7
La ra, la ra, la ra, la ra…
Era Rigoletto que hacía, en el cuarto de los estudiantes, la cómica entrada de su homónimo en la corte del duque de Mantua.
Recibió una lluvia de protestas y de injurias, a modo de saludo.
—Déjanos estudiar, energúmeno.
—¡Estamos trabajando!
—¡Vete al diablo y no vuelvas por aquí hasta después de junio!
El conjunto de hombres y cosas era pintoresco: un armario, medio desvencijado, abierto, dos camas deshechas, con las ropas en desorden, y a los dos lados de la tosca mesa, que les servía para todo, Federico Cintura y Armando Quintales, alumnos del tercer curso de derecho, provistos de sendos libracos, sobre los cuales casi apoyaban las narices; mientras que en la tercera cama y en paños menores, el magnífico Juan Francisco Masilla, estudiante de medicina, permanecía tumbado de espaldas, sin hacer nada, y lanzaba filosóficamente bocanadas de humo al techo amarillento del mosquitero, sin prestar atención a lo que hacían sus compañeros. Para añadir algunas pinceladas al cuadro, pongamos el cubo del agua sucia del lavabo en el centro del cuarto, numerosas colillas en el suelo, prendas de vestir sobre todas las sillas disponibles, y la bandeja con las tazas vacías del desayuno, sosteniéndose, por un milagro del equilibrio, al borde de un montón de libros colocados sobre el único velador que había en la estancia y entre el candelero y un par de babuchas chinas de paja. Las ventanas que daban al patio estaban abiertas de par en par, dando fe con ello de la indiferencia de los dueños de aquella habitación hacia las opiniones y el pudor ajenos, y de la hermosa tolerancia de los otros vecinos, embargado cada cual por sus negocios e incapaces de escandalizarse por la exhibición, más o menos inocente, de unos cuantos jóvenes en calzoncillos.
Rigoletto se detuvo en mitad de la estancia, abarcando el cuadro con una sola mirada; luego soltó una carcajada.
—¡Vayan a hacer gárgaras con el trasero! —exclamó—, vengo a este burdel, porque no tengo dónde meterme hoy. ¡No se estudia en un segundo domingo de carnaval!
—Es que no tenemos dinero, innoble bufón —declaró melancólicamente Masilla, entre dos chupadas de su cigarro—. Sólo tú, si no fueras un miserable avaro, podrías sacarnos del apuro.
Los otros dos se engolfaban en una discusión, sin hacer caso del visitante.
—¡Yo no estudio eso!
—¿Por qué?
—Porque no me gusta perder el tiempo. Lo único que debemos saber es lo que se necesite estrictamente para el examen. ¡Ni una palabra más!
—Pero luego cuando salgas, cuando tengas clientes, ¿cómo te la compondrás? Si no sabes nada, te pondrás en ridículo…
El otro se encogió de hombros.
—¡No seas estúpido! Cuando salgamos, tu padre y el mío se encargarán de buscarnos lo que necesitamos. ¡Los sabios se mueren de hambre! Ahí tienes a Coloma; es un animal y tiene una gran clientela y un inmenso prestigio, y gana más de cincuenta mil pesos al año. Para hacer lo que él ha hecho no se necesita romperse la cabeza… Además, tú sabes que ni a ti ni a mí nos van a suspender en los exámenes.
Hablaba con aire de profunda convicción, aludiendo con las últimas palabras al respeto que inspiraban sus nombres a los profesores de la Universidad, por ser ambos hijos de hombres influyentes de provincias, con quienes era siempre conveniente estar en buenas relaciones.
¿Desde cuándo se había visto que se desaprobara el examen del hijo de un cacique amigo del gobierno, en un país hispanoamericano? Aquella juventud burlona, descreída, altiva y perezosa, heredera del orgullo de casta de los antiguos colonos, obedecía invariablemente a la ley del menor esfuerzo en todos sus actos y por eso no es extraño que los dos amigos se pusiesen prontamente de acuerdo ante la magnitud de los argumentos aducidos.
—Tienes razón. ¡Al diablo los libros! Rigoletto tiene la culpa de que se establezca hoy aquí el desorden —dijo Quintales, apartándose bruscamente de la mesa y haciendo rodar la silla.
Hizo una pirueta y arrojó al aire el volumen que tenía en la mano, que fue a caer sobre una de las camas, después de describir una elegante parábola entre la lámpara y las telarañas del techo.
—Sí, hijos míos; yo tengo la culpa de que se malogren las bellas esperanzas que hay encerradas en esas luminosas molleras. Pero en pago de mi falta, voy a pagar el coñac de todo el día. Dentro de diez minutos nos traerán una botella que dejé pagada en el café.
—¿Pagada? ¡Viva Rigoletto! —exclamó Cintura, haciendo con su libro lo mismo que Quintales acababa de hacer con el suyo.
—¡Viva! —respondieron las tres voces restantes, pues el jorobado, aunque adoptando un aire de modesta repugnancia, se había creído en el caso de tributarse a sí mismo aquel pequeño homenaje.
—¿Dónde hay baile hoy? —preguntó Masilla, desperezándose al conjuro mágico del coñac y de la broma.
