13

Acababa Flora de salir del cuarto de Teresa cuando entró Rigoletto.

Desde la primera mirada notó el rostro contraído y la frente sombría de la joven, y sospechó la causa.

—¿Qué? ¿Alguna nueva canallada?

—No; vino a traerme simplemente el recibo de los últimos dos meses —respondió Teresa, haciendo un esfuerzo para permanecer tranquila.

Se sentaron. Ella no cosía ya, lo que inquietaba a su amigo, que no quería adivinar lo que sucedía detrás de aquella apariencia grave y aquella voluntad orgullosa que se negaba a entregarse al dolor. Salvo este cambio en los antiguos hábitos, nada se había alterado allí, en los dos meses que transcurrieron después de la fuga de Rogelio. Rigoletto iba a ver a Teresa dos o tres veces al día, reinando entre ellos la confianza de un sincero afecto; pero hablaban menos que otras veces, preocupados los dos con sus propios infortunios y un poco molestos por la extraña intimidad que los unía y que no se derivaba, en ella, de un sentimiento definido. Cambiaban frases breves, lacónicas, que resumían pensamientos más amplios, y al través de ellas dejábanse ver recíprocamente sus almas. Con respecto al fugitivo, ni una sola alusión, en todo aquel tiempo. Teresa impuso, desde el primer día, esa costumbre, y Rigoletto la respetó, admirando en silencio la entereza de la extraordinaria mujer.

—¿Cuánto es? —se limitó a preguntar el jorobado, después de un momento de reflexión.

—Cuarenta pesos.

—¿Pudo pagarlo?

—Lo pagaré esta tarde —replicó ella, con acento firme y sencillo.

Callaron ambos. Al cabo, él indicó tímidamente.

—Hija mía, todavía no ha resuelto usted nada acerca de lo que hemos hablado tantas veces. Es preciso pensar en algo que la ponga a usted al abrigo de la miseria. Tenemos aún —vaciló—; tenemos todavía el empleo aquel, que puede ser un recurso ahora. Si no le gusta, podríamos buscar otro trabajo que hacer aquí, en la casa. Yo también la ayudaría…

Teresa movió obstinadamente la cabeza, dejando asomar a los labios una singular sonrisa.

—Eso se hace con gusto, Emilio, cuando se quiere y se espera… Ahora no tendría ni fuerzas ni valor para una lucha semejante.

Y como viera que él la observaba con ansiedad, esperando una aclaración y sin atreverse a solicitarla, añadió, con la misma calma:

—No me crea loca, ni se imagine que dejo de pensar en los asuntos de mis hijos. Las pobres criaturas no tienen la culpa de ciertas miserias mías y de… los demás… Le he enviado un ultimátum a mi hermano, por conducto de su esposa, notificándole que renunciaré a mi herencia si se obliga a educara Rodolfo y Armando. También le he pedido a esa señora una entrevista y cambiaré de casa, por algunos días, para que no se asuste demasiado mi cuñada, si viene aquí. Tengo un abogado que sostiene que este proyecto es una verdadera tontería, y trata de disuadirme, ¿a que no sabe cómo?

¡Enamorándome! Es un abogadito lindo y presuntuoso, a quien parece que le agradaría quedarse con la cliente, en pago de honorarios. Si viera usted sus miradas y sus suspiros se moriría de risa. Pero no he querido privarme de sus consejos tomando en serio sus insinuaciones y teniendo que disgustarme con él.

Rigoletto se había puesto un poco pálido al escuchar estas palabras, que ella pronunciaba con una ironía nerviosa y como si estuviese bajo el influjo de una honda agitación interna. La encontraba rara aquel día y hacía esfuerzos por averiguar la causa.

Teresa sonrió y dijo repentinamente, mientras él seguía observándola en silencio:

—No se ofenda por lo que voy a decirle, Emilio, porque usted sabe lo que lo estimo; pero quiero que me explique por qué los hombres son tan estúpidos que nunca se dan cuenta del momento en que una mujer no está en disposición de dejarse querer.

Se detuvo ella misma, asombrada de la violencia con que había dejado escapar aquel grito de su alma dolorida, y bajó los párpados, un poco avergonzada. Él se encogió de hombros, y repuso sencillamente:

—Porque casi todos son unos imbéciles.

Pero la idea de lo que ella le dijo acerca de su propósito de cambiar de casa, persistía en su mente, por encima del tropel de los otros pensamientos. Sabía que Teresa salía ahora todos los días, y estaba dos o tres horas en la calle. ¿Qué hacía? La delicadeza con que la trataba siempre le impedía hacerle preguntas; pero esta vez iniciaba ella las confidencias, y se decidió a preguntar, volviendo al primitivo tema de la conversación.

