10
La calle de Factoría, frente a la tapia del antiguo Arsenal, ocupa un pintoresco rincón de La Habana de otros días donde no ha sentado sus reales el espíritu reformador de los cubanos de hoy. Es una vía tortuosa y mal alumbrada de noche, de una sola hilera de casas bajas, enclavada en un barrio de gentes pobres y de humildes industrias, que se distinguen por la paz somnolienta y triste de sus hogares cerrados y sus aceras casi desiertas. Durante la mayor parte de las horas del día, es difícil ver a sus habitantes y adivinar sus ocupaciones; circunstancia esta que la hace singularmente propicia para encubrir lo que no se desea exponer demasiado a la curiosidad del público. Allí habitaba, desde hacía treinta años, la mulata Felicia, en la misma viejísima casa, de tejas ennegrecidas por el paso de un siglo, gruesas paredes de barro y vigas redondas, que se mantenían firmes a pesar de la vejez que las encorvaba. Vivía rodeada de una multitud de familiares y ahijados, de todas edades, a los que mantenía, sin que se supiera exactamente de dónde procedían sus ingresos, y daba tres o cuatro bailes al año, a los cuales concurrían las gentes alegres, entre las que gozaba de una gran popularidad. Las malas lenguas aseguraban que era bruja y que se hacía pagar con largueza sus brebajes y los auxilios de su ciencia. Pero su aspecto no era el de una de esas viejas fabricantes de maleficios que la leyenda nos pinta concurriendo a aquelarres nocturnos montada en palos de escoba. Era gruesa, melosa y risueña, con un seno de nodriza caído hasta el vientre, una vivacidad obsequiosa en todos sus movimientos y un aire completo de buena persona, que contribuía a reforzar su traje modesto y sencillo, semejante al de una vieja criada. Las impuras de su amistad la trataban como a una madre y le tributaban grandes consideraciones, y los hombres no la querían mal, porque era servicial con todos y «no se mezclaba en las cosas de los matrimonios». En los días de bailes o cuando tenía visita, la turba harapienta de sus allegados se refugiaba en la cocina y allí permanecía, hacinada y silenciosa, hasta que volvía a quedarse sola la dueña de la casa y la familia recuperaba sus derechos.
El día indicado por Obdulia a Rogelio había, desde las diez de la mañana, una gran animación en casa de la mulata Felicia. Se habían traído sillas de la vecindad, lavado los viejos pisos de hormigón y escondido en un rincón del fondo de la vivienda los catres de la tribu. En la sala, que ocupaba todo el frente, se distribuyeron los asientos disponibles. No había otros muebles ni más adornos en aquella pieza destartalada y pobrísima, cuyo techo aparecía ahumado por las dos lámparas de petróleo que pendían de las vigas. En el estrecho comedor se dispuso una mesa de alas, cubierta con papel de varios colores, donde se alineaban vasos y botellas como en el mostrador de una taberna. A la izquierda, la hilera de grandes habitaciones mostraba sus puertas abiertas para que los invitados pudiesen circular libremente por toda la casa. Ordinariamente se bailaba en todas partes, hasta en el patio, pavimentado con toscas baldosas antiguas; pero eso sucedía siempre por la tarde, a la hora en que el bullicio llegaba a su apogeo y en que los cuerpos, saturados de alcohol, reclamaban mayor espacio. Mientras duraba el calor del mediodía, se buscaba el abrigo de los techos y se preferían los cuartos, amueblados también pobremente, excepto el penúltimo, que ostentaba una gran cama con dosel y un armario de espejo, aislándose las parejas para entregarse libremente a sus lujuriosas expansiones. Aquel día habían almorzado con Felicia los íntimos de la casa, casi todos blancos, y a partir de las nueve empezaron a oírse las carcajadas de los hombres y los chillidos de las mujeres. La puerta y las dos ventanas que daban a la calle estaban cuidadosamente cerradas, siendo necesario, para entrar, someterse a una especie de parlamento, al través del postigo sujeto por una cadena, y dar algo como un santo y seña convenido. Los músicos no llegaron hasta las once, cuando ya había cerca de una veintena de convidados y se retiraban los restos del almuerzo, Felicia se multiplicaba sonriendo a todos, con su aire maternal de costumbre, y enseñando los blancos dientes limados en punta. Sus invitados la acogían como a un hada benéfica, cuando se dirigía a ellos, y le prodigaban frases aduladoras, al pasar, acompañadas de suaves bromas.
