6

Una mañana —dos meses después de las elecciones— al regresar Teresa del colegio de religiosos, donde iba semanalmente a visitar a sus dos hijos, se halló de manos a boca con Flora, que salía de su cuarto, situado al pie de la escalera, que era el lugar desde donde podía vigilarlo todo, y siempre misteriosamente cerrado. La joven venía alegre, fresca su alma, como si acabara de salir de un baño, después de la hora pasada en el refectorio del colegio entre los dos queridos ángeles, cada día más desarrollados, más cariñosos y más saludables. Había hecho el viaje de regreso a pie por economía y por aligerar un poco las piernas, bajo el cielo plomizo y el aire cortante de aquel día de invierno, y anduvo de prisa apretando contra el cuerpo su ligero saco de calle y mostrando el lindo talle enfundado en un traje sastre de color azul oscuro que la hacía parecer más delgada. La casera le dirigió un piropo:

—¡Qué bien está usted, señorita Teresa! Parece, caminando, una jovencita que vuelve del colegio…

—Y del colegio vengo —respondió la joven, sonriendo del equívoco.

Se detuvieron un momento ambas a hablar junto al umbral. Flora, por precaución, cubría con su grueso cuerpo, donde la grasa quería estallar bajo la rigidez del corsé, la puerta, apenas entreabierta, que, sin duda, ocultaba a su mozalbete bien arrebujado entre las sábanas.

—¿Y los niños? ¿Bien?

—Bien y contentos. Me han dado alegría que traigo para una semana.

—Hace usted una vida muy triste, señorita Teresa; muy triste y muy sola, siempre encerrada… Créame a mí, que soy una mujer de experiencia: los hombres no saben agradecer esa clase de sacrificios…

Teresa frunció levemente el entrecejo y reprimió un gesto de impaciencia. Aunque venía llena de indulgencia para todo el mundo, le repugnaba aquella mujer, siempre tan peinada y tan risueña, que llamaba «señorita», con cierto énfasis, a todas sus inquilinas que no eran casadas, a fin de marcar las distancias, puesto que ella, aunque había sido prostituta y alcahueta, fue llevada a la iglesia, como Dios manda, con el último chulo que tuvo y que, por fortuna, reventó al poco tiempo de darle su nombre. Sabía la joven que, debajo del exterior meloso y sonriente de la jamona, había un alma dura, viciosa y utilitaria, que no iba más que a su negocio y que no le perdonaba a nadie un centavo.

—En fin, hija, ése es asunto suyo, y yo no debo meterme. Lo que quería decirle es que tuvo visita arriba y que no pudimos entrar porque usted no me dejó la llave…

Sonreía, mirándola. Teresa, sorprendida, exclamó:

—¡Una visita! ¿Quién?

—Don Rudesindo, que vino a ver cómo habían quedado sus habitaciones, después de terminada la obra.

Su sonrisa se alargó más aún, y se atrevió a proseguir con un malicioso guiño:

—Yo creo que no es solamente el cuarto lo que le interesa… Teresa se puso en guardia.

—Entonces, ¿qué?

—¡Dios me perdone! ¡No lo sé! Pero me figuro que el viejo anda medio chiflado… por la inquilina.

—¿Le ha hecho él el encargo de que me lo diga? —le preguntó la joven con mucha calma, mirándola a su vez frente a frente.

Flora se escandalizó.

—¡Él! ¡Santo Dios! No sena capaz de hablarme de una cosa así, ni por su salvación eterna…

Usted no conoce a don Rudesindo, hija mía…

Teresa dejó oír una sonora carcajada, que vibró un momento en su garganta con notas musicales de contralto.

—¡No hay duda de que tengo suerte, doña Flora! —exclamó irónicamente—. Es un honor muy grande para mí que ese caballero olvide a sus nietos para pensar en una inquilina «tan poco visible» como yo, según usted opina… ¡Felicítelo por la elección!

La rozagante casera vaciló, un poco amostazada.

—¿Lo toma usted a broma, señorita Teresa?

—No puedo tomarlo de otra manera, doña Flora —respondió secamente, encaminándose con mucha dignidad a la escalera, y dejando plantada a la jamona, que no abandonó por eso su expresión obsequiosa y un tanto socarrona. Sólo cuando la vio desaparecer en el recodo, se encogió brutalmente de hombros y entró en su cuarto, cerrando por dentro la puerta.

Teresa se había visto obligada a adoptar esa táctica defensiva, siempre alerta, desde que vivía en aquella casa, para repeler cualquier intento de ultraje a su dignidad o su persona, y sin dejar por eso de mostrarse atenta con todos. Sabía que, al menor indicio de debilidad por su parte, estaba perdida, sola como estaba casi siempre ante la audacia de los hombres y las intrigas de las otras mujeres. A pesar de que no tenía una gran experiencia de la vida, su sagaz instinto femenino la hizo ver que ésta había cambiado completamente para ella desde que se instalara con su amante en una casa de inquilinato de la capital. En Oriente, los trabajadores de la finca primero, y luego, en Santiago, los vecinos de la casa donde vivía, la trataban como la esposa de Rogelio, aceptando su situación como la cosa más natural del mundo. Aquí era la querida «de un hombre casado». Se sentía objeto de la curiosidad general, de la crítica de todos y del desprecio de muchos. Las mismas mujeres públicas repetían de manera que pudiese oírlas: «¡Mi querido es un hombre libre, así es que no como sobras de nadie!», usando la misma frase, casi clásica, con que Carmela había rechazado a Rogelio. Por su parte, los hombres se creían en el caso de considerarla como a una presa fácil. Al mismo Paco, amigo íntimo de su amante, tuvo que «ponerle la cara seria», por haberse propasado dos o tres veces delante de ella. La convicción de que tendría que defenderse continuamente contra los asaltos de un mundo que no era el suyo se impuso a su espíritu, después de las primeras semanas de malestar que había pasado en aquella casa; pero, lejos de arredrarla su delicada situación, sentía excitados en lo más hondo sus instintos de amazona, y experimentaba cierta espera voluptuosidad en mantenerse siempre ojo avisor y dispuesta al combate. Ahora se encogía de hombros, riéndose, cuando Dominga, firme en su idea, insistía en aconsejarla que se mudase de casa. No era franca y expresiva sino con Rigoletto, el más desvergonzado de todos los que trataban, pero que era con ella respetuoso y solícito y tenía, para hablarle, extrañas delicadezas, que la dejaban a veces maravillada. Entre aquellos dos seres tan desemejantes, en efecto, se habían ido anudando poco a poco los lazos de una fuerte y sincera amistad. Fuera de ella, Teresa se mostraba inabordable y desafiaba sonriente el peligro, siempre sobre sí misma y segura de su fuerza.

