, de los que su hijo anunciaba, ni un solo instrumento de agricultura! ¿A qué había ido entonces? Sin embargo, era sufrida, y se calló como había hecho siempre mientras vivió su esposo. Rogelio había arrendado unas tierras, a seis leguas de la ciudad, e instaló en ellas a Teresa; la madre, la mujer y la hija quedaron en la población, tranquilas respecto al porvenir. Así quedó organizada la nueva vida de aquel doble matrimonio de un hombre que apenas contaba veintidós años. Rogelio dividía con exactitud el tiempo entre las dos familias, gracias al ascendiente que la querida tenía sobre él y al inquebrantable propósito de Teresa encaminado a impedir que el joven abandonase por completo sus obligaciones.

«Tomo la parte que me pertenece, ni más ni menos —solía pensar la extraña muchacha— y la pago con lo que me corresponde de sacrificio. Ella tuvo, al casarse, más de lo que esperaba: tiene su nombre y sus derechos de esposa… Yo tengo su corazón y sus mejores caricias… Que cada cual conserve su puesto, y la justicia entre todos».

Éste era como un resumen de los sentimientos de Teresa y la razón moral que la inducía a vivir tranquila y sin remordimientos a pesar de la innata rectitud de su espíritu. Otras veces se explicaba con igual claridad, hablando con su amante.

—Cuando un hombre no quiere ya a una mujer otra lo atrae.

Esto quiere decir que si no me encuentras, te hubieras enamorado de una parecida a mí… Y yo no soy injusta: no me excluyo de la regla. Mañana tal vez halles a otra que te guste más, y harás lo mismo conmigo. Desde ahora me someto a esta ley, lo que le demostraría a todo el mundo que obro de buena fe, si ese «todo el mundo» estuviese dentro de mí… En lo único que deseo que nuestro cariño se diferencie de los demás es en que creo que debemos decirnos mutuamente todo lo que sintamos, hasta el deseo de separarnos, si algún día llegamos a este extremo. Con las mujeres que piensan como yo no es preciso ser hipócritas…

Y, enseguida, mirando fijamente al joven, como si quisiera que sus palabras penetrasen hasta el fondo de su alma, agregaba:

—¿Me juras que si llegas a cansarte de mí serás tú el primero que me lo digas?

Él juraba, sonriendo, y ella declaraba con mucha gravedad, dejando caer los párpados sobre el fuego de pasión de sus ojos:

—¡Yo también te juro lo mismo!

Rogelio acabó por convencerse de que era cómodo dejarse querer en ambos hogares, alternativamente. Todas sus vanidades estaban satisfechas, con aquel arreglo. Se le envidiaban sus riquezas, que él exageraba en sus conversaciones, y la hermosura de su querida, que pocos habían visto, porque Teresa no salía de la finca, y de quien muchos hablaban por referencia, atribuyéndole al feliz amante las proporciones de un héroe de novela. Rogelio se pavoneaba, ebrio de orgullo, con inconsciencia propia de sus años y la endemoniada llama de presunción que le ardía desde niño en el pecho. Aquella juventud de provincia, sin ideales ni aspiraciones, encenagada en las luchas de la política local, que la degradaban, y que compartían su aburrimiento entre las contiendas municipales, el juego, el café y las mujerzuelas de baja estofa, a los cuales acudían diariamente sus más conspicuos miembros, bostezando y arrastrando los pies de fastidio, veía en el joven apenas salido de la adolescencia, que ocultaba en el misterio de la selva a una hermosísima criatura robada en La Habana a su familia, una especie de monstruo de corrupción, digno, por todos conceptos, de que se le admirase. Como él, casi todos aquellos muchachos se habían criado en la calma dulzona de hogares llenos de paradojas y de enfermizas ternuras, y tenían la misma movilidad vacilante del carácter, el mismo descreimiento e idéntica despreocupación acerca del objeto real de la existencia; pero lo que les faltaba era la suerte, las riquezas y el golpe de azar o de audacia que les trajera al lecho a una linda virgen encadenada con guirnaldas de flores y dispuesta a enterrarse en vida en cualquier rincón del mundo, con tal que el galante caballero de sus sueños la quisiera un poco. La leyenda realzaba el prestigio de Rogelio a sus propios ojos también. Era inmensamente feliz, y no hubiese cambiado su vida por la de un rey. Acabó por creerse destinado a altas empresas, a la política y las grandes combinaciones financieras, por ejemplo, y se entretuvo mientras incubaba su ambición, en hacer que dieran brillo a sus botas amarillas de colono rico y en lucir las cazadoras que le enviaba de La Habana su sastre y los finos sombreros de fieltro o de jipijapa con que se adornaba. Su tímido bigotito de adolescente echó arrogantes y robustas guías por aquel tiempo, completando el aire de importancia y la hueca altivez de su figura de conquistador. Era un buen mozo, y aunque Teresa lo adoraba y él le correspondía a su modo, tuvo algunos éxitos amorosos de menor importancia, que hubieran llenado de dolor a la pobre ingenua, si hubiesen llegado a sus oídos. Así pasaron semanas y meses, sin que se diera cuenta de que transcurrían, sumido en una especie de sopor voluptuoso, y sin que se molestara en contar las horas.