A la una, la casa entera ofrecía un curioso espectáculo, repetido en cada uno de sus rincones. En el piano de alquiler que había sido instalado en el primer cuarto, tecleaba sin descanso un joven pálido, con pelo de color de azafrán, entre el violinista y el flautista que completaban la orquesta. Los danzones sucedíanse sin interrupción, y a su compás se movían las parejas, abrazadas estrechamente: los hombres en mangas de camisa, con las espaldas sudorosas, y las mujeres, casi todas sin corsé, con las blusas sueltas, las faldas recogidas con un alfiler y las mejillas encendidas por la alegría y el alcohol. Hacía calor. Eran unas cincuenta personas, entre las cuales contábanse impuras de todas clases, estudiantes, chulos y tal que otro joven elegante cuya procedencia hubiera sido difícil de precisar. Éstos, como los estudiantes, bailaban con las mujeres libres, con las que venían sin sus amantes y buscaban o un rato de placer o un negocio más o menos lucrativo a la salida del baile. Aquella muchedumbre de hombres y mujeres hablaba poco, entregándose furiosamente al goce del baile, que no era a veces sino un lúbrico frote de cuerpos, lenta y cadenciosamente arreglado al compás de la música. Las parejas permanecían a menudo unidas sin cambiar de sitio, busto contra busto y entrelazadas las piernas, viéndose únicamente el balanceo rítmico de las caderas y la rotación apenas perceptible de las nalgas agitadas por un suave movimiento de barrena. A cada momento, los hombres abandonaban a sus compañeras en mitad del baile y corrían a la cantina a beber una copa de coñac o de ron. Cada uno de ellos había contribuido con un peso para la bebida y otro para la música, según la costumbre, pero como la dueña de la casa trataba siempre de que sobrase la mitad de lo recaudado, fueron luego frecuentes las suscripciones suplementarias. El acceso a la cantina era, pues, libre, y las libaciones repetidas, a causa del deseo que cada cual tenía de consumir lo que había pagado. Las caras aparecían congestionadas y brillantes por el sudor, sobre el que se pegaba el polvo levantado por los pies de los bailadores. De cuando en cuando se llamaban a gritos, guiñaban los ojos designándose unos a otros o llevaban en el aire vasos llenos de dorado licor que le hacían tragar a las mujeres. Era una especie de locura, un frenesí absurdo e incomprensible en que se mezclaban todos los vicios, sin que pudiera discernirse el fondo de una verdadera diversión.
En uno de los cuartos estaba Rogelio, con la camisa abierta, el pelo alborotado y la corbata deshecha, bailando con una jovencita morena y pálida con cara de tuberculosa. Había sido uno de los primeros en llegar, y parecía orgulloso de su conquista, a pesar de que nada tenía de deseable aquella criatura enferma y viciosa, que a cada veinte minutos se apartaba del pecho de su compañero para encender un cigarrillo, sosteniéndolo después en la mano y dando chupadas sin dejar de bailar. Cerca de ellos, Masilla, solo y aburrido, hacía esfuerzos por apoderarse de una mujer, y miraba con ojos de envidia el grupo que formaban Carlota y Azuquita, enlazados como si estuviesen al principio de su luna de miel. Llegó también de los primeros, en compañía de Quintales y dos estudiantes de medicina; pero el primero no soltaba a Anita, que tenía aquel día un capricho con él, y los últimos, aturdidos por las primeras copas, se habían puesto a bailar uno con otro, ofreciendo un espectáculo grotesco con sus contorsiones y payasadas de beodos. La alta estatura del futuro médico se dibujaba erguida y desdeñosa en un ángulo, entre el humo del tabaco que flotaba en la habitación como una niebla. A lo lejos, desde el hombro de su querido, donde se apoyaba, Carlota le sonreía burlonamente al fijarse en él. Era el único que permanecía completamente vestido y sin tomar parte en la fiesta, pues hasta Rigoletto bailaba, soltando a una para coger otra, gracias a la tolerancia de los amantes y los amigos, a quienes les hacían gracia su aplomo y su atrevimiento.
—¡Baila bien este enano de los diablos! —decía una rubita, riendo, al reunirse de nuevo con su pareja, después de haber dejado a Rigoletto.
—¡Como que no hay aquí quien lo haga mejor! —declaró el chulo sentenciosamente.
Rigoletto no faltaba a una sola diversión de aquella clase, donde era siempre bien acogido y considerado casi como el necesario complemento de la juerga. Su genio alegre se imponía y sus burlas hacían reír cuando el aburrimiento empezaba a apoderarse de los espíritus. Ciertos pasatiempos formaban parte del programa de vida de este extraño filósofo, y le proporcionaban la oportunidad de cazar una mujer al paso; siendo lo más extraordinario que nunca contribuyó con un céntimo ni para la música ni para las bebidas, lo que era una verdadera excepción en aquel mundo. Por lo demás, si no pagaba, tampoco consumía, pues era sobrio como un anacoreta y le bastaba para embriagarse con lo que tomaban los otros. Las mujeres lo trataban invariablemente con cariño, cual si fuese un pariente de todas, un amable y discreto compañero, portador de una carga de infortunios ocultos, semejante a la que ellas llevaban en el fondo del alma, y que se aturdía también de un modo muy parecido al que empleaban todas las impuras del orbe. Algunas le dirigían groseras bromas, no desprovistas enteramente de afectuosa dulzura, para oír sus desplantes.
—¡Eh, Rigoletto! Déjame pasarte la mano por la joroba, porque hace tres días que no hago ni la cruz.
—¿No tienes mamaíta, hija? —respondía él enseguida con voz paternal y desdeñosa cuyo acento hacía casi siempre reír y turbarse un poco a la interesada.