—¿Piensa usted dejar este cuarto?

—No; tomé otro en la calle de Villegas, pero conservaré éste. Estaré allí una o dos semanas, con mis hijos. La casa se parece a un convento… No podemos vernos en todo ese tiempo, Emilio…

Sintió Rigoletto de repente como la mordedura de algo interno, sospechando que aquella huida ocultaba un misterio y que habría algún hombre por el medio; mas la mirada de ella, límpida, serena, leal, y la frase «con mis hijos», disiparon en un instante sus recelos. Juzgó necesario intervenir, con la autoridad que le concedía su mutuo afecto.

—Todas esas son niñadas, hija mía —dijo muy seriamente—. ¡Usted juega su porvenir y el de sus hijos por satisfacer una idea tan noble como absurda! Lo mejor es que reclame usted simplemente lo que le dejaron sus padres y viva en paz como le plazca…

Sin enfadarse por esta inesperada franqueza, Teresa sonrió amargamente e hizo, con energía, varios signos negativos.

—Antes era un capricho de mujer enamorada, Emilio —replicó—; ahora es una convicción. No quiero que mis hijos sean ricos, sino por su propio esfuerzo… Su padre no era malo, ¡oh, estoy segura de eso! Era sencillamente inútil, y ya ve usted lo que ha hecho. ¡No quiero que nunca Rodolfo y Armando lleguen a imitarlo!

Era la primera vez que nombraba a Rogelio delante de Rigoletto y sus labios temblaron ligeramente al referirse a él. Rigoletto la miró. Estaba serena, con los ojos secos, y sólo aquel leve temblor de la voz delataba su emoción.

—Pero usted, Teresa… No es sólo por sus hijos, sino por usted por lo que me parece absurda esa idea. Piense que, sin nada…

Lo hizo callar con un gracioso ademán de amenaza.

—¡Oh, yo! Después que haya resuelto el problema de los niños, seré libre como el aire, y viviré… no sé todavía cómo… Soy una rebelde, a quien usted no conoce bien, Emilio; una histérica, como solía decir mi señor hermano en la dichosa época en que vivíamos juntos… No puedo soportar otros yugos que los que voluntariamente me impongo, y hasta el dinero me pesaría como una cadena. Soy una criatura rara, que nació antes o después de su época y que no encaja bien en los moldes de esta sociedad… Algún día le abriré a usted mi alma, para enseñarle sus rarezas, y será tal vez la primera y la última vez que lo haga.

Rigoletto sentía, oyéndola, un profundo encanto, una especie de vibración interna, honda y suave, que lo adormecía, como flotando en espacios lejanos de la tierra, donde el deseo se desvanece en una dulce languidez. Aquella inocente intimidad de hermanos colmaba todos sus anhelos, y no se atrevía a esperar más.

De pronto, tuvo que incorporarse, en pleno éxtasis. Empujaron la puerta y entró Dominga, envuelta en su viejo chal y con la lanuda cabeza descubierta. Teresa se levantó vivamente y fue a su encuentro.

—¿Lo hiciste? —le dijo, en voz baja.

—Sí.

—¿Cuántos?

—Trescientos. No quisieron dar un centavo más.

—¿Venta o empeño?

—Empeño.

—Debiste haberlos vendido. Tal vez nunca podremos sacarlos.

Recibió un paquete, envuelto en un pedazo de periódico. Lo deshizo, extrajo de él cuatro billetes y entregó el resto a la negra, sin contarlo, diciéndole:

—Ponlo en mi gaveta.

Enseguida, con los cuatro billetes en la mano, se dirigió a su amigo.

—Emilio, tengo que salir ahora. Voy a Villegas, a pagar los dos cuartos que tomé ayer, y luego al colegio. Pero quiero que me haga un favor: recoja los dos recibos que tiene Flora, y ahórreme con eso el asco de verla otra vez… Dentro de tres horas estaré de vuelta, y puede venir de nuevo. Aquí tiene los cuarenta pesos.

Rigoletto se levantó y tomó los billetes. Teresa lo detuvo todavía un instante con el ademán.

—Espere; otro favor: quiero que en estas tres horas vaya a ver a Llillina y me traiga noticias.

Dominga no pudo ir hoy allá…

—¿Cómo seguía anoche?

—Muy mal. Tal vez no viva una semana más. ¡Y la madre creyendo que se curará! ¡Un horror!

Rigoletto se dirigía a la puerta. Ella volvió a detenerle.

—Espere, espere…

Corrió a la gaveta donde Dominga había puesto el dinero, y volvió con otros dos billetes.

—Tome; déle también esto a Florinda.

Los dos quedaron un momento en pie, frente a frente, contemplándose, con diversas emociones pintadas en ambos rostros. El le tendió la mano, conmovido, y retuvo la de ella, que se abandonó sin desconfianza.

