11

Rogelio estuvo un mes recluido en sus dos hogares, eligiendo las calles más solitarias y las horas de menos tráfico para trasladarse de uno a otro. Se había detenido en seco, en pleno vértigo de locuras, como un corredor que encuentra repentinamente el camino interceptado por una tapia. Le sobrecogía un vago terror al pensar en el peligro que había comido y el juramento que neciamente se dejó arrancar por Carmela; y huía de ésta, huía de sí mismo, experimentando una especie de recrudecimiento de su amor por Teresa y de su cariño paternal a Llillina y a sus otros hijos.

«Si sigo como voy, me convertiré en un miserable», se dijo la noche misma de su entrevista con la Aviadora, cuando ya bañado, limpio y con la cabeza libre de los vapores del alcohol, se dirigió inmediatamente después de comer a casa de su querida.

Teresa le vio entrar con asombro, porque no estaba acostumbrada a tenerlo a su lado tan temprano; pero disimuló su sorpresa, y tuvo el buen gusto de no hacerle una pregunta. Rogelio la acarició mucho, conmovido, como si acabara de escapar ileso, por milagro, de las ruedas de un tranvía, y ella mostró por primera vez, después de muchos meses, la confiada expresión de abandono que constituyó siempre el fondo de su carácter. Los dos se entendieron, sin hablar, respecto al valor de la nueva vida que en ese instante comenzaba, y cambiaron proyectos, entre besos furtivos, evitando el hacer la menor alusión a lo pasado.

Por la mañana, cuando Dominga se presentó, como siempre, a hacer su limpieza y a preparar el desayuno, encontró a Teresa, peinada ya, tarareando en voz baja un aire de zarzuela, frente a la máquina de coser, movida febrilmente por sus pies. Estaba tan distraída que no sintió entrar a la negra, y se ruborizó un poco al verse sorprendida cantando.

—¡Eh! ¿Tan temprano? ¿Qué buena hierba pisó mi hija anoche? —preguntó Dominga, riendo y acariciando el cuello de la madrugadora, como cuando era pequeñita.

—¡Y tan buena, negra! Tan buena, que ahora tengo mucho más valor para trabajar. Empiezo a creer que tus brujerías sirven para algo…

—¡Teresita! ¡Niña! Yo no soy bruja, ni entiendo de esas cosas —replicó la buena mujer, amenazándola cómicamente con el dedo.

Teresa, que se había puesto en pie, la abrazó como para indicarle que sé divertía haciéndola rabiar, pero que nunca había dejado de considerarla como a una verdadera madre. Enseguida, le contó que Rogelio parecía dispuesto a enmendarse y que se había despertado muy contenta.

La vieja trataba de aparentar la misma alegría; pero movía la cabeza a pesar suyo, sin poder dominar la antipatía que el amante de «su hija» le inspiraba. Al concluir Teresa, la negra, con su terquedad acostumbrada, dijo, a manera de resumen:

—¡Ojalá sea por mucho tiempo, mi hija! Pero yo hubiera querido mejor verte al lado de otro…

Teresa, en lugar de enfadarse, como otras veces, lo tomó en broma, y repuso parodiando la áspera voz de Dominga:

—¡Otro! ¡Otro! ¡Negra de los diablos! ¡Y si los otros no me gustan! Era un verdadero grito de su alma.

—¡Es verdad! —exclamó la negra, convencida.

Al mediodía se presentó Rigoletto, y desde la puerta advirtió el cambio. Teresa cosía. Lo acogió con una sonrisa sin interrumpir su trabajo.

—Buenos días, Emilio. ¿Qué le parece la tarea de hoy?

Señalaba con un gracioso movimiento de su barbilla el montón de sayas acabadas que ocupaba una de las sillas, hasta la altura del respaldo.

—¿Y eso…? —interrogó el jorobado, sorprendido.

—Que quiero acabar antes de las tres. Rogelio viene ahora también por las tardes.