A medida que el tiempo transcurría, la orgía iba haciéndose más animada y más brutal. Las caras apopléticas empezaban a reflejar la vaguedad de la inconsciencia, mientras los cuerpos se movían casi automáticamente y se proferían enormidades y desvergüenzas sin el menor reparo. Un ruido compuesto de mil ruidos, un clamor continuo en que se mezclaban las notas del piano, los chillidos de las mujeres, las voces roncas de los borrachos y el frote de los pies de los bailadores sobre el áspero pavimento, llenaba la casa entera, desde la sala hasta la cocina. En esta última, la tribu de Felicia, encerrada por orden de la dueña, se entregaba también a una danza continua y medio salvaje, en la cual tomaban parte hasta los niños, agarrándose unos a otros al azar para enlazarse por la cintura y dar vueltas. En el resto de la casa empezaban a faltar las mujeres y a sentarse los hombres para serenar un poco las cabezas y enjugar el sudor. Una gorda vomitó en la sala, sin tiempo para refugiarse en el interior, adonde la arrastró enseguida Felicia tirándole del brazo, como de una masa casi inerte. En el último cuarto estaba el hospital, donde se habían refugiado las fugitivas, huyéndole al mareo. Aquella habitación ofrecía un aspecto lastimoso y pintoresco. Había allí dos camas. Sobre una de ellas habían caído dos mujeres, después de echar a un lado las ropas de hombres y los corsés que la llenaban, y permanecían pálidas y como muertas, con los ojos cerrados y los trajes en desorden. Sobre la otra se amontonaban uno de los amigos de Masilla y tres mujeres más, revueltos como los heridos de un campo de batalla, inconsciente uno de su abyección y las otras de las desnudeces que mostraban. Felicia y una de sus ahijadas se esforzaron por remediar un poco aquel desastre, levantando del suelo las ropas y colocándolas en las sillas y los percheros, después de sacudirlas con cuidado, y tratando de cubrir con las faldas las piernas de las durmientes. Luego quedó de guardia la segunda en aquella especie de ambulancia improvisada, y la mulata volvió a sus tareas de ama de casa, recorriendo los grupos con su maternal sonrisa y pronta a prevenir cualquier desorden. Los hombres echaban de menos a las ausentes y empezaban a llamarlas a gritos.
—¿Y Lucrecia? ¿Dónde se ha metido ese pescado?
—Está enferma, hijo —decía Felicia en voz baja—. Tuvo que acostarse un rato.
—¿Y la Sardina?
—Mala también. Ahorita vuelve.
—¿Y Loló?
—Igual. No tienen la cabeza fuerte esas muchachas.
Entonces algunos, excitados por la curiosidad, se dirigieron atropelladamente al cuarto de las inválidas. Quedaron asombrados ante el cuadro que se ofreció a sus ojos, y no faltó quien dejara escapar sonoras carcajadas, intentando levantar a las borrachas. Felizmente, Felicia los había seguido y suplicó que las dejaran tranquilas, lo que pudo conseguir con trabajo.
Cuando se disponía a salir, entró como un alud el amante de una de las muchachas que dormían junto al estudiante, e indignado ante la afrenta que se le infería así en sus barbas, quiso despertar a la joven con unas cuantas bofetadas, rugiendo como un energúmeno. Felicia lo detuvo por el brazo con firmeza.
—¡Aquí no! Cuando llegues a tu casa… si quieres.
Él se dejó convencer, y salió del cuarto, exigiendo sólo que la pusiera en otra cama, «donde no había hombres».
Se aproximaba la hora de las disputas, lo cual obligó a la previsora mulata a redoblar su vigilancia. Miraba con recelo, sobre todo a Azuquita, que se mostraba hosco, con sus vulgares rasgos de adonis del arroyo alterados por la contracción de la embriaguez, y un gran mechón de sus cabellos oscuros caídos sobre los ojos. El bribón hacía periódicas incursiones en la cantina, dejando sola a Carlota, y cuando regresaba dirigía siempre una rencorosa mirada de soslayo a Masilla, cuyos manejos fueron sorprendidos por él una hora antes. Al volver de su última visita a las botellas, quiso la casualidad que advirtiera un signo de inteligencia cambiado entre su querida y aquel hombre, y su cólera comprimida estalló contra la mujer, a quien hundió los dedos en la carne de un brazo, diciéndole al oído, mientras sus ojos despedían amenazadores destellos:
—¡Como vuelvas a mirar a ese hombre, te pateo el buche aquí mismo!
—Pero si ése le paga a las mujeres —exclamó ella para disculparse, marcando la frase con un énfasis despectivo.
—¡Ni por su dinero! ¡De todos modos te doy una pateadura si te vuelvo a ver!
Felicia se dio cuenta de la rápida escena, aunque no pudo oír las palabras, y creyó llegado el momento de intervenir. Buscó a Rogelio, encontrándolo en pie, echado sobre su tísica compañera, a quien oprimía contra la pared, mientras murmuraba cerca de su oreja ardientes frases, poseído de un vértigo de lujuria. No bailaban ni se movían, absortos ambos en su bestial empeño e indiferentes a cuanto les rodeaba. Felicia lo tocó en el hombro, y él se volvió con súbito sobresalto.
—Oye, mi hijito: es preciso que te lleves al estudiante largo, ese que' tá en el otro cua'to, porque aquí va a haber hoy un di'gusto.
—¿Con quién? —preguntó Rogelio, malhumorado, sin soltar por completo a su compañera.
