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A la semana de su llegada, conocía Teresa a todos los vecinos de aquella extraña vivienda donde la había instalado su amante. Los fue observando uno a uno, y a cada nuevo descubrimiento experimentaba una herida del amor propio, al cual logró sobreponerse sin embargo, con un esfuerzo de su alma valerosa. La dueña de la casa era una antigua encargada de burdel, que logró hacer economías; pero el edificio pertenecía a un acaudalado comerciante español, siendo ella solamente arrendataria, con un largo contrato. Aquella mujer, gruesa y sonriente con los inquilinos que le pagaban con puntualidad, no exigía a éstos mucho en materia de comportamiento, por lo cual su casa era una de las preteridas por los estudiantes y las mujeres de mal vivir. Tal fue uno de los primeros datos adquiridos por Teresa, después de las equívocas escenas que había presenciado la noche en que por primera vez subió la ancha y gastada escalera de piedra que conducía a sus habitaciones.
Así supo que el interior que había entrevisto por la claraboya, al otro lado del patio, donde se movían locamente extrañas figuras en mangas de camisa, era un cuarto en que vivían tres estudiantes de provincia, a quienes retenía en casa la lluvia aquella noche. La mujer que forcejeaba con un hombre en la penumbra del vestíbulo, y de la cual huyó éste, hallándose casi a punto de derribarlos a ella y a Rogelio cuando atravesaban el zaguán, era una joven alegre, llamada Carlota; y fue la misma que, habiéndose decidido más tarde a salir a la calle en busca de su amante, a pesar de la hora y de la lluvia, subió con él la escalera, insultándolo groseramente, y recibió, en el rellano, aquella sonora bofetada que la hizo cambiar de tono y suplicar y gemir como una niña cogida en falta.
Había además otros estudiantes y otras mujeres, solas o con sus queridos en diferentes habitaciones de la casa; amén de unos cuantos dependientes y viajantes de comercio, empleados del Estado y gentes sin ocupación conocida: todo un mundo equívoco y pintoresco, cuyas costumbres variaban desde la más desvergonzada algazara al mutismo y la discreción más completa. La mayoría de las mujeres salía poco después de oscurecer y regresaba por la madrugada. Teresa oía abrir y cerrar la puerta y percibía el murmullo de las conversaciones en el pasillo. Por las mañanas no se sentía el menor ruido en los corredores; pero a partir de las doce, la animación empezaba: llegaban mujeres muy ataviadas, que dejaban detrás de ellas como una estela de perfumes fuertes, y ociosos que deseaban matar el tiempo del mediodía. La posición de sus habitaciones permitía a la amante de Rogelio darse cuenta de todo el movimiento de la casa y no perder una sola de las palpitaciones de aquella vida, nueva para ella, cuyas manifestaciones la sobrecogieron en un principio, al paso que la llenaban de curiosidad. En la casa había un cocinero que servía comidas a los inquilinos que lo solicitaban, cobrándoles una módica cuota semanal. Dominga ajustó con él la de la joven, y por las mañanas, cuando venía a hacer la limpieza, le preparaba el desayuno en una cocinilla de alcohol. Desde el segundo día, la negra, alarmada por la clase de gentes que veía en los cuartos, le había dicho a «su niña»:
—Teresita, mi hija, esta casa no es propia para ti. No viven aquí sino gentuza y mujeres malas.
Don Rogelio no debía de haberte traído.
Teresa disimuló. Desde los primeros momentos había sentido una sorda mortificación al verse confundida con aquellas gentes, y tuvo que confesarse que su amante no había mostrado mucho tacto en la elección de vivienda. La especie de vacío que sintió en el alma la primera noche de su instalación, se renovó varias veces después en presencia de escenas que la sonrojaron. Sin embargo, no le gustó que Dominga le dijera, con tanta crudeza, lo mismo que ella había pensado. Su orgullo se había impuesto a la humillación. Ella misma se lo dijo a Rogelio: «No se contagia moralmente más que la que quiere contagiarse»; y la idea de que era preferible una sociedad de perdidos a las miradas desdeñosas y los fríos desprecios que hubiera tenido que soportar viviendo entre otra clase de personas, acabaron de tranquilizarla. Lo que le molestaba más era el ser blanco de la curiosidad de todos sus convecinos y sentirse espiada continuamente. Esto la obligó a trazarse un plan desde el principio: mostrarse cortés con todo el mundo, dejarse ver solo lo estrictamente necesario y mantener a distancia a cuantos pretendieron estrechar amistad con ella. Para conseguir estos fines, le servía de mucho que sus dos habitaciones tuviesen balcón a la calle: abriendo las ventanas y cerrando la puerta de entrada, tenía aire, sol, distracción y se aislaba del resto de la casa. Después hizo instalar un grifo de agua en su tocador, y evitó la molestia de salir al baño, donde se establecía una vergonzosa promiscuidad de todos los inquilinos. En cambio, la alegría de la joven al encontrarse otra vez cerca de sus hijos, a quienes podría ver en el colegio cuantas veces lo deseara, contribuía a sustraerla a todo motivo de disgusto y a robustecerla en su empeño de afianzar y consolidar su existencia.