Ardía en ansias de comunicarle la grata nueva, y lo hizo, sin sospechar el daño que le inferían al desdichado sus palabras. Rigoletto perdía la serenidad de su cinismo cuando estaba en presencia de ella. Oyó el relato de lo sucedido la víspera, queriendo ocultar con una sonrisa la tirantez de su semblante. Padecía horriblemente y callaba. Sin confesárselo a sí mismo de un modo explícito, comprendía que el rebajamiento moral de Rogelio lo acercaba a Teresa, y que su rehabilitación lo alejaba de ella. Ahora, al disminuir las horas de soledad de la joven que él, Rigoletto, entretenía, parecíale que le despojaban de algo que era legítimamente suyo. Un rayo de esperanza se infiltraba, sin embargo, en las brumas de su tristeza: conocía a Rogelio y no creía en la sinceridad de su arrepentimiento. Teresa, que acaso abrigaba también dudas en el fondo de su alma, se imponía la fe con toda la energía de la voluntad, y se expresaba en tono optimista.

—No sé cómo saldremos de nuestros apuros, porque Rogelio no encuentra dónde trabajar, y me ha jurado que no volverá al juego. Pero de todos modos, lo esencial es quererse y estar unidos, ¿verdad?

Rigoletto adivinaba, para su mayor tortura, cuál era el lazo que unía a estos dos seres y el sentimiento que ponía una venda impenetrable ante los ojos de Teresa. Vislumbraba en ella, bajo todas las capas de la educación y del orgullo, un fogoso temperamento de mujer, en el cual la maternidad y los años de posesión constante no habían hecho mella. Lo advertía en el movimiento casi imperceptible de las alas de su nariz cuando hablaba del amante y en el cuidado con que velaba, con los párpados, el brillo de sus ojos. Su descubrimiento le inspiraba un sombrío rencor, casi un odio feroz hacia Rogelio, que tan poco aprecio parecía concederle al tesoro que poseía.

Se fue un momento después, pretextando una atención urgente y sin atreverse a hablarle del destino en Hacienda, que todavía le reservaban, esperando que se decidiese a ocuparlo. Ella no se fijó en la actitud del fiel amigo, a quien se había habituado a considerar como un complemento indispensable de sus alegrías y de sus penas.

Desde entonces empezó para Rigoletto una existencia de continuos sinsabores, que eran como pequeños alfileres que diariamente se clavaran en su corazón. Rogelio se mantenía firme en su propósito de enmienda, y Teresa, aunque preocupada con la perspectiva de la miseria, se mostraba cada día más alegre y más confiada, como adormecido su corazón por las caricias que ahora recibía a todas horas, en aquel inesperado renacimiento de su luna de miel. Hay mujeres, efectivamente, en quienes el temblor de los besos recibidos con anterioridad persiste mucho tiempo a flor de piel, traduciéndose en una especie de suaves cambiantes del rubor que os hacen decir, recordando al amante o al marido ausente: «Anoche hubo fiesta de amor». Teresa era una de esas mujeres, cuya existencia es una rara excepción en la humanidad. La felicidad le embellecía y la iluminaba con un resplandor tenue de antorcha encendida en el interior de su cuerpo. Rigoletto no recibía ya confidencias de su amiga, y se veía obligado a ser espectador impasible de aquella armonía inexplicable que lo atormentaba. Se daba cuenta de que no era ya tan necesario. Lo olvidaban. La dicha es egoísta, aunque lo sea muchas veces inconscientemente. A menudo, cuando iba a ver a Teresa, impulsado por una furiosa necesidad de su alma y de sus ojos, encontraba a Rogelio, en zapatillas, fumando negligentemente en un sillón, con un aire rozagante de juventud que los años no lograban abatir. Lo acogían ambos afectuosamente; pero no era lo mismo, para él, este ambiente de tranquilidad conyugal que la melancólica expresión de abandono que reinaba anteriormente. Y la intimidad de los tres era mayor, porque se habían reducido a un solo cuarto, para disminuir en la mitad el alquiler, y se hallaban compelidos a ocupar el escaso lugar que dejaban libre los muebles y las costuras. Todos los días, al despedirse, Rigoletto se juraba que no volvería jamás a esta casa, puesto que de nada servía allí su presencia.