—Con Azuquita. Ha bebi'o mucho y yo lo cono'co. E'meneste' que te lleves al otro.
—No vino conmigo, ni es amigo mío.
—Pero ¿no vive en la casa de tu queri'a?
—Sí, ¿y eso qué importa?
La mulata se dirigió en busca de otro de los amigos de Masilla, oyendo, al alejarse, que la flaca mujerzuela le decía ásperamente a Rogelio:
—No, hijo; si tienes querida, no hay nada de lo dicho. No me gusta tener líos con las otras mujeres.
«¡Metí la pata!», se dijo Felicia, y apresuró el paso, en demanda de Quintales.
Entre tanto, la escena temida se había desarrollado, pero con un final muy distinto del que ella imaginara. Azuquita, que se había alejado de intento, fingiendo una necesidad perentoria, volvió inesperadamente al lado de Carlota, sorprendiendo a ésta en conversación disimulada con Masilla, a tres pasos de distancia una del otro. Los dos hicieron un movimiento delator al ver al chulo, y el estudiante salió del cuarto, sin darse cuenta de lo que hacía. Azuquita se acercó lentamente a la pobre muchacha, mostrando una expresión socarrona en la mirada, y en los labios una sonrisita cruel.
—¿Qué te dije? —rugió sordamente junto al rostro de la joven, sin apartar de las de ella sus pupilas, en las cuales danzaban puntos brillantes.
Carlota bajó los ojos sin responder, como un acusado ante su juez.
—¿Qué te dije? —repitió en tono más vibrante, sin alzar la voz. La joven continuaba muda, mientras él se aproximaba aún más a ella con la cautela de un gato que acecha a un ratón.
Llevó Azuquita la mano a la pechera de la camisa, y la retiró armada del alfiler de oro con que adornaba el nudo de su corbata, bajándola con lentitud hasta dejar el brazo casi oculto entre su cuerpo y el de su querida, que ya se tocaban.
—¡Qué te dije! —bramó, enloquecido, abrasándola con su aliento—. ¡Toma, para que te rasques!
Con un movimiento brusco, hundió el alfiler hasta la mitad en un muslo de la muchacha, que se contrajo toda, sin moverse y sin derramar una lágrima, y acabó de introducirlo en la carne, con refinada complacencia, espiando en los ojos de ella el sufrimiento, poseído de una sádica locura.
El estoicismo con que Carlota soportó el castigo acabó de encolerizarlo, y todavía clavó dos veces más la aguda punta en el mismo sitio, murmurando sordamente:
—¡Toma! ¡Toma!
La infeliz martirizada no hizo el menor gesto para defenderse, y sólo la leve humedad de sus párpados y el temblor de sus labios denunciaron su agitación interna. La escena, por lo demás, fue tan rápida y tan callada que nadie entre los presentes se dio cuenta de lo sucedido. Pero Rigoletto no perdió un detalle del abominable lance, y maniobró para colocarse cerca de la puerta de la calle y esperar allí el desenlace.
Azuquita prendió otra vez, con mucha calma, el alfiler en la seda de su camisa, y trágico, extendiendo el brazo con un magnífico ademán autoritario, gritó, sin importarle ya que lo oyesen:
—¡Ahora arranque pa'casa! ¡Arranque, si no quiere que le entre a golpes enseguida!
Carlota no se movió, provocativa, terca, empeñada en excitar al bruto y hacerse aplastar por él.
El chulo cerró los puños, avanzando un paso, amenazador. Algunas personas los rodearon en silencio, entre ellas Felicia, que mostraba en su rostro de bronce un gesto de expectación más tranquila, desde el momento en que no eran los hombres los que reñían.
—¡Que arranque, le he dicho! ¡No me provoque!
La hipnotizaba con la mirada dura de sus ojos inmóviles. La joven protestó.
—Sola, no. Tú lo que quieres es quedarte para bailar con…
Azuquita midió bien la distancia y alzó el puño, mientras ella, sin concluir, levantaba el antebrazo para proteger el rostro. Algunos hombres sujetaron al irascible mozo, y las mujeres rodearon a Carlota, hablándole todas a la vez y tratando de convencerla de que debía irse.
—¡Que se vaya! ¡Que me obedezca! ¡Luego la arreglaré yo! —gritaba el energúmeno, sin hacer grandes esfuerzos para desprenderse de las manos que lo inmovilizaban.
Rigoletto había desaparecido.
Cuando llegó la joven a su cuarto, retorciéndose los brazos desesperadamente y deshecha en llanto, encontró al jorobado, que la esperaba en el pasillo, y se quedó como quien ve visiones. Rigoletto, emocionado, la consoló, la acarició, entró con ella en el cuarto y quiso ver aquello. En la camisa había tres manchas rojas y unos puntitos encarnados sobre la blanca piel. Él los besó, uno tras otro; recibió apresuradamente el pago de sus consuelos, y corrió otra vez al baile, sintiendo un profundo estremecimiento al pasar, sin hacer ruido, junto a la puerta de Teresa, herméticamente cerrada.
