12

Rigoletto atravesaba el zaguán, aturdido por la noticia y sin saber cómo iba a encontrar a Teresa, cuando tropezó con Juan Francisco Masilla, que salía encorvado bajo el peso de dos enormes maletas.

—¿Qué? ¿Te embarcas, antropófago?

El estudiante puso las dos maletas en el suelo, miró prudentemente a su alrededor y le dijo, muy serio, en voz baja:

—¡Ah! ¿Pero no sabes que tuve ayer una cuestión con Azuquita? Llegué a encañonarlo con el revólver, y no quise mandarlo al otro mundo, ni sé por qué.

Rigoletto, que estaba bien enterado de aquel lance, fingió una gran sorpresa. El otro prosiguió.

—Fue por la mañana, ¿sabes tú?, y estaba yo solo en el cuarto, porque no quise ir a clase, cuando empezó a chillar el energúmeno, desde el suyo. Era a causa de Carlota, ¿comprendes? La muy estúpida se ha enamorado de mí como una loca y parece que se lo dijo al querido… El muy bárbaro salió al pasillo, gritando, mientras ella luchaba por contenerlo. Figúrate la escena: Azuquita vociferaba: «Sí; está ahí, está ahí ese marrano. Dile que salga para que vea, cómo le pongo el pie en las nalgas». ¡Y yo, muy tranquilo! Como no me nombraba directamente no tenía por qué darme por aludido. ¿Verdad? Lo más que decía era esto: «Dile que es tan grande como sinvergüenza y le voy a dar como a las mujeres, por gallina». Yo lo veía por la abertura del postigo, hecho una fiera, pero no me movía. Le apunté con el revólver, cuando quiso venir adonde yo estaba y hablé de echar abajo la puerta. ¡Pude haberlo matado! Afortunadamente Carlota gritó y llegaron los vecinos…

—¡Estuvo en un gran peligro! —dijo irónicamente Rigoletto.

—¡Claro! ¡Por bruto! —repuso el otro—. Pero yo no quiero tener que meterle una bala, si nos encontramos un día de éstos, y me mudo… Si se tratara de un caballero, ya sabría yo cómo tomarle cuenta de sus insultos. Pero con un chulo indecente. ¡Figúrate…!

—Con un caballero tampoco podrías batirte —objetó gravemente Rigoletto.

—¿Por qué?

—Porque no hay un solo capítulo en el código del honor que castigue la intención de poner un pie en el trasero. ¡Una bofetada sí es una ofensa!

Aunque no estaba en aquel momento para bromas, el eterno burlón se reía interiormente de la cara de estúpido con que Masilla había acogido su peregrina teoría, y ya se disponía a dejarlo plantado con sus valentías y sus maletas, cuando el estudiante le dijo, deseoso de cambiar de asunto:

—¿Vas arriba? Tu amiga no está allí. La he visto salir, muy elegante, hace diez minutos.

Y como sintiera pasos en la escalera, temiendo que fuese Azuquita quien bajaba, tomó su equipaje y escapó a toda prisa, añadiendo:

—Bueno; adiós. Ya nos veremos otra vez y acabaré de contarte…

La que venía era Flora, en traje de calle, estallando dentro del corsé, que congestionaba horriblemente su cuello y su rostro. Vestía de negro, mostrando los gruesos brazos bajo la gasa de las mangas, y las caderas aplastadas por el estrecho traje. Pasó majestuosamente por el lado de Rigoletto, fingiendo que no lo había visto, y siguió de largo hacia la calle. Llevaba la cabeza descubierta y muy peinada y lustrosa, oliendo a pomada de jazmín.

Rigoletto, que iba a entrar para esperar a Teresa, sabiendo que no tardaría, tuvo al ver a la peripuesta jamona una súbita idea. «Esta lechuza —se dijo— debe salir hoy para algo relacionado con la fuga de Rogelio. Si no fuera así no dejaría su casa siendo sábado». Inmediatamente bajó los dos o tres escalones que había subido y se dispuso a seguir a Hora.

—Yo sabré lo que trama —repitióse.

En la esquina de Virtudes y Prado se detuvo ella a esperar un carruaje y Rigoletto se ocultó en el hueco de una puerta. Fue una espera sólo de pocos segundos, al cabo de la cual tomó ella un coche que venía por Prado, mientras que el jorobado le hacía seña a otro que se acercaba por Virtudes.

