14

Al día siguiente, por la mañana, cuando recibió el paquete de monedas de oro, una cita de don Rudesindo para las ocho de aquella misma noche y un discurso de la casera, que le trajo todo esto, no se atrevió Teresa a llevarle personalmente el dinero a Florinda, y esperó a que Dominga viniese a traerle el almuerzo para enviarlo con ella. Ni siquiera lo tocó. Hizo que Flora lo pusiese sobre la cama, y ni miró el pesado cartucho, provocando con ello el asombro de la celestina, la cual no podía comprender cómo podía verse con esa indiferencia una suma tan respetable.

—Ya sabe usted, señorita Teresa, a las ocho en punto. Estos comerciantes son la exactitud misma, y les gusta la puntualidad. No olvide que es la segunda puerta, empezando a contar por la Avenida del Golfo. No tiene que tocar: empuje y la encontrará abierta. Nadie la verá a usted, porque no se trata de un lugar de citas, sino de una casa que un amigo le presta a don Rudesindo para sus negocios…

Teresa no estaba conmovida, como la víspera; lejos de eso, experimentaba una profunda repugnancia ante la charla de aquella mujer, y el violento deseo de que se fuese y la dejara sola. Flora hizo una breve pausa, y siguió dando detalles acerca de las costumbres del rico mercader.

—Le ha señalado esa hora, porque no le gusta que lo sorprendan, a la luz del día, en ciertos pasos; y como hace su comida a las cinco, por su dispepsia… ¡Yo conozco bien al viejo zorro, y sé sus tretas! Por nada del mundo se arriesgaría a coger una apoplejía…

Teresa comprendió y se puso encarnada como una guinda. Tuvo el súbito impulso de correr a la cama, tomar el dinero y arrojárselo a la cara a la charlatana, para que se lo volviese a llevar a su amo; pero se contuvo, no sin comprender vagamente por qué todas las impuras que había tratado hacían alarde de despreciar a los hombres de quienes vivían.

«Ya me acostumbraré», pensó con amargura; y soportó con estoica resignación la palabrería de Flora, que le hablaba ahora maternalmente, exponiéndole su sorpresa al notar la facilidad con que el viejo soltara los cuartos, y dándole consejos para que supiese aprovechar esta buena disposición de ánimo.

Cuando, por fin, la vio alejarse, sonando los dijes de las pulseras, suspiró con satisfacción y permaneció absorta, con las piernas cruzadas y la mirada en el techo. Sentía un profundo goce al imaginar la sorpresa que iba a recibir Florinda cuando le entregasen el dinero, el cual serviría probablemente para el entierro de Llillina, y sentía, al mismo tiempo, otra áspera y como rabiosa alegría, al sentirse manchada, cual si su vergüenza cayese también sobre Rogelio, sobre su hermano, sobre todo lo que pudo dignificarla y no lo hizo. Y, ¡cosa singular!, conjuntamente con este nervioso júbilo, experimentaba el escozor de una lastimadura interna, al pensar que le pagaban para divertirse con ella, y que algo perdería con esto, sin que pudiera recuperarlo jamás.

Miró varias veces el reloj, padeciéndole que los minutos huían con extraordinaria rapidez. Rigoletto no había ido en toda la mañana, y acaso no iría en el resto del día, porque su abuela estaba la víspera muy enferma. Teresa hacía votos interiormente porque este buen amigo no se presentara en aquellos momentos. Le molestaba la idea de encontrarse con él, después de haber recibido el precio de su venta. Tal vez sólo a este pobre corazón, cuyas torturas creía adivinar algunas veces, le ocultaría la verdad de su ignominia, mientras pudiera hacerlo. Y comprendía que iba a costarle un gran trabajo hablar con él de cosas indiferentes y conservar su horrible secreto, como si se tratase de un extraño. De todos modos, era cien veces mejor que no lo viera antes de su cita con el viejo.

Cuando Dominga le sirvió el almuerzo, con solicitudes de madre y sonrisa de esclava, comió automáticamente y sin responder a la negra más que con monosílabos. Después la abrazó, para hacerse perdonar su laconismo, y le hizo coger el dinero de Florinda. Al tomarle el peso, Dominga retrocedió, mirando con estupor a la joven. Ésta, que no había pensado en lo que iba a decirle acerca de la procedencia de aquella suma, se resignó a mentir piadosamente.

—Vendí las acciones de una mina de cobre que Rogelio tenía —dijo con un leve temblor en la voz.

—¿A quién? —preguntó la negra, sin sospechar el engaño.

—Al dueño de esta casa… Ya te contaré. ¡Fue una verdadera suerte…!