Mientras tanto, el baile se había reanudado, como si nada hubiera sucedido. Por lo general, menudeaban allí los incidentes de esta índole, a los que no se les daba sino una momentánea importancia. Quintales se había llevado a Masilla, que reclamaba, muy nervioso, un revólver, procurando que no lo oyese Azuquita y dejándose conducir lejos por precaución. Nadie había advertido la fuga ni la reaparición de Rigoletto, quien había empleado solamente media hora en su travesura. Al entrar, se dirigió, sonriendo maliciosamente, a Azuquita, que bailaba con otra, y lo tocó en el hombro.
—¡Te has portado como un hombre, Azúcar!
El otro le dirigió un guiño amistoso.
—Así hay que tratar a las mujeres, ¿verdad?
—Sin duda. Y aun de ese modo, muchas veces no se sabe con la que se gana y con la que se pierde.
La mujer que bailaba con el chulo hizo un gesto de aprobación, que mostraba su absoluta conformidad con el proceder de su pareja. Aspiraba a suplantar a Carlota en el corazón del granuja, y tenía la implacable crueldad de las de su sexo cuando se trataba de juzgar a sus rivales.
Rigoletto se echó a reír, lanzando de soslayo sobre los dos una mirada irónica y alejándose, poseído ya de un principio de aburrimiento.
La fiesta languidecía visiblemente. Algunas mujeres, que habían hecho su conquista, se retiraron acompañadas, llevando el corsé bajo el brazo, envuelto en un periódico. Otras fueron a engrosar el número de los inválidos, al cuarto donde yacían los ebrios amontonados e inconscientes formando montones de carne que roncaban y que proferían, al tropezar con otros, palabras soeces. Todavía quedaban bailadores recalcitrantes; pero muchos se sentaban a cada momento, con las caras abotargadas y las pupilas opacas, y no faltaba quien durmiera en las sillas, los pies estirados sobre otro asiento y cubierto el rostro con el pañuelo. Por la casa entera parecía haber pasado el desorden de una invasión de dementes. Olía a sudor, a polvo del piso, a esencias fuertes, a bebidas y a vómitos, formando un todo complejo que sería muy difícil de definir. En la mesa de alas, que hizo el papel de mostrador de cantina, alineábanse las botellas vacías, sobre el papel roto y mojado de líquidos pegajosos donde se aglomeraban las moscas. La misma Felicia estaba cansada, somnolienta, y arrastraba perezosamente su cuerpo abultado como un saco de grasa, yendo siempre de unos a otros con la misma sonrisa zalamera de ama de casa complaciente. En las habitaciones y en la cocina reinaba el silencio: una calma pesada de fatiga y de tedio, que apenas interrumpía alguna risotada, una frase suelta o un bostezo ruidoso, en los intervalos de la música. Y las deserciones aumentaban, a cada momento, viéndose; a los hombres recorrer todas las piezas y remover febrilmente las ropas amontonadas en las camas y los percheros en busca de sus americanas, sus cuellos y sus corbatas, y a las mujeres agacharse para sacar sus corsés, ocultos bajo los muebles, y envolverlos rápidamente, antes de salir.
Cuando casi todos los que quedaban sentían pesar sobre ellos con más intensidad la pereza del ambiente y el disgusto de sí mismos, bebiendo mucha agua y fumando para disimular el mal efecto de las bocas pastosas, se produjo un incidente que infiltró un rayo de animación en la general languidez: un grupo de jóvenes elegantes y alegres, llegados en dos automóviles hasta la misma puerta, se hizo abrir y penetró ruidosamente en la sala con el sombrero puesto y las caras burlonas.
—¡Uf! ¡Esto huele a muerto! —dijeron varias voces—. ¡Parece un velorio!
Uno de ellos dio suavemente con el bastón en las nalgas de Felicia, diciéndole irreverentemente:
—Mulata, ¿esto es todo lo que tú sabes hacer ahora? No vale ni la gasolina que gastamos.
Ella sonrió benévolamente, sin enfadarse, y explicó que más de la mitad de las gentes se habían ido.
Los recién llegados se esparcieron, enseguida, por toda la casa, como invasores en terreno conquistado.
—¡A ver! ¿Qué mesalinas hay por aquí? —decía uno de ellos a gritos, llamándolas.
Las mujeres acudieron y hubo otro rato de baile y de risa. Luego, cansados de la monotonía del espectáculo, al que habían ido «por ver cómo estaba aquello», exactamente lo mismo que si se tratase de cualquier exhibición curiosa, se reunieron nuevamente en grupo y penetraron en tropel en el cuarto de los intoxicados, despertando a nalgadas a las mujeres, bajo una lluvia de insultos. Rogelio se escondió, al verlos pasar, porque muchos eran amigos de Paco y casi todos lo conocían también a él.
Los queridos y los compañeros de las muchachas así tratadas no pensaron en formalizarse ante aquellas bromas ejecutadas con cierto aire de superioridad y sin pedirles permiso. Sabían que la ráfaga pasaría pronto, y le temían un poco a esta banda de jóvenes simpáticos, bulliciosos y conocidos, a quienes las mujeres no veían con desagrado. Ya se oían voces, entre las burlas y las risas, que invitaban a los demás a la retirada.
—¡Vamos, vamos! Tienes razón, Chaves: esto huele a muerto.
—Mira quién está aquí, borrachita. ¿La conoces?