Después de las elecciones, por otra parte, las ocasiones de luchar y de repeler a los indiscretos se hicieron más frecuentes. La casa entera bullía en fiestas desde que se supo el resultado de aquellos memorables comicios. Había triunfado la coalición de partidos políticos que derrocó al que estaba en el poder, obteniendo la victoria, ¡con el apoyo del propio gobierno! En la casa, donde casi todos los inquilinos eran conservadores, se rió, se bebió y se cantó durante muchos días, creándose un ambiente de confraternidad al que era muy difícil sustraerse. Los vecinos que jamás habían hablado charlaban animadamente, y algunos se abrazaban en los pasillos y en la escalera. La mayoría de ellos se entregaba a sueños de grandeza, esperando que el nuevo gobierno recompensaría con soberbio destino a cada uno de sus electores. Se oía por todas partes: «Ahora sí que vamos a estar bien», en medio de una fuerte corriente de optimismo que dilataba todos los labios. Sucedió, mediante la influencia de esa embriaguez general, que el hielo que separaba a Teresa de algunos de sus convecinos quedó roto. Cruzaban ante su puerta caras risueñas que la interpelaban sin conocerla: «¡Qué le parece! Cuba tiene ahora lo que necesitaba…». Y después de esta introducción se detenían un momento y conversaban de los asuntos de actualidad. Teresa procuraba evitar estos encuentros, pero no siempre lo conseguía. Así conoció a los estudiantes, a cuatro o cinco mujerzuelas, a sus queridos y a la madre de Anita, que hablaba siempre con voz doliente y mostraba los ojos llorosos cuando se refería a «la desgracia de su hija». La joven los mantenía a todos a cierta distancia, comprendiendo que sólo se acercaban a ella con miras interesadas; pero desde que hablaban con frecuencia y se estableció entre ellos la familiaridad de ciertos pequeños servicios, como el préstamo de un periódico, del jabón o de un carretel de hilo, le era más difícil conservar su primitivo aislamiento. A los hombres de la casa les impuso poco a poco el respeto con su actitud fría y reservada, y a las mujeres fue señalándoles la línea de la cual no debían pasar. Sin embargo, lo que más la encolerizaba eran las indirectas e insinuaciones de Hora acerca de ciertas personas que se interesaban por ella y a las que nunca la jamona se olvidaba de calificar de «serias y discretas»: hombres, en una palabra, que «le convenían a cualquier mujer decente». De don Rudesindo no le había hablado hasta entonces. Y la joven, en el fondo, lamentó que lo hubiese hecho, porque tuvo que modificar su juicio sobre aquel venerable anciano, a quien había considerado bueno, afable y generoso desde el primer momento.

«Es un fastidio el tener que tratar siempre con estas gentes», se dijo, mientras subía los últimos peldaños de la escalera, sin que el incidente hubiera conseguido turbar la excelente disposición de su ánimo en aquel instante.

Sacó alegremente la llave, que llevaba en la bolsa de mano, y penetró en su cuarto; pero cuando se volvía para cerrar nuevamente la puerta, sus ojos tropezaron con un sobre que había sido arrojado por debajo de ésta. Se agachó a cogerlo, con un ligero sobresalto, porque otras veces le habían dirigido de la misma manera cartas insultantes y mensajes obscenos, naturalmente sin firma. Rompió el sobre, temblando ligeramente. Esta vez era un anónimo en toda regla, hecho con letras recortadas de periódicos y pegadas en una hoja de papel de cartas, y había sido enviada por correo.

Decía así:

«¡Boba! ¡Estúpida! ¡Aguantona! ¡Cuándo dejarás de atracarte…! Tu Rogelio no hace más que papeles ridículos por Carmela, la Aviadora, que no lo quiere ni para que… (aquí una frase infame). Si quieres convencerte vigila la casa Avenida del Golfo número… y me lo agradecerás».

Miró el sobre, que estaba escrito a máquina, y observó que la ortografía era buena, a pesar del trabajo que tuvieron que realizar para recortar, una a una, las letras. Después lo redujo todo a menudos fragmentos, y fue a arrojarlos, con mucha calma, al depósito de agua sucia que había en su lavabo.

Pero, por grande que fuesen su serenidad y su confianza en el amante, no pudieron evitar que una sacudida, semejante al efecto de un pinchazo, la estremeciese de pies a cabeza, cuando regresaba de hacer desaparecer los pedazos de la inmunda misiva, sacudiéndose las manos con asco. Era que el nombre de la Aviadora despertaba recuerdos dormidos en su memoria y la obligaba, a pesar suyo, a pensar en hechos anteriores. Volvió a ver la provocativa actitud de aquella mujer, la tarde en que se encontraron por primera vez frente a frente, y se quedó absorta ante aquella evocación, con las cejas dolorosamente contraídas y los brazos pendientes a lo largo del cuerpo.