Sus momentos de verdadera expansión eran, sobre todo, por las mañanas, cuando se hallaba a solas con Dominga y podía evocar lo pasado; por más que le mortificaban muchas veces los juicios de su nodriza acerca de Rogelio y el sordo rencor que abrigaba contra él, por haber sido la «causa de la desgracia de su niña», como decía. La negra se conmovía a veces hasta verter lágrimas, al ver a Teresa en aquella pobreza, y teniendo que esconderse de sus antiguas amistades, y ésta solía abrirle a medias su corazón, cuando con sus confidencias no le entregaba un arma para combatir a su amante.
Dominga no podía creer que Teresa viviera tranquila en aquel medio y que no echara de menos el que había abandonado.
—Si hubiera tenido una familia o siquiera un gran cariño —le había dicho la joven en cierta ocasión— tal vez me pesaría mucho ahora lo que hice. Pero en mi casa era más bien una carga para mi hermano, que nunca me quiso… Como quiera que sea, tengo ahora hijos y afectos que entonces me faltaban… ¡No me arrepiento de nada!
Y le confesó que, al principio, cuando se vio encerrada en las soledades del campo, había echado de menos las diversiones y el ruido de la ciudad, preguntándose más de una vez si quería bastante a Rogelio para sacrificarle todo esto que su alegre carácter reclamaba. Después, los hijos la habían hecho una mujer seria. Si su amante la abandonase algún día tendría bastante con ellos…
—Y contigo —añadió al notar que la negra hacía un movimiento de despecho y que sus ojos, animados siempre de una pasión sin límites, se humedecían.
No se atrevió a confiarle, sin embargo, la dolorosa inquietud que le inspiraba Rogelio desde su llegada a La Habana; lo que se le ocurría pensar de la ropa interior del amante, de sus modales, del tufillo de alcohol que notaba frecuentemente en su boca y de los pretextos con que a veces disculpaba el poco tiempo que permanecía a su lado. Verdad es que la abrazaba siempre con la misma pasión y que se olvidaba de todo cuando lo poseía la embriaguez de sus caricias. Pero Teresa no podía dejar de advertir aquellos pequeños síntomas aislados, indicios de que la capital ejercía una peligrosa influencia en el carácter débil y vanidoso de Rogelio. A la joven le hubiera aliviado el desahogarse con aquella vieja sirviente, cuya adhesión hacia ella alcanzaba y aun sobrepasaba los límites de un verdadero cariño maternal; mas le temía a la cólera de Dominga, que después de haber protegido sus amores, hasta el punto de que sin ella hubiera sido difícil que se consumase su caída, había concebido una profunda aversión al amante, desde el instante en que supo que era casado y que no podía devolver el honor a su niña. Teresa sufrió pues, sola y sin una queja, el dolor de aquellas primeras espinas que se clavaron en su alma de amorosa.
—Es necesario que te saquen de aquí, Teresa —le decía casi todas las mañanas la negra, a vueltas con su tema de siempre—. Las gentes de esta casa te van a dar algún disgusto…
La joven sonreía, segura de sí misma y dispuesta a desafiar el peligro, si lo había allí. Adivinaba alrededor suyo una sorda inquina y una malsana curiosidad por parte de muchos de sus vecinos. Las mujeres la vigilaban para sorprender sus secretos y su manera de vivir, y algunos hombres pretendieron acercársele, tanteando el terreno con diferentes pretextos. Pero Teresa se reía de todo eso y proseguía su existencia habitual sin dar muestra de que advirtiese la persecusión de que era objeto.
Una tarde, a los seis días de vivir allí, observó, desde el rincón donde cosía, que dos mujeres, que no eran de la casa, pasaban y volvían a pasar por el corredor, deteniéndose en su puerta para atisbar al interior. Por el espejo vio que una de aquellas mujeres era joven, rubia, un poco gruesa, y que vestía de un modo llamativo, mostrando las piernas bajo las faldas de seda demasiado cortas. La otra era una mulata, de color claro y pelo lacio, muy erguida y elegante también, y que usaba con mucha afectación unos impertinentes de oro con mango de concha. Teresa se echó a reír de la manera con que llevaba continuamente este artefacto a los ojos, sobre todo cuando pasaba ante su habitación, y tuvo la idea de salir y de mostrarse para que la viera bien. Como su temperamento emotivo y resuelto no admitía la demora, una vez concebido el propósito, se dirigió lentamente a la puerta y la abrió por completo, permaneciendo algunos segundos apoyada en el marco, sin aparentar que se fijaba en las dos importunas. Éstas, por su parte, pasaron muy cerca de ella, examinándola de alto a bajo de un modo insolente, y se alejaron hacia el interior de la casa, cuchicheando y dándose golpecitos con el codo. Teresa, muy tranquila, las vio desaparecer en el recodo del pasillo, y sólo entonces volvió a colocar la puerta como estaba y tomó de nuevo su costura.