El cochero de Flora siguió la avenida del Prado, en dirección al Campo de Marte, torció a la izquierda, tomando por Teniente Rey hasta Compostela y luego a la derecha. Rigoletto veía la gruesa espalda y el cuello rojizo de la jamona balanceándose a cada movimiento de los muelles. Sonreía irónicamente, hablando consigo mismo en todo el trayecto.

«¡Diablo! Ya decía yo que este asunto tenía relación con aquel otro suceso… ¡Qué gran olfato de policía tengo! Apostaría a que nos dirigimos al almacén de mi amigo don Rudesindo, de quien ya la pobre Teresa me ha contado ciertas cosas… ¡Qué miserables y qué puercos son estos ricos y quienes los sirven!».

No se engañaba. El coche de Flora torció a la derecha, por Ricla, y él hizo detener el suyo antes de llegar a la esquina, prefiriendo seguir a pie para no llamar la atención de las gentes. Iba andando despacio, con el aire insolente con que lucía siempre su giba, y miraba a los transeúntes, como una especie de Cirano grotesco que se aburre y pasea al sol. Desde lejos vio la gran muestra dorada, bajo el toldo de lona blanca: Tabes, Sarmiento y Compañía (S. en C). Conocía la casa; tenía allí a un amigo, un sencillo muchacho español que le admiraba, y se proponía ir directamente hacia él y preguntarle lo que supiera.

Frente a la fachada del almacén se detuvo en la acera opuesta y dirigió al interior una escrutadora mirada. Vio la inmensa nave en forma de cueva, iluminada a trechos por la cruda luz que penetraba por las claraboyas del techo; los montones de fardos y de piezas de tela, formando calles, por las que circulaban dependientes con carretillas de mano, y la suntuosa división, de mármol rosa y verjas de bronce, que circunscribía, a la derecha, el departamento de contabilidad y de caja, donde se repetía el letrero de la muestra, en caracteres de relieve, sobre fondo también de bronce mate: «Tabes, Sarmiento y Cía. (S. en C). Comerciantes, Banqueros, 1851». En el centro, junto a una de las gruesas columnas de acero, pintadas de verde oscuro, que sostenían la techumbre, descubrió a Hora, casi perdida entre los montones de mercancías, hablando con un dependiente, que la trataba con amabilidad, sabiendo que el amo la distinguía. Entonces se fijó en que había tres automóviles de lujo alineados frente a la casa y que dificultaban un poco el tráfico en la estrecha calle. Reconoció en uno de ellos, perteneciente al Estado, el que usaba el general Barrote, y en otro al del senador Chivero, flamantes ambos, con los barnices y los cobres relucientes y los solemnes lacayos muy tiesos en sus asientos.

«¡Diablitos! —se dijo—. ¡Reunión de padres de la patria en casa de mi amigo Rudesindo! ¿Quién será el otro, porque la máquina es nueva? ¿Subasta? ¿Contrata? ¡No! ¡No serían tan cínicos, mostrándose así, en público…! Debe ser sesión de la Protectora de Madres de Familia… ¡Ah! ¡Y qué valientes protectores!».

En poco estuvo que no soltara una carcajada, y fue necesario que un transeúnte lo apartase suavemente para pasar, porque obstruía la acera, parado en mitad de ella.

—¡Ah! ¡Perdone!

Siguió mirando. Detrás de la verja de bronce circulaban, entre los empleados, señores vestidos de negro y calvas apostólicas. El dependiente, a quien, sin duda, Flora logró convencer, le hizo seña de que lo siguiera y la guió hacia el fondo del almacén. Era el momento oportuno. Rigoletto franqueó la calle y penetró también, recatándose un poco.

Vagó algunos momentos por entre las hileras de cajas y de fardos, pisando sobre el sonoro suelo de losas grises, y descubrió, al fin, al muchacho que buscaba, ocupado en contar piezas de tela, con una libreta en la mano y en mangas de camisa.

—¡Eh! Vitorino, cundenadu, ¿qué haces ahí? —le dijo, desfigurando el acento y tocándole un hombro.

—¡Ojo! ¡Pare la jaca, que no soy gallego! —exclamó el otro, en el mismo tono de broma, sonriendo al reconocerlo.

—¿Qué eres, entonces?

—Asturiano, ¡moño! ¡Y a mucha honra!