Entre tanto, los acontecimientos seguían su curso en torno de él, casi inadvertidos, a pesar de la dolorosa gravedad de algunos de ellos. Su hija, Llillina, se enfermó, y estuvo mucho tiempo tendido en el lecho su débil cuerpecito de anémica y con una polea y un peso de plomo tirando día y noche de su pierna encogida. En cambio, Teresa le dio otros dos niños, robustos y saludables, que esta vez no se malograron. Cuanto a los negocios, de los que él jamás se cuidó en serio, iban de mal en peor, con gran descontento de la pobre vieja, que callaba siempre, sin atreverse a formular un verdadero reproche. Rogelio montaba excelentes caballos, criaba perros de caza y gallos de pelea, se tumbaba a dormir largas horas en una hamaca, bajo el cobertizo de su casa de campo, y tenía abandonado el cultivo a pequeños colonos y empleados que le robaban.

De café no se había sembrado una sola planta. Él se disculpaba, afirmando que aquél había sido un insensato proyecto, hijo de su pasada inexperiencia en achaques de agricultura. La verdadera riqueza estaba en la caña, que otros se ocupaban en explotar por él y con su dinero. Por su parte, no comprendía las ventajas del campo, sino viviendo como él vivía. Su madre era una santa, y solía creer cuanto le contaba para tranquilizarla, o, al menos, lo fingía así. El principal dolor de la infeliz mujer consistía en estar enterada de todo y no ignorar ninguna de las particularidades de la existencia de aquel hijo único. Por dignidad no hablaba de eso, y aun hacía esfuerzos porque su nuera no se enterase de lo que era público y notorio en toda la villa; pero sus nietos la hacían padecer y llorar a solas, y hubiera corrido a abrazar de buena gana a los dos ilegítimos a quienes no conocía. Si algunas veces la ruina, que adivinaba próxima, la hacía estremecerse de terror, era por ellos, por los infortunados pequeños, a quienes imaginaba desamparados y perdidos en la existencia. Fuera de esos momentos de profunda congoja, tenía el fatalismo resignado de las mujeres cubanas, tan propicio para el martirio. La esposa de Rogelio, por su parte, se concretaba a seguir el ejemplo de su suegra, por cuyos ojos veía, y no tenía opinión propia en aquella casa, en la cual había entrado a pesar de su indignidad. Desgraciadamente, la salud de la buena anciana decaía visiblemente, minada por la sorda pena de haber sido ella, quizás, la causa del infortunio de su hijo, ya que casi lo había obligado a casarse, y por el dolor de verlo en pecado mortal, teniendo hijos lejos de la Iglesia. Un año después del nacimiento del último niño de Teresa, la muerte se dibujó en los nobles rasgos del semblante de aquella mártir. Al mes siguiente, se extinguía, con suave y silenciosa calma, como había vivido.