—En todas partes: en el Nacional, en casa de Boloña, en la de Pastora y en algunas residencias privadas del smart set —respondió Rigoletto, cuya principal función consistía en estar enterado de todo—. Además, por si esto te interesa, se bailará también, según me han dicho, en casa de cierto «súcubo», llamado Sensitiva, en el callejón de Bernal…
Llegó el coñac, y en un instante quedaron lavadas en la palangana las tazas del desayuno y alineadas solemnemente a lo largo de un lado de la mesa. Faltaba una, y se recurrió a un vaso de dientes, después de limpiarlo con mucho esmero al chorro del grifo del lavabo. Cintura, Quintales y Masilla se pusieron púdicamente los pantalones, quedándose los tres en mangas de camisa.
Se echó el cubo a un lado y se desocuparon las sillas necesarias, colocándolas cerca de la mesa.
—Faltan mujeres —observó sabiamente Quintales.
—Ya vendrán, en cuanto sientan el olor de la bebida —dijo el estudiante de medicina. Cintura movió la cabeza, con aire de duda.
—Tal vez, no —repuso—. Anoche, antes de que ustedes llegaran, hubo «película» en el cuarto de al lado: el querido le dio a Carlota la gran pateadura, y esta mañana la vi pasar con un pañuelo mojado en un ojo.
—¡Bah! ¡Eso qué le importa a ella!
Estaban acostumbrados a aquellas escenas, que oían todos los días, al través de las puertas o del pasillo. Cuando no era el amante de Carlota, era el apache de la francesa que vivía al otro lado del corredor o la madre de Anita, que insultaba o golpeaba a su hija por asuntos de dinero. Las muchachas gemían al recibir los golpes o injuriaban a sus verdugos, exceptuando a la francesa, que jamás se quejaba, aunque la matasen, y después se reían de los palos y de quien los diera. No parecían muy desgraciadas por eso, y se dejaban arrastrar por su sed de amor y de diversiones, que era precisamente lo que por lo general provocaba el castigo. Sentían cierto punzante goce en escamotear a sus dueños una parte del dinero ganado en su triste comercio, para gastarlo luego en bagatelas, y en cometer pequeñas infidelidades, tanto más gratas cuanto más peligrosas resultaban para la integridad de su piel. Los estudiantes, que habían sido más de una vez la causa de aquellos implacables vapuleos, se divertían con los apuros momentáneos de las muchachas, sabiendo que a muchas les gustaba el ser tratadas así, y recibiendo con aquel juego cierta especie de sádica excitación.
—¡Qué lástima que no hubieras estado anoche aquí, para consolarla después del trance! —dijo irónicamente Masilla dirigiéndose a Rigoletto.
El truhán alargó, con cómico gesto, su faz de zorra, e hizo girar dos o tres veces en las órbitas el blanco de los ojos, como al influjo de picantes recuerdos. Le daban bromas por su costumbre de aprovechar el desbordamiento de sentimentalismo de aquellas señoritas para hacerse querer ardientemente algunos minutos, como si fuera un instrumento de consuelo y de venganza enviado por Dios en el instante de las grandes crisis. Él mismo solía decir cínicamente, refiriéndose a estas pasajeras aventuras suyas, que el amor es como los bizcochos, que no deben comerse secos, saben mejor cuando están mojados con lágrimas.
—¡Pobrecita! —exclamó el bufón, con voz sepulcral—. ¡Cómo debe de haberme echado de menos! Quintales dio otro giro a la conversación.
—Rigoletto, ¿quieres decirme a qué extraña casualidad debemos el que nos hayas invitado hoy? El jorobado sonrió, y dijo sencillamente:
—Me han agrandado un poco la botella en pago a mis grandes servicios…
Hablaron entonces apasionadamente de política. En el fondo, carecían de ideales precisos en esta materia; pero les arrebataba el influjo de las palabras, y éstas eran suficientes para despertar en sus corazones las chispas del odio de sectas. Para los unos, los liberales eran sencillamente unos ladrones sin escrúpulos, y para los otros, los conservadores pretendían erigirse en casta privilegiada, amenazando hundir el país en el cieno de una oligarquía desprovista de verdadero patriotismo. Felizmente para los oídos de los vecinos, en aquel cenáculo no había más que un miembro del partido de la oposición, y éste era Masilla, hombre flemático y roído por el escepticismo, que a veces ponía de oro y azul a los jefes de su partido, a lo cual correspondían caballerescamente los otros haciendo lo propio con los suyos. Desde el momento en que no se ponía en tela de juicio la intangibilidad de la secta, podía discutirse entre amigos y confesarse mutuamente las íntimas lacerías. Se demolía todo lo existente a golpes furiosos, emitiéndose y aceptándose los principios morales más estupendos. La América Latina no ha producido aún el paciente y modesto historiador de sus costumbres privadas que contribuya a explicar la génesis de esos grandes y disparatados movimientos políticos de rebeldía y de reacción que sacuden casi continuamente nuestros pueblos. El extranjero, cuya mirada no puede ir más allá de la superficie del cuerpo social, se pasma al observar que, entre nosotros, hombres de verdadero talento emiten las más inconcebibles paradojas políticas; que individuos de gran corazón se prestan a desempeñar infames papeles; que quien ofrendó la vida en aras de la libertad pueda ser convertido por las circunstancias en instrumento de la tiranía; que muchos de los que obedecen sacrifican gustosos sus intereses, con tal de que sean sus ídolos los que manden, y que, habiendo en nuestros pueblos innumerables hombres inteligentes, cultos y probos, sea tan escaso el número de los que se distinguen por su honradez al frente de los intereses públicos. Y es que no saben hasta qué punto penetra en el corazón y la