—Bueno, Manín, perdona, austurianito sabroso… Vengo a hablarte en serio de un asunto…

—Venga de ahí… si no es cosa de pervertirme, porque hace dos meses que no salgo de casa… Aludía a las juergas a que lo llevaba Rigoletto en otro tiempo, en las que era, por de contado, Victorino el que pagaba.

—No. El negocio es éste: ¿qué manejos se trae Flora con Rudesindo?

—¿Qué Flora? ¿La Burra?

—¿Cómo la Burra?

—¿No es la inquilina de la casa de Virtudes? La llamábamos así, por mal nombre, en el pueblo, porque era tan buena moza como bruta… Aquí se ha refinado.

—Enterado. ¿Qué se propone con el amo?

Victorino se puso serio, y miró a su amigo con recelo.

—Es paisana… Viene a negocios con «el tío» —repuso en tono de evasiva.

Pero Rigoletto lo estrechó en sus últimos reductos, hizo alusión a su antigua amistad, a otras cosas que le había confiado y que jamás salieron de su boca de amigo discretísimo, y el dependiente acabó por ceder, no sin antes preguntarle por qué deseaba saberlo.

—Pues bien —confesó— quiere conseguirle una «hembra» que hay en la casa, con tal que se le renueve el contrato de arrendamiento. Pero el tío es muy largo; sabe que la mujer tiene un marido o un querido, ¡qué sé yo!, y no le gustan los compromisos…

Rigoletto trataba de reprimir su angustia, exagerando la expresión de su máscara irónica.

—¿Y a él… le gusta mucho la mujer? —preguntó, de lo cual él mismo se quedó sorprendido.

Victorino volvió a mirarle con desconfianza, pero se tranquilizó enseguida, viendo que ni un solo rasgo de la fisonomía de su amigo se había movido.

—Mucho; pero no quiere líos, y teme que luego vengan a sacarle dinero.

—¿Y cómo tú sabes todo eso? —volvió a preguntar el jorobado, deseoso de cerciorarse de toda la verdad.

—¡Toma! Porque me gusta saber y me acerco con disimulo cuando hablan. ¿Conoces tú a la chica?

Rigoletto mintió heroicamente.

—Un poco… Y me interesa que le maneje el dinero al viejo… El otro se echó a reír, dándole golpecitos en la espalda.

—¡Ah, granuja! ¡Con esa giba! ¡Eres el sinvergüenza más grande que he conocido!

Y no tuvo inconveniente en prometer que espiaría a Flora, desde aquel mismo instante, y que, a la noche, en el café de la esquina, le daría noticias.

—Pero conste que has de pagar lo que se tome —agregó alegremente.

—Lo pagaré —afirmó Rigoletto, con el tono solemne con que un conspirador de melodrama jura sobre la cruz de su puñal.

—¡Será la primera vez! —exclamó, sarcástico, Victorino, despidiéndole con un gesto amistoso, porque se acercaba otro dependiente.

Don Rudesindo Sarmiento, gran filántropo y presidente obligado de varias asociaciones humanitarias, reunía en su oficina aquella tarde a los más importantes miembros de una de ellas. Se trataba de un reparto de máquinas de coser entre veinticinco obreras pobres, del proyecto de una tómbola benéfica, de un premio a la maternidad, de un concurso de virtud, una multitud de cosas, en fin, acerca de las cuales el digno comerciante no se atrevía a resolver solo. Con su saco de alpaca, su chaleco blanco, cruzado por la cadenilla de los lentes, su barba gris partida y peinada con mucho esmero, y su sonrisa bondadosa, cuando no se dirigía a sus dependientes, con quienes se mostraba siempre seco y despótico, don Rudesindo se disponía a prodigar a sus invitados los honores de amo de casa. Se habían dispuesto sillas y poltronas en un saloncito que precedía a su despacho particular, situado al fondo del departamento de caja, y en una mesa improvisada al fondo de la casa, entre fardos de tela, dos mozos del café de Inglaterra aguardaban junto a las poncheras de plata, a cuyo alrededor unas cuantas botellas de viejo champán ostentaban sus venerables cuellos dorados y alambrados. Don Rudesindo no mostraba impaciencia. Profesaba a los elevados personajes cubanos que iban a reunirse en su casa el respeto irónico con que los españoles ricos acogen a los advenedizos de nuestro mundo político, y no mostraba ante ellos la menor cortedad. Sus hijos eran menos tolerantes y se complacían en manifestar su desdén hacia aquellas gentes, a quienes calificaban con los peores epítetos. Don Rudesindo se hallaba frente a un gran conflicto. Angelín, que había sido designado para secretario de la asociación, se obstinaba en no aceptar dicho cargo, y el pobre padre no sabía cómo arreglárselas con los otros.