—Y usted —le dijo, cediendo a una súbita idea provocada por un sentimiento de admiración—, ¿cuándo va a ver a Llillina?

—Yo… he ido ya —murmuró Teresa, enrojeciendo un poco y bajando los ojos, turbada por aquella confesión.

Aquel secreto suyo, que el único amigo que conservaba no conocía, había llenado casi por completo el vacío de sus dos últimos meses de soledad. Cuando, después del aturdimiento que le produjo el golpe en las primeras horas, sus ideas fueron serenándose, la valerosa mujer recordó a la familia abandonada y a la niña enferma y envió a Dominga en busca de noticias. La negra no se limitó a adquirirlas en la vecindad; vio la puerta abierta y entró resueltamente, dispuesta a disculparse con cualquier pretexto. Encontró un cuadro desgarrador: la niña había tenido una horrible crisis de llanto, al saber que su padre había huido, y a continuación la sangre se presentó nuevamente obligándola a caer en la cama; la madre, mesándose el cabello, clamaba contra Dios y contra los hombres, casi loca, repitiendo sin cesar que había asesinado a su hija. La estoica resignación de que siempre había dado pruebas aquella infeliz esclava, cedía su lugar a un sombrío furor de fiera a quien le maltratan su cachorro, cuyos ímpetus hacían temer a veces por su razón. Flaca, desdentada y escupiendo blasfemias, parecía veinte años más vieja, y había adquirido en poco tiempo un repulsivo aspecto de bruja, al que daba realce el abandono de su persona durante los últimos meses. En cuanto vio a Dominga, la reconoció y se lo dijo sin ambages. Lo sabía todo, desde hacía mucho tiempo. Podía decírselo a su señorita, así como que nunca le guardó rencor y que le agradecía con toda el alma que se hubiese acordado de su hija. Roto el hielo, Dominga fue todos los días a ayudar a Florinda en sus faenas, y algunas noches se quedó a velar a la enfermita. Las dos mujeres procedían de la más humilde clase del pueblo, y sus corazones se entendieron admirablemente. Después, Florinda mostró deseos de conocer a Teresa, y Dominga la llevó una noche. Ambas rivales se abrazaron estrechamente, confundiendo sus lágrimas durante largo rato. Fue un acto sencillo, sin más complicaciones dramáticas, al que sus actores no revistieron del menor artificio. A Llillina le encantaron la belleza y la gracia de aquella señora, y su corazoncito apasionado se abrió a la amistad desde los primeros instantes. Ni preguntó quién era, ni ofreció muestras de que lo supiese. Ella no le pedía a los seres que se le acercaban sino ternura y caricias, y aquella grave y esbelta mujer, que con tanta dulzura sabía sonreír a su lado, le ofrecía con profusión y naturalidad entre ambas cosas. Esta simpatía de la hija acabó de conquistar el corazón de la madre, si algún rescoldo de los antiguos celos quedaba en él bajo las cenizas de los desengaños.

Dominga, que había sido el lazo, apenas visible, que uniera a estas almas distantes, disimulaba, mientras tanto, a duras penas, la alegría que experimentaba al ver a «su hija» separada por fin de Rogelio. Para ella ésta era la mejor fortuna que podía tocarle a Teresa. Cuando, al día siguiente de la fuga de aquél, llegó, como todas las mañanas, al cuarto de los amantes, y vio el rostro desencajado de Teresa y la cama sin deshacer, tuvo como un brusco presentimiento de lo sucedido y preguntó con calma:

—¿Qué pasa?

—Que Rogelio se ha ido —murmuró Teresa, con voz sorda y sin miraría.

—¿Se ha ido? ¿Adónde? ¿Para el campo otra vez? —volvió a preguntar la implacable negra, con fingida ingenuidad.

—¡No! Se ha ido… de mi lado…

Las lágrimas brotaron por fin, empezando a correr silenciosas por las mejillas de Teresa.

—¡Bah! ¡Para lo que servía! —exclamó Dominga, despreciativa y sin inmutarse, encogiéndose de hombros.

Aquella frase, un poco cruel en el estado en que la abandonada amante se hallaba, resumía la manera de pensar de su vieja nodriza acerca de la terquedad de Teresa en seguir viviendo con aquel hombre. Roto el compromiso, Dominga veía despejado el horizonte, sonriente lo porvenir, y a su querida niña en disposición de aceptar el amor de un rey, que Dominga creía de buena fe que iba a presentarse de un momento a otro.