conciencia de la masa la inmoralidad de una clase directora, cualquiera que sea su color político, que considera al Estado como la mejor fuente de producción abierta a sus iniciativas. El mal ejemplo que corroe y que infecta viene sin cesar de arriba, y a fuerza de contemplar diariamente el espectáculo de la indisciplina, la injusticia y el fraude en las altas esferas, todo sentimiento sano acaba por embotarse en el alma de los de abajo, para dejar su puesto a las malas pasiones o al descreimiento. ¿Cómo queréis que sea una juventud donde la inmunidad parlamentaria ampara el delito común, el indulto vacía las cárceles en los días de elecciones, el hombre de elevada posición social asesina en plena calle, sin perder por eso la consideración de los demás y todo el mecanismo democrático para la renovación del poder se apoya en el matonismo y el miedo, dos cosas opuestas y aun contradictorias que se unen para sustentar una sola y al parecer irremediable vergüenza nacional? ¿Dónde está el alma de bastante temple, la conciencia de suficiente rectitud para mantenerse erguida y pura frente a la general podredumbre, sin dejarse ablandar por el contagio o abatir por el rencor y el escepticismo hasta convertir al hombre que la lleva en una unidad sin valor ni nombre entre el inmenso número de los retraídos? Los jóvenes que acabamos de conocer eran hijos legítimos de su raza y de su tiempo. Se mostraban siempre frívolos, vanidosos, incapaces de un esfuerzo sostenido, dueños de un carácter que podría ser gráficamente representado por una línea ondulada, con la despreocupación propia de los seres educados para formar parte de una casta afortunada, y cien veces más dispuestos a oírse llamar bribones que a pasar por tontos. Juzgaban de un solo golpe de vista a los hombres y las cosas, emitiendo su opinión, casi siempre desfavorable, en forma seca, cortante y despectiva. Decían de una persona: «Es un idiota», de una función teatral: «Es una porquería», de un gobernante: «Es un ladrón», o de un político: «Es un sinvergüenza», y quedaba condenado el asunto sin apelación, como si no hubiera cosa en la vida digna de tomarse en serio, ni aun la vida misma, y merecedora de una atención prolongada. Esta sencilla psicología, puesta de relieve a todas horas y particularmente en los momentos en que se trataban con apasionamiento las cuestiones de interés público, encerraba el germen de las clases directoras de lo porvenir, corrompidas además hasta el tuétano por el ejemplo de las de hoy, y bosquejaba anticipadamente lo futuro, si antes un cataclismo nivelador no venía a torcer la plácida evolución de los acontecimientos.
Excitados por las primeras libaciones, hablaban todos al mismo tiempo, gritando y riendo muy alto, y no disminuía el tumulto de las voces sino cuando se alzaba sobre ellas el tono agudo de la de Rigoletto, reclamando el silencio. Comentaban la genial salida del alcalde de la ciudad, que, después de dos años completos de absoluta inacción, al frente de un municipio en completo estado de desbarajuste, acababa de dictar un decreto sobre la unificación del color en las gorras de los motoristas de los tranvías, el cual empezaba con estas luminosas palabras: «Resultando: que no es propio de pueblos de alta cultura, como el nuestro, la indiferencia ante los asuntos de público ornato, y que uno de los que más imperiosamente reclaman la atención del gobernante es el que se refiere al porte y tocado de los conductores de vehículos urbanos, etcétera». A Masilla le parecía una burla al pueblo, el que un elevado funcionario se entretuviese en semejantes trivialidades, cuando tantos y tan graves problemas reclamaban su atención; pero se atribuyó su censura a intransigencia política, y los otros dos se encargaron de la defensa del alcalde. Rigoletto resumió la controversia, gritando para hacerse oír.
—¡Me parece bien! Es el segundo paso dado para civilizarnos. El primero se lo debemos a los americanos, que nos enseñaron a usar el inodoro, aunque parcialmente, pues se nos olvida algunas veces tirar de la cadena…
El sarcasmo fue mal recibido. Lo insultaron llamándolo españolizante y mal patriota. Los tres asumieron la defensa del país, a pesar de sus diferencias de opiniones, sin perjuicio de sostener dos minutos más tarde que era un pueblo nauseabundo, si llegaba el caso. Afirmaron que había progresos evidentes y hombres de talento y bastante cultura general; mucha más que en otros pueblos de América. Era indigno hablar mal de Cuba, por mero gusto. En ningún país del orbe los hombres eran tan inteligentes y tan despiertos. Rigoletto reía socarronamente.
—Sí —replicó—; sólo que sucede aquí lo que pasaba al dulce de la tía Olalla…
Sus antagonistas se quedaron un momento en suspenso, esperando alguna barbaridad.
—¿Y qué era eso?
—Muy sencillo: la tía Olalla hacía dulces, y compraba los huevos más frescos, la esencia de vainilla más pura, el azúcar más blanco y los más famosos ingredientes… Lo único malo era que al juntarlo todo en un caldero y revolverlo un poco, resultaba mierda.
Soltaron todos una gran carcajada, y la discusión hubiera terminado allí, si Masilla, deseoso de zaherir un poco a sus adversarios políticos, no la hubiera vuelto a plantear, diciendo:
—Después de todo, el decreto del alcalde bien puede ponerse al lado de aquel otro proyecto del secretario de agricultura, que aconsejaba plantar cacao al borde de las carreteras públicas, a fin de que el pueblo pudiese tomar chocolate barato.
Se alzó nuevamente la gritería, sin que nadie pudiera entenderse. Afortunadamente entró Anita, risueña, en traje muy ligero de mañana, atraída por el escándalo.