A las tres llegó el general Barrote, puntual como siempre, y desde que divisó su automóvil, Sarmiento corrió al despacho donde trabajaba su hijo.

—Es preciso que vengas, Angelín. Ahí está el general, y me da pena.

—No, papá, me da asco esa gente. Usted lo sabe ya. Discúlpeme como le parezca.

—Pero ya vez que yo no tengo reparo… —repuso, un poco ofendido, el padre.

—Usted es español, papá, y además les saca lo que puede en subastas y negocios; pero yo soy cubano, y los cubanos que trabajamos debemos protestar de algún modo del descaro de ésos…

Y el feroz retraído se abismó de nuevo en su trabajo, con un gesto desdeñoso, hundiendo las narices en su libro mayor. El viejo, por su parte, sonrió satisfecho, porque había profetizado todo aquello, al perderse la colonia, y estaba orgulloso de que su hijo le diera la razón.

—Estás en lo cierto, Angelín: son peores que los zánganos, porque éstos siquiera…

Se detuvo comprendiendo que iba a decir una picardía delante del muchacho, y salió apresuradamente al encuentro del general, sin añadir palabra.

—Aquí estoy, don Rudesindo. El primero, ¿verdad?

Era Barrote un hombrazo, de manos peludas y cutis atezado de campesino, a quien los años que llevaba en la capital, disfrutando de pingües sinecuras, no había conseguido borrar su rústico aspecto. Ancho, fuerte, sanguíneo, su rostro y sus ademanes revelaban una sencillez franca y bonachona, un rudo optimismo que predisponía desde el primer momento en su favor. Tendió una mano, que parecía una trituradora, a Sarmiento, y estrujó largo rato entre sus formidables dedos los finos y delicados del comerciante. Éste soportó, sin pestañear, el afectuoso saludo, procurando devolverlo en la medida de sus fuerzas.

Barrote no era, como Mongo Lucas, un farsante, sino un héroe de veras que se había batido y pasado hambre en la Guerra de Independencia. Su defecto consistía en no haber tenido energía para renunciar a ciertos placeres, una vez gustados. Le encantaban las «niñas» y la buena vida, y se dejaba alimentar por la República, sin detenerse a pensar si era bueno o malo lo que hacía, si estaba conforme esto o no lo estaba con los austeros principios de la Revolución. Pero, aparte de esta satisfacción de vividor, que le parecía la cosa más natural del mundo, era una buena persona y un honrado patriota, «de los mejores de aquella ralea», como decía, muy convencido, don Rudesindo, cuando hablaba a solas con sus hijos o con los otros españoles.

—¿Arregló aquel asunto, don Rudesindo?

—¿Cuál? ¿El de sanidad? ¡Ca, hombre! Se empeñan en que tape los agujeros de las ratas también en el lavadero. ¡Es un horror!

—Bueno, no haga caso. No se ocupe, y déjelo de mi cuenta.

—Me pondrán una multa…

El general se echó a reír ruidosamente.

—Que no haga caso, le digo. Ya verá usted que nada le ponen.

Llegaba Chivero, en compañía de Paco, e interrumpieron la conversación para cambiar unos cuantos apretones de manos. El senador mostraba su carita sonriente de bull dog y su burlesca calva, con un aplomo de grande hombre. Paco, muy serio y muy correcto, enfundado en su traje oscuro de última moda, lo seguía como la sombra al cuerpo. Después de los saludos, el general se volvió todavía hacia Sarmiento, para decirle, a manera de conclusión, orgulloso de su inmensa influencia:

—Si usted me habla desde el principio, no hubiera tenido que hacer nada.

—¿De qué? —preguntó Chivero.

—De la obra esa que ordena sanidad, para los ratones —explicó el prócer.