No obstante esta calma, se quedó pensando un buen rato en ¡as dos mujeres y preguntándose si habrían venido por simple curiosidad o con otro objeto. Recordó que la mulata había llamado a la otra Carmela, y se le quedó presente en la memoria este nombre. También pensó en que muchas mañanas Dominga había tenido que borrar sucias inscripciones, ejecutadas con tiza en su puerta, y desembarazar ésta de basuras, arrojadas allí intencionalmente, sin duda, y se esforzó en adivinar si estos, hechos tendrían alguna relación con el incidente que acababa de ocurrir. Por cierto que Dominga concedía una gran importancia a aquello de las basuras y las examinaba todos los días con la atención de un experto que trata de darse cuenta de la verdadera naturaleza de una sustancia al parecer inofensiva. La joven se reía de todas estas pesquisas, dándole bromas acerca de su significado.
—No te burles, hijita. Tú no sabes de ciertas cosas; pero es necesario vivir prevenidos, porque la gente es muy mala —decía sentenciosamente la negra, sin darse por vencida.
—¡Ah, sí! ¡La brujería! —exclamaba alegremente Teresa—. ¿Y podrías tú encontrar el contraveneno para una de esas cosas puestas ahí?
Dominga movía la cabeza con aire misterioso.
—El «daño», mi hija, tiene más facilidad para entrar que para salir… Pero muchos de ustedes, los blancos, no creen y hasta se burlan como tú, y por eso les suceden más de cuatro desgracias… Lo que tu marido debe hacer es sacarte de aquí, porque tú no tienes muy bueno el «ángel», que digamos…
—¿Pero has visto algo? —interrogaba la joven maliciosamente, deseosa de embromarla un poco más todavía.
—No sé —concluía la negra, con un cómico enfado.
Teresa evocaba el recuerdo de todos estos pequeños episodios, uniéndolos, sin saber por qué, a las extrañas maniobras de las dos mujeres, y acabó por divertirse interiormente con todas sus puerilidades y con la ridícula presunción de aquellas «damas», tan tiesas y tan pintadas. Su corazón no conocía el temor. Lo había probado quedándose sola muchas noches, en mitad de la selva y entre gentes desconocidas, mientras Rogelio estaba ausente del famoso cafetal de antaño. Entonces dormía tranquila, pensando que las puertas eran sólidas y que guardaba en la mesa de noche una excelente pistola belga, con diez tiros. Podría decirse, además, que su alma de amazona amaba el combate, tal vez a causa de algún viejo atavismo, en el cual resurgía la sangre de los corsarios y de los negreros que desafiaban la furia del mar y la saña de los cruceros ingleses. Ni por un instante sintió celos, ni pensó que alguien tratara de arrebatarle el amante, con probabilidades de éxito. Sólo veía el lado burlesco de la aventura y el anuncio de chistosos incidentes que acaso vinieran a distraer el tedio de sus largas horas de ociosidad.
Aquel mismo día, después de haber almorzado sola, como de costumbre, y de haber ocultado el mantel, los platos y los restos de la comida, tuvo una de las sorpresas que se habían repetido, por desgracia, en aquellos seis días. Dieron dos golpecitos a la puerta, y al abrir, se encontró cara a cara con Rigoletto.
El enano se descubrió con uno de sus grandes ademanes de eterno bufón, un poco menos exagerado que los que empleaba con otras personas, y permaneció en el dintel, mostrando su feo rostro lleno de expresión, su hocico de zorra y su ancha frente coronada por largos cabellos oscuros que empezaban a faltar junto a las sienes. Teresa sonrió al verlo. Era, de todas las personas a quienes había conocido o entrevisto en aquella nueva etapa de su vida, la única a favor de la cual se sentía animada de un espíritu de benevolencia y aun de simpatía. Por eso no lo recibió en el pasillo, como hacía con los demás, sino que lo hizo entrar, con franca cordialidad.
—¿Qué me trae hoy, Ri…?
Se detuvo, sonriente y confusa; pero salió del paso, con su hermosa sinceridad, diciendo:
—Usted va a hacerme el favor de decirme su nombre, porque el otro… el que yo le iba a dar, es seguramente un apodo…
Rigoletto se echó a reír. Después se puso serio, mirándola, un poco turbado ante sus ardientes ojos negros y su bata blanca que caía recta hasta los pies, moldeando la amplitud y la redondez del seno.
—He olvidado mi otro nombre, señora; Rigoletto me dice todo el mundo, y he concluido por no conocerme a mí mismo sino por éste…
—Pues bien, Rigoletto, ¿qué mala noticia me trae hoy?