—¡Eh, basta de política! —gritó Quintales—. ¡Delante de las mujeres es una grosería!
—¿No te decía yo que vendrían en cuanto les diera el olor? —exclamó triunfalmente el futuro médico.
La muchacha había llegado como a su propia casa, tal era la costumbre de entrar allí a todas horas, y se puso enseguida a poner en orden la habitación, echando a un rincón la ropa sucia, retirando el cubo del agua y arreglando las camas.
—¡Eres una perla, chiquilla! Harías bien en dejar a la vieja y venir a vivir aquí…
—¿Con quién?
—¡Con los tres! ¡Turno riguroso y equitativo y derechos reglamentados! ¿Quieres?
—¡Límpiese! ¡Son ustedes muy poca cosa para eso! ¡Y están bastante feos los tres!
Se insultaban cariñosamente, como buenos camaradas. En realidad, cada cual había tenido su hora de capricho en el corazón de la joven, con el beneplácito de la mamá, que no consideraba peligrosos a estos vecinos; pero aquello era en ciertos momentos, cuando la naturaleza lo pedía. Hasta pudo haber sucedido que el propio Rigoletto hubiera encontrado antaño alguna oportunidad de consolarla. Pero su cualidad dominante era la discreción en ciertos asuntos, y nunca hablaba de ellos sino mucho tiempo después de acaecidos. Las mujeres sabían apreciar esa virtud, y lo trataban como a un verdadero amigo, sin burlarse de su ridícula figura, y teniendo, por lo general, que agradecerle una multitud de pequeños servicios que estaba siempre dispuesto a prestarles cuando no se trataba de dinero.
Anita aceptó una copa, sin aspavientos; pero se negó a que se la sirvieran en el vaso de dientes.
¡Tenía sus razones! Los demás rieron de su desvergüenza.
—Oye, Anita, ¿qué le pasó anoche a Carlota? —preguntó maliciosamente Cintura. La muchacha se irguió, protestando, entre irónica e indignada.
—¡Hijo, qué abuso! ¡Tiene un «farol apagado» y un hombro negro, y según parece el canalla de Azuquita la hizo dormir después en el suelo! ¡Ésas son las gracias de los chulos! Pero las mujeres tienen la culpa ¿verdad? Yo ni saludo siquiera a los hombres de esa clase.
Hizo un gesto de dignidad ofendida, para apoyar su protesta, semejante al de todas las mujeres cuando se trata de condenar la conducta de otra a quien consideran inferior.
—¡Vamos! ¿No has tenido nunca nada con alguno de ellos? —dijo Quintales.
—¡No, viejo! Mi único chulo es mi madre —replicó ella, con tal expresión de malicia y de cinismo que los cuatro hombres soltaron una carcajada.
—Pero te pega también —objetó Masilla.
—Sí; pero, como no tiene fuerza, no me marca el cuerpo, y es como si me acariciara… Cuando la veo coger un palo, huyo y no puede alcanzarme.
Masilla se levantó de pronto, dirigiéndose a la puerta. Era la hora en que la francesa pasaba para dirigirse a su burdel, donde permanecía todo el día y una gran parte de la noche, y el joven había oído sus pasos en el corredor. La mujer avanzaba por el pasillo, con un leve crujido de seda, los ojos bajos y el aire serio y modesto de una colegiala que se encamina a la pensión. Era alta, rubia, de carnes opulentas, y tenía el rostro ligeramente manchado de pecas. Al pasar saludó al estudiante, entre dientes, sin volver la cara.
—Buenos días.
—¡Un momento, Blanche! Venga a tomar una copa con nosotros. Es el santo de Rigoletto.
Se volvió a medias, dejando que sus duras facciones se iluminaran con una sonrisa de amabilidad profesional, en que apenas podía distinguirse un leve destello de simpatía hacia el joven, y prosiguió su camino con el mismo paso.
—No puedo. ¡Muchas gracias!
Aquel «no puedo» era, al mismo tiempo, un abismo y un poema. Blanche no era libre: había sido vendida por un apache como esclava, en doscientos cincuenta pesos, al que poseía actualmente el derecho de explotarla. Todos en la casa lo sabían y miraban con profunda curiosidad a la extraña pareja. Ella y su amante tenían siempre el mismo aspecto frío y reservado y hablaban muy poco. A duras penas saludaban a los vecinos, viviendo como un honrado matrimonio entregado sólo a sus negocios y que no desea codearse con los demás. Se entendían entre sí más con la mirada que con la palabra, y rara vez los oídos más curiosos lograron percibir, detrás de la puerta de su habitación, siempre cenada, rumor de cuchicheos y de risas ahogadas. Menos frecuentes aún eran las desavenencias domésticas, en que sólo se oía el golpe seco de los bastonazos, sin que respondiera a ellos el más leve lamento de la mujer ni pudiera escucharse la voz airada del hombre. Sólo a la mañana siguiente, se veía pasar a Blanche más derecha, con los ojos un poco enrojecidos y una contracción más severa en su rostro de monja.
—¡Qué! ¿Sales para mirar a ese casco? —le gritó Anita a Masilla, con aire de reconvención y de despecho.
El respondió sencillamente, desde la puerta:
—Sí; me gustaría adornarle la cabeza al francés.
—¡Vaya un gusto, hijo! ¡Para eso busca una yegua!