—¡Ah! ¡Claro! ¡Claro! ¡Qué iba a hacer! Siendo amigo nuestro…

Llegaron otros. Fue preciso entrar en el departamento de caja, para pasar después al saloncito. Paco miraba con desconfianza a la calle, sabiendo que Mongo Lucas era también de la sociedad filantrópica. Aunque nada se sabía de su aventura, temía siempre encontrarse al marido de su amante, y maldecía la ocurrencia de su jefe de meterse en aquellos asuntos de caridad. Hacía calor. Venían algunos prohombres con trajes claros, camisas sueltas, sin pechera, y cinturón con pequeño broche de oro. Don Rudesindo daba y recibía palmaditas en los hombros.

—¿Viene Jiménez?

—Probablemente no. Está muy ocupado ahora.

De improviso un dependiente, después de titubear un poco, se acercó al dueño de la casa. Don Rudesindo, al verlo, adoptó el gesto duro y autoritario que usaba para hablar con sus empleados.

—¿Qué sucede?

El mozo se acercó lo más posible a su oído.

—Ahí afuera lo buscan —dijo.

—¿Y no sabe usted que estoy ocupado? ¿Por qué no se lo dijo así al que sea?

—Es que es Flora, la casera de Virtudes. Dice que necesita verle de todos modos.

—Bien, bien. Voy allá.

Pidió excusa y siguió al dependiente hasta uno de los más solitarios rincones del almacén. Flora estaba allí, en pie, sonriente, con su cabeza descubierta, su cuello apoplético y sus ojillos maliciosos. Saludó con humildad y pidió perdón por haber venido en hora inoportuna. Pero como él, don Rudesindo, le había encargado que no apurase por el alquiler a la joven del 11, venía a decirle que pronto debería dos meses…

—¿Y el querido? —preguntó bruscamente Sarmiento, acostumbrado, en el comercio, a ahorrar palabras en los negocios.

—El querido la abandonó ya —repuso la mujer, espiando de soslayo el efecto que sus palabras hacían en el rostro del comerciante.

—Bien; en ese caso, cárgame a mí los alquileres, y está arreglado. Ya iré por allá.

Flora se sonrió con lástima de la sencillez demasiado cándida con que aquel temible hombre de negocios trataba ciertos asuntos. No, no; si hacía eso lo echaría a perder todo. Ésta no era como otras. Había que apurarla antes, por el contrario, obligarla un poco por la necesidad, para que bajara el cuello. Don Rudesindo, benévolo, la detuvo.

—No, hija mía. Nada de violencias ni de atropellos. Después de todo, no es tan grande el antojo… Si se puede, buenamente y sin compromisos, he de recompensarla con largueza. Ya sabes que soy hombre a quien le gusta hacer bien las cosas. Pero no me agrada obligar a nadie por la fuerza. Además, tendría que ser sólo por una o dos veces, porque tampoco soy aficionado a crearme nuevas obligaciones, ¿me entiendes?

La otra seguía sonriendo.

Sí, sí; entendía. Y ya pensaba que iba a salirle con ésas. Pero la mujercita era de encargo.

Se había enfadado con ella y ni siquiera la saludaba ahora, sólo porque se permitió hacerle algunas ligeras insinuaciones acerca de él. Ya podía juzgar si era tan mansa la criatura. En la actualidad, las cosas habían cambiado. Se ofrecía la ocasión de reducirla, y era cosa de saber si él la autorizaba para aprovecharla. Por eso había venido con tanta prisa.

Don Rudesindo se había puesto los lentes y la examinaba con curiosidad, sonriendo también, con su aire bondadoso de diplomático. Y como era preciso concluir, porque le aguardaban los otros, transigió.

—Bueno. No puedo perder tiempo ahora. Arréglatelas como puedas; que lista eres, para eso y mucho más. Pero no aprietes demasiado, ¿sabes? No quiero que llegues hasta echarla a la calle si se resiste. ¡Eso de ningún modo!

Dio media vuelta y dejó a la jamona plantada entre dos montones de piezas de tela. Lo vio alejarse, ágil y erguido aún, a pesar de sus sesenta años, y no pudo impedir que se le escapara esta frase, mientras se encogía despectivamente de hombros:

—¡Valiente mentecato está también este tío!

Un ligero ruido, que se dejó oír detrás de los fardos, la hizo volverse con presteza, comprendiendo que alguien había estado escuchando allí; pero, aunque trató de sorprender al indiscreto, no vio a nadie, y optó por encaminarse lentamente hacia la calle.