—¿María la Ternera? ¡Sí! Me consta que el nombre le viene bien…
—¡Cochina! ¡Vamos a llevárnosla!
—No, no. ¡Vamos! ¡Aquí se come mucha fana!
Resonaban los gritos, como voces de mando en el silencio de los circunstantes.
—¡Vamos, vamos!
Se arremolinaron hacia la puerta, seguidos por Felicia, que sonreía siempre, con indulgencia.
Rogelio salió entonces y recuperó su puesto al lado de la tísica, a quien había conseguido convencer de la necedad de sus escrúpulos. La muchacha seguía fumando sin descanso, y apenas hablaba, embrutecida por el vicio. Había sido criada, antes de entrar de lleno en «la vida», y la sedujo un señor, muy rico, que le dio unos cuantos pesos a su tía… Por las señas, Rogelio reconoció en el seductor al hermano de Teresa, y esto aumentó su brutal deseo de conquistar aquel día a la escuálida joven simplemente por anotar una más. Habían convenido que saldrían juntos, como amantes, lo cual daría importancia a Rogelio, a los ojos de los demás, porque todos sabían que él no pagaba…
De improviso, Felicia, que lo buscaba con la vista por todos lados, se acercó a él y lo tocó en el brazo llamándolo aparte. Rogelio dejó un momento su compañera, con cierta inquietud.
—Ahí afuera, en una máquina, hay una mujer que quiere verte —le dijo, discreta, al oído.
—¿Quién es?
—No sé. El chofer trajo el recado. Pero me figuro que es Carmela. El palideció, vacilando.
—¿Y tú le dijiste que yo estaba…?
—Ella lo sabe.
Rogelio corrió medio aturdido, al cuarto donde tenía el cuello, la corbata y la americana, cogió ésta, nerviosamente, y se la puso, alzando la solapa para disimular la falta de las dos primeras prendas, que omitía por la prisa. Mientras tanto, imaginaba excusas y mentiras, completamente atolondrado. Diría que Paco lo obligó a venir… ¡No, no! Paco no, ¡era inverosímil…! Mejor, Rigoletto… En fin, ya vería. Al pasar por donde se hallaba su compañera, le gritó, sin mirarla:
—Vuelvo enseguida.
—¡Oye! ¡Oye! —exclamó la otra en tono agresivo, queriendo detenerlo.
—Que vuelvo te he dicho.
Y desapareció entre los bailadores, apartando suavemente con ambas manos a los que le estorbaban el paso.
La luz de una tarde espléndida lo dejó un instante, en la acera, cohibido y avergonzado, con esa vacilación particular de las aves nocturnas obligadas a salir de su madriguera en pleno día. Extrañó la calle, el cielo azul, el ruido de los coches que rodaban por el otro costado del Arsenal, e hizo un movimiento instintivo para refugiarse nuevamente en el interior de la casa. Pero divisó a lo lejos el auto, parado junto a la tapia, y, dentro, una figura blanca que le hacía señas, llamándolo. No vio de aquella figura sino la ola rubia, un poco rojiza, de los cabellos, que coronaban el rostro de la mujer, como un incendio, pero reconoció en el acto a Carmela, envuelta en un abrigo claro y llevando un ligero chal sobre los hombros.
Se resolvió a soportar la borrasca, latiéndole el corazón vivamente al acercarse a la joven, a quien no había visto en tanto tiempo. Temblaba y bajaba un poco los ojos. El chofer, obedeciendo probablemente a una orden de Carmela, hizo funcionar el motor cuando Rogelio estaba a diez pasos de la máquina, y abrió en silencio la portezuela.
—Ven conmigo —le dijo ella a su amigo, con voz imperiosa y seca.
—Déjame, al menos, ir a buscar el cuello y la corbata —repuso él, inseguramente, mostrando la garganta desnuda—. Mira como vengo…
—¡Deja el cuello! ¡Nada tienes que volver a buscar allí!
Los ojos de la rubia fulguraban de cólera y de celos, aunque hacía esfuerzos por contenerse. Rogelio frunció el entrecejo, entrando sin replicar. Desgraciadamente para Carmela, conservaba su habitual obsesión, repitiéndose, para infundirse valor: «No dejaré que ésta se me imponga, como las otras», resuelto a seguir representando su papel de amo y señor y estimulado por los ejemplos que había presenciado en el baile. Cuando lo tuvo a su lado, la joven, sin dejar de mirarlo fijamente, le preguntó, impetuosa:
—¿Con quién fuiste a esa indecencia?
—Con Rigoletto.
—¡No, no! ¿Con qué mujer? Rogelio callaba.
—¡Habla! ¡Quiero saberlo!
Él se irguió, mirándola a su vez, descaradamente.
—Te lo digo como me decías tú antes: ¿con qué derecho me lo preguntas?
—¿Eh?
—Sí; con qué derecho… Tú tienes tus líos, tus cosas; estás comprometida, peor todavía que si fuera con un hombre, y guardas todas tus consideraciones para la sinvergüenza que no te deja ni respirar.
¿Cuánto tiempo hace que ni nos vemos, ni te acuerdas de mí…? Y ahora vienes con ésas, y no quieres que me divierta un poco también…
Carmela dejó escapar una carcajada nerviosa.