Teresa deseaba obstinadamente estar sola, y por primera vez en su vida vio partir a Dominga con alegría. A medida que pasaba el tiempo, iba sintiéndose nerviosa. A pesar de que, teóricamente, había analizado, una por una, las fases de lo que iba a sucederle, habiendo tomado con entera frialdad todas sus resoluciones, el paso de la teoría a la práctica se le ofrecía de pronto como un abismo de profundidad desconocida, ante el cual temblaban sus carnes, a pesar suyo. No pensaba concretamente en el viejo galante y ceremonioso que la acababa de pagar con verdadera esplendidez. Ése u otro eran lo mismo, y aun mejor resultaba el que con tanta delicadeza había sabido conducirse. El hecho era lo que espantaba a Teresa; el miserable dinero, que despreció toda su vida, y mediante el cual un hombre, a quien ella no se habría dado voluntariamente, iba a adquirir el derecho de descubrir sus más íntimos encantos y recrearse con ellos. La obsesión llegó a ser tan intensa, que Teresa se preguntó si no habría vivido equivocada hasta aquel momento, y si no sería mejor que exigiese a su hermano la devolución de la fortuna que le pertenecía, con cuyas rentas le sobraría para vivir en paz como quisiera. Quedóse inmóvil, con los ojos abiertos ante las escenas de esta tranquila existencia, que su cruel imaginación se complacía en ofrecerle. Sentía en el corazón la mordedura del orgullo, al tener que venderse, y el propio orgullo la obligaba a mantenerse inflexible en su propósito de recibir de los demás lo que no quiso nunca tomar de los suyos. Sin embargo, la tentación era demasiado fuerte, puesto que, rica, tenía el derecho de conservar a su lado a sus dos hijos, sin tener que avergonzarse ante ellos. Este pensamiento le produjo una espantosa crisis de rabia, durante la cual su odio pareció dirigirse un instante hacia la mujer y la hija de Rogelio. ¿Qué le importaban a ellas estas gentes? La chiquilla tenía sangre de él, sangre miserable y cobarde, que no valía la pena del menor sacrificio; la otra era una mujerzuela vulgar, a quien las privaciones no hacían mella. Se detuvo como ante sí misma, crispada, convulsa en un verdadero rapto de locura, y estuvo un momento indecisa. Enseguida sonrió con amargura, pensando que era tarde para reconstruir su vida, y que, puesto que había elegido un camino, era menester seguirlo, y se levantó perezosamente, sintiendo la súbita necesidad de poner en movimiento los músculos para que circulase la sangre. Temblaba. Quería aturdirse, llegar de prisa al repugnante momento de la entrega de su cuerpo y atravesarlo, para encontrarse luego en un terreno, cualquiera que fuese, que sería en adelante el suyo.

Así estuvo hasta las cuatro, compartiendo el tiempo entre paseos febriles por la habitación y largos ratos de abatimiento y de quietud, en que se hubiera creído que dormía. Su voluntad se animaba, a intervalos, como una bestia cansada, que sólo reacciona a latigazos. A esa hora se desperezó, tomó sus jabones y sus toallas y se encaminó automáticamente al baño, que estaba en el recodo del pasillo; pues desde que ocupaba una sola habitación, no tenía la comodidad de bañarse en su cuarto. Cuando volvió, fresca y sonrosada, envuelta en su amplia bata de crespón crema, parecía haber recobrado la ligereza. Dejó caer la bata, y se contempló un instante con satisfacción en la luna del armario. Después empezó a vestirse con mucha calma, examinando pieza por pieza antes de decidirse a ponérselas. Así, fueron cubriéndola las medias negras, los estrechos zapatitos de charol, en los que fue necesario disimular con tinta algunos desperfectos, el vaporoso pantalón de lino y encajes, la enagua corta y un ligero cubrecorsé sobre la flexible armazón de este último. A veces, al acabar de ajustarse una de aquellas coquetonas vestiduras, sonreía enigmáticamente al espejo, como si saborease interiormente una venganza al encontrarse bella y codiciable a pesar de todo. Se puso un traje negro, de calle, con escote y mangas de gasa, que mostraban casi desnudos sus magníficos brazos; pero se arrepintió luego, pareciéndole que era demasiado llamativo, y prefirió la falda oscura y la sencilla blusa que usaba todos los días, creyéndolas de mejor gusto. Su instinto le decía que cuando un hombre da quinientos pesos por una mujer, en lugar de los diez que le costaría una belleza vulgar ataviada suntuosamente, lo que paga es la honradez, y ésta debe ofrécesele con su decorado propio. Eran las cinco menos cuarto cuando pasó, ante el espejo, los clavos de su ancho sombrero sin adornos, y se dispuso a salir, extrañándole nuevamente que no hubiese venido Rigoletto en todo el día. Suspiró al acordarse del pobre amigo cuyo secreto temía adivinar, y se encaminó rápidamente hacia la puerta, después de haberse cerciorado de que llevaba el llavín de la casa y la llave de su cuarto en su ligera bolsa de mano.