Rogelio la lloró un poco, y continuó luciendo sus flamantes polainas de cuero amarillo, cuando se disfrazaba de campesino, y sus elegantes trajes de población, las veces en que se cansaba de representar consigo mismo esta comedia. Un día, estando próximo a cumplir los treinta años, se dio cuenta de que se arruinaba y de que su cutis perdía, con el sol, aquella seductora blancura que fue el orgullo de su primera juventud. Entonces maldijo la agricultura, liquidó apresuradamente sus negocios, buscó una casa para Teresa, en la ciudad, y se dispuso a emprender su gran obra política, con la esperanza de recuperar en poco tiempo cuanto había perdido. El cambio de vida se realizó en menos de dos meses, porque cuando Rogelio se proponía una cosa no aceptaba demoras. Desde aquella época comenzó la serie de sus noches compartidas entre las dos mujeres. Ya no se quedaba dos o tres días en cada una de las casas, alternando con perfecta regularidad, porque no tenía el pretexto de la finca y de las distancias. Pasaba las primeras horas de la noche rondando por la ciudad y en casa de la querida, y cuando ésta lo despertaba, un coche, alquilado por meses y que lo esperaba siempre a la misma hora, lo conducía a la de su mujer. Salía de un lecho tibio para entrar en otro no menos caliente, y eso era todo. Al principio, renegaba un poco; luego se acostumbró. Su fortuna, mientras tanto, corría un peligro, el de las hipotecas, que la gravaban. Rogelio las transformó en ventas, creyendo que con eso remediaba el mal, y siguió haciendo su vida ociosa de potentado. Los políticos lo explotaban ahora, como antes lo hacían sus colonos. Así pasó otro año, al cabo del cual el joven quedó desilusionado y curado de su ambición política. Se aburría, e hizo dos viajes a Matanzas, en compañía de Teresa, con el vago deseo de aproximarse a la capital, cuyo recuerdo empezaba a atormentarle. Allí conoció a cierto agente de bolsa, que le habló de fortunas maravillosas hechas en un día, y cuando volvió a su casa llevaba esta idea dándole vueltas en el cerebro. No hizo nada, al instalarse de nuevo entre los suyos. ¿Para qué, si tendría siempre sobre sus empresas lo que él llamaba «su mala suerte»? Siguió gastando lo mismo que cuando existía su capital, y aturdiéndose para no pensar en su ruina; pero su carácter se agrió, e inconscientemente hizo suyo el aire malévolo y desdeñoso de sus amigos, que se mofaban de todo con estúpidas risotadas y encubrían su ineptitud con el desprecio a las cosas serias de la vida. En el fondo, mientras acababa de arruinarse, mantenía firme una secreta esperanza: la de aquella fortuna que su querida podría reclamar cuando se le antojase. Teresa le arrancó un día bruscamente esta última ilusión, al decirle:

—Jamás le daré a mi hermano el gusto de que sepa que necesito algo de mi casa.

—Pero lo que es tuyo…

—Yo no tengo «mío», sino a ti —repuso ella—; y eso mientras me quieras.

Rogelio conocía bien el valor de esta palabra, «jamás», en boca de su querida. No insistió, pues, por aquellos días; pero le guardó rencor por la negativa, pensando, por primera vez, que había sacrificado su juventud y sus bienes en beneficio de seres ingratos, incapaces de hacer lo mismo con él. Sin embargo, le quedaba el consuelo de que aún no sabían su mujer y Teresa lo cerca que estaba la miseria, y que acaso, cuando se enterase, la segunda cambiaría de modo de pensar. Sufrió otra decepción: al saber la verdad, las dos mujeres quedaron consternadas y como aturdidas por el golpe; pero Teresa habló de reducir los gastos, y aun de trabajar todos, si era preciso, sin nombrar para nada a su hermano.