Expresaba el desprecio que todas las impuras de la casa, pertenecientes a una clase un poco más elevada, y que tenía otro precio en el mercado, profesaban a aquella miserable carne de marineros y de soldados. Para demostrarlo con más fuerza, Anita escupió ruidosamente en el suelo y pisó varias veces la saliva, lo cual era en ella la expresión más alta de la repugnancia y del desdén.
—¿Azuquita está ahí? —preguntó Quintales, dando otro giro a la conversación.
—No —dijo Anita—; salió esta mañana muy temprano.
—Entonces trae a Carlota. Eso la distraerá un poco.
—No va a querer, chico. ¡Como tiene el ojo así!…
—¡Qué importa! Tráela. Nosotros somos de confianza…
—No; que vaya Rigoletto a buscarla. Conmigo no querrá venir.
—¡Yo! ¡No, hija! —exclamó el truhán fingiendo un profundo terror—. ¡Tengo las nalgas muy sanas y muy hermosas para que las desorganicen de un puntapié!
—¡Lo que tú eres es un gran sinvergüenza! —declaró la muchacha, a modo de piropo, encaminándose a la puerta para cumplir por sí misma el encargo.
Un momento después entraba de nuevo, conduciendo por la mano a Carlotta, que sonreía con cierto embarazo. Todos rodearon a la joven, dirigiéndole preguntas, entre compasivos y burlones. Tenía una mancha oscura debajo del ojo izquierdo y el párpado hinchado, y vestía sencillamente una falda oscura, sobre la camisa, y una chambra suelta, detrás de la cual temblaban sus senos. Pasado el primer momento de confusión, se impuso su habitual descaro.
—¿Qué fue eso, hija?
—¡Una salvajada de Azuquita! El día menos pensado me separo de él… Pero ya me la había cobrado antes…
—¿Qué le hiciste?
Llevó una mano con los dedos abiertos sobre la frente y simuló unos cuernos, riendo cínicamente. Los demás le hicieron coro.
—¿Cuándo? ¿Con quién? —preguntó Masilla, intrigado.
—Hace tres noches, con Veneno… Me llevó en la máquina al campo, y algún sinvergüenza hablador se lo dijo a Azuquita… ¡Se la pegué, me dio y estamos en paz! Pero no me gusta quedar así —añadió rencorosamente—; quiero siempre deberle algo, y no pasará de hoy.
Dirigió al estudiante de medicina una mirada larga y ardorosa.
—¿Con quién…? —dijo éste con voz ligeramente insegura, porque había adivinado…
—Contigo, a las nueve, en casa de Luisa, la de Blanco —repuso Carlota, alargando los labios, como en un beso, al acabar la frase, y satisfecha de su venganza, más sabrosa desde el momento en que la cita era dada así delante de testigos.
Era el eterno juego de las pasiones y del amor propio excitado, entre la impura y su compañero de abyección; el honor salvaje del chulo —endiabladamente parecido en el fondo al otro honor, al de las personas decentes—, que se asoma a sus labios en forma de sonrisita cruel, y que parece decir a su querida: «Si me pones en ridículo, haciéndome perder mi prestigio delante de los de nuestra clase, te deslomo», frente a la astucia de la mujer y su deseo de no parecer una tonta demasiado sometida a la férula de su hombre, y en oposición a todas las sutiles traiciones que existen siempre en germen en la mayoría de las almas femeninas. Lucha de vanidades inocentes, no provista a veces de lances caballerescos y que no se opone, aunque parezca incomprensible, a los más vehementes extremos de la pasión y del sacrificio entre los dos amantes, y en que los castigos y las infidelidades se aceptan anticipadamente como hechos naturales, y muy a menudo sin rencor duradero…
—¿Pero vas a ir así a casa de Luisa esta noche? —le dijo Anita, escandalizada, a la otra, mostrándole con el dedo su ojo enfermo.
—Lo tapo con la crema y los polvos, y no se conoce. ¡No es la primera vez!
Enseguida, como un soldado que exhibe con orgullo sus cicatrices, Carlota levantó la manga de su chambra y enseñó el hombro amoratado. Luego, con el sencillo impudor de su costumbre de desnudarse delante de los demás, levantó sus faldas y mostró otras señales de golpes, sobre las carnes redondas y frescas.
—¡Me ha puesto como a una mula cerrera el muy arrastrado! —dijo como resumen—. Pero ya no me duelen…
—¿Con qué te dio, hija?
—Primero con la mano, y después con la varilla de hierro de la cama. ¡La suerte fue que se doblaba un poco!
Hacía alarde de todas aquellas vergüenzas complaciéndose en dar detalles; y como uno de los hombres preguntase burlonamente si hubo reconciliación después, la joven enrojeció un poco y dijo luego con descaro:
—Sí, esta madrugada.
Anita no pudo contenerse y protestó, indignada.
—¡Ay, chica! Lo que soy yo te juro que no viviría nunca con un hombre de ésos, ni sería capaz de besar a nadie después de haberme estropeado así.
Carlota tenía bastante buena educación. Había sido empleada de una oficina del Estado, donde la sedujo su jefe, que la abandonó al poco tiempo por otra, y a pesar de su temperamento naturalmente vicioso, sabía expresarse bien, hablaba algunas veces con seriedad y era dada a mostrar su experiencia del mundo en forma de observaciones más o menos filosóficas. Así fue que suspiró y dijo:
—Pues es el único recurso que nos queda, aunque no te guste. ¿Con quién va una a vivir? ¿Con un caballerito de éstos, que tiembla ante la idea de presentarse ante un juez correccional? ¡No!; ellos se van, a la larga, con las señoritas, con las damas de sociedad, y nos dejan en la calle. Los otros no tienen por qué avergonzarse de nosotras, ni nosotras de ellos…
En el acto, arrepentida de su franqueza y deseando borrar el mal efecto que sus palabras hubieran podido producir en Masilla, su amante de corazón aquella noche, se fue impetuosamente hacia él y le estampó un sonoro beso en la boca, exclamando:
—No creas nada de eso, mi santo. ¡Ha sido una broma!