Por eso, después de expresar con tan dura franqueza su opinión, se concretó a mirar a Teresa, acariciarla, como si fuera todavía pequeñita y hubiese recibido un golpe al caerse. Estas pruebas de afecto cayeron como un bálsamo sobre el corazón ulcerado de la pobre amante y la ayudaron a soportar valerosamente su pena. Su orgullo de mujer hacía lo que faltaba y contribuía a mantenerla erguida y digna. Pensó que a su lado había vivido la traición mucho tiempo y que las fugaces sospechas que de cuando en cuando la habían torturado, le hubieran servido de prudente aviso a una mujer menos tonta que ella, y sintió desprecio hacia sí misma y hacia la debilidad que la hacía despertarse ahora muchas noches sollozando en su frío lecho. Puso en tensión todas sus fuerzas interiores para que el recuerdo de Rogelio descendiese al fondo de su alma, rodeado de la helada envoltura que acompaña al de los muertos queridos. Era lo mejor de su vida lo que se hundía así, entre brumas de desilusión y escozores de desengaños; pero estaba resuelta a enterrarlo piadosamente y lo conseguiría. No le tenía respeto a un mundo y a una sociedad que repetidamente se le habían mostrado con tan feos aspectos, y no sufría moralmente por su falta, al perder el apoyo de su amante. Lo que le dolía es que el hombre elegido por ella no hubiese estado a la altura de sus sentimientos y que no hubiera sabido darle a todos los episodios de su amor, aun a la ruptura, una forma noble y digna. El fracaso de su amor redobló sus ternuras de madre, no gemidoras y enfermizas, sino fuertes y sinceras, capaces de llegar hasta la separación perpetua, si así lo exigía el bienestar de los niños. Desde los primeros días de su soledad se trazó dos líneas de conducta: seguir la educación de aquéllos y auxiliar a los dos pobres seres a quienes Rogelio había dejado también desamparados. De ahí su actividad, que había llamado también la atención de Rigoletto, sus frecuentes visitas al abogado, las cartas a su cuñada Alicia, en que se mostró francamente amenazadora, y de ahí también el interés con que procuraba no perder de vista un instante lo que sucedía en casa de la esposa de Rogelio. Por su parte, no pensaba en morir, sino en vivir, desdeñando al estúpido sentimentalismo de los que creen que el universo se hunde porque se ha marchitado una ilusión o naufragado un afecto. Su temperamento impetuoso y su rica sangre le decían que el mundo tenía cosas bellas, a pesar de todo, y que había placeres mientras hubiese juventud y fuerzas. La tarde del mismo día en que confesó a Rigoletto que había ido a casa de Florinda, en el curso de la conversación dejó escapar esta confidencia:

—Fui de un hombre porque lo quise, sabiendo que no era libre, y seré de uno o de cien, por necesidad o por gusto, con la misma tranquilidad.

Rigoletto palideció y guardó silencio, sintiendo que el corazón le golpeaba furiosamente en el pecho. La idea de que Teresa pusiese en ejecución lo que decía, producíale un dolor agudo y como una especie de desvanecimiento.

Y, sin embargo, otras veces había hablado ella de los impulsos de su carne sin ocasionarle este dolor, sino más bien un secreto estremecimiento de voluptuosidad, algo así como si levantase sus ropas mostrándole una parte de sus íntimos encantos. Sobre todo, una vez en que charlaban de la indiferencia de muchas mujeres de virtud irreductible, fue Teresa particularmente explícita:

—Son así porque no sienten la necesidad material del hombre y únicamente ven en éste al buen amigo que trae la comida… yo por desgracia no soy de esa pasta…

Se detuvo, creyendo que había dicho demasiado, y se ruborizó un poco. Después ratificó con su franca sonrisa, que hubiera destruido toda insinuación maliciosa:

—Bien visto, si hay pecado, no debe estar en esto, sino en lo otro, ¿verdad? Por mi parte, nunca podré ser hipócrita.