Sin que su pensamiento adquiriese una orientación determinada, recordó todos los pequeños hechos que le habían chocado durante los últimos tiempos: los trajes, las maneras y la preocupación de Rogelio, el cual parecía, a ratos, empeñado en copiar a Paco en los menores detalles y tenía otras veces accesos de sombrío mutismo, que él achacaba a crecientes apuros de dinero y que ella desdeñaba, con su acostumbrada indiferencia hacia los intereses materiales. Se lo había dicho más de una vez: ¿a qué torturarse por semejantes simplezas? El día en que no hubiese para pagar dos cuartos, vivirían en uno; y si ni para éste alcanzaba, trabajaría ella, como tantas otras mujeres que son capaces de ganar su sustento. Pero ahora, despierta la primera sospecha por el vil aviso, se preguntó, a despecho de su optimismo, si serían ciertamente asuntos de dinero los que trastornaban de tal modo el carácter y las costumbres de su amante, hasta el punto de hacerle pensar con frecuencia que se transformaba en otro hombre. Otras observaciones aisladas y otros recuerdos acudieron en tumulto a su cerebro, repentinamente excitado, semejante a las capas de hilo que se envuelven alrededor del eje del carretel, mientras gira éste con vertiginosas vueltas unido al volante del devanador. Iba a aventurarse en una peligrosa pendiente de conjeturas, en desacuerdo con su habitual manera de sentir, cuando se sobrepuso a sí misma enérgicamente, rechazando las infames suposiciones que empezaban a asaltarla y preguntándose con altivez si iba a colocarse a la misma altura que el miserable autor del anónimo. Fue como si una fuerza desconocida cambiara de improviso el curso de sus ideas; y tan inmediatamente siguió el alivio a la cruel desgarradura de la sospecha, que experimentó algo parecido a la sensación de un bálsamo derramado copiosamente en su interior. Enseguida pensó, con cruel desdén, que era hacerse a sí misma muy poco favor el imaginar que una mujer como aquella Carmela pudiese suplantarla en el corazón de Rogelio, y se creyó completamente tranquila, sin otro malestar que un leve remordimiento por haber creído capaz a su amante de descender a tales bajezas.

Sin embargo, la alegría de que había dado muestras al entrar, llena por entero su alma con la imagen fresca y sonriente de sus dos hijos, quedó como empañada en su bello rostro de facciones serias, donde las emociones parecían reprimidas sin cesar por el esfuerzo del orgullo. Dio algunas vueltas por la habitación, quitándose los largos clavos del sombrero, con aire distraído, y a continuación fue a abrir, a pesar del viento y del frío, una de las ventanas del balcón. La habitación parecía otra, con el piso brillante, las paredes recién pintadas y los cristales de las lucetas renovados y limpios. Rogelio, con el apasionamiento con que acogía siempre las cosas nuevas, había puesto estores claros en los huecos del balcón, y consagró una semana entera a barnizar por sí mismo los muebles y a fijar cuadritos y adornos en los testeros. Después habló todavía durante unos cuantos días de empapelar las paredes, para acabar de embellecer el conjunto, y concluyó por abandonar todos estos proyectos caseros y por perder el primitivo entusiasmo, llevado por nuevos arrebatos de fantasía o acostumbrada ya su vista a lo que antes le había cautivado. El piso y las maderas de muebles y puertas lucían, bruñidos por Dominga, sin una mancha ni un polvillo. Teresa, que había salido temprano, lo encontró todo en orden, y sonrió a esta limpieza, como lo hubiera hecho a una persona allí presente, con un gesto de tierna gratitud. En el otro cuarto, sobre una mesilla portátil, cubierta con una servilleta blanca, estaban su plato, su vaso y su cubierto, preparados para el almuerzo. Entonces se acordó de que, cuando venía por la calle, sentía el apetito estimulado por la marcha y el frío, y se admiró de que se le hubieran disipado las ganas de almorzar.

Diez minutos después, cuando el muchacho de la cocina entró con la bandeja tapada con un paño muy limpio, de la cual exhalaba un grato perfume y un ligero vapor blanquecino, le dijo, señalándole la pieza contigua, con un ademán displicente, sin moverse del sillón donde se había acomodado para dejar correr el tiempo siguiendo su costumbre de esperar siempre sin hacer nada:

—Ponlo por ahí, donde quieras.

El muchacho obedeció; y Teresa se incorporaba para cerrar la puerta detrás de él, a fin de que nadie viniese a molestarla, cuando se dibujó en el dintel la figura de Carlota, un poco encogida, como siempre que se acercaba a aquel cuarto.

—¿Se puede?

—Adelante —dijo Teresa con aire indiferente.

La muchacha vestía su traje habitual de casa: una sencilla falda, muy ligera, sobre la camisa, y un largo abrigo de seda negro, especie de salida de teatro, que le llegaba casi hasta las corvas. Como un contraste con aquella pobreza del vestido, lucían sus piececitos calzados como para un baile con finos zapatos de charol de corte bajo y hermoso tacón que aumentaba en tres pulgadas su estatura. No era ni fea ni bonita; pero tenía la frescura de la juventud, un talle flexible y unos lindos dientes, de los que parecía estar particularmente orgullosa. Al entrar, mostró un desgarrón en la tela, bastante usada, de su abrigo, mientras examinaba con una furtiva mirada la fisonomía de Teresa y los más apartados rincones del cuarto.

—Dispénsame, hijita, que te moleste; pero esos bandidos del once (así llamaban a la habitación de los estudiantes), con sus juegos me han hecho esto, y si mi marido lo ve se me arma… ¿Tienes alguna hebra de seda por ahí?

La tuteaba probablemente desde la primera vez que hablaron, porque ambas vivían en la misma casa, porque eran mujeres, porque la otra era la querida de un hombre y ella la de todo el mundo y porque Carlota practicaba, en su más absoluta pureza, los ritos de esa encantadora familiaridad cubana que tiende a derribar todas las barreras de respeto y a suprimir las jerarquías. Y mientras Teresa, con la prudente resignación que se había impuesto, se levantaba a buscar la seda, tomó asiento, sin que se lo brindaran, aunque colocándose al extremo de la silla, como para significar que permanecería allí poco tiempo.

—Me meto en el cuarto de ellos, porque me aburro; y después de todo, no son malos… Yo no podría vivir como tú, hija, encerrada en estas cuatro paredes.

Eran, poco más o menos, las mismas palabras de la casera, reprochándole su retraimiento, que todo el mundo en la casa juzgaba inexplicable. Teresa sonrió y dijo, alargándole el carretel:

—Pues yo me encuentro muy bien así.

La otra la miró para averiguar si decía la verdad, y acabó por encogerse desdeñosamente de hombros.