Cuando Sarmiento volvió a reunirse con sus compañeros, había una veintena de personas en el saloncito. Aquellos señores bromeaban y reían esperándole, como si estuviesen en su propia casa. Se habían formado grupos que hablaban animadamente aparte, entre el humo de los cigarros. El general se había llevado a Paco a un rincón y le interrogaba acerca de la fuga de Carmela. El elegante, siempre bien informado, daba detalles, riendo. Margot, furiosa. Cuando se enteró, tuvo un ataque de nervios que le duró dos horas. Después se encerró en la casa, llenando de amenazas y de improperios a los que venían a saber noticias, y acabó por cerrarle la puerta a todo el mundo, menos a Anita, que era la única que la acompañaba.

El general soltó una carcajada.

—¡Claro! ¡Se consuela! ¿Y los otros, los palomos?

—No se sabe. Se los tragó la tierra. Se dice que salieron de La Habana. Y usted, ¿muy triste?, ¿verdad?

Miraba maliciosamente el rostro grave y sensual del veterano, a quien los ojillos claros le brillaban entre la curtida piel de los pómulos.

—¡Bah! Ya empezaba a cansarme. ¡Hay tantas mujeres en La Habana!

—Y Angelín, ¿cómo se las arregla? —preguntó Paco, bajando la voz.

—¡Angelín! ¿Pero es que no sabes…? Angelín le puso casa hace dos meses a Josefina, la criadita. Ya no iba por allá.

Enseguida, sonriendo siempre, con su ruda faz de hombre sanguíneo a quien le encantaban aquellas picardías, habló de Josefina. Era graciosa, fina y avispada como un demonio. A los dos meses de su llegada a Cuba había soltado el último pelo de la dehesa. Carmela le contaba a todo el mundo la entrada de la muchacha en su casa. La traía un gran diablo de gallego, con cara de viejo truhán. Era sobrina suya y había sido recomendada a él desde su pueblo; pero el buen tío, que era holgazán como pocos, comenzó por convertir a la sobrina en su querida y ver en ella un filón que explotar. Cuando se la llevó a Carmela, daba vueltas a la gorra entre sus manazas y examinaba los muebles con disimulo. Tenía el aire de un chalán humilde y socarrón que va a vender una yegua. La muchacha, mientras tanto, bajaba los ojos y guardaba silencio. El tío era el que intervenía en el trato. Carmela refería con mucha gracia las salidas de aquel bruto. Decía a todo: «Sí, siñora», «ya verá la siñora», «una oveja, siñora». Y como la Aviadora le preguntara si era aseada la joven, el otro replicó:

—Sí, siñora. ¡Como limpia, no hay más allá! Tiene su mal olor como todas, ¿comprende usted?

Pero limpia le respondo a usted que lo es.

A los tres meses de estar en la casa, despachó Josefina a este extraño amante, y tomó a otro, dependiente de una tienda de novedades, buen mozo, atildado y listo, que la llevaba a los bailes. Ahora se enredaba con Angelín. La muchacha iría lejos…

En otro ángulo hablaban gravemente de política Chivero y tres o cuatro señores.

—¿Qué tal esa ley de regadío? ¿Sale?

—Desde luego, ¡como que es una barbaridad! ¡Arruina al país y no salva a los agricultores…!

—¡Creía que usted la apoyaba…!

—Y la apoyo. Si a la República se la lleva el diablo de todos modos, al menos que se aprovechen algunos. ¿No tengo razón?

Todos aprobaron, conviniendo en que esto se hallaba ya en estado preagónico y en que pronto se desplomaría la República con estrépito. Sonreían, como si estuviesen a mil leguas de la catástrofe que invocaban.

—¡Pero tú te salvas con ese regadío!, ¿eh? —dijo una voz irónica y amistosa al oído de Chivero.

El político protestó con calor.

—¡Se salvan muchos! ¡Yo, ni medio! ¡Ni un centavo! Puedes afirmarlo así en tu periódico. He sido esta vez un completo mentecato…

—Entonces es que la rubia aquella con quien te sorprendí la otra noche te ha vuelto ciego…

¿Quién es ella?

Chivero enrojeció un poco, muy complacido en el fondo.

—¡Misterio! —repuso—. Es honrada todavía, y no puedes conocerla.

Y dio al indiscreto un amigable cachete, encerrándose en una presuntuosa reserva.

Callaron, porque venía don Rudesindo.

—¡Eh! ¡A la sesión! A la sesión, que el tiempo es dinero.