En la casa, donde tan mal había caído a su llegada, empezaban a querer a Teresa, y las infelices que allí vivían se pusieron de su parte, en cuanto se supo lo que había hecho Rogelio. Compadecían a la mujer, «demasiado decente para vivir allí», y decían pestes, en los corrillos, del canalla de su querido. El sentimentalismo de las impuras, tan presto a desbordarse ante cualquier acontecimiento que hiera su fantasía, tuvo una buena ocasión de mostrarse en presencia de la altiva madre, que con tanta dignidad soportaba su abandono, y de los dos hijos, fuertes, inteligentes y apuestos, a quienes se consideraba gemelos. Entraban las vecinas en el cuarto de Teresa, para entretenerla, hablándole de cosas indiferentes o alegres, como hubieran entrado en casa de los familiares de un difunto, con el fin de distraerlos de la pena. Teresa acabó de convencerse de que, en el mundo de las malditas, suele reinar más el corazón que en de las honradas. Así fue como tuvo colaboradores en su obra de auxiliar a la esposa y a la hija de Rogelio, noble rasgo que provocó una explosión de entusiasmo entre las que lo conocieron. Anita y su madre velaron algunas noches a Llillina, llevándole dinero y golosinas a Florinda. Carlota, desde la cárcel, le envió también una vez cinco pesos a Teresa para que se los diera a aquélla. La prisión de la pobre muchacha había conmovido a todos en la casa, un mes después de la huida de Rogelio. Una noche, en que cenaba con Azuquita en un café, entró la policía a prender a éste, que estaba acusado de haber despojado de todas sus joyas a otra de sus queridas. El bribón era fuerte y audaz, y se defendió a patadas y a mordidas, teniendo uno de los agentes que propinarle un garrotazo en la cabeza, que lo aturdió. Al ver a su amante con la frente cubierta de sangre e inmóvil en el suelo, Carlota lo creyó muerto y se transformó en una leona. Cinco hombres pretendieron sujetarla inútilmente. Y, en un descuido, la joven, ciega de furor, se apoderó del cuchillo de partir el jamón y golpeó con él el rostro del agente que había maltratado a su hombre. Tuvo la desgracia de que el arma penetrara profundamente en la mejilla del policía, y se le formó causa por atentado y lesiones graves, pues la herida no había sanado aún a los treinta días y dejaba una deformidad permanente. Después de este suceso, Azuquita se puso a vivir con la misma mujer que lo había acusado del hurto de sus joyas, y sólo de tarde en tarde iba a la cárcel a llevarle algún dinero a Carlota. En una ocasión le dio los cinco pesos que ésta le mandó íntegros a la esposa de Rogelio. Ni ella, ni las otras mujeres de la casa simpatizaban con el amante de Teresa, a quien calificaban de presuntuoso y estúpido, y a esta espontánea antipatía podía atribuirse una parte de las atenciones que tributaban a la querida desdeñada por él.

—Es natural que lo sientas, hija —le dijo una vez Anita a Teresa—, porque es el hombre que «te perdió» y el padre de tus hijos; pero era un indecente que se iba con todas, hasta con los peores «cascos», estando contigo, y que a tu lado se hacía el santo.

A Teresa, a quien humillaban todavía un poco este lenguaje y esta falta de discreción, propias de las personas como Anita, la desagradaba mucho más el tener que enterarse de aquellas antiguas deslealtades de su amante, que se clavaban en su corazón como dardos envenenados. Sin embargo, oía resignada y en silencio y cuando no podía más y el asco se desbordaba en arqueadas que parecían partir de su estómago, se contentaba con murmurar con su voz sorda, moviendo tristemente la cabeza.

—¡Qué indignidad y qué inmundicia! ¡Parece mentira!

Era como si al revolver entre los objetos de un muerto, después de la salida del cadáver, sé descubrieran en ellos las huellas de una vida vergonzosa y defectos repugnantes que anteriormente no se habían sospechado.

Teresa no sentía celos, no podía sentirlos ante aquellas indiscretas revelaciones. Que fueran Carmela u Obdulia o la españolita tísica, ¿que podía importarle, si las infidelidades se contaban por docenas, y tal vez por cientos y por miles? Lo que experimentaba era desprecio hacia sí propia y hacia todas las románticas estupideces de la existencia. Y por la tarde, le hablaba a Rigoletto de los hombres, de las mujeres y del mundo, como si tuviese ya la experiencia de una vieja.

—Sigo en mi idea de que nací demasiado pronto o demasiado tarde —concluía—. No hubiera servido para honrada, como las otras, y tal vez tampoco tenga vocación para lo que hacen las muchachas de esta casa…

El día que había escogido para trasladarse a su cuarto de la calle de Villegas, se levantó Teresa muy temprano, y se entretuvo en arreglar, ayudada por Dominga, los objetos que iba a llevar consigo. Mientras sacaba del armario estos objetos pensaba en la noche de su llegada, bajo el viento y la lluvia que le calaba la espalda, y en la desagradable impresión que le habían hecho la casa y la habitación que ahora le costaba tanto trabajo abandonar por algunos días. Sintió un leve estremecimiento al decirse que tal vez desde aquellos días databa la deslealtad de Rogelio, y que acaso había llegado tarde a recibirla porque estuviera aquella noche en compañía de la misma mujer con quien se había fugado. Sabía por Anita que ambos recorrían la Isla con una compañía de cómicos, y que Rogelio se dejaba alimentar y vestir por su nueva querida. Sus manos temblaban al doblar las ropas, que iba colocando delicadamente en un pequeño baúl. ¡Qué lejos estaba ya aquella noche, y cómo había cambiado su alma después del último desastre de su vida!