—Debe ser cierto, puesto que lo haces; pero por mi parte te aseguro que no le guardaría tantas consideraciones a un hombre. ¡Cuando éstos no la hacen a la entrada, la hacen a la salida…! Yo pasé hambre al lado del que «me perdió», y mientras tanto él comía en su casa muy buenos bocados… Después, cuando se enamoró de una señorita de sociedad, arregló en dos meses su matrimonio y me dejó en la calle como un perro…

¿Por qué sintió Teresa, al oír estas vulgares palabras, algo como una extraña mordedura interior, que la hizo palidecer ligeramente? ¿Podía haber alguna semejanza, siquiera remota, entre la historia de aquella muchacha del arroyo, perezosa, indolente y seducida por vicio y por miseria, y la de su noble pasión, aceptada y satisfecha con la plena conciencia de todas las responsabilidades que de ella se derivaban? Y entre Rogelio y aquel mozalbete desconocido, que salía de casa de su querida para dirigirse a la iglesia y casarse con otra, ¿qué relación podía existir? Teresa miró a la pobre joven con una expresión de interés y de simpatía en que palpitaban sus propias congojas, no bien definidas aún, y le pareció que algo se proponía Carlota al venir allí, aunque no se hubiera atrevido aún a expresarse francamente. Hasta creyó distinguir cierta intención malévola en sus pequeños ojos pardos, que la obligó a recogerse rápidamente en sí misma y ponerse en guardia.

La muchacha hablaba sin cesar de los hombres, de sus ingratitudes y sus porquerías, y de pronto dejó caer un nombre en la conversación, el de Carmela, la Aviadora, espiando con el rabillo del ojo el efecto que producía. Aquélla sí que sabía explotarlos y sacarles partido, puesto que tenía automóvil propio, criados y dinero en el banco. No quería a ninguno, porque sus gustos eran otros; pero se volvían locos por ella, locos hasta el punto de olvidarlo todo y entregarse a los extremos más ridículos.

Teresa, erguida y grave, guardaba silencio. Pensó un momento escupir su desprecio al rostro de aquella vil criatura, hacia quien se había sentido atraída un instante, expresándole lo que pensaba de aquella célebre Aviadora y de toda la asquerosa banda que, desde aquella misma casa, le hacía coro. Pero se reprimió, contentándose con mirar fríamente a su interlocutora, cuando ésta se cansó de hablar, y decirle al cabo de una breve pausa:

—Si te sobra hilo, no tienes que devolvérmelo, porque me queda otro carretel.

Carlota se puso en pie, un poco turbada al comprender que la despedían con delicadeza y murmuró algunas excusas antes de salir. A pesar de la guerra sorda que todos en la casa le hacían a la querida de Rogelio, no pudo la joven evitar que la intimidara la actitud, siempre altiva y afable, de aquella mujer, que en nada se parecía a ella.

—Hija, si te ha ofendido lo que te he dicho, perdóname —balbuceó—. Después de todo, lo que cada uno haga es cosa que a mí no me importa, y cada cual vive como le parece, ¿no es así?

Y empleando otra vez su tono zalamero de vendedora de amor, acostumbrada a desarrugar entrecejos, agregó:

—¿Te enojaste?

Teresa sonrió levemente, envolviéndola otra vez en una mirada glacial.

—¿Por qué? Nada tengo que ver tampoco con lo que hacen los demás…

Aquella noche, cuando Rogelio se presentó, Teresa estaba casi decidida a referirle francamente el contenido del anónimo y la visita de Carlota, que indudablemente tenía alguna relación con éste. Había pasado todo el resto del día malhumorada y como abstraída en una meditación, cuyo objetivo, sin embargo, permanecía oscuro en su mente. De vez en cuando, el recuerdo de la Aviadora y el de Carlota saltaban bruscamente en medio de aquella niebla gris del pensamiento; pero sin determinar una verdadera explosión de cólera o de celos. A las tres de la tarde vino a darse cuenta de que no había almorzado y de que todavía tenía puesto el traje de calle con que había ido al colegio. Fue a la mesilla y encontró fría su comida, por lo cual, sin ocuparse más en eso, empezó a desnudarse lentamente, sustituyendo el vestido azul por una amplia y sencilla bata de franela. Su vacilación principal consistía en decidir si debía enterar a Rogelio de aquellos ecos de la maledicencia de la casa, o si, por el contrario, era mejor despreciarlos y callar, como había hecho hasta entonces. Había cerrado la puerta, con doble vuelta de llave, después de la salida de Carlota, y cerró también la ventana, porque sentía frío. Luego se arrebujó en un montón de lana, y esperó, encogida en su sillón favorito, balanceándose a veces con aire distraído y dejando que la imaginación se desatase sola y se entretuviese en un vuelo lento y melancólico. Nunca le pareció más largo el tiempo de la espera, a ella que tan acostumbrada estaba a esperar, ni tan aburrida la soledad. A las seis volvió el muchacho de la cocina, que se llevó intactos los platos del almuerzo y trajo la comida. Teresa, molesta por la tirantez que sentía en el estómago, tomó maquinalmente algunos bocados, estremeciéndose de frío, y volvió a su sillón, después de haber hechado una rápida mirada hacia la calle, al través de las persianas. Y cuando a las nueve Rogelio, con su llave, abrió desde afuera la puerta, le saltó al cuello, impetuosa, como en los días en que, teniendo indispuesto a uno de sus niños, veía llegar al amante después de muchas horas de angustia pasadas en silencio a la cabecera del enfermito, cuyo mal era sólo un catarro, una indigestión o unas anginas.

Rogelio la miró sorprendido. Venía de mal humor, como le acontecía con mucha frecuencia en aquellos días de dudas, de decepciones y de cóleras concentradas.

—¿Qué hay? ¿Te ha sucedido algo?

Ella casi se avergonzó de su arranque, y en un segundo quedó borrado el propósito de hablarle de las pequeñas mortificaciones que venían ocasionándole desde su llegada a aquella casa.

—¿Fuiste al colegio? —preguntó él, después que ella, sin hablar, le dio a entender que nada anormal había sucedido.

—Sí. ¿Y tú? Los niños te esperaban… Rogelio se ruborizó un poco, vacilando.

—No pude —dijo al fin—. Todo el día estuve de plantón en la antesala del senador de Paco, sin conseguir verlo.

Teresa movió la cabeza, apenada, y murmuró:

—¡Pobrecitos! ¡Estaban locos por abrazarte!