Aquélla fue la señal para que la alegría se desatase de nuevo. Las copas circularon, y los chistes fuertes, las palabrotas, rodaron también de boca en boca. Se festejaban las bodas de un día de Carlota y Masilla y el supuesto santo de Rigoletto. Cualquier cosa era un pretexto entre aquellos locos para organizar una juerga monumental. La «novia» vigilaba sin cesar al lado de la puerta, presta a escapar hacia su cuarto si su querido subía la escalera. Afortunadamente la claraboya permitía ver con bastante anticipación todo el que llegase a la altura del recodo.
—Dice Azuquita que si me coge en este cuarto me mata —dijo la muchacha, entre temerosa y risueña.
—¡Ya se guardará muy bien de eso! —gritó heroicamente Masilla, mostrando sus formidables puños de atleta—. ¡Lo destripo!
—¡Lo destripamos! —rectificó con mucha seriedad Rigoletto—. Es más eficaz siempre la acción colectiva.
Y levantando por encima de la cabeza la taza casi llena, donde apenas había bebido dos sorbos desde que se iniciara la fiesta, agregó:
—Pero propongo que, antes de destriparlo, lo inscribamos en la asociación de defensores de la moral que preside don Rudesindo, el digno propietario de esta casa.
—¡Qué lástima que no tengamos dinero! —exclamó Quintales, cuya embriaguez era siempre triste.
Su melancolía se propagó instantáneamente a toda la reunión, que presentía una aburrida noche de carnaval después de las fugaces locuras de aquella mañana tan bien empezada. El propio Masilla, a pesar de su triunfo, se dejaba arrastrar por la ola de general desaliento, cuando la providencia empujó rudamente la puerta de la habitación y cayó en medio de los circunstantes maravillados, en forma de un mocetón cuadrado, con grandes bigotes caídos, como los de los chinos, y manos enormes, callosas y atenazadas que sostenían una caja y un paquete cuidadosamente embalados con muchas vueltas de bramante.
—¡Bartolo! ¡El gran Bartolo! ¡Bartolito! —gritó alborozado Cintura, saltando al cuello del recién llegado—
¡Has venido como dedo en… ojo! ¡Nos salvas!
Ante la apostura y la sonrisa de aquel palurdo gigantesco, las dos mujeres se miraron un tanto confusas, pero las palabras del joven estudiante de derecho les devolvieron en el acto la tranquilidad, y entonces examinaron de reojo y con curiosidad la facha del nuevo personaje. Vestía éste un traje de dril, de rayitas negras y blancas y encasquetado hasta las cejas un enorme sombrero jipijapa, que no se quitó al entrar. No llevaba chaleco, sino una ancha faja de cuero ceñida a la cintura, y por debajo de la americana, demasiado corta, sobresalía el cañón, negro y lustroso, de un formidable pistolón. Por lo demás, el tal Bartolo mostraba en todos sus movimientos el aplomo y la majestad propios del bruto que conoce su fuerza y que no se ven por lo general sino en los paquidermos y en otros grandes animales que viven solos en el desierto.
—¿Qué nos traes, Bartolo?
—Lomo de puerco ahumado, longaniza, frutas, un queso y dulces que tu mamá hizo ella misma para mandártelos.
Cintura saltó varias veces de gozo.
—¡Un banquete, Bartolo! ¡Un verdadero banquete…! Y veinte pesos que me darás por cuenta de papaíto, porque no me queda ni una peseta —añadió, iluminado súbitamente por genial idea.
El gigante sonrió, mostrando sus dos hileras de dientes blancos y parejos, como dos cuchillas. Después sacó lentamente una bolsa de lana, corrió con mucha parsimonia los anillos metálicos y separó uno a uno cuatro moneditas de oro del montón de otras semejantes que la llenaba. Los ojos de las dos muchachas brillaron de codicia, e instintivamente se aproximaron al campesino, olfateando un buen negocio.
—Tu papá va a poner el grito en el cielo —dijo Bartolo, echando en las manos del joven las cuatro piezas—; pero yo me encargaré de amansarlo…
Cintura empezó a arrepentirse de no haber pedido cincuenta duros; mas ya era tarde, y tuvo que conformarse con lo que había, obtenido tan fácilmente.
—Almorzaremos aquí —exclamó, dirigiéndose a sus compañeros—. ¿Qué les parece?
¡Tendremos un día completo! Y Bartolo y las niñas se quedarán con nosotros, porque es justo y necesario.
Desde hacía unos instantes, Carlota se mostraba un poco inquieta y dirigía miradas recelosas a la claraboya de la escalera.
Los otros formaron grupos. El palurdo, metido en broma, celebraba los pies de Anita, dirigiendo a la impura miradas hambrientas.
—¡Y si tú vieras lo que está más arriba! —prorrumpió Cintura con una risotada—. Esta muchacha, aunque parece flaca, tiene buenas cosas… A ver, Ana, enséñale las piernas a Bartolo para que vea que es verdad.