A las dos llegó Rigoletto, cuando estaba ya vestida y se disponía a salir. Llevaba una blusa clara, una falda azul y un sombrero de anchas alas, sin adornos, que armonizaban con su estatura mejor que las graciosas gorritas que entonces se usaban. Rigoletto la contemplaba a hurtadillas, encontrándola hermosa y distinguida, con cualquier traje que se pusiera. Un muchacho bajó el baúl, dirigido por Dominga. Después, en la acera, cambiaron un apretón de manos, al lado del auto de alquiler que esperaba a la joven, con la portezuela abierta. Teresa estaba grave, y hacía esfuerzos por permanecer tranquila. Ya en el carruaje, a cuyo conductor le había dado las señas del colegio donde estaban sus hijos, le dio a Rigoletto sus últimas instrucciones:

—Por Dios, Emilio, no deje un solo día de ira ver a Llillina; y si desgraciadamente ocurre algo, ya sabe el número del teléfono, para que me avise. Yo no estaré allá más que el tiempo indispensable.

Rigoletto hizo un signo de asentimiento, y se atrevió a decir, con aire suplicante:

—¿Por teléfono solamente? En persona no, ¿verdad? Teresa sonrió dulcemente, titubeando, y acabó por decir:

—Es mejor que no vaya, Emilio. Usted sabe por qué se lo pido así.

Y cuando el auto partió, pudo el jorobado observar que las lágrimas corrían por el rostro de la pobre mujer, que hasta ese instante había sido fuerte. Le impresionó doblemente aquel llanto, porque jamás había visto llorar a Teresa.

Rigoletto cumplió estrictamente su cometido, y no llamó a su amiga por teléfono, sino cuando el médico declaró que de un momento a otro podía morir la niña. Por fortuna Teresa había concluido la víspera su asunto y se disponía a volver a su antiguo cuarto. No había visto a su cuñada, sino a Victoria, una hermana de ésta, que le prometió hacerse cargo, por sí misma, de los niños, si José Ignacio se negaba a recibirlos. Teresa llevó de nuevo los niños al colegio, y esperó. Dos días después, recibió una breve esquela de su protectora, notificándole que ella y su esposo se harían cargo de Rodolfo y Armando. No se había equivocado Teresa cuando pensó, al encontrarse por primera y única vez en presencia de Victoria: «Esta mujer debe de haber amado y sufrido mucho en la vida; tiene en la cara el sello que les da a las criaturas de nuestro sexo la patente del corazón». Pero la generosa oferta de Victoria, que colmaba todos sus anhelos del momento, la dejó como aniquilada y sin fuerzas. No se le arranca al cariño lo que tiene de egoísta, sin someter al alma a una dolorosa operación. Por primera vez se encontró Teresa sola frente a la crueldad de la existencia, más sola que cuando se alejó de la casa de su hermano; más que al sentirse abandonada por Rogelio. Se entregó durante veinticuatro horas a una tétrica desesperación, que podía desbordarse sin testigos, puesto que nadie, en aquella casa, la conocía, y estuvo a punto cien veces de correr al teléfono para decirle a Victoria que no aceptaba su oferta. Felizmente el aviso de Rigoletto fue el latigazo que la arrancó de aquella espantosa agonía, para lanzarla aturdidamente por otro camino.

Se vistió, como un autómata, y se hizo conducir directamente a casa de Florinda, en un coche de plaza. Desde la puerta, se sintió envuelta por la trágica atmósfera de aquel otro inmenso infortunio, que le hizo olvidar una gran parte del suyo. Llillina agonizaba en la habitación desnuda, de donde todo había sido sacado y vendido, menos la cama de la enferma y la pequeña repisa, donde ardía siempre una lamparilla de aceite ante la imagen de San Roque. En dos o tres sillas desvencijadas y sobre cajas vacías, algunas vecinas, mudas como estatuas, permanecían sentadas, anegándose, con la vista fija, en la sombría tristeza del cuadro. Florinda, al ver entrara Teresa, abandonó el asiento que ocupaba a la cabecera del lecho, y le saltó al cuello, retorciéndose como una loca. Después la arrastró, mientras oprimía nerviosamente su mano, hasta el lado de la cama.

—¡El canalla la ha matado! —rugió sordamente—. ¡Ha asesinado a su hija, a su pobrecita hija, que no pudo resistir el golpe…! ¡Ahí tiene usted la obra de ese bandido…!

Y le mostraba el rostro lívido, de labios secos y entreabiertos y ojos hundidos, que emergía de las sábanas sucias, como una terrible acusación. La moribunda no se movió al pronunciar la madre aquellas palabras; pero su boca se agitó un poco, en prueba de que las había oído. Ya no le inyectaban aceite alcanforado para reanimarle el corazón, sino morfina, a fin de mantenerla en aquel estado de sopor, que se parecía mucho al bienestar.