Enseguida, habló con calor de ellos. ¡Estaban tan sanos, tan formales! Les llevó los nuevos uniformes de invierno, y llegaron a tiempo, porque crecían con tanta rapidez que ya los otros estaban próximos a reventar por las costuras. También les llevó los dulces que había comprado la víspera. Estaba segura de que todos serían para Rodolfo, el mayor, que era el más glotón, pues Armando apenas los probaba. En cambio, este último, tan presumido como siempre, mostró más alegría por los uniformes azules con los botones dorados. Armando se había arrancado ya el último de los dientes de leche que le quedaba.

Rogelio la oía distraído, mientras medía a largos pasos la habitación, con la frente contraída, la espalda encorvada por el frío y las manos en los bolsillos de la americana. Entraba por las junturas de las puertas un soplo helado, y el viento era tan fuerte que los estores temblaban, a pesar de estar cerradas todas las ventanas. Teresa notó la preocupación de su amante, extrañándole el que no se hubiera metido rápidamente en la cama, entre exclamaciones y gestos friolentos, como hacía siempre que reinaba un tiempo como aquél. Dejó de hablar de los niños, y se acercó a él, obligándolo a detenerse, al apoyar dulcemente las dos manos en uno de sus hombros y el mentón sobre los dedos entrelazados.

—¿Qué tienes, hijo? Te encuentro preocupado esta tarde.

Él la miró de hito en hito, sin devolver la caricia, y respondió con otra pregunta:

—¿Sabes tú lo que queda en mi poder de la venta de la casita? ¡Quinientos pesos mal contados!

Y como ella le interrogase con los ojos, ansiosa de saber adónde quería ir a parar, exclamó con ira mal reprimida:

—¡Quinientos pesos! Es decir, dos meses de vida aquí y allí, economizándolo todo, hasta el aire que respiremos… ¿No te parece que es motivo suficiente para estar preocupado?

Había dureza y amargura en su voz; amargura y dureza que no usaba con su querida, a quien vivía en cierto modo subordinado, sino cuando se trataba entre ellos la gran cuestión de intereses que los dividía. Teresa, dolorosamente sorprendida, se apartó un poco, y él reanudó sus paseos, más sombrío aún, como si lo que hubiera deseado decir y no había dicho le quemase interiormente.

De improviso, antes de que ella hubiese tenido tiempo de reflexionar, se plantó de nuevo a su lado y le dijo, en tono más reposado y a medias confidencial, estas palabras:

—Ahí tienes por lo que no fui hoy a ver a los niños… Dentro de dos meses no podré seguir pagándoles el colegio, y tal vez tampoco podremos darles de comer… ¡No tuve valor para verlos! Por eso no fui… En cuanto a mí, cuando llegue el momento, ya sabré lo que tengo que hacer…

Pronunció las últimas frases con voz fúnebre, casi llorosa, y un gesto trágico, bajo los erguidos mostachos de mosquetero, que hizo temblar un instante a Teresa.

Hubo un breve silencio. Fue ella quien lo rompió, después de asirle una mano, obligándolo, con dulce firmeza, a sentarse a su lado.

—Escúchame, hijo, y no te desesperes así. Los hombres no piensan ciertas locuras por cualquier simpleza. Es verdad que las cosas han ido mal; que ya no estamos como estuvimos antes; pero podemos reducir los gastos aquí; yo puedo trabajar y ayudarte un poco; tal vez te den el destino que pretendes, antes de esos dos meses, lo cual no es difícil, puesto que tu partido está en el poder…

¡Su partido! Rogelio había figurado en todos, y con seguridad no sabía cuál era el suyo. Se dejaba arrastrar por odios y entusiasmos momentáneos, declarando enfáticamente hoy contra lo que enalteciera a grandes voces ayer, y odiaba sobre todo al gobierno, quienquiera que fuese el que lo ejerciera. La interrumpió, erguido, sarcástico, destilando en la mirada toda la hiel acumulada en aquellos últimos días por la despectiva frialdad de los políticos y la incomprensible conducta de Carmela, que se obstinaba ahora en cerrarle la puerta.

—¡Colocarme yo! —exclamó—. No tengo ya la más leve esperanza. Estos canallas son como los otros; un montón de desalmados dispuestos a entrar a saco en el presupuesto, que les parece poco para ellos solos. ¡El senador de Paco da asco! ¡Mongo Lucas es un tipo abyecto, que se sostiene a flote porque ha echado su mujer en los brazos de Jiménez, el hombre todopoderoso del día! ¡Una verdadera polilla, que acabará con el país…! No hay esperanzas, mi hijita, ninguna esperanza, te lo aseguro…

Cerró los puños y los ojos, rechinando los dientes con rabia, en una crisis casi infantil de desesperación, y se dejó acariciar un buen rato por su querida, inclinada la frente sobre el seno de ella y ocultando los ojos que la ira había humedecido.

De pronto recordó que se había propuesto tener aquella noche con Teresa una entrevista decisiva acerca de la única tabla de salvación que le quedaba, en el angustioso hundimiento de todos sus sueños anteriores, y, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se dispuso a aprovechar el momento en que la emoción de la joven la colocaba en una situación favorable para intentar aquella prueba. Extendió desmayadamente un brazo por encima del cuello de la amada, y murmuró muy cerca de su oído, exagerando el tono doliente de la voz:

—Solamente tú, mi cielo, podrías, si quisieras, salvar la situación de los pobres niños.

Contra lo que esperaba, ella no hizo, como otras veces, un movimiento de altivez para imponerle silencio desde las primeras palabras. Lejos de eso, acarició su frente con la mano que tenía libre y preguntó con mucha dulzura:

—¿Cómo?

Rogelio se estremeció levemente y tuvo como un súbito deslumbramiento de esperanza.

—Reclamando lo que es tuyo; lo que ni siquiera es tuyo, mejor dicho, porque es de tus dos hijos —repuso con la más tierna inflexión que pudo dar a su voz temblorosa.

Teresa bajó la frente, presa de una intensa emoción, y pareció reflexionar acerca de la justicia de aquella tremenda observación que le salía al paso. Jamás se había mostrado tan dócil a las razones de su amante. «Ya es mía», pensó él, y prosiguió con calor, observándola de reojo mientras hablaba:

—Tú sabes que jamás conté lo mío, cuando tenía algo. Pero ahora comprendo que no puedo más. Estoy hundido, desesperado, y tiemblo por nuestros pobres niños. Por eso he pensado seriamente en que ahora te toca a ti hacer lo que yo hice, aunque sin tirar estúpidamente a la calle el dinero, como lo tiré yo cuando aún no tenía experiencia de la vida… ¿Ves tú? Mi súplica de ahora para que hagas lo que sé que te repugna, es como el grito de un náufrago que, desde el agua, le ruega al compañero que empuñe el timón y salve a los otros. ¡Y bien parecido a un náufrago que empieza a ahogarse soy yo!