La joven iba a hacer un mohín desdeñoso, pero se acordó de la bolsa, sustituyéndolo en el acto con una muestra de complaciente descaro, y alzó un momento las faldas, dejándolas caer enseguida.
Quintales la recompensó tomándola por la cintura y levantándola como una pluma, mientras las pupilas del rústico lanzaban un destello de salvaje lujuria. Cintura se acercó a él, y antes de pasar adelante en el camino del desorden, quiso enterarse de cosas serias.
Se informó de la salud del padre, la madre y las hermanas, que le enviaban besos y abrazos y contaban las horas deseando que llegase junio para tenerlo allá. El año no había sido muy bueno, pero don Federico, el cacique respetado y temido en toda la comarca, ganaba siempre mucho, aunque por lo general se pasara quejándose de la situación. Después deseó el joven enterarse de los asuntos de otras personas, y preguntó qué era lo que le había sucedido a Luciano Candela, un muchacho del pueblo, poco más o menos de la misma edad que él, a quien el mes anterior habían encontrado muerto de varios machetazos y encerrado en un saco de lona, entre unas cañas. Bartolo se rascó el cabeza, un poco perplejo.
—¿Qué le pasó? Pues que se la arrancaron —repuso con cierta sorna.
—Ya lo sé; los periódicos dieron cuenta del hallazgo del cadáver. Pero ¿quién lo mató? Nuevo embarazo del campesino, que no sabía cómo contar aquello.
—¡Cosas de la política! —dijo al fin—. Luciano era majadero, y don Federico, tu papá, lo había salvado muchas veces de un percance… Pero a lo último, se puso muy inconveniente, y ya el viejo no pudo hacer nada… Dijo que hicieran lo que quisiesen, porque el muchacho era cabeza dura, y al día siguiente le sucedió el tropiezo…
Cintura no quiso preguntar más, y aun se reprochó el haberlo hecho, mientras Rigoletto decía para su capote: «He ahí seguramente a uno de los que cosieron el saco». Fue preciso disipar el ligero malestar que aquel incidente ocasionara, y se pusieron todos a desembalarlos regalos con febril actividad pinchándose los dedos con los clavos. En eso, Carlota, que había creído distinguir la sombra de Azuquita en el recodo de la escalera, escapó hacia su cuarto, saltando como una cierva. Fue una falsa alarma, y volvió al poco tiempo cuando ya los comestibles estaban expuestos sobre la mesa y la algazara reinaba de nuevo entre todos los concurrentes.
Los jóvenes reían de la cínica ocurrencia de Rigoletto, empeñado en llamar a Bartolo «mi querido igorrote», con grandes muestras de deferencia hacia su imponente persona. El palurdo acabó por amostazarse, más que por las palabras, por la figura de aquella especie de enano, feo y zumbón, que le hablaba gritando, como si fuera sordo, y le preguntó a Cintura, con el entrecejo un poco fruncido:
—¿Qué es lo que quiere decir este hombre con eso de algarrote?
—Es como si te dijera: «mi querido correligionario» —repuso el joven, conteniendo la risa—, porque es también de los nuestros.
Bartolo saludó entonces al jorobado con la más amable de sus sonrisas. Pero Masilla, deseoso de lanzar una buena sátira a sus adversarios políticos, estuvo a punto de echar a perder el arreglo.
—En La Habana —dijo—, le llaman, por cariño, igorrotes a los del partido de usted.
Cintura y Quintales abrieron la boca para protestar, y lo hubieran hecho ruidosamente, si la mirada cómicamente alarmada y suplicante de Rigoletto no les hubiera impuesto silencio. Su mala impresión se borró totalmente, y aun rieron todos del chiste, cuando Bartolo, volviéndose hacia el hijo de su dueño y señor, le dijo con perfecta ingenuidad.
—Fico, vas a ponerme en un papel esa palabra para decírsela también a los amigos de allá.
Ahora Rigoletto, pasado el peligro, se disponía a referirle al rústico político la historia de su único ensayo oratorio, tan desastrosamente terminado al iniciarse, por la falta de seriedad del público, y para hacer más a lo vivo su papel acababa de subirse a una silla y trataba de reproducir su actitud en el instante de escalar la tribuna. Como la vez anterior, no le dejaron empezar, y en un segundo su cuerpo fue el blanco de diferentes proyectiles, de los muchos que se encontraban a mano en el cuarto. Esta ruidosa interrupción sin duda entraba en el programa ideado por Rigoletto.
—¡Infeliz! —le gritó Quintales—. Cuando acabes de quedarte calvo vas a parecer un mono viejo.
—Como tu padre, Armandito —replicó prontamente y sin inmutarse el agresivo payaso—; como tu digno padre, el ilustre prócer provinciano, cuya luminosa y pulida testa es el orgullo de la República.
La burla estalló bulliciosamente a expensas del pobre muchacho, cuyo chiste se volvía contre él, porque nada podía evocar más fácilmente la imagen de un viejo gorila que las cortas patillas grises, los vivaces ojillos, la mandíbula inferior redonda y prominente y la pelada cabeza del autor de sus días, a quien con tan mala intención acababa de recordar Rigoletto. El joven enrojeció y guardó silencio, preparando el desquite durante la tregua que siguió a aquella nueva algazara; tregua que aprovecharon las dos muchachas para aproximarse un poco más a Bartolo, atentas al negocio, aun en medio del más alegre desorden. La tal defección molestaba un poco a los estudiantes, los cuales veían disminuido el prestigio de sus frescos rostros ante la bolsa repleta del campesino y las miradas lujuriosas de sus ojos bovinos. Hubo un momento en que la melancolía, que duerme como un fatídico sedimento en el fondo de todas las locuras humanas, dio muestras de subir a la superficie. Se miraron unos a otros disgustados y con las cabezas pesadas por las estúpidas libaciones, de cuyo exceso daba fe la botella casi vacía. Y en ese instante resonó la voz vengativa de Armando Quintales, que había encontrado por fin el punto débil de la armadura del jorobado y se disponía a descargar el golpe.