En la esquina tomó un auto de alquiler y se hizo conducir a casa de Florinda, todavía preocupada con aquella desaparición de Rigoletto, que le hacía temer que le hubiese sucedido alguna desgracia. También pensó en que tal vez Llillina hubiese muerto ya, y se estremeció, creyendo que acaso fuera aquello un presentimiento. Al llegar a la puerta se tranquilizó: en la casa no había movimientos que indicasen que un acontecimiento anormal hubiera sucedido.

Entró de prisa, sintiendo en el alma la frialdad de aquella sala sin muebles y de aquella pesada atmósfera, cargada de olores de drogas, donde parecía flotar la muerte. Se asombró del ruido que sus pisadas producían en el pavimento, y se aproximó con cautela a la puerta del cuarto de la enferma. Había ocho o diez personas, sentadas a lo largo de las paredes y guardando una actitud grave y silenciosa. Teresa reconoció a Dominga, a Anita con su madre y a Obdulia; las demás eran vecinas a quienes no conocía sino de vista.

Florinda, de espaldas a la puerta, arreglaba las ropas del lecho de Llillina, y no vio a Teresa. Ésta se acercó ansiosamente a su nodriza y le preguntó en voz baja:

—¿Qué tal?

Dominga, por toda respuesta, contrajo los labios hacia los dos lados, para indicar que, a su juicio, todo estaba perdido.

—Y tú, ¿no cocinas hoy?

—Puse otra en mi lugar, porque creo que «esto» se acaba hoy mismo —repuso la negra, señalando al lecho con un significativo ademán.

Florinda vio a Teresa y dejó escapar un breve grito de júbilo. La pobre madre estaba radiante de esperanza y de optimismo, siendo ella sola, entre todos los circundantes, la que no veía la proximidad del horrible desenlace. El curandero había venido, y después de algunos rodeos, prometió la curación de la enfermita, «cuando hubiera conseguido quitarle el mal que le habían hecho los médicos». Florinda le mostró a Teresa, con un gesto de triunfo, el rostro de su hija, a quien, desde aquella mañana, no se le ponían inyecciones.

—¿Ve usted la diferencia, hija mía? Ya ni se asfixia, ni hay que tenerla adormecida con la morfina… ¡Y todo eso se lo debo a usted, que ha sido nuestro Ángel de la Guarda!

En un arrebato de su gratitud, quiso besarle la mano, lo que impidió Teresa, echándose hacia atrás vivamente. La otra repitió, con voz que parecía un eco:

—Tendré hija otra vez, y a usted se lo deberé únicamente.

Teresa se había dado cuenta, en el acto, de la verdad. Llillina no se ahogaba ya, porque apenas vivía, y no necesitaba calmantes, porque tenía en su cuerpo el adormecimiento de la muerte. A veces abría sus grandes ojos, casi apagados, y los paseaba por la habitación, como si despertara de un profundo sueño. La madre, en su afán de creerla mejor, solía torturarla cruelmente, hablándole de tonterías. Llillina, algunas veces, sonreía al oírla, y pedía por señas que le mojaran los labios, para hacerla callar. Aunque hablaba muy poco, parecía conservar toda su lucidez y conocer con gran exactitud la proximidad de su fin. Desde que amaneció preguntaba a cada momento:

—¿Qué hora es?

Y se limitaba a sonreír, cuando alguien quería saber por qué hacía aquella pregunta. Una vez, sin embargo, había respondido, con palabras apenas perceptibles:

—A la noche lo sabrán.

Teresa pudo observarla atentamente, mientras la madre le daba cuenta, con un tropel de palabras, de los pronósticos del brujo.

Ya no tenía aquel tinte amoratado del rostro, que aumentaba durante los períodos de asfixia, sino una palidez de cera, en medio de la cual sobresalía la nariz, larga y afilada como la hoja de un cuchillo. Los labios y las mejillas habían perdido el color de la fiebre, y se apartaban, mostrando el agujero negro de la boca, sin descubrir los dientes. De aquel horrible agujero salía un soplo lento y fatigoso, como un estertor, que cesaba completamente a ratos. En su incomprensible optimismo, la madre había tenido una idea, que resultaba macabra: había recogido los rubios cabellos de la niña en un gorrito de encaje, lleno de cintas rosadas, que se aplastaba sobre la cabeza, inexpresiva ya, de la moribunda, haciendo el efecto de una burlesca profanación. Las manos de Llillina, que parecían las de un esqueleto, se crispaban inertes sobre la sábana, y solo, de tiempo en tiempo, se crispaban, con un movimiento incoherente, como queriendo arrugar a puñados la tela.