—Confieso, señora, que soy un monstruo, un anuncio de desventura, un ave agorera y maléfica que presagia catástrofes… pero ése es mi destino… Por hoy mi embajada se limitaba a hacerle saber que Rogelio tal vez no pueda venir ni a la noche siquiera…
—Pero no es que siga mal Llillina, ¿verdad? —repuso ella con cierta inquietud, dominando un gesto de impaciencia.
—No, señora, Llillina está levantada y mucho mejor. Se trata de un viaje, en compañía del coronel Mongo Lucas, de quien piensa Rogelio obtener un destino.
—¡Un viaje! ¿Adonde?
Rigoletto vaciló un segundo.
—A Guanajay, señora —dijo, con su habitual desparpajo.
—Y ese coronel, ¿quién es?
—¡Un genio, hija mía! ¡Un hombre imponente y magnífico! ¡Una de las más sólidas columnas de nuestra República, fundada «con todos y para todos»! El coronel Mongo Lucas, elevadísimo funcionario de nuestra administración, no es un ser humano: es una institución, es casi la patria… Sólo que probablemente no es coronel, y tal vez, tampoco se llama Mongo Lucas…
Teresa, a pesar de su despecho, se echó a reír, al oír el tono con que fueron pronunciadas estas palabras. Rigoletto la divertía, ayudándola a disipar su mal humor, y lo obligó a sentarse. Recordaba lo que sabía de la vida de aquel hombrecillo, burlón incorregible, parásito eterno, famoso «muñidor» electoral, hilvanador admirable de despropósitos, comensal de todas las mesas donde reinase la alegría y amigo sincero de todas las pecadoras a quienes hacía reír o consolaba en sus pequeñas penas, haciéndose pagar con besos sus chistes y sus delicadas ternezas, casi fraternales muchas veces. Rogelio le había contado algunas de las astucias y de las aventuras de aquel extraño vividor; y la joven, apartándose de la opinión de todo el mundo, creía adivinar, bajo la grotesca envoltura del jorobado la silueta oculta de un hombre de talento y de corazón. Rigoletto, por su parte, era menos irónico cuando hablaba con ella, y parecía profesarle cierta amistad, que no era peligrosa para la joven, tratándose de un pobre contrahecho como aquél. Teresa le agradecía las delicadezas con que la trataba, y la ausencia, en la conversación, de las frases gruesas y las bromas de mal género que empleaba con todo el mundo. Nada hay que conmueva tanto a las mujeres como esas pequeñas distinciones que las colocan, en el concepto de un hombre, siquiera sea una línea más alta que a las otras que las rodean. Por antinatural y ficticia que sea la virtud, ese sólo sentimiento de emulación que llena casi toda el alma femenina, encierra la razón y la fuerza de la honestidad y basta para mantener viva en ella la llama del sacrificio. De ahí que Teresa le perdonase fácilmente a Rigoletto el que únicamente viniera a verla para traerle nuevas desagradables, y que se distrajese oyéndole, como si se tratara de un antiguo amigo a quien sólo se ve de tarde en tarde.
Aquel día tenía también el interés de saber quiénes eran las dos mujeres, que la habían obligado a salir a la puerta con aire de reto, y que el jorobado no podía dejar de conocer. Así fue que desde las primeras palabras abordó el tema, describiendo a la rubia y a su compañera, sin decir dónde las había visto. Rigoletto no la dejó concluir.
—¿Carmela, verdad? Y la otra es más alta, con la piel de un subido tono de ámbar, y una majestuosa manera de llevar los lentes a los ojos para examinar a los míseros mortales, que la hace tropezar y enredarse las piernas en la falda, como si jugara a la «gallina ciega»… ¡No necesito saber más! La rubia es la Aviadora, y su amiga la deliciosa Margot, descendiente híbrida, aunque en línea directa, de Menelick, emperador de Abisinia, lo cual da la clave de aquello del ámbar… ¿Dónde las vio usted?
—Aquí.
Rigoletto frunció vivamente el entrecejo y se echó hacia atrás en la silla, exclamando, sin poder reprimirse.
—¡Aquí!
Le pesó enseguida su arrebato, porque vio que los grandes ojos de Teresa se fijaban en él con inquietud y curiosidad, y quiso arreglarlo, utilizando todos los recursos de su inagotable aplomo. Cuando tuvo la seguridad de que se había extinguido completamente en aquellas hermosas pupilas la llama encendida por una cruel sospecha, que él mismo había neciamente provocado, quiso saber detalles, y la joven le refirió, con mucha naturalidad, lo que viera y lo que hizo. Pero Rigoletto había perdido de súbito una gran parte de su verbosidad y de su alegría. Miraba alternativamente el suelo y el rostro sereno de su bella interlocutora, y acabó por no saber qué decir, lo cual era muy raro en él.
Felizmente vino a sacarlo de su incomprensible turbación el clamor de muchas voces enronquecidas y de pasos que invadían la escalera, subiendo precipitadamente. Las voces repetían, casi con ferocidad, el estribillo:
Rah, rah, rah, rah. El partido liberal no va.