Rogelio acabó por refugiarse al lado de su querida, desde que concluía de almorzar, y comía muchas veces con Teresa, acostándose enseguida, hasta las dos y media de la madrugada, en que ésta lo despertaba invariablemente, para que se retirase a su casa. Al principio se sentía humillado por tener que compartir con su amante la comida que traía Dominga; pero luego dominó sus escrúpulos, porque hacía el camino a pie y le espantaba lo que tenía que andar para ir a comer con su mujer y su hija y volver después. No era feliz en su nueva vida; por eso prefería dormir continuamente y pensar lo menos posible en sus asuntos. Tenía el corazón lleno de hiel, y se aliviaba desahogando su amargura con Teresa, en los momentos que precedían a sus abrazos, hablando mal de su suerte, del gobierno y del país, que los condenaba a morirse de hambre, sin rencor aparente hacia ella por su obstinación en seguir siendo pobres y con una expresión enigmática, que significaba: «Si tú supieras el sacrificio que hago por todos ustedes». Después, su deseo estallaba, violento y enfermizo, envolviéndolo en una voluptuosidad nueva, la del martirio, que lo dejaba agotado y presa del sueño. La querida se dedicaba a poner apósitos sobre las heridas, diciéndose que aquél era un pobre ser lacerado y débil, al que había que cuidar como a un niño. Jamás su amor tuvo los infinitos rasgos de ternura que se prodigaron recíprocamente en aquellos días, bajo la influencia del infortunio. Algunas veces Rogelio acercaba, con un estremecimiento de su brazo, el cuello de Teresa, hundiendo el rostro en los cabellos de ésta, y la confesión temblaba en sus labios:

—Tú eres demasiado buena, mi hijita; mejor que yo, que he tenido la culpa de muchas de nuestras desgracias. Pero ahora, por fin, veo claro en mi vida, y cuando me reponga un poco empezaré a ser un poco más digno de una mujer como tú…

Se interrumpía, sofocado por el dogal que apretaba su garganta y por la enormidad de las cosas que iban a escapársele, y se dejaba acariciar dulcemente por Teresa, quien le aseguraba que jamás había sido malo, sino un poco inconstante.

Estos arranques no impedían que, un cuarto de hora después, se proclamara un mártir, cuya excesiva bondad había sido la causa de todas las humillaciones que había padecido, y que acusara a Dios, a los santos y a la sociedad, de haberlo hecho nacer para divertirse con sus penas. Su reclusión se debía, en realidad, más que a un sincero remordimiento, al temor de encontrarse con Carmela, a quien suponía buscándolo por todas partes. Su espíritu, naturalmente egoísta y voluble, pero enemigo de las determinaciones violentas y de los desenlaces dramáticos, se apartaba con dolor de la vida que ambicionaba, presintiendo que no podría resistir un nuevo ataque de aquella mujer, cuya carne blanca y maciza y cuyas lujosas elegancias interiores lo enloquecían. Teresa usaba finas camisas de batista, con ligero escote, medias de seda y anchas ligas que armonizaban siempre con el color de éstas; pero aquella sobria sencillez, no exenta de coquetería y siempre la misma desde que la conoció, no podía competir con la extraordinaria complicación de lazos, de cubrecorsés bordados, de pantalones vaporosos y de camisas de seda y de encajes, que se usaban por juegos de un mismo tono y de igual estilo y que cambiaban hasta lo inverosímil, reservando siempre nuevas sorpresas a los amantes, en el momento de hacer caer, una tras otra, las piezas del vestido… Éstas eran, precisamente, las imágenes y los recuerdos que torturaban al infeliz alucinado, y de las cuales huía, firme en su virtuoso propósito, buscando en el cansancio sexual y en el sueño un refugio contra las tentaciones. En los primeros días de su austero encierro tuvo Teresa, para él, el encanto de un bien que se recobra, después de haber estado próximo a perderlo. Luego, a medida que las horas pasaban sin traer el temido desastre, los recuerdos lujuriosos se precisaron nuevamente; y a veces, mientras la ardiente mujer temblaba, bajo sus caricias, como una hoja sacudida por el vendaval, Rogelio dejaba que las dos imágenes se superpusiesen en su cerebro, y le parecía que gozaba a Carmela, en un espasmo supremo en que fuese la hembra que lo despertaba al placer, a un tiempo rubia y morena, experta e ingenua, prostituta y virgen. Desnudaba a Teresa completamente, para no verse obligado a establecer comparaciones entre trapos y blondas, y se extasiaba contemplándola, tersa estatua de marfil, coronada de cabellos negros, y repitiéndose, convencido, que era mucho más bella que la otra. Entonces sentíase súbitamente satisfecho y no le pesaba el renunciar voluntaria y generosamente a la posesión de la rubia, a la cual dijérase que le perdía el miedo, al menos por el momento. Más tarde la oscilación mental reaparecía, y las luchas se renovaban en su interior, hasta que la extenuación y la inutilidad de sus secretas sacudidas tornaban a sumergirlo en un inmenso anhelo de paz.