Teresa apartó la vista con horror de aquel cuadro y procuró alejarse disimuladamente; pero Florinda la persiguió, asediándola con sus preguntas.

—¿Cómo la encuentra?

—Mejor… ¡Mucho mejor!

—¿No es verdad que sí? Esa tranquilidad es un buen síntoma, ¿no lo cree usted? Yo la noto, sobre todo, desde esta mañana.

Se llevó a su antigua rival a un lado, cerca de los pies de la cama, y allí desahogó otra vez su odio al ausente, con palabras duras y groseras interjecciones que hacían temblar los bordes de su boca desdentada. Era una sucesión, sin cesar repetida, de las mismas quejas e idénticos insultos. Trataba a Teresa de igual a igual, como a otra víctima herida por el mismo golpe. Desde que se vieron por primera vez, le demostró que la consideraba más esposa de Rogelio que ella misma, puesto que se había unido a él siendo virgen. En su estrecha mente de mujer sometida desde su nacimiento al poder de los demás y que nunca soñó en casarse después de su primer «mal paso», el mito de la virginidad adquiría una importancia extraordinaria; y en el instante en que ambas lloraban su abandono, aquella idea cambiaba en compasión hacia Teresa el rencor de la pobre esclava, si alguna vez lo abrigó en su corazón.

—He tenido noticias del muy canalla, del muy indecente… Como saben que me mortifican con ello, vienen a contarme lo que hace… Está en Cienfuegos con su nueva querida, y ni siquiera se acuerda de mandarle un peso a su hija, ni de enterarse de si se ha muerto como un perro… Pero tiene que pagarla, se lo aseguro; ¡si hay Dios tiene que pagarla en este mundo o en otro…!

Se detuvo, porque en el lecho se oyó algo semejante a un gemido. Las dos mujeres corrieron hacia la enfermita y la vieron agitando los labios y con los ojos dilatados por el espanto. Ambas se inclinaron sobre el lecho. Llillina repetía débilmente, pero con mucha claridad, estas palabras:

—Perdónenlo, perdónenlo.

Se dirigía a ambas puesto que hablaba en plural. ¿Sabía acaso…? Las dos mujeres se miraron con estupor. Luego, Florinda, en un arrebato de pasión, se precipitó sobre la moribunda, ahogándola con sus lágrimas y con sus besos.

—Sí; ángel mío; sí, puesto que tú me lo pides… Pero ponte buena, mi gloria; ponte buena, para que tu pobrecita madre pueda vivir…

El drama vivía aún en aquella casa, con la misma intensidad que el día en que se supo la fuga de Rogelio. Fue necesario separar a viva fuerza a la madre de la cama de la hija, y llevarla a una silla, hasta que pasara la crisis nerviosa que la sacudía. Teresa, disgustada por aquella escena, se retiró a un ángulo de la habitación y procuró distraerse observando a las personas que allí había.

Anita y la madre hablaban en voz baja, tratando de disimular los ademanes que pudiesen revelar el objeto de su conversación. La muchacha vestía un traje transparente, que dejaba traslucir toda la ropa interior, complicada y lujosa, y mostraba las piernas hasta cerca de la rodilla. La madre, por el contrario, llevaba un viejo vestido negro, y tenía el aire de una criada que acompaña a su señorita. Conservaba delante de los demás su aspecto tímido y bondadoso de mujer del pueblo, a quien la experiencia y los infortunios habían hecho transigir con muchas cosas, y apartaba sus muslos de los de Anita, para no estropearle las ropas. Teresa la comparó involuntariamente con Florinda, que también era de la más humilde clase y en quien asimismo las ideas morales parecían haber muerto, desde hacía mucho tiempo, sin destruir su bondad. ¿No tenían aquellas mujeres un corazón mejor que el de las otras, más lógico, más en armonía con la realidad de la vida y menos seco por los prejuicios y la idea enfermiza de las conveniencias?

Se asombró de este descubrimiento, que nunca se había precisado con tanta claridad en su espíritu, y sonrió casi irónicamente a la idea de que, desde ese día ella entraba también francamente en el gremio de las impuras.