Teresa se incorporó en el asiento.
—¿Eso qué es?
—¡Nada! —repuso con calma Rigoletto—. Son los estudiantes que hacen campaña electoral, bebiendo y riéndose… ¡Juerga patriótica…! Ha sido un buen reclamo de los políticos profesionales el lanzarlos por ese camino; pero ellos no ven en lo que hacen más que la diversión.
Algunas voces de mujeres se mezclaban a las de los manifestantes y resonaban ahora claramente en el pasillo. Teresa se llevó las manos a las orejas, molesta por aquellos aullidos.
—¡Viva el partido conservador! —gritó uno, casi frenético, junto a la misma puerta de la joven.
Todas las mujeres de la casa respondieron, entusiasmadas, saliendo de las habitaciones y precipitándose al encuentro de los alborotadores.
—¡Viva!
El hocico de zorra de Rigoletto se alargó en una sonora carcajada, que duró largo rato, y cuando se restableció un poco el silencio, detrás de la muchedumbre bulliciosa que se dirigía hacia el fondo de la casa, exclamó:
—¡Es gracioso que esas damitas sean reaccionarias en política como son fanáticas en religión y sentimentales en literatura! El otro día le presté a una La tierra, de Zola, y cuando hubo leído las primeras páginas quiso tirarme el libro a la cara, llamándome «marrano». Quieren historias de amores platónicos, de pasiones contrariadas y románticas, donde triunfe siempre la virtud…
Ahora son conservadoras y votarían por la monarquía y el poder temporal del Papa, si las dejaran…
—¿Pero usted también no es conservador? —interrogó Teresa maliciosamente.
—Anarquista y conservador, sí, señora. ¡Son aparentes contradicciones que suelen verse con mucha frecuencia en esta tierra…! Soy conservador (confieso mi pecado), tal vez por la misma razón que anima a esas señoritas…
Se había olvidado el incidente de la Aviadora. Rigoletto contó anécdotas chistosas de la ruda campaña política que se llevaba a efecto en aquellos días. Conocía la historia y los hombres de su país, y retrataba a éstos, con dos rasgos, de cuerpo entero, mostrándolos como era. Él tenía el encargo de mixtificar el censo, para lo cual poseía una rara habilidad en una oficina electoral, y gracias a eso vivía. Era una misión alta y noble la suya: restringía el sufragio; contrarrestaba el poder de la demagogia; resucitaba, como Cristo, a los difuntos… Su trabajo era sólo en el período electoral, y el resto del tiempo se lo pasaba cobrando su sueldo sin hacer nada. Pero aquella brillante y fecunda vida tenía sus quiebras. La semana anterior, por ejemplo, lo hicieron subir a una tribuna erigida en la plaza pública. Se preparaba a inundar al pueblo bajo la ola de su elocuencia, y, sin embargo, el desenlace fue desastroso. Sus imbéciles correligionarios habían hecho demasiado alta la tribuna, y apenas le llegaba la nariz al borde de aquel baluarte de las libertades ciudadanas… El resultado fue una silba formidable. Desde que lo vieron empezó la risa y los gritos:
«¡Rigoletto!». «¡Rigoletto!», acompañados de carcajadas y otros ruidos menos gratos y nada limpios, que se multiplicaban endiabladamente, ahogando su voz. Tuvo que retirarse ante la hilaridad soberana de la muchedumbre, pensando en que el ser demasiado populares perjudica muchas veces a los grandes hombres…
Teresa se reía hasta tener que secarse las lágrimas, más que del relato, de los cómicos gestos del narrador, que le sacaba partido a su ridícula figura para burlarse tanto de sí mismo como de los demás y trataba de reproducir gráficamente la escena. Hacía calor, a pesar de ser aquél uno de los últimos días de octubre. Por las dos persianas del balcón abiertas de par en par, entraba el sol hasta la mitad de la habitación, trazando en el suelo grandes paralelogramos de luz, por donde cruzaba a veces la sombra del vuelo de un gorrión. Rigoletto se quedó un momento mirando aquel vulgar efecto luminoso, que daba, sin embargo, tan profundo aspecto de intimidad y de placidez a la habitación, en aquella discreta hora de la siesta. Pensaba que sería delicioso vivir esas horas del mediodía, en una absoluta identificación de afectos, con una mujer así y en un cuarto semejante. Y no obstante, la hermosa estaba punto menos que abandonada por el amante, que prefería correr con otras en automóviles por las carreteras; porque lo del viaje en compañía de Lucas sabía él bien que era una mentira. Rigoletto se decía que en el mundo los bienes andan muy mal distribuidos. Lo sacaron de su momentánea abstracción dos voces que se acercaban por el pasillo y que se detuvieron en la puerta. Teresa y él prestaron atento oído.
—Mal día, señora Flora, para complacerla a usted en lo que desea —decía una de aquellas voces, que era de hombre, con tono bondadoso y marcado acento español.