—Pero, tú podrías si quisieras… —insinuó él, tímidamente.

—No; no. ¡Todo menos eso! Es mi único capricho.

Se marcaba en su bella frente el plieguecillo de la obstinación, que el amante conocía tan bien de memoria, y su voz se tornaba áspera y resuelta. Estas escenas se repitieron muchas veces, con pequeñas variantes.

El desastre económico de Rogelio trascendió al público, a pesar del cuidado con que él lo ocultaba, y el joven devoró a solas la humillación de ver que nadie se acordaba ya de su antiguo papel de héroe de novela. Habían quitado de la escena a Lovelace, y en su lugar quedaba la lastimosa figura de un mentecato. Conservó, sin embargo, su aplomo y su elegancia de hombre mimado por la suerte, con un insensato afán de engañar todavía a las gentes, y el orgullo de sus ojos, de un límpido tono de acero, de sus cabellos bronceados y de su bigote rubio, entre cuyas levantadas guías se había enredado, en otro tiempo, más de un corazón de aventurera. Aprendió a jugar, y perdía casi siempre, «porque no tenía habilidad para defender el dinero», como decían sus compañeros. Su aburrimiento crecía, y con él su odio a la ciudad que había presenciado sarcásticamente su derrota. Cuando se le agotó el último centenar de pesos lloró como un niño, quiso matarse, (pura comedia), se arrojó sucesivamente en brazos de sus dos mujeres y les pidió perdón, confesando que siempre había sido un idiota y prometiendo que se dejaría guiar por ellas en lo sucesivo. Para consolarlo, su mujer le mostró el escondite donde guardaba sus economías y las prendas que fueron de su difunta suegra, y se reanimó de pronto, porque no se había acordado de aquellas alhajas, que valían un dineral. Tal vez se arrepentía de haber confesado antes de tiempo su completo fracaso, pensando que había allí con qué probar todavía la fortuna. Pero siguió manifestándose contrito y pesaroso, y no salió más de una de sus casas, sino para meterse en la otra. Se había tomado el acuerdo que todos volverían a la capital, donde era más fácil abrirse paso. Al cabo de un mes, Rogelio marchó solo a vender una casa, situada en un barrio extremo de La Habana, que su esposa heredara tres años antes de una tía, y a preparar el alojamiento de la familia y de Teresa. Hubo dificultades. La herencia era colateral, y el dominio, adquirido ab-intestato, no se consolidaba sino al cumplirse los cinco años del fallecimiento. Fue además necesario que la propia heredera fuese a fin de formalizar ciertos trámites. Teresa se quedó en Santiago, con sus hijos y con Dominga, y esperó ansiosamente su turno.

Mas, al hallarse lejos de su amante, el valor de la joven flaqueó un poco. Y como una epidemia se declarase, tres semanas después, en el barrio en que vivía, perdió la cabeza y envió a Dominga, con los niños, a La Habana, abandonando ella la casa para ir a encerrarse en el cuarto de un hotel de la población. Rogelio le reprochó su proceder, a vuelta de correo, pero admitió a los niños, a los cuales hizo entrar en un colegio, y no hablaba de llevarla a su lado. Los meses pasaron, y el joven no parecía tener prisa en sacarla de allí. Daba excusas y refería las dificultades con que tropezaban para vender la casa de su mujer. Teresa no advertía en sus cartas el tono de un hombre desesperado, y a pesar de ello no albergó la menor duda en su alma sincerísíma.

Al fin se decidió el amante a traerla, puesto que algún día habría de hacerlo de todos modos, y después de darle a Rigoletto el encargo de buscar dos habitaciones baratas, aguardó con calma saboreando su libertad y con cierto nostálgico pesar al repetirse que pronto tendría que emprender su doble existencia de casado, sin dinero y sin esperanzas. Su corazón de pájaro había envejecido.