Enseguida sus ojos se fijaron en Obdulia, que estaba muy seria, muy recogida en su silla, y trataba de ocultar las pantorrillas bajo la falda. Sintió una punzada en el corazón, al pensar que Rogelio la había engañado también con aquella chiquilla que sabía bajar los ojos con tanta modestia y conservar en todos sus modales su discreta actitud de niña. Ésta no le produjo el mismo efecto que las otras. La hipocresía le repugnaba, hiriendo la natural rectitud de su carácter, capaz de disculparlo todo excepto el disimulo. Y sin embargo, aquella precoz embaucadora había dado también singulares pruebas de piedad y aun de abnegación pasando noches enteras a la cabecera de su vecina enferma y trayéndole a Florinda cuantas pesetas podía conseguir, aun robándoselas a su padre, a riesgo de ganarse una buena paliza. ¿Qué clase de sentimientos engendraba, pues, la impureza, que así infundía en los seres el concepto de una profunda solidaridad humana y las bases de una religión del dolor, más elevada y más pura que la que se practicaba públicamente en los templos?

Teresa trataba de distraerse con estas ideas, porque, a medida que transcurrían los minutos, iba sintiéndose más inquieta, como ciertos combatientes que, después de grandes alardes de serenidad, sienten que todo su valor les abandona, al aproximarse al instante del duelo.

Llillina se había quedado tranquila y como aniquilada por la explosión sentimental de la última crisis. De pronto se agitó e hizo seña de que le mojaran los labios. Su madre acudió presurosa con un paño húmedo y lo pasó repetidamente por aquella boca que se dibujaba entreabierta e inmóvil como la de un cadáver.

El bienestar de la humedad devolvió a la moribunda un poco de fuerza. Abrió mucho los ojos y preguntó, con voz apenas inteligible.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media, mi gloria. ¿Por qué quieres saberlo? Sonrió enigmáticamente, y dijo:

—Por nada… Ya lo sabrán.

Después se estremecieron sus labios, cual si rezara o hablase consigo mismo.

Era tan espantosa la serenidad de aquella agonía, que Teresa salió del cuarto y se refugió en la sala, donde había, por único mueble, un viejo sillón, con el asiento de paja casi deshecho. Se dejó caer y permaneció un rato, con la frente entre las manos, entregada a una sombría meditación. Un ruido la obligó a incorporarse. Alzó los ojos. Era Rigoletto.

—¿Cómo sigue la niña? —preguntó el jorobado, bajando mucho la voz. Teresa hizo un gesto expresivo.

—¡Casi muerta ya!

—¿Y la madre?

—Ciega completamente. Dice que está mucho mejor. Es incomprensible, ¿verdad?

Se miraron un instante. Enseguida, ella desvió sus pupilas, esquivando la mirada del amigo. Él también parecía preocupado, inquieto; de una sola ojeada lo comprendió ella, temiendo adivinar la causa.

—Busque por ahí una silla o un cajón y tráigalo, para que se siente. Allí adentro no se puede estar.

Él obedeció, después de entrar en la habitación y contemplar un instante el rostro de la enferma.

Cuando se sentó al lado de Teresa, dijo sencillamente, tratando de dominar su emoción:

—Mi pobre abuela parece que también quiere irse… ¡Me quedaré solo!

Teresa se estremeció ante el tono lúgubre de aquella voz.

—¿Y sus amigos? —repuso con aire de leve reconvención.

—No tengo ya más que uno, que es usted. He perdido mi antiguo prestigio, usted lo sabe. Estoy como una especie de Sansón pelado al rape…

Con su saquillo de alpaca, verdoso por las costuras, su busto de enano y el aire de abatimiento, que le hundía aún más la cabeza entre los puntiagudos hombros, el pobre muchacho ofrecía un aspecto lastimoso, al pronunciar su amarga broma. Teresa lo contempló de reojo, adivinando la existencia de un pesar reciente, bajo la máscara con que él pretendía cubrirse. Sentía como un remordimiento al pensar en el secreto que le ocultaba, y experimentaba cierto alivio al tenerlo cerca, pareciéndole que, desde su llegada, no estaba tan sola. Obligados a charlar en voz baja, en la intimidad de la sala desierta, los dos se abandonaron a su melancolía.

—No; no, Emilio —dijo ella, después de las primeras frases cambiadas entre ambos—; usted tiene algo: usted no está como todos los días.

Rigoletto daba nerviosamente sobre sus rodillas con un periódico doblado que traía en la mano, y se defendía con evasivas. De pronto exclamó:

Le aseguro a usted que estoy como todos los días… cuando se me ocurre pensar en mí; cosa que evito siempre con el mayor cuidado…

—¿Y ahora piensa en usted?

—¡Sí!

Lo dijo con rabia, como si se desgarrara a sí mismo con la firmeza del monosílabo, y bajó la cabeza, guardando silencio. Teresa le habló entonces maternalmente, como solía hacerlo muchas veces, cuando él hacía alguna amarga alusión a su destino.

—¿Y acaso no hay un gran número de personas como usted, Emilio?