En efecto, la casa entera parecía en ebullición o habitada por una legión de locos, y de la calle venían también rumores de grupos que pasaban discutiendo y voces y risas aisladas, que indicaban un estado de febril excitación en el pueblo.
—Pero si es muy poco lo que quiero que mire, don Rudesindo: un vistazo de pasada, y no le molesto más.
Teresa reconoció la voz de Flora, la casera, a quien pocas veces se veía fuera de su habitación interior del piso bajo, donde vivía con un mozalbete de dieciocho años, a pesar de haber cumplido ella los cincuenta. Rigoletto se acercó a la joven, y le dijo al oído:
—Es don Rudesindo, el propietario de la casa. ¡Me escapo!
Sin despedirse, saltó como un clown, y casi pasó por entre las piernas del caballero, que permanecía indeciso en la puerta y se quedó mirándole estupefacto.
—¿Da usted su permiso, «señorita». Teresa? —dijo la voz meliflua de Flora, que tenía también un marcado acento español y pretendía ser singularmente armoniosa.
—Adelante.
Entró Flora, que era una matrona gruesa y sonriente, con el enorme seno a duras penas comprimido bajo la coraza del corsé, y dos gruesos brillantes pendientes de las orejas, que resaltaban bajo el cabello muy negro y lustroso. La seguía un señor alto, de barba gris y partida al centro con una raya vertical muy bien hecha, que le daba cierto aspecto diplomático. Vestía un temo claro de verano y usaba lentes unidos a la solapa por un diminuto botón de oro, con monograma, y una cadenilla del mismo metal. Al descubrirse brilló en plena luz su calva venerable, poblada de cabellos claros muy bien peinados y distribuidos con cierta coquetería. La vista de Teresa debió producirle una agradable e inesperada sorpresa, porque su semblante cambió de pronto, al fijarse en los encantos de la joven, y saludó con la más galante reverencia que pudo hallar en su repertorio. Después, durante todo el tiempo que permaneció allí, continuó mirándola disimuladamente, con aire de discreta codicia, cuando las dos mujeres no podían observarlo.
Flora hizo brevemente la presentación:
—Don Rudesindo Sarmiento, propietario de la casa, que viene a ver las reparaciones que hacen falta.
Teresa conocía, como todo el mundo, aquel nombre por los periódicos, por los prospectos de ciertas grandes empresas, por haberlo visto muchas veces en la vieja muestra de un inmenso y lóbrego almacén de la calle de Ricla, seguido del indispensable apéndice, S. en C., y por el reclamo hecho alrededor de sus obras piadosas. Ahora se sorprendía al ver al dueño de aquel nombre, tan pulido y tan elegante, cuando ella se lo imaginara un rudo y grosero patán cargado de oro e incapaz de pronunciar tres palabras seguidas. Y es que don Rudesindo pertenecía a la aristocracia del comercio habanero. Como casi todos los españoles enriquecidos en Cuba, era de humilde cuna; pero había ido refinándose paulatinamente, a medida que sus negocios prosperaban y su fortuna crecía. Era, más que asturiano, ovetense, paisano de Flora, a cuyos parientes conoció en España, y vivía orgulloso de su ciudad, como un noble de su abolengo. La familia, sin embargo, le retenía en Cuba. Sus hijos eran cubanos, su mujer lo había sido también, y hasta él mismo, después de treinticinco años de vida en el trópico, le temía un poco al frío de sus montañas. Presidía en La Habana la Asociación de Padres de Familia para el Saneamiento de las Costumbres, y afectaba modales rígidos cuando hablaba de la corrupción del ambiente y del poco amor de las gentes por el trabajo. Por eso, aquel día el espectáculo de la orgía electoral lo ponía fuera de sí e imprimía en sus dignas facciones de hombre útil a la sociedad, una muda contracción de asco y de protesta.
—¡Vaya unos cafres! —murmuró, sin poder contenerse, refiriéndose a la algazara de los estudiantes—. ¿Querrá usted creer, Flora, que anoche han matado a un pobre negrito en un meeting, a dos cuadras de mi casa? Desde un automóvil, a toda velocidad, dispararon sobre la multitud, y una bala alcanzó, como siempre, al más inofensivo… Soy extranjero y no puedo hablar. Pero mis hijos son cubanos, y no intervienen en estos asuntos. ¡Qué han de intervenir! Los elementos serios del país se echan a un lado, y dejan que la canalla siga… ¡Por eso van las cosas como van! ¡Y los yanquis relamiéndose de gusto!
Enseguida, empujado por sus ideas rencorosas, saltó de la política a las instituciones locales, después de rehusar con un ademán y una sonrisa el sillón que Teresa le ofrecía.
—¿A que no sabe usted la nueva diablura que se le ha ocurrido al Departamento de Sanidad?