En aquellos días fue con más frecuencia al colegio donde estaban sus dos hijos, y pasaba con ellos horas enteras en el refectorio, experimentando cierto orgullo al observar cómo los otros alumnos pasaban de intento para contemplarlo de reojo, admirados de que un caballero tan joven y tan elegante fuese el padre de aquellos dos niños. Un día le dijo Armando, señalándole a un compañero, regordete y risueño, que, menos discreto que los demás, se acercó francamente al grupo de los tres:

—Papá, este niño me preguntó el otro día si tú eras hermano de nosotros, y no quiso creer que fueses mi padre.

Rogelio sonrió al alegre muchacho, reconocido ante la mejor lisonja que pudiera haber recibido su amor propio.

—Ven acá, picarón —dijo, dándole un amigable cachete—, ¿tú papá es más viejo que yo?

—¡Huy! Tiene la barba casi blanca…

—¿Y tu mamá?

—No; es joven.

Rogelio sonrió maliciosamente, e hizo que sus hijos le dieran al niño bombones de los que les había llevado.

La resurrección de su amor paternal lo llevó a hacer que estuviesen dos días con él y con Teresa, encerrados los cuatro en el cuartito en que apenas cabían dos personas. Los niños, que estuvieron allí por primera vez, se asombraron de la pobreza en que ahora vivían sus padres, y se ahogaban de calor entre las cuatro paredes, colmando de amargura y de despecho el corazón de Rogelio. Teresa, alarmada por el aire sombrío de su amante y por el malestar de los niños, que no estaban acostumbrados a aquel encierro, le pidió que los condujese de nuevo al colegio; y como él pusiera algunos reparos a esta prisa, se vistió ella misma y los llevó, reprochándole dulcemente el haberlos traído.

Cuando regresó, encontró a Rogelio vuelto a su silenciosa desesperación, hablando de la muerte y de su inutilidad como hombre y como padre. ¡Un verdadero fracaso el suyo, en todos sentidos! Debía pegarse un tiro, si fuera hombre, pero ni eso era capaz de hacer. Teresa lloró, abrazada a su cuello, y el dolor de ambos terminó en una explosión de amor, ardorosa y triste.

Al día siguiente, la vida volvió a tomar, aparentemente, su ordinario curso; pero Teresa presentía que el alma de su amante se le iba a escapar nuevamente, y redobló sus afanes para mantenerlo alegre y satisfecho.

Desgraciadamente, los apuros de dinero vinieron a complicar aún más la situación. Teresa hizo que Dominga vendiese en secreto algunos objetos de su pertenencia y que Rogelio no podía echar de menos. No se inquietaba mucho, porque pensaba en los magníficos pendientes, regalo de su pobre madre, que todavía conservaba y que podían sacarla de apuros. Lo que la aturdía era la actitud de Rogelio, que antes se divertía viéndola coser y que ahora fruncía el entrecejo y permanecía abismado en fúnebres pensamientos cuando la contemplaba sentada a la máquina. Cierto día, entró él profundamente preocupado y muy nervioso. Había visto a Carmela acechándole en una esquina, dentro de un coche de alquiler, y tuvo que huir, dando un gran rodeo y burlando la vigilancia de la impura, para entrar en su casa. Por fortuna, sus precauciones tuvieron éxito, y la Aviadora no lo había visto.

—¿Qué tienes? —le dijo Teresa, advirtiendo en el acto el trastorno de sus facciones.

—No, nada —murmuró él sordamente, y esquivó las preguntas, encerrándose en una red de disimulos, interrumpida por momentos de invencible mutismo.

Teresa lo observaba de soslayo, con el corazón palpitante de ansiedad. Lo vio cerrar los ojos, cuando se cansó de fingir, y permanecer largo rato sumido en una sombría abstracción, de la que no se atrevió a sacarlo. Cosía ella apresuradamente, para darle a entender que no se percataba de su preocupación. De pronto se levantó Rogelio, como impulsado por un resorte, y fue a apoyar sus dos manos sobre los hombros de la valerosa mujer.

—No merezco que me quieras, Tere. ¡Soy un canalla!

