3

Al salir de casa de su querida, Rogelio, medio dormido todavía, tomó maquinalmente a la derecha, y en pocos segundos, andando como un autómata y rozando, a veces, las paredes con la manga, llegó a la Avenida del Prado. No había un alma ya en aquellos lugares, tan concurridos en las primeras horas de la noche. La acera de El Anón, blanca y lavada por la lluvia, parecía más ancha bajo los potentes focos de luz de la fachada del café, cuyas puertas estaban cerradas hacía largo rato. Más allá, el Parque Central se adormecía, desierto también, bajo la sombra de sus árboles y entre las hileras de monumentales columnas de los edificios circundantes, como la explanada de un viejo coliseo rodeado de gigantescas ruinas.

Rogelio abarcó todo este cuadro con una mirada malhumorada y displicente. Vivía a un extremo de la ciudad, en la calle de Oquendo, cuyo solo nombre le producía el efecto de una espina clavada en su orgullo, y pensaba, con ira, en la estupidez de esta vida de doble matrimonio, que volvía a empezar para él, con todas sus pequeñas molestias. Distrayendo el sueño con las injurias que se propinaba a sí mismo, y fatigado por los excesos que la novedad de tener a Teresa a su lado le hizo realizar aquella noche, se dispuso a esperar el tranvía en la esquina de Neptuno, apoyándose ligeramente en la columna del portal. En menos de medio minuto bostezó tres veces y maldijo otras tantas a la empresa de los «eléctricos», que sólo hacía circular sus carros cada media hora después de las doce. Le faltaba el valor para atravesar la calle e ir a despertar a uno de los dos