¡Vamos, adivínelo…! Pues nada menos que suprimir las cuevas de ratas de los almacenes y hacer desaparecer todos esos bichos en un santiamén… En casa, el remover las mercancías, echar pisos nuevos y tapar huecos, cuesta ya más de tres mil duros… Y sin embargo, con agujeros, y ratas y todo lo malo que tenemos, en diez años no ha salido enfermo uno solo de los dependientes. Pero esos señores mandan y amenazan, y no hay sino bajar la cabeza y hacer lo que quieran.
Se detuvo, ya desahogada la bilis, y sólo entonces recordó el motivo de su presencia allí y preguntó, con voz más dulce, a la arrendataria:
—Vamos a ver, Flora, ¿qué obras desea usted hacer aquí?
Eran puertas que no cenaban bien y algunas tablillas de las persianas, rotas: total, bagatelas, pero los inquilinos se quejaban, con razón. Don Rudesindo, sin dejar de mirar de reojo a Teresa, declaró que el cuarto era inhabitable, con gran asombro de la gruesa casera, que abrió mucho los ojos, sin comprender bien. Don Rudesindo deploraba la fealdad de estos viejos caserones, con sus puertas anchas, sus techos de gruesas vigas y sus pisos de horribles losas rojas y amarillas. De pronto se volvió hacia Teresa, con la sonrisa que empleaba en otro tiempo para ofrecer medias de seda muy baratas a las compradoras lindas:
—Vaya, si se decide usted a pasar cuatro días de molestias, le hago poner el piso de mosaico.
¡Cójame la palabra!
Y con sus ojillos penetrantes, que brillaban detrás de los lentes, fijos paternalmente en la hermosa inquilina parecía inquirir:
«¿Qué le parece este rasgo?».
Teresa accedió con una sonrisa y dio las gracias, sin gran entusiasmo. Don Rudesindo se dirigió entonces a su arrendataria, para disculpar aquel acto de generosidad; aunque no era necesario, porque la casera aceptaba siempre sus decisiones con una servil complacencia.
—¡Hay que saber conocer a las personas! —dijo el comerciante—. Al primer golpe de vista se nota que la señora no está acostumbrada a vivir en pocilgas como ésta…
Y ya lanzado en las sendas de las prodigalidades, prosiguió:
—Además le mandaré pintar las puertas, componer los cristales del medio punto e instalar el vertedero para el baño, de que me habló Hora el otro día… ¡Qué tal! ¿Está satisfecha?
Esta vez sí lo estaba plenamente Teresa, a causa de la promesa del vertedero que le permitiría tener un cuarto de baño en forma, sin verse obligada a salir de sus habitaciones ni preocuparse con la manera de botar las aguas sucias. Don Rudesindo lo comprendió así, y dando por bien empleado el dinero que todo aquello iba a costarle, añadió jovialmente:
—Lo malo está en que ésta —y señalaba a Flora—, que se pasa de lista, va a querer ahora que le haga nueva el resto de la casa, con el pretexto de lo que he prometido aquí… Aunque ya la amarraremos corto…
Pero la jamona, con su fino olfato de mujer y de antigua celestina, había entrevisto la debilidad del propietario y lo echó todo a broma, dispuesta a sacarle cuanto se le antojase.
—Bien, bien; eso lo veremos más tarde. ¡La verdad, don Rudesindo, es que ya era tiempo de que se le ablandase a usted el corazón e hiciera algo por la casa, que bien abandonada está!
Salieron, no sin que el galante viejo hiciera a Teresa nuevas protestas de que estaba dispuesto a escuchar cuantas demandas de arreglo le hiciera en lo sucesivo. Flora y él bromeaban discretamente al acercarse a la puerta, y la primera se volvió para decirle a la joven, cediendo al sutil instinto de casera, que jamás la abandonaba:
—No podrá usted quejarse «de nosotros» y de la visita que le hemos hecho, «señorita». Teresa.
Sus cuartos serán lo mejor de la casa.