—Rigoletto, anoche ganó tu amigo Rogelio treinta monedas en el Círculo Reformista.
Al oír el nombre de Rogelio, Rigoletto hizo un casi imperceptible ademán de disgusto; pero se repuso en el acto y respondió burlonamente:
—¿De veras? ¡Pues no me dio nada!…
—Te lo digo —prosiguió el otro, ensañándose, con una ironía rencorosa— para que no te tomes ahora tanto trabajo en llevar y traer paquetes de costura al cuarto de la «señora». Teresa, y porque me da pena verte convertido en un mandadero.
Rigoletto iba a contestar, impetuosa y seriamente, porque no era cobarde, a pesar de su pequeñez y de su ridícula figura, de la cual parecía él cómicamente orgulloso; pero recordó a tiempo que ése no era su papel y trató de disimular desviando el tema de ¡a conversación. Fue inútil. El asunto a que se refería Quintales apasionaba los ánimos en aquellos días, y se generalizó la charla sobre él. Tratábase de los frecuentes viajes de Rigoletto del cuarto de Teresa a un almacén de confecciones de la calle de San Rafael, llevando y trayendo la obra de costura que aquélla despachaba afanosamente y en silencio, dejando terminadas tres docenas de sayas cada dos días. La actitud del jorobado, a quien no se le creía capaz de un oficio semejante, había despertado la curiosidad y el asombro de los ociosos de fe casa, y hacía dos semanas que no se hablaba de otra cosa en toda ella. Los nombres opinaban que aquella fiebre de trabajo era pura gazmoñería y deseos de singularizarse, puesto que ¿adónde conducían esos pujos de virtud en una mujer que era la querida de un hombre casado? En la clasificación estrecha que la mayoría de los hombres hace de honradas e impuras no caben jerarquías, y aquellos jóvenes, pertenecientes a una generación de epicúreos acostumbrados a burlarse de casi todo los sentimientos elevados, tenían además muchos pequeños agravios que vengar de la extraña mujer, que, siendo abiertamente rebelde a las leyes sociales, se obstinaba en vivir como una honesta. Pero Carlota, apartándose un momento de Bartolo, que estaba como un bajá entre sus dos favoritas, asumió con calor la defensa de Teresa.
—Ustedes no pueden comprender ciertas cosas, porque son unos brutos, y dispensen el piropo —dijo encarándose con ellos—. A mí no me era simpática la mujer, y hablé también muy mal de ella, creyéndola una orgullosa; pero ahora no pienso del mismo modo y apruebo lo que hace, trabajando y no dejándose engañar por otro hombre… ¡Ojalá yo hubiese hecho lo mismo! Porque no es nada divertida esta vida para nosotras, y es preferible cien veces romperse los dedos con la aguja… En cuanto a Rigoletto, hace lo que ninguno de ustedes sería capaz de hacer por una mujer, aunque se tratase de una hermana.
Quintales lanzó una carcajada y replicó:
—Todas ustedes son románticas, a pesar de la vida que hacen… Rigoletto no piensa como tú crees, ni nada por el estilo. ¡Él va a su negocio y nada más! ¡Es su táctica…! Y si no, pregúntale si no va a buscar el premio, como siempre…
A pesar de su aplomo sin límites, de su experiencia de la vida y del descaro habitual en que se encerraba, como la tortuga en su concha, el pobre contrahecho perdió por un momento el dominio de sí mismo. Palideció; su cabeza lució más lamentablemente hundida entre los hombros demasiado altos, y en lugar de su genio agresivo, sólo encontró protestas vagas y un aire de gravedad que desfiguraba de modo lastimoso su burlona fisonomía. Era demasiado hábil en aquel juego de la broma y de la lucha de frases para ignorar que una actitud seria y digna acabaría de ponerlo en ridículo y de rebajar su prestigio delante de aquellos muchachos, y determinó retirarse, como un general próximo a sufrir por primera vez la vergüenza de la derrota. Por fortuna, Masilla acudió en su socorro.
—¡Y a ti qué te importa, Armando! Deja a Rigoletto operar; y si es como tú dices, que le haga buen provecho…
La aparente defensa hacía, en realidad, una pérfida insinuación que dejaba abierto el camino de la sospecha; pero tuvo el poder de desviar la burla, haciendo callar a Cintura. La embriaguez es voluble, cuando no toma la forma pesada de un estribillo, y aquellos jóvenes empezaban a sentir hondamente sus efectos. Ahora Bartolo tenía sentada en las piernas a las dos muchachas, una en cada rodilla. Rigoletto se aprovechó del desorden para escapar.
—¡Vuelvo enseguida! —¡gritó desde la puerta.
—¿Vuelves, de veras?
—Sí; enseguida.
En el pasillo se detuvo, antes de dirigirse resueltamente al cuarto de Teresa. Estaba turbado y como abatido todavía, por el efecto de las últimas emociones, y se frotó con fuerza los párpados.
Es posible que quisiera detener una lágrima comprimida detrás de ellos y próxima a saltar indiscretamente.