Pensó decirle: «Vea usted, yo misma… Si pudiera usted saber lo que pasa por mi alma en estos instantes». Pero se calló, esperando la respuesta, que él eludía con un brusco movimiento de hombros. Ambos quedaron, durante breves instantes, cada cual abstraído en sus propios pensamientos. Los dos tenían innumerables cosas que decirse, en el momento en que la breve historia de su amistad, apenas comenzada, se aproximaba al desenlace. Y la agonía de Llillina, allí, a diez pasos de su doble angustia, contribuía a entristecer más la dolorosa entrevista.

—Nadie, tal vez, considera la vida con más asco que yo —dijo Teresa, después de una larga pausa, como si hablara consigo misma—. Puede decirse que nada de lo que soñé cuando era niña se ha realizado, ni es posible que se realice en el mundo. Y, sin embargo, mi cabeza es tan dura, que todavía no me siento abatida, ni me he visto inclinada a pensar en la muerte.

—¿Y qué es lo que le parece a usted peor de la vida? —preguntó ansiosamente Rigoletto, tratando de penetrar con la mirada hasta el fondo de sus pensamientos.

—¡Todo! La mentira, la falta de sinceridad, el hipócrita egoísmo que cada persona pone ante ella, al acercarse a otra, particularmente las más consideradas y honorables. ¡Si hubiera usted visto las crisis de rabia que me producía cuando chiquilla, el pensar que hubiera seres interesados en el mundo! Pateaba y lloraba, y mi hermano se burlaba de mí, llamándome neurasténica y loca. Ya ve usted si he tenido que sacrificar mis mejores ideas.

—Y ahora —repuso él con inquietud—, ¿no cree que haya nadie leal en la tierra?

—En amor, no, Emilio; en la amistad, sí. El amor, tal como yo lo soñé, no existe.

Rigoletto experimentó un doloroso estremecimiento, y replicó enseguida, con cierta amargura:

—Usted quiere todavía, Teresa; usted no ha dejado de sufrir por su amor, aunque crea lo contrario.

Ella se irguió vivamente, en señal de protesta, procurando concentrar en sus bellos ojos todo el fuego de su sinceridad.

—¡No! ¡Le aseguro que no! Ya se lo dije otra vez: desde que dejé de creer, dejé de querer. En mí estas dos cosas son inseparables… Ahora no siento más que el dolor del tiempo perdido…

Guardó silencio, después de estas palabras, como si se sumergiese en un mar de recuerdos. Rigoletto se entretuvo en contemplar, con disimulo, su cuello desnudo, graciosamente inclinado, y su nuca, de donde emergían ricillos rebeldes, bajo la pesada masa de cabellos negros, recogidos hacia arriba con dos peinetas de concha. Los ojos del desdichado se humedecían de ternura y de deseo ante aquella carne hecha para la voluptuosidad, y su corazón llegó a palpitar con tanta violencia que se llevó una mano al pecho para contenerlo. ¿Sabía algo de lo que Teresa, caritativa o púdicamente, trataba de ocultarle? Era probable que estuviese enterado de todo por su amigo, el dependiente de don Rudesindo, a quien no se le escapaba ningún detalle de la vida de su principal, y que a ello obedeciese su preocupación de aquella tarde. Teresa lo desconcertaba y lo atraía, como un abismo, hasta el punto de haber transformado completamente su carácter. A veces una ráfaga de loca esperanza henchía su pecho, al verla tan unida a él por el lazo de un afecto casi fraternal, y otros se dejaba dominar por el abatimiento, repitiéndose que jamás iría ella más lejos. Y sin embargo, era una impura, una mujer abandonada por su amante, una miserable como él, a quien su amor se acercaba mientras más descendiese y a quien, por otra parte, no deseaba ver más mancillada.

Teresa advirtió la abstracción de Rigoletto, y quiso dirigir la conversación sobre un tema menos personal. Para eso, se apoderó del periódico que su amigo tenía en la mano, tratando de recorrerlo con la vista, a la última luz de la tarde, que entraba por la puerta del comedor. Él la dejó hacer; pero, enseguida, vio que palidecía ligeramente y apartaba la mirada del papel, donde con gruesos títulos se anunciaba el sorteo de varias máquinas de coser repartidas entre algunas obreras pobres, efectuado «en la suntuosa morada del acaudalado banquero y conocido filántropo, señor Rudesindo Sarmiento, presidente de la asociación humanitaria, que había organizado aquella hermosa fiesta de la caridad», según decía el cronista.

Si Rigoletto hubiera preparado de antemano aquella escena para cerciorarse de lo que había de cierto en sus presunciones, no hubiese tenido su plan un éxito más completo. Pero disimuló, a pesar del horrible dolor que sentía interiormente, y tuvo el valor necesario para preguntar, afectando una completa indiferencia:

—¿Sabía usted algo de esa juerga benéfica?