—¡No quieres decírmelo! Pues bien, yo lo sé; estabas con la españolita tísica, a quien perdió «tu cuñado» y que está podrida hasta los huesos. Ya vez que no falta quien me cuente las cosas…
Se detuvo un momento, reflexionando, y añadió resueltamente:
—Pero es preciso que hablemos hoy, y para eso he venido. ¡Las cosas no pueden seguir así!
El auto rodaba por la calzada de Vives, buscando los barrios apartados para dirigirse a las afueras. Tenía echadas las cortinillas laterales, en cuya sombra procuraban ocultarse los dos pasajeros a fin de no ser vistos por los escasos transeúntes que discurrían bajo los portales vetustos y sucios. Rogelio se había prendido un alfiler, manteniendo las dos solapas de la americana cerradas sobre su cuello. Ambos se miraban, conteniendo el aliento, para no dejar traslucir su emoción.
—Tengo media hora nada más —dijo de pronto Carmela después de consultar con una mirada el reloj de su pulsera—. Cuando me dijeron dónde estabas me volví loca y me eché encima lo primero que hallé a mano… Mira como estoy vestida.
Entreabrió el largo abrigo de seda crema, que la ahogaba de calor, y mostró las bandas del kimono rosa, cruzadas sobre el seno desnudo. Debajo no había sino la camisa y las medias. ¡Y ni sombrero! Tomó el chal de tul, con lentejuelas, para cubrirse el rostro, y resultaba demasiado transparente.
Se apoderó de una mano de Rogelio y la introdujo a la fuerza debajo del abrigo.
—¿Ves? Estoy casi desnuda; pero perdí completamente la cabeza cuando supe con quién bailabas…
El joven palpó aun a pesar suyo, y empezó a dejarse ablandar.
—¿Y Margot?
—Fue a una cita. Vinieron a buscarla a las tres y media.
Explicó que la otra, recelosa siempre, en su afán de alejar todos los peligros, había acabado por hacerla romper con todos sus amigos jóvenes y «trabajaba» mucho más para sostener la casa. Ahora no iban allí más que el general y el viejo usurero, y eso cuando Margot lo permitía. Estaba segura de que, si llegaba a enterarse de esta escapatoria, iba a coger golpes, por más que ella a su vez solía devolverlos.
En el estado de semiembriaguez y de excitación nerviosa en que Rogelio se encontraba le era imposible darse cuenta de la profunda transformación que se había operado en Carmela, como tampoco tenía completa conciencia del desorden de su propio traje y del efecto que produciría su llegada, a cualquiera de sus dos hogares, sin cuello ni corbata y con la camisa hecha un guiñapo. Si hubiera conservado su entera lucidez, quizás le hubiese alarmado un poco la demacración de aquella robusta mujer, el sombrío fulgor de sus ojos y el aire resuelto de sus ademanes, que parecían concordar con un largo y dramático período de convulsiones internas. Lo que fue capricho se había convertido en pasión violenta, y se acercaba el instante en que aquellas fuerzas comprimidas en la inacción y el encierro iban a imponer, en la vida de los dos, determinaciones decisivas.
—Pero tú, ¿por qué te sometes? —dijo él, al oírla—. ¿No eres libre? Si me quieres verdaderamente, con mandarla a paseo y tenerme a mí estaba todo arreglado.
Carmela movió la cabeza, con gesto de desesperación.
—No puedo, vida; no puedo. ¿Tu sabes? ¡Eso es una cadena! Yo no quiero a esa mujer: la odio ahora con todas mis fuerzas… Y le tengo lástima. No puedo romper lo que hay entre nosotras, sino matándola o dejándome matar por ella. Lo he pensado; no matarla, sino matarme, para descansar de esta lucha, pero no tengo valor… Óyeme. Ahora puedo decírtelo; yo no te quería antes; me gustabas un poco y nada más. Tal vez tampoco había querido a ningún hombre; ni al padre de mi hija, a quien le tenía asco, ni a los otros. Por eso, quizás, caí en el lazo que me tendía Margot, y creí que iba a ser feliz. Pero me he enamorado de ti como una loca; te quiero más que a mi alma y no puedo vivir sin ti… He salido hoy para decírtelo; para preguntarte si me quieres lo mismo que yo a ti, y para saber si eres hombre de veras, como yo mujer…
Quedóse mirándolo un rato fijamente para ver el efecto de esta especie de reto lanzado a su virilidad. Rogelio la escuchaba, como a una música inefable, muerto ya en su memoria el recuerdo del baile, de su conquista, que se habría quedado esperándole, y de sus celos con Margot. Su imaginación, tornadiza, se lanzaba ahora en un galope desenfrenado hacia nuevos cuadros de lo futuro, en que Carmela sena la protagonista. Sin rencor ya, había pasado un brazo por encima del respaldo del asiento y estrechaba delirantemente contra su pecho el macizo busto de la rubia. Al oír las últimas palabras de ésta se estremeció.
—¿Qué es lo que quieres que haga? —dijo, con voz sorda, después de una breve pausa.