Cedía a un irresistible arranque de su ánimo, provocado por este pensamiento egoísta: «Si ellos me despreciaran se refería a Teresa, a su mujer, a sus hijos, —si me arrojasen con asco de su lado, tal vez podría yo seguir otro camino en el mundo y vivir todavía tranquilo». Teresa se volvió, sobresaltada, y fijó en el demente sus lindos ojos, con profundo asombro. Pero él sintióse acometido, ante aquella mirada, de la profunda cobardía que lo obligaba a mentir siempre, a mentirle a los demás y a sí mismo, y a dejarse arrastrar por la vorágine de los acontecimientos.

—¿Por qué, hijo? ¡Dime la verdad! ¿Por qué me dices eso?

Las negras pupilas temblaban inquietas, tratando de penetrar hasta el fondo de sus sentimientos.

Mintió.

—Por nada… Porque me horroriza verte trabajando así, mientras que yo aquí, hecho un estúpido…

Ella le cerró los labios, poniendo sobre ellos la mano abierta.

—¡Bobo! ¡Bobo! ¿No harías tú lo mismo por mí, si pudieras?

Dejó la máquina, y lo abrazó emocionada, tratando de borrar con sus besos la nube que oscurecía aquella frente.

Desde aquel día entró y salió de la casa, con sigilo de cazador y precauciones de ladrón. No volvió a ver a Carmela, desorientada, sin duda, acerca de las horas en que él acostumbraba visitar a Teresa, o tal vez demasiado vigilada por Margot para poder dedicarse al espionaje. En su casa había recibido varias cartas de la Aviadora, que rompió sin leerlas, resuelto a luchar con la tentación. Dejó también de ir a la barbería, sabiendo que allí podía ir a buscarlo la pecadora, y procuró ocultarse lo más posible cuando estaba abierta la ventana de su casa y él se encontraba en ella. Parecía un criminal a quien persigue la policía y que no disfruta de un momento de sosiego. Llegó a descuidarse en el vestir, cosa realmente inconcebible en él, y anduvo algunas veces con la barba de dos días y el cuello arrugado. Le placía mostrarse así a los suyos, exagerando su papel de víctima, sin proponerse con ello un fin determinado, y espiaba las miradas angustiadas y los amargos gestos de las pobres mujeres, observando un perfecto disimulo. Últimamente se dejó dominar por la obsesión de que sus amigos no querían ya saludarlo en la calle, cuando era él, en realidad, el que se escondía, y hablaba de esto a todas horas, afirmando que lo despreciaban porque estaba arruinado.

—¿Sabes? —le decía de pronto a Teresa, con la cara congestionada por la ira—. Acabo de encontrarme con Paco. Me pasó por el lado exactamente lo mismo que si fuese yo un perro… Por cierto que, como comprenderás, ni palabra le dije. ¡Cordón sanitario, hija, como si tuviera una enfermedad contagiosa! Pero ¡paciencia!, acaso yo me levante algún día y entonces…

Teresa hacía un mohín de desagrado al oír nombrar a Paco, a quien aborrecía desde que se vio casi obligado a ponerlo en la puerta de la calle, cuando sospechó lo que se proponía al hablarle con cierta reticencia de la conducta de Rogelio.

—Alégrate, hijo —le contestaba—, ésos son amigos que nunca dan y quitan siempre.

Al finalizar la tercera semana de prueba, los dos amantes hablaron de planes económicos. Teresa insistía en que era necesario que aceptase el destino que le ofrecieron en Hacienda, y Rogelio, más amante y más celoso que nunca en aquellos momentos, se mantenía inflexible. Tenía grandes frases, de una sonoridad heroica, para estas circunstancias.

—No, mi vida; deja que el techo se hunda y nos aplaste. ¿No me ves decidido a todo?

Por fin, una tarde hallaron la solución. Si en lugar de ir ella a la oficina fuera él, todo podría subsanarse. No era, ciertamente, un puesto de la categoría que Rogelio reclamaba, pero por algo había que empezar. El mal estaba en que, en la plantilla de la oficina decía: estenógrafa del Departamento de Bienes Nacionales, y no estenógrafo; mas acaso esto pudiera subsanarse. Decidieron escribirle a Rigoletto, que había desaparecido hacía dos días sin despedirse, y Rogelio le envió la carta con un cochero. Dos horas después, el jorobado llegaba jadeante, temiendo que hubiese sucedido una desgracia.