—Estaba mejor —prosiguió la pobre madre, que jamás había podido creer que su hija muriese—; ya no había sangre, ni tosía, ni tenía aquella horrible expectoración que parecía pus. Cuando le daba una de aquellas asfixias tan malas, le ponían su aceite y se quedaba tan bien… Pero los médicos son unos brutos, estoy convencida de eso. Ahora, en lugar del aceite, le ponen esas endiabladas inyecciones que me la matan… ¡Ojalá hubiese llamado al brujo desde el principio!

—¿Y el brujo qué dice?

—¡Lo mismo! Que no es la enfermedad, sino los médicos los que la matan… Todavía no hace una hora que me ofreció curarla si le daba trescientos pesos, porque dice que las medicinas son caras.

Teresa sonrió y se quedó pensativa. En ese momento reconoció a Anita entre las personas que había en el cuarto, y la saludó con un ademán afectuoso. La muchacha vestía un traje de seda muy llamativo, y mostraba el seno y las pantorrillas casi desnudos. Al conocer la promesa del brujo, se levantó con mucho interés y se acercó a Teresa y a Florinda.

—¡Oh! ¿Le prometió de veras curarla?

—Sí, hijita. Pero ya ves, ¡trescientos pesos! ¡Ni aunque vendiera la piel! Es cosa de risa hablar de eso, cuando hoy se hará el caldo con lo que tú acabas de darme…

Teresa nada decía. Meditaba, con las cejas contraídas, y se acariciaba febrilmente con los dedos el labio inferior. De pronto, alzó la cabeza y dijo gravemente:

—Comprendo su desesperación, Florinda; porque yo, en su lugar, creería hasta en el diablo. Pero no se quedará usted con la pena de no haber intentado ese recurso para salvar a su hija…

Mande enseguida a casa de ese hombre, y dígale que usted acepta su ofrecimiento.

—¿Y los trescientos pesos? —preguntó la madre con cierta desconfianza.

—¡Yo se los daré!

Teresa pronunció estas palabras con énfasis, pero sin el menor alarde de importancia; y para sustraerse al agradecimiento de la infeliz mujer, que le cogía las manos y se las besaba, llorando, huyó hacia la calle, seguida de Anita que le gritaba:

—¡Espera! Si vas para casa, nos iremos juntas. Mamá está sola desde esta mañana, y debe de estar hecha un diablo.

Cuando estuvieron acomodadas en el asiento de un carruaje de alquiler, como dos buenas amigas que regresan al hogar común después de una excursión caritativa, fue también Anita la primera que habló:

—Hija, me dejaste asombrada con lo que le ofreciste a Florinda. ¿De dónde vas a sacar esos trescientos pesos?

—Los buscaré —dijo sencillamente Teresa.

Anita sonrió maliciosamente y bajó los ojos. La otra seguía pensativa y al parecer con pocos deseos de explicarse. Así transcurrieron algunos momentos. De improviso, el carruaje, al atravesar la calzada de Belascoaín, tuvo que detenerse para cederle el paso a un tranvía. Anita reconoció a un amigo en un transeúnte que iba por la acera con una cartera de cuero bajo el brazo y aspecto de cobrador del comercio, y le dijo por lo bajo a su compañera:

—Vamos a sacarle a éste algo para Florinda. Es un animalote, ya lo verás.

Y lo llamó por su nombre:

—¡Genaro, Genaro!

El hombre se acercó al carruaje, haciéndole seña al cochero de que siguiera parado.

—¡Hola, buena pieza! —le dijo a la muchacha, haciendo ademán de cogerle la cara, después de cerciorarse de que no le veían—. ¿Qué haces por aquí?

—Vengo de ver a una enferma, mi hijito, por eso te llamaba. ¿Tienes ahí cinco pesos que prestarme? Son para una obra de caridad.

—¡Demonio! No son malas las limosnas que haces, chiquilla. Pero, por esta vez, llegaste tarde: no tengo suelto…

No se movía, parado en la acera, con un pie dentro del coche, y metiendo su caraza apoplética entre las dos mujeres, que tuvieron que retroceder un poco en sus asientos. Anita, sin hacer caso de sus protestas y conociendo el valor del tiempo, aprovechó el momento en que su amigo miraba cínicamente a Teresa para deslizarle una mano en el bolsillo del chaleco y sacar su bolsa de plata, que abrió con mucha tranquilidad. Cuando el otro quiso impedir el despojo, era tarde: la joven tenía entre los dedos una monedita de oro.

—Esto es lo que necesito, simpaticón. No es para mí, sino para una enferma. Puedes guardarte tu dinero ahora.