Se detuvo, maravillado de su propia elocuencia, sobre todo de esta imagen del naufragio que se le había ocurrido sin saber cómo y que le parecía admirable.

Teresa continuaba guardando silencio, pensativa. De repente alzó la cabeza y dijo, en voz muy baja, cual si hablara consigo misma:

—¿Y eso podría intentarse ahora, después de tantos años?

Rogelio vio los cielos abiertos, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir el grito de júbilo que estuvo a punto de escaparse de su pecho. Sin embargo, su brazo, que ceñía aun el cuello de la joven, tuvo una contracción nerviosa, a la cual respondió Teresa con un vago ademán de recelo.

—¡Qué duda cabe, mi hijita! —se apresuró a responder—. A una reclamación tuya tendrían que darte el capital, los intereses y las cuentas de tu tutela. No hace todavía una semana que hablé sobre eso con el abogado Carriles…, naturalmente, sin decirle de quién se trataba… Tú sabes que Carriles es uno de nuestros abogados jóvenes de más talento… Pues bien, se echó a reír y me dijo que le llevara el negocio y pondría en posesión de los bienes a la heredera antes de tres meses; pero que sin duda lo que yo le contaba era una fábula, porque no había en el mundo una sola persona capaz de hacer lo que yo le atribuía a la muchacha de mi cuento…

Teresa continuaba dando muestras de una honda perplejidad. Evidentemente, la súplica desesperada de su amante y el recuerdo, demasiado fresco, de los niños, cuyas imágenes no se habían apartado un instante de su mente desde aquella mañana, hacían vacilar muchas de sus ideas más firmes. Por primera vez se preguntaba si lo que había hecho, y de lo cual tan orgullosa se mostraba en su fuero interno, no habría sido una gran necedad y un atentado contra los derechos de Rodolfo y Armando, y si Rogelio no tendría razón. Recordaba que, entre la multitud de pobres vendedoras de amor que venían de visita a la casa, le habían señalado a una linda españolita, de quien se decía que había sido seducida y lanzada al vicio por José Ignacio Trebijo, un señor muy respetable y muy rico, a quien nadie podría suponer ligado a Teresa por un parentesco tan próximo. ¿Era para contribuir a esa obra de lenta y retinada inmoralidad para lo que sacrificaba a sus hijos, a su amante y su propio bienestar? Un ciego impulso de odio, que no había sentido ni en el instante en que con tanta dureza se vio arrojada del hogar que fue de sus padres, la precipitaba contra el recuerdo del hermano egoísta e hipócrita, que tan poco se asemejaba a ella. Si fuese en aquel instante dueña de lo que era suyo no viviría en aquella horrible casa, obligada a codearse con la infamia, la miseria y el vicio, ni la harían sufrir con sus calumniosas insinuaciones mujerzuelas como Carlota, ni estaría expuesta a que una Flora, más o menos alcahueta todavía, y un don Rudesindo, fijaran en ella los ojos, confundiéndola con las otras inquilinas de la asquerosa vivienda. Sus lindas cejas de voluntariosa empezaban a contraerse, indicio de que detrás de ellas iba formándose una de esas determinaciones profundas que constituían la clave de su carácter, y dijo, después de otro breve instante de reflexión:

—¿Dónde tiene su bufete ese señor Carriles tan incrédulo?

—En los altos del Banco Provincial, cuarto 204 —se apresuró a contestar Rogelio—. Pero ¿para qué quieres saberlo? El puede venir aquí, si tú quieres.

Teresa no respondió enseguida, y él, impaciente, insistió:

—¿Vas a decidirte a verlo?

Movió ella suavemente la cabeza.

—Es posible que sí —declaró la joven, con el dulce abandono que había mostrado desde el principio de aquella importante conversación.

Entonces el amante, incapaz de contenerse por más tiempo, la atrajo contra su pecho, ebrio de gozo, y la besó en los ojos, en los labios, en la frente, en los negros cabellos, mientras ella se defendía riendo, temerosa de que la hiciera caer del sillón con sus locuras. En aquel instante, Teresa era feliz. Olvidaba sus dudas, sus tristezas, sus indeterminados presentimientos, y se entregaba a la alegría de haber llevado un poco de júbilo a aquel hombre, un momento antes tan abatido, a quien ella consideraba dotado de un alma noble y buena, un poco infantil y débil en el fondo, pero más digna, por eso, de sus maternales cuidados. ¡Qué recompensa podría compararse a la de hacer un minuto el papel de providencia para los únicos tres seres a quienes amaba en el mundo. Desgraciadamente, Rogelio, en el paroxismo de su entusiasmo, queriendo halagarla, dejó escapar estas frases ardorosas e imprudentes:

—¡Tú verás, vida, cómo seremos más felices que antes! Óyeme: tengo proyectos. Nos casaremos, porque me divorciaré en los Estados Unidos, y hasta podremos llevar a Llillina a vivir con nosotros… Entonces podremos ir juntos a todas partes, y te divertirás un poco, pobrecita mía; porque bastante encierro has llevado a pesar de que tenías un carácter tan alegre cuando nos conocimos. ¿Te acuerdas?