Todos ocuparon sus asientos, con un ligero desorden y algunos bostezando disimuladamente. Siguió un momento de silencio. Los abanicos eléctricos hacían volar los cabellos y los papeles de la mesa. Don Rudesindo, en pie y solemne junto a su poltrona, explicó el objeto de la reunión.

—Ante todo, mi hijo me encarga que lo disculpe con ustedes… —empezó.

Después dio cuenta de la inversión de ciertos fondos. Se habían adquirido algunas piezas de telas para vestidos de niños, y treinta máquinas de coser, que habían de ser sorteadas entre obreras pobres. Cada cual se encargaría de repartir entre sus protegidas un número proporcional de opciones a estos sorteos, como se había hecho siempre. Allí estaban las papeletas.

—En cuanto a las cuentas y facturas que están aquí… —dijo don Rudesindo, mostrando unos cuantos papeles cuidadosamente clasificados.

Varias voces lo interrumpieron, para rehusar esa prueba de la probidad de su presidente. Se le había dado un voto de confianza para invertir aquellos fondos, y podía usarlos como quisiera. Don Rudesindo dio las gracias, llevándose ambas manos al pecho.

—Desgraciadamente —prosiguió—, nuestros recursos son limitados y la miseria y la corrupción aumentan. Treinta máquinas de coser y algunos centenares de vestidos son bien poca cosa, con relación a los males que hay que aliviar. Pero se hace lo que se puede, ¿verdad, señores?

Los circunstantes, turbados por el recuerdo de aquellos infortunios, que venían a interrumpir sus alegres divagaciones de un momento antes, adoptaban expresiones compungidas y oían en silencio.

Se dio lectura a una comunicación dirigida al municipio, solicitud de auxilios, y de una moción proponiendo que fuese una comisión de damas la encargada de repartir las ropas entre las viudas pobres.

—¿Vinieron los reportes de los periódicos? —preguntó una voz.

—Sí; están ahí fuera —respondió el empleado de Sarmiento que fungía de secretario.

—¡Que entren! ¡Que entren! Estas cosas deben ser conocidas del público, para estímulo.

Don Rudesindo estaba un poco preocupado, y se distraía con frecuencia. Paco, más tranquilo desde que supo que Mongo Lucas no vendría, manteníase apartado de la reunión y procuraba conservar un aire digno, burlándose interiormente de su ilustre jefe y de todos aquellos filántropos, a quienes conocía muy bien.

El resto de la sesión se efectuó con rapidez.

Balances, comunicaciones, proyectos; todo se aprobó brevemente y sin discusión, particularmente después que los mozos del Inglaterra sirvieron el ponche y cigarros y la atención de aquellos señores empezó a cansarse de este árido juego de la caridad. Chivero se despidió el primero, después los otros, uno a uno. El saloncito fue quedándose desierto bajo la cruda luz que filtraban, en el techo, los cristales esmerilados de las inmensas claraboyas. Don Rudesindo, sin perder un instante su cortesía cancilleresca, fue acompañando a cada cual hasta la portezuela de su carruaje, para dirigirle allí la última reverencia. Cuando se quedó solo, luego de haber despedido al último comensal, su rostro cambió de expresión instantáneamente e hizo un gesto como para purificar su casa del contacto de aquellas gentes.

En el umbral del saloncito, se detuvo un momento a contemplar el piso lleno de colillas y cenizas, y llamó con voz vibrante:

—¡José!

El mozo de limpieza acudió presurosamente.

—Mande usted —dijo, cuadrándose casi militarmente ante las cejas contraídas del amo.

—Quite usted enseguida las sillas y toda esa inmundicia del suelo —exclamó con el tono breve y autoritario con que daba sus órdenes.

Y entró en su despacho de mal humor, cerrando la puerta por dentro.

—¡Al tío le pasa algo! —se dijo socarronamente el mozo, viéndolo desaparecer.

Aquella noche, Rigoletto, que había visto por la tarde a Teresa y traía el corazón conturbado, supo por Victorino lo que Flora había venido a hacer al almacén, y que don Rudesindo había estado muy pensativo hasta la hora en que se retiró.

—Debe de ser linda la chica, cuando lo toma a pecho —añadió, con un guiño malicioso.

Rigoletto no respondió. Mostrábase abstraído, con la frente apretada entre las dos manos, y su contrahecha figura tenía aquel lamentable aspecto de infelicidad y de cansancio que se revelaba en él cuando le abandonaba el cinismo, que era su fuerza.