—Irte conmigo —repuso ella con vehemencia—. Aquí no es posible que estemos juntos. Nos expondríamos a cada paso, y no podríamos vivir tranquilos. Necesitamos dejar que pase algún tiempo, hasta que las cosas se calmen. Después podremos volver sin temor, si tú quieres.
Rogelio callaba, reflexionando, con la mirada fija y las cejas fuertemente contraídas.
—¿Qué dices a eso? —preguntó Carmela, recelosa, mostrando un leve fulgor de cólera en sus lindos ojos.
—Vámonos ahora mismo, si te parece —exclamó él arrebatadamente, con tal calor de sinceridad que la joven, en un arranque de pasión, cogió entre sus dedos los labios que acababan de pronunciar estas palabras y los mordió fuertemente, imprimiendo en ellos la huella de sus dientecitos.
—¡Qué lindo eres! —murmuró, al separarse, con un temblor de emoción que estremeció todo su cuerpo.
Pero Rogelio reflexionaba siempre. Una nube inesperada formábase en su frente no desprovista por completo de las brumas de la embriaguez. Al cabo de unos segundos, se incorporó y dijo:
—Lo malo es que no tenemos dinero…
Carmela le hizo una seña para que se esperara, y le gritó al chofer:
—No, Julián; toma la carretera y da la vuelta antes de llegar a San Francisco.
El auto había pasado de la calzada de Vives a la de Cristina; después torció a la izquierda siguiendo la de Concha, y ahora se disponía a doblar a la derecha para volver por Luyanó, al punto de partida. De un brusco golpe de timón, cambió de rumbo, obedeciendo automáticamente la orden recibida.
—Ya he pensado en eso —prosiguió la Aviadora, volviéndose hacia Rogelio y bajando la voz—: Tengo algo, pero no lo suficiente. Por eso no te digo que lo hagamos ahora mismo, como tú dices… Pienso volver al teatro, ¿sabes? Se está formando una compañía para el interior de la Isla, y me han prometido contratarme. Como comprenderás, todo esto he tenido que gestionarlo con mucho secreto, porque si Margot se entera, me echa a perder el plan… Además, no uso ya mi automóvil, y lo venderemos.
Rogelio la miraba con ternura y admiración, dejándose llevar otra vez por el impulso de su exaltada fantasía.
—Yo no soy como tu querida, vidita —añadió Carmela, a quien Rogelio tuvo la debilidad de referirle la historia de Teresa—. No tuve la suerte de nacer, como ella, «señorita de la aristocracia»; pero valgo mucho más que todas esas hipócritas.
Rogelio frunció el entrecejo, casi imperceptiblemente, Se había olvidado de su familia, de Teresa, de sí mismo y del mundo, pareciéndole que el universo y el tiempo se encerraban en aquel automóvil de alquiler y aquel trozo de carretera, entre árboles, en que respiraban los dos; y las frases de Carmela, clavaban como una pequeña espina en su corazón. Para sustraerse al malestar imprevisto que le produjeron, apretó más a la joven contra su cuerpo y se embriagó contemplando la blancura de su cutis, aterciopelado por los polvos de arroz. Ella, sabia y experta, echaba hacia atrás la cabeza y ofrecía la boca entreabierta, con un aire de total abandono, que jamás le había mostrado ni aun en los momentos de mayor intimidad.
—¿No estarás hoy conmigo, aunque sean diez minutos, antes de volver? —suplicó él, anhelante y enloquecido.
—No, vida santa —replicó Carmela, con pena—; no tengo tiempo. Podríamos echarlo a perder todo.
Unieron las bocas, en una caricia que ella sabía prolongar hábilmente, hasta convertirla en un martirio, y se separaron cuando el auto se detuvo bruscamente. A cien metros se veían las primeras casas del pueblo de San Francisco de Paula.
—Espera un momento, Julián —dijo Carmela.
—¿Paro el motor?
—Sí.
No había un alma en la carretera. La joven se dirigió entonces a Rogelio, velada la voz por la emoción.
—¿Me juras que harás lo que me has prometido?
—Te lo juro.
—¿Por quién?
—¡Por los huesos de mi madre! —exclamó él solemnemente, extendiendo el brazo y sintiendo, a pesar suyo, una especie de escalofrío.
—¿No volverás hoy al baile?
—¡No!
—¿Me lo juras también?
—¡Sí!
Los dos se miraron larga y profundamente, él con ojos húmedos de suplicante deseo, y ella, disimulando mal su alegría y sonriendo agradecida, con un ligero temblor en los labios.
El chofer esperaba filosóficamente, sin volver la cara.
De pronto, Carmela tuvo una inspiración, producto de los celos y de la necesidad de ofrecerle a Rogelio una recompensa, y dijo, dirigiéndose a aquél:
—Julián, ve al pueblo y traéme un cartucho de panecillos de San Francisco. Puedes volver dentro de un cuarto de hora…
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Rogelio, con el corazón palpitante, viendo cómo el hombre se alejaba indiferente, dejándolos solos.
Los ojos de la Aviadora brillaron de malicia.
—¡Qué! ¿Crees tú que voy a dejarte como estás? ¡No, hijo; no soy tan boba!
Y dócilmente, sin añadir palabra, palpitando en su ser entero el ansia de encadenarlo con una suprema «prueba de amor», se arrodilló a sus pies…