—No; pero todo eso es repugnante —repuso ella, indignada, arrojando el periódico con violencia.

Rigoletto la miró tristemente, y no insistió. Ambos prefirieron volver a las acostumbradas consideraciones sentimentales donde cada cual exhalaba su dolor. Los dos encontraban que, para vivir, era necesario un objetivo ideal, una ilusión, un anhelo, algo que sirviese de estímulo y de norte en la extensa y monótona sucesión de los días. Teresa suponía que su naturaleza había sido hecha expresamente para convertirla en una amante, y se acusaba de ser una mala madre. Rigoletto consideraba fracasada su existencia, cada vez que se miraba al espejo. Ella protestaba:

¿Por qué? ¿Acaso se buscaba solamente lo físico? ¡Piadosa frase de mujer desengañada, que tenía el poder de penetrar en el alma del desdichado, como un rayo de luz demasiado viva! A veces, ella se agitaba en su asiento, y miraba, con sobresalto, el reloj de su pulsera. Después se quedaba un instante nerviosa, haciendo esfuerzos por disimular su emoción. Por fortuna, Rigoletto no se dio cuenta de estos fenómenos, encantado al verse devuelto a la dulce intimidad de la amiga amada.

Rápidamente se había hecho de noche. Ni la una ni el otro advirtieron la oscuridad que, poco a poco, fue envolviéndoles, acostumbrados sus ojos a la lenta huida de la luz. Además, hasta donde ellos estaban llegaba el gran cuadrilátero blanco que la luna dibujaba en el piso. Teresa podía, pues, mirar la hora en su relojito, sin gran esfuerzo. La madre de Anita trajo un quinqué encendido y lo colocó sobre una repisa. Como en todos los hogares humildes donde sucede una desgracia, las amigas y las vecinas rivalizaban allí en diligencia y hacían, con la mayor naturalidad, las faenas de la casa. Anita misma, a riesgo de estropear su lindo vestido, se había ido a la cocina a preparar por sí misma el chocolate. Al pasar por el lugar donde los dos cuchicheaban, absortos en su conversación, dejó escapar una broma, en voz baja y sin detenerse.

—¡Ave María, hijos! ¡Parecen ustedes dos novios!

Teresa y Rigoletto se separaron, un poco avergonzados, y durante algunos segundos permanecieron mudos, sin saber qué decirse.

De pronto un aullido feroz, con la queja de un animal herido, se dejó oír en la habitación de la enferma, y los obligó a incorporarse aterrorizados. La voz de Florinda rasgó, enseguida, el silencio de la casa semiadormecida.

—¡Se muere! ¡Se muere! ¡Hija de mis entrañas!

Corrieron juntos al lecho, con su mismo impulso. Fue menester que se abrieran paso, porque ya los circunstantes se habían colocado en torno a la enferma, en amplio semicírculo. Sobre las almohadas que la sostenían, inerte, el rostro de Llillina tenía ya la rigidez de un cadáver. Los ojos entornados y vueltos hacia arriba, mostraban sólo una faja blanca, entre la lividez de los párpados. Le había dado el síncope repentinamente un momento antes, cuando su madre, llena de fe, se disponía a hacerle beber una de las tisanas del brujo. A su lado, Florinda, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo parecía la estatua de la desesperación. Toda su esperanza, rota en un instante, se revelaba en el gesto de estupor y de asombro con que contemplaba el desastre.

¡No! ¡No lo creía! ¡No hubiera podido creerlo! ¡Dios no le parecía tan malo! Y bruscamente, al divisar a Teresa entre el grupo que observaba la escena sin atreverse a respirar, increpó a ese Dios, rencorosa, con la mirada llena de sombrías amenazas, arrancando de su alma, por lo general tan humilde, el grito de Cristo en el instante en que se hundía su resistencia divina en los abismos del dolor humano:

—¡Dios nos abandona, hija mía! ¿Por qué? ¡Qué le hemos hecho!

Se desplomó en el borde del lecho, crispada, ahogándose con un enorme sollozo que se resistía a escaparse de su pecho. Llillina hizo entonces un leve movimiento con los párpados.

—¡Vive! ¡Vive! —exclamaron varias voces.

Hubo algunas carreras en busca de medios con que prestarle auxilio a la moribunda. Las manos se encontraban sobre la botella de alcohol y el frasco de éter, para mojar compresas. Se excitaban con voces de angustia. ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Un volante! ¡Agua caliente! ¡La bebida del médico! Se le hicieron veinte remedios en un momento, entre ellos dos cucharadas de una poción de cafeína, que la enferma no pudo tragar. Apartaban a la madre, quien lo contemplaba todo con ojos de loca, sin intervenir en nada, y se oprimían unas a otras alrededor de la cama.