Cuando Teresa se quedó sola, corrió el pestillo de la puerta, para evitar la llegada de nuevas visitas, y fue a tenderse perezosamente en una mecedora, con un libro, que tomó al azar, de los tres o cuatro que había sobre la mesa de noche. Su irregular situación la había acostumbrado a las interminables soledades que le imponían las ausencias de su amante, y las aceptaba, procurando no medir el tiempo. Pero aquel día su alma, demasiado aislada y como perdida en el bullicio de la casa y la animación de la calle, se sentía débil, y experimentaba cierto sobresalto al pensar que no vena a Rogelio hasta la noche siguiente, siéndole forzoso permanecer encerrada allí y sin ver a nadie, por lo menos hasta que llegase Dominga por la mañana. Tenía ahora sed de caricias, de palabras tiernas que reanimasen un poco su fe; porque, sin confesárselo, ésta no tenía la enérgica entereza de otras veces. También pensaba vagamente y con cierta inquietud en aquel viaje inesperado de Rogelio, al cual su espíritu, demasiado recto, no podía dar el significado de una traición o de una mentira, a pesar de la visible turbación de Rigoletto al hablarle de él. Mas su estado de ánimo no obedecía, en concreto, a una causa determinada. Era más bien una suma de secretos deseos, de indefinidas congojas y de ligeros presentimientos, creadores de esa especie de opacidad crepuscular de la conciencia de las mujeres, sobre la cual funda el amor tan inolvidables horas de fusión y de deleite, si por acaso aparecemos, llenos de ardor y de optimismo, en el instante preciso en que nuestra querida languidece bajo la enervante influencia de aquellos recónditos sentimientos y se amontonan sobre su frente sombras que sólo los besos pueden borrar…
No abrió el libro. Su imaginación se alzaba con un vuelo corto sobre cosas pasadas y presentes, con preferencia sobre las que evocaban ideas melancólicas. El estado de su corazón se resumía en la fórmula que ella misma había enunciado, hablando con Dominga, en uno de aquellos instantes de suprema lucidez en que el alma humana tiene el poder de sintetizar en un solo pensamiento el juicio acerca de una vida entera: no se encontraba mal en su actual situación, porque tenía hijos y porque al entrar voluntariamente en ella no había abandonado otros afectos. En cuanto a la figura de su amante, si había perdido tal vez parte de los encantos primitivos, se presentaba ante sus ojos con el prestigio indefinible de ser el padre de aquellos niños y quizás con el atractivo de la debilidad y del infortunio, que excita siempre el interés de las almas fuertes. No podían ocultarse a un espíritu como el de Teresa ni la perezosa indolencia, ni la constante irresolución, ni la vacía arrogancia de aquel hombre, que parecía condensar en sí los caracteres salientes de su raza; pero esa misma incapacidad del ser amado para la vida, si defraudaba un poco al ideal romántico de la mujer, anudaba nuevos vínculos en el corazón de la querida, desenvolviendo en ella cierto instinto suplementario de maternidad y de protección que la hacía considerarse a sí misma indispensable en la vida. Por eso sufría Teresa profundas torturas cuando Dominga sacaba a colación, indirectamente y como de soslayo, los defectos de Rogelio, que nadie mejor que ella conocía. Puede decirse que en el instante en que comienza esta historia, el amor de nuestra heroína, aunque imperfecto desde su origen, no había sido quebrantado por ninguna desilusión irreparable, a pesar de los años de vida común transcurridos y de la irregularidad y necesaria intermitencia de sus relaciones.
Jamás, desde su fuga con Rogelio, el tormento de los celos había hecho presa en el corazón de Teresa. Por tal motivo, los pequeños descubrimientos que fue haciendo en la manera de vestir y los modales del amante, que tan extraordinariamente le habían chocado, no llegaron a ser otra cosa sino leves mortificaciones, que permanecían fijas en alguna zona dolorida de su alma, pero que no pasaban de la superficie de ésta. Tal era también el efecto que le producía la idea del viaje improvisado en compañía de aquel coronel de quien no recordaba haber oído hablar nunca a Rogelio. La cualidad predominante en el carácter de Teresa era la lealtad. Desde los comienzos de su amor le había jurado al amante y le había hecho jurar, al mismo tiempo, que antes de recurrir a la traición una y otro se confesarían recíprocamente el estado de su corazón, si algún día dejaban de quererse. Teresa admitía el enfriamiento o la muerte lealmente declarada de la pasión, pero no concebía el engaño. Y como, en repetidas ocasiones, Rogelio y ella habían hablado con entera franqueza de aquel asunto y él se mostraba absolutamente conforme con sus principios, la joven descansaba en esa confianza, con la misma tranquilidad con que dormía en el cafetal, después de cerciorarse de que estaban bien cerradas las puertas.
«¿Quién era ese Mongo Lucas?», se preguntó varias veces, en medio de sus divagaciones mentales, sintiendo que este sólo nombre aumentaba su mal humor.
Bostezó también a menudo, buscando posturas cómodas en el sillón y encolerizándose contra la estúpida alegría de los políticos, que no cesaban de alborotar. Su carne sufría, no saciada aún después de la abstinencia de varios meses en que se vio obligada a vivir; pero procuraba apartar el pensamiento de las ideas que pudieran excitarla.
«¡Si iré a convertirme en una neurasténica!», pensó, con amargo reproche de sí misma.
Entonces quiso leer, para distraerse, y abrió el libro al azar. Era una novela que describía la hipocresía de un buen burgués que besaba con más mimo a su mujer los días en que iba a casa de la querida. Sintió como una ola de sangre en la cabeza, y arrojó el libro al suelo, con rabia.
En la calle, un grupo de entusiastas, que pasaba en un automóvil, llevando un gran estandarte, cantaba a estentóreos gritos:
Tumba la caña,
anda ligero;
¡mira que viene el mayoral
sonando el cuero!
Teresa los amenazó, desde su asiento, con el puño, aunque no podían verla, y se quedó otra vez inmóvil y pensativa.