Teresa se había quedado fría en sus brazos. Cierto que su natural bullicioso y alocado de los quince años había tenido que sufrir una dolorosa comprensión en los moldes de la nueva vida que había adoptado voluntariamente; pero desde que fue madre, como le había confesado ella a Dominga, no echó de menos ningún goce de los que había perdido. En cambio, le hería profundamente la deslealtad con que su amante pretendía pagar una complacencia suya que en definitiva podía reducirse al valor de un puñado de oro. Para ciertos espíritus delicados una felonía fríamente concebida, aunque no se ejecute, es cien veces menos excusable que los peores crímenes perpetrados bajo el imperio de la pasión. Un fariseo honrado puede clamar ante el sanhedrino por la crucifixión de cualquier Cristo, aun clavarlo al madero por sus propias manos; pero mientras exista el mundo, los dineros de Judas pesarán siempre como un oprobio en las conciencias puras. De ahí que Teresa, que le había oído decir muchas veces a Rogelio que estaba dispuesto a huir de su familia legal para vivir solo con ella, sintiéndose halagada secretamente con esto, aunque se lo reprochase en alta voz, experimentara un malestar muy cercano a la repugnancia al escuchar de sus labios una insólita proposición de matrimonio en el instante en que ella se disponía a entregarle su dinero. Era la querida, y estaba orgullosa de serlo. ¿Para qué hablarle de ocupar por sorpresa el primer puesto cuando tan alto había ella sabido colocar el segundo? Fue tan desagradable la impresión que sintió al entrever la figura moral de Rogelio en su verdadero tamaño, que no se atrevió a seguir hablando del mismo asunto, y cambió hábilmente de conversación, mientras se desmoronaban en su interior los hermosos propósitos que acariciara un momento antes y renacían de golpe las incertidumbres que había conseguido desterrar de su conciencia.

Sin darse cuenta del verdadero estado de ánimo de su querida e incapaz de comprender las causas del súbito cambio, Rogelio presintió en el acto que la bella ocasión que había asido se le escapaba, que Teresa, sometida un instante, recobraba su libertad de acción, y que le sería difícil encontrar otra oportunidad como aquélla. Insensiblemente, sus dos cuerpos, enlazados por el abrazo, se apartaron uno del otro, y la noche no tuvo el final que habían hecho presagiar las tiernas confidencias y el calor de las emociones con que empezara.

Al día siguiente, Rogelio, que casi podía considerar las palabras de la joven como una promesa formal, intentó recuperar el terreno perdido, obligándola a ratificarlas y a darle una forma definitiva al supuesto compromiso. Para eso, adoptó un aire al parecer indiferente, y le dijo, afectando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir:

—Anoche no acabamos de fijar la manera de establecer enseguida tu reclamación. ¿Quieres que te mande mañana al doctor Carriles?

Para Teresa, toda sinceridad y buena fe, aquella manera insidiosa de entrar en materia, cuya verdadera doblez no podía ocultarse a su sagaz penetración de mujer, era como una segunda herida, cuando aún no se había calmado el escozor de la primera. No vaciló, pues, y repuso con mucha calma:

—No; por ahora, no. He reflexionado bien, y pienso seguir otro camino.

Rogelio le dirigió de soslayo una mirada cargada de rencor. Sin embargo, disimuló, y dijo, aparentando todavía una perfecta naturalidad:

—Entonces, ¿irás tú a ver al abogado? Seria conveniente que yo lo supiera antes para avisarle. Teresa se recogió un instante en sí misma antes de responder:

—En mi plan no entra para nada el abogado, por ahora. Le escribiré a mi hermano que, si no se hace cargo de la educación de mis hijos, me veré obligada a ir a los tribunales. ¿No eran los niños lo que más te preocupaba?

—Sí.

—Pues por ese lado puedes estar tranquilo. De eso me encargo yo.

Rogelio se sentía humillado, casi hasta saltársele las lágrimas. Su esfuerzo por sonreír resultaba una triste mueca, y al cabo, del fondo de su alma se escapó la pregunta indecisa, tímida, que apenas se oyó y que no pudo recoger a tiempo:

—¿Y nosotros?

Teresa lo miró compasivamente.

—¡Oh, nosotros trabajaremos! He pensado también en eso y me he asignado asimismo mi parte en la lucha. ¡Ya verás!

Rogelio no se atrevió a contradecirle, ni a dar salida a los duros reproches que se elaboraban tumultuosamente en su alma, mientras se repetía, con despecho, que había perdido la fuerza moral sobre aquella mujer, al presentarse siempre delante de ella en una actitud de niño. En aquel instante odiaba a Teresa, con el odio solapado y sombrío con que los débiles responden siempre al poder que los tiraniza. Y meditaba venganzas, humillaciones que imponerle a su vez, complaciéndose en recordar a Carmela en presencia de ella y burlándose interiormente de sus románticos escrúpulos, con las frases que hubiera empleado Paco para juzgarlos.

—Está bien, hija mía —fue lo único amargo que pudo decirle—. Comprendo que he sido otra vez un tonto al hablarte de estas cosas. Y puesto que lo has pensado bien, sabrás lo que haces.

¿Era una amenaza? Teresa no lo interpretó así; pero en cuanto a pensarlo, sí que lo había pensado suficientemente. Toda la noche, desde las doce, hora en que se retiró él con el pretexto de que más tarde habría mucho frío en la calle, y una buena parte del día, estuvo dándole vueltas a las mismas ideas. Tuvo que reconocer, con pena, que Rogelio no había sabido colocarse a la altura moral de sus dos sacrificios, ni cuando salió orgullosa y desnuda de su casa, ni en el instante en que se disponía a olvidar sus más arraigados escrúpulos por acceder a sus ruegos. Esta prueba de la mezquindad de un alma, de cuya pureza no quiso ella dudar jamás, la llenó de un gran desaliento. Otras veces su pensamiento se había detenido en el umbral de la verdad, sin desear penetrar en ella; pero en esta ocasión no pudo impedirlo, y la verdad le hacía daño. ¿Para qué, pues, inmolar el reposo de su conciencia ante la perspectiva de una recompensa tan pobre? Lo que Teresa llamaba el reposo de su conciencia era aquella tranquilidad de su alma que le producía el convencimiento de haber pagado todo lo que había hecho en la vida. Su moral se condensaba en una aspiración de suprema justicia y de personal superioridad. Se decía que para que su hermano adquiriera el verdadero derecho de despreciarla «era necesario que hubiese puesto a la puerta de su casa y junto con ella la fortuna que le correspondía». No habiéndolo hecho, ella, a pesar de su caída seguía siendo mejor que él y no le debía nada. A quienes les debía era a la esposa legítima de Rogelio, a la hija de éste y a la sociedad. A las primeras les pagaba con su propia deshonra noblemente aceptada como un castigo, y con la renuncia de toda ambición personal; y en cuanto a la segunda, ¿no nacía cada individuo con el derecho de suicidarse? Ella mataba a Teresa Trebijo, rica heredera, con todo lo necesario para gozar de los bienes de la existencia, y hacía nacer de sus cenizas a Teresa Valdés, pobre y libre como el aire. Pero para que estos propósitos pudieran dar origen a esa paz interior que tan indispensable era a su espíritu, era menester que fuesen sinceros; de otro modo tendría que despreciarse a sí misma como a la más vil de las hipócritas. A Teresa le producía un dolor agudo que Rogelio no leyese estos sentimientos en el fondo de su alma y que no fuese capaz de comprenderlos. ¡Cuánto no hubiera dado ella porque él los compartiera, y cómo lo habría adorado si hubiese tenido la delicadeza de ser su colaborador y su sostén en aquella obra en que la pobre ilusa ponía todo el fuego de su amor propio! Vista al través de estos nobles ideales, la figura de Rogelio, tal como acababa de mostrarse a los ojos de su amante, tenía que resultar extraordinariamente empequeñecida. Tal vez lo que de aquel hombre sedujo más a Teresa fue su desinterés al casarse con la muchacha pobre y deshonrada que había sido su querida y su gallardo desprecio hacia las fórmulas de la sociedad. Y he ahí que, sin el menor sonrojo, este rebelde caballeresco proponía el sacrificio de la mujer legítima para recompensar a la querida por la donación de unos cuantos miles de pesos. Sin embargo, Teresa, en vez de creerse engañada desde el principio, prefirió pensar que la vida en la ciudad y las malas compañías habían corrompido el corazón de su amante; aunque no por eso estuviera menos amenazada su felicidad.