—¿Qué hay? —dijo desde la puerta, abarcando con una ávida mirada todo el cuarto—. No vine antes, porque no estaba en casa…

Le informaron del proyecto, y frunció el ceño. Quería reflexionar, saber si aquella sustitución no cerraría a Teresa el último refugio, en caso de una desdicha. Para ganar tiempo movió la cabeza y repuso jocosamente, con evasivas:

—¡Se trata de un cambio de sexo en toda regla! «¡Grave, grave!», como dice el gran mandarín Jiménez, nuestro muy noble y muy excelso amigo. Además de considerarlo un poco subversivo, no creo que semejante poder corresponda a un mísero secretario de Hacienda…

Pero Teresa fijaba en él el punto oscuro y brillante de su pupila, con tan elocuente expresión de súplica, que se sintió desarmado.

—Creo que podré conseguirlo —declaró al fin, haciendo un violento esfuerzo para dominar sus temores.

Teresa hizo un movimiento de alegría, y sonrió al modesto amigo, el cual se consideró suficientemente recompensado. Después vaciló ella, cohibida, y acabó por decir, enrojeciendo un poco:

—Lo malo es la prisa, Emilio… La cosa es urgente, ¿usted sabe?… Rigoletto hizo un signo de asentimiento.

—Dentro de dos horas, ¿les parece bien? —replicó, poniéndose en pie para marcharse.

Los dos le estrecharon la mano, Teresa, conmovida, y Rogelio con un fingido entusiasmo que no pasó completamente inadvertido para el astuto jorobado.

«Me parece que la infeliz hace, con esto, un mal negocio», se decía a sí mismo, mientras bajaba, a grandes saltos, la vieja escalera de piedra.

Cuando, hora y media después, regresó a dar cuenta de sus gestiones, su rostro expresaba la satisfacción de la victoria, y exclamó sencillamente:

—Está hecho.

Charlaron amigablemente, y Rigoletto los hizo reír un rato, refiriendo cómo Paco se había visto obligado a saltar, desnudo, de un balcón a otro de cierto hotel de la capital, a las doce del día y a la vista de unos cuantos transeúntes que dirigieron la vista hacia arriba al ruido que hizo, cerrándose, una persiana del segundo piso.

—No sé cómo puede una mujer exponerse así —declaró gravemente Teresa.

—¿Y si le gusta? —arguyó Rogelio, cuya moral era cada día más acomodaticia.

—Si le gusta debe decírselo al otro, y asunto concluido —añadió ella, con un calor de convicción que hizo temblar ligeramente sus labios.

Rigoletto la admiró en silencio, mientras el amante se encogía desdeñosamente de hombros.

Cuando el jorobado se retiró de nuevo, no sin antes recomendar que Rogelio tomase posesión de su cargo al día siguiente por la mañana, Teresa se dirigió a éste, con los ojos húmedos por la emoción.

—Tiene un gran corazón este muchacho, ¿verdad? —¿Quién?— preguntó él, asombrado. —Emilio. Rogelio se echó a reír.

—Sí; un corazón de sinvergüenza. El mundo le importa un comino.

Teresa se sintió herida por esta ligereza de juicio, que, por lo demás, resumía la opinión de todos acerca de Rigoletto; pero se guardó la respuesta y sintió que le profesaba mayor afecto al pobre amigo, después de aquel elocuente testimonio de ingratitud. Rogelio se fue a su oficina, tomó posesión del cargo y volvió, bilioso y sombrío, diciendo pestes de cuanto había visto en ella. Los hombres eran allí unos holgazanes y las mujeres unas verdaderas pirujas. Había hecho bien en oponerse a que Teresa se metiera en aquel antro de inmundicias. Las colocaban para que se entendiesen con los jefes y con los personajes que las recomendaban. Juró que venía enfermo del estómago y que sólo una horrible necesidad podía obligar a un hombre digno a entrar en un lugar semejante.

Desde entonces, Teresa empezó a quedarse sola la mayor parte del día, mientras Rogelio estaba en el trabajo. Lo echó de menos, porque se había acostumbrado a tenerlo cerca a todas horas. Ya no comía con ella, y cuando venía, por las noches, mostraba un pésimo humor o caía en sus accesos de inexplicable mutismo. También Dominga gruñía por los rincones, hablando consigo misma y amenazando a menudo a un ser invisible. Algunos días antes, se había detenido en seco junto a la puerta del cuarto, y, después de examinar con cuidado un polvo negro y algunas basuras que estaban en el suelo, se puso muy seria y dijo, con voz sorda:

—Teresita, alguien quiere hacerte daño; ahora tengo la seguridad de eso.