Le arrojó el resto, con desdén, guardándose la moneda. El otro sonreía forzadamente, y acabó por decir:

—Bueno; te la coges, ¿eh? Pero ya sabes que cuando vaya allá la próxima vez no tendré que darte un centavo. Te lo advierto para que lo sepas.

La pecadora se encogía de hombros burlonamente.

—Está bien, mi santo. Tú sabes que puedes hacer lo que quieras conmigo.

El hombre reía, con aire de estúpido.

—¿Y ésta —dijo de pronto indicando a Teresa—, va también allá?

Teresa se puso como la grana, pero ni pestañeó siquiera. Anita, despreciativa, se encargó de contestar al grosero:

—¡No sea usted burro, hombre! ¡Es necesario que aprenda a distinguir a las personas…! ¡Vamos!

¡Échese a un lado, que tenemos prisa!

Después de haber conseguido lo que deseaba, quería deshacerse cuanto antes de su víctima, y concluyó por empujar al importuno, obligándolo a separarse del coche y dándole al cochero la orden de seguir.

Cuando estuvieron al otro lado de la calle, levantó la cortinilla para mirar a Genaro, que seguía en pie en el mismo sitio, y soltó una carcajada.

—¡Vaya un bruto! Pero le sacamos los cinco pesos de Florinda. ¿Verdad? ¡Para alguna cosa había de servir el muy puerco!

Teresa hizo tristemente un signo de asentimiento y siguió guardando silencio, cada vez más preocupada.

Al llegar a la casa, había madurado ya su plan. Se quedó pagándole al cochero y dejó que Anita, que estaba impaciente por desenojar a su madre, subiese delante y de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera. Hecho esto, en vez de seguir el mismo camino, Teresa se detuvo un momento al pie de aquélla, y torciendo bruscamente hacia la izquierda, con una súbita decisión, empujó la puerta del cuarto de Flora, que estaba solamente sujeta con una silla, y entró como un torbellino en la habitación, llena de muebles y cortinas, hasta el punto de hacerse difícil el andar por ella.

La casera, en enaguas y corsé, mostrando las enormes esferas del seno y las pantorrillas, gruesas como columnas, apenas tuvo tiempo de echar una sábana sobre el lecho, donde descansaba su mozalbete, desnudo como Adán, y se colocó frente a su inquilina de modo que cubría con su obesa persona lo que aún pudiera quedar visible de aquel pecaminoso cuadro.

—¿Qué desea, señorita Teresa? —le dijo con acento un poco irritado y sin brindarle asiento.

Teresa tal vez ni se fijó en la rápida escena que había motivado su presencia, porque dijo, como si tuviera la seguridad de que ambas estaban solas:

—Óigame, Flora. ¿Usted cree que el dueño de esta casa me daría quinientos pesos, si se los pidiera?

La jamona reprimió un movimiento de júbilo, y suavizando de pronto el tono, movió la cabeza, con aire de duda, y replicó:

—¡Hum! ¡Mucho me parece! Pero tal vez se conseguiría, si usted…

Teresa la atajó, diciéndole brutalmente:

—Sí, se entiende: si yo me acuesto con él. Desde luego que cuando se los pido es contando con eso…

Estaba intensamente pálida, y sus ojos tenían la fijeza que nos horroriza algunas veces en los locos.

Flora reflexionaba, sin darse prisa en contestar. Al fin, ante la insistente interrogación de aquellos ojos, se decidió a responder, como persona que conocía bien al hombre de quien se trataba:

—Pues bien: yo creo que sí se los daría, señorita Teresa.

—¿Hoy mismo?

—Hoy mismo… o mañana… si es que tiene usted tanta prisa.

—¿Puede usted hacerse cargo de decírselo enseguida?

Las preguntas eran secas, anhelantes, lacónicas, como si las dictara una voluntad anterior, que no estaba presente en aquellos instantes.

—Si usted lo desea, sí.

La casera se dulcificaba más a cada nueva respuesta. Pero Teresa no se iba. Vacilaba. Al fin dijo casi tímidamente:

—Y ahora, lo más difícil, Flora. El apuro que tengo es apremiante: algo que no es posible posponer. ¿Cree usted que «ese señor» tendría inconveniente en darme en el acto lo que le pido, aún antes de… lo que él quiere?

La jamona la miró un segundo, tratando de llegar hasta el fondo de sus ojos.

—Sí, señorita Teresa; lo creo, porque sé que la conoce a usted bien…

—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —exclamó la desventurada, en un arranque impetuoso que no pudo reprimir; como si esta favorable opinión de los demás, en los momentos en que ella se creía más despreciable, le llegara directamente al alma.

Y huyó hacia la escalera, temerosa de que las lágrimas que subían a sus ojos hicieran traición a la entereza de su carácter.