Estuvo tres días encerrada, para evitar que la torturasen con anónimos y visitas, y rumiando en silencio sus ideas, sin que nada en su exterior denotase la tempestad interna, cuando estaba con ella Dominga o Rogelio. Delante de éste, sobre todo, aparentaba no recordar una letra de las conversaciones que tan hondamente la habían conmovido. El amante continuaba tétrico, y sólo a duras penas lograba dominar su rencor. Trataban de engañarse mutuamente los dos, procurando ocultarse sus verdaderos sentimientos, y resultaba una situación falsa, de la cual se apartaban más desunidos después de cada entrevista. Al cuarto día Rogelio no fue, ni avisó como tenía la costumbre de hacer cuando faltaba. Teresa lo esperó hasta las dos de la madrugada, y se acostó llorando. Para colmo de tristeza, los días eran nublados y fríos, de una pesadez oscura y lloviznosa que se infiltraba solapadamente en el alma. Cuando se presentó el amante a la noche siguiente, Teresa no le dirigió ni un reproche, y aceptó sus débiles excusas con inalterable calma. Echaba de menos a Rigoletto, a quien no veía hacía dos semanas, y no se atrevía a hablar con Dominga de sus íntimas desventuras. Ya no era solamente un desaliento pasajero lo que la dominaba, sino un sombrío presentimiento, que acaso venía preparándose desde muchos meses antes en su alma, y que cada nuevo día se agrandaba, como una implacable confirmación. Ahora le parecía imposible el restaurar su antigua vida, por medio de la abnegación y el trabajo de los dos. ¿Por ventura servía Rogelio para trabajar? No era tacaño ni contaba el dinero cuando lo tenía; pero no podía vivir sin él y carecía de fuerza para ganarlo. Si algún día llegaba a ser malo, no lo sería jamás por instinto sino por aquella desordenada avidez de goces, aquella incurable vanidad y aquella invencible pereza de la que ninguna influencia extraña podría libertarlo. Teresa, entristecida por aquellas ideas, escribió una carta a su hermano, hablándole de sus hijos, los cuales no podrían deshonrarlo, pues su padre, al nacer ellos, mediante dinero les había fabricado un nombre en el registro civil, y haciéndole entrever que si se hacía cargo de su educación hasta que tuviesen dieciocho años, jamás reclamaría lo suyo.

Después, esperó el desastre, con cierta serenidad fatalista, sin hacer el menor esfuerzo por evitarlo. Como le sucedía con Rogelio, no podía resignarse a creer que aquel hermano implacable, de quien no tenía un solo recuerdo tierno, estuviese desprovisto enteramente de corazón.

Pero el desastre no llegó tan pronto. Semejante a esas criaturas resignadas que, al despertar de una pesadilla donde han visto el puñal cerca de la garganta, cierran los ojos esperando el golpe, y al abrirlos se asombran de no hallar al pie del lecho al asesino, Teresa se acercó al fin de aquella crisis, sin que su vida hubiera cambiado gran cosa en los pocos días que duró su incertidumbre. Rogelio jugaba ahora, aunque con más prudencia que al principio de su ruina, y venía a verla siempre con más o menos regularidad. Cuando ganaba, olvidaba sus penas y mostrábase cariñoso y optimista. Por otra parte, el deseo carnal lo empujaba hacia su querida, haciéndolo aparecer amable y risueño al tomarla en sus brazos. Sin embargo, la joven no experimentaba ya en ellos aquella dulce embriaguez que la hacía olvidarse de todo, hasta de los más evidentes signos de la inconsistencia moral de su amante. Sin negarse jamás a sus deseos, permanecía bajo sus caricias casi indiferentes y como distraída, mostrando esa sumisa pasividad de las mujeres, que explica el que muchos matrimonios divididos por el odio se llenen en pocos años de hijos. Rogelio no estaba huraño y sarcástico sino cuando perdía, y aun así, nunca logró sustraerse al ascendiente que ella ejerció siempre sobre él. Teresa, a pesar de sus desilusiones, llegó a preguntarse si realmente las cosas, en el estado a que habían llegado, no tendrían absolutamente remedio, y su alma valerosa se impuso al dolor, encontrando nuevas energías para esperar y vivir.

Sólo Dominga, a pesar de su escasa cultura y de su pobre inteligencia, olfateaba en el aire la desgracia y se mostraba reticente y reservada. Gruñía por los rincones, murmurando no se sabe qué extraños presagios o qué sombrías reflexiones; parecía más envejecida y más fofa, y únicamente salía de su misterioso mutismo para repetir a cada instante la misma frase, moviendo la cabeza con aire de profunda convicción:

—Múdate, Teresita, mi niña. Esta casa trae desgracia para ti.

¡Créeme y múdate!