—¿Por qué?

La negra había cogido un poco del polvo negro y lo apretaba entre los dedos.

—¿Sabes lo que es esto? —preguntó a su vez.

—Es pólvora. Alguien la ha puesto ahí.

—¡Qué miedo! —dijo burlonamente Teresa—. Hubieran podido volar la casa… Dominga le guardó rencor por aquella obstinación en mofarse de sus prudentes avisos, y en lo sucesivo dio muestras de una continua inquietud, evitando el hablar de ella directamente a la joven. Teresa, colocada entre el variable humor de los dos únicos seres que vivían cerca de ella, pasó horas amargas después de aquellas otras en que había creído que iban a renacer todas las alegrías de lo pasado. Su optimismo desaparecía rápidamente, en nuevo contacto con la realidad de su vida. Renacieron los instantes de completo desfallecimiento, cuando estaba sola, y deseaba la presencia de Rigoletto, cuyo invariable afecto era como un calmante que caía gota a gota sobre su corazón.

¿Era que sospechaba siquiera una parte de la verdad? No. Era sencillamente que había aprendido a distinguir los dos semblantes de Rogelio, el bueno y el malo, el que era suyo y el que se le escapaba. Dios sabe adonde, y empezaba a convencerse de que nada podría curar a este espíritu dislocado.

Al cumplirse, justamente, un mes de su arrepentimiento, Rogelio, a quien la virtud se le hacía ya insoportable, dejó una noche de ir a ver a su querida. Al día siguiente, a la hora de comer, entró agitado, nervioso, con el rostro casi lívido y la mirada de loco. Teresa quiso correr a él, y se detuvo, como clavada en el suelo por súbito presentimiento. Él se sentó, sin mirarla, y estuvo un rato con el codo en la rodilla y la frente en el pañuelo, que mantenía arrugado en la mano. Teresa, inmóvil, lo contemplaba desde lejos. De pronto, se levantó y dijo, dirigiéndose rápidamente hacia la puerta:

—¡Vengo enseguida!

Cuando la pobre mujer, repuesta de su estupor, quiso detenerlo, temiendo no sabía qué oscura desgracia, había bajado de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera y ganaba la puerta con el sombrero en la mano y gesticulando como un poseído.

No volvió. Teresa esperó anhelante toda la noche y la mañana siguiente, sin saber qué resolución tomar. A mediodía una carta, provista de sello rápido, le trajo la clave del enigma. Vio la estampilla azul, reconoció la letra de su amante y rasgó el sobre, sin otra señal exterior de la tempestad, que empezaba a desatarse en su alma, que las manos yertas y los negros ojos animados de un sombrío fulgor.

No se había matado Rogelio. En cuatro párrafos, escritos con temblorosa mano, explicaba su conducta, pedía perdón y decía que, a la hora en que la carta llegase a las manos de ella, ya estaría lejos.

«Tal vez tú me acuses cuando sepas de qué manera me he ido, puesto que todo se sabe —decía—, pero no me odies, y espérame. Yo no podía trabajar en aquella oficina, entre tantas humillaciones, y acepté una cosa, que aunque parezca vergonzosa, era necesaria, porque no podía seguir siendo una carga para los seres que quiero. Esto es lo que deseo que me perdones, como deseo también que no me juzgues por las apariencias».

Acababa afirmando que todo lo había hecho por ella y por sus hijos, a quienes no olvidaría desde lejos, aunque le odiasen, y que algún día, cuando se supiera toda la verdad, estaba seguro de que ella lo perdonaría, apreciando la inmensidad de su sacrificio.

—¡Miserable! —exclamó Teresa, sintiéndose bruscamente iluminada por un resplandor de verdad que hasta entonces se había negado a dejar que penetrase en su espíritu.

Arrugó con desprecio el horrible papel, lo tiró sobre la cama y se quedó rígida, en medio de la habitación, cuyos objetos habían cambiado repentinamente de aspecto a sus ojos, como si un genio maléfico se hubiese llevado, de improviso, el alma de las cosas, dejando el vacío a su alrededor.