—¡Ya vuelve! ¡Ya vuelve! —gritó una de las comadres, triunfante al advertir el último destello de vida que brotaba de aquel organismo.

Florinda no se movía. Había caído en una especie de anulación de la conciencia, desde la cual creía lo que hacían los demás, sin interesarse en ello. Acabaron por conducirla a un rincón y sentarla en una silla, a lo cual no opuso la menor resistencia. Teresa, pálida y con el corazón oprimido, se mantenía junto al lecho, de donde no se apartaban sus absortos ojos. Una de sus manos había caído, involuntariamente, en las de Rigoletto, que la oprimía con triste adoración. Ni la una ni el otro daban señales de darse cuenta de que los extraños podían interpretar maliciosamente lo que hacían.

Al cabo de algunos minutos, Teresa se incorporó, desasiéndose de la humilde caricia, y dijo al oído de su amigo:

—Vámonos. Ya nada tenemos que hacer aquí.

Había observado una leve convulsión del rostro de Llillina, a la que siguieron una especie de alargamiento de todo el cuerpo y la inmovilidad absoluta de las facciones. Los demás, vueltos a la calma, tras la agitación de las últimas luchas contra la muerte, no observaron que ésta acababa de llegar. En la habitación, casi a oscuras, no había más luz que la de la lamparilla de aceite que ardía a los pies de San Roque. La llama oscilaba y sus parpadeos daban de lleno en la cara afilada de la muerta, animándola con la ilusión de una falsa movilidad. Teresa se aproximó un poco a la lámpara, para ver por última vez el reloj. Eran las ocho menos veinte. Después se dirigió lentamente a la sala, seguida por Rigoletto, que se apretaba el cuello con una mano, para contener su emoción.

—¿Nos vamos?

—Sí; todo concluyó ya. ¿No se dio cuenta?

Rigoletto hizo un signo afirmativo con la cabeza, y ambos se encaminaron, en silencio, a la puerta de la calle. Allí detuvo él a Teresa, no pudiendo contener por más tiempo su admiración.

—¿Y no volverá usted más?

—¿Para qué?

¡Qué alma la suya, hija mía! ¿Sabe usted que los ángeles no serían capaces de hacer lo que usted ha hecho?

—Los ángeles, no; los diablos, sí —repuso Teresa con voz temblorosa, sintiendo que todo su valor desfallecía al recibir el aire de la calle—. Parece mentira que usted también confunda a estas dos clases de seres…

Se pararon aún, durante algunos segundos, en la acera, contemplándose ansiosamente. Acaso pensaron que sus vidas podían cambiar de rumbo en aquel instante, como en un alto ante el doble camino de lo desconocido. Sobre sus cabezas se tendía el manto espléndido de las noches del trópico, con una luna, clara como el sol, en mitad del cielo. Vacilaron. Fue Teresa la que tuvo el valor de arrancarse, casi ásperamente, del encanto que la invadía, echando a andar con rapidez en dirección a un coche que veía pasudo a lo lejos. Rigoletto, aturdido, la siguió automáticamente, como una sombra.

Teresa no se detuvo sino al llegar a pocos pasos de la esquina donde estaba el coche. Estaba intensamente pálida, sus piernas flaqueaban y bajaba los ojos, evitando mirar a Rigoletto. Con la expresión suplicante de su rostro le pedía que no la siguiese, que se quedara allí. Pero él, sin fuerzas para arrancarse de su lado, se pegaba a ella como un idiota, sostenido aún por una quimérica esperanza.

—¿No quiere que la acompañe hasta su casa? —preguntó el desdichado, haciendo un horrible esfuerzo para hacer brotar las palabras de su garganta seca.

Teresa se estremeció.

—¡Oh, no! ¡Por Dios! No voy ahora allí… ¡No me pregunte…! ¡Hasta mañana!

La vio correr, sin volverse, saltar al carruaje y decir apresuradamente algunas palabras al cochero, que dio un latigazo al caballo y partió a toda prisa. Entonces sintió el pobre enamorado que la tierra oscilaba bajo sus pies, que las casas se inclinaban para aplastarlo y que alguien, a quien no podía ver, le arrancaba violentamente del pecho la única gran ilusión de su vida. Toda su existencia se concentró en la mirada con que vio cómo iba achicándose la negra capota del carruaje, hasta perderse en las lejanías de la calle. Y cuando no pudo ya distinguirlo, entre los demás que iban y venían por el mismo lugar, dejó caer con desaliento los brazos a lo largo del cuerpo y lloró silenciosamente como un niño, con sollozos lentos y entrecortados, en que se exhalaba su profunda debilidad ante este nuevo dolor, y que un minuto antes acaso hubieran logrado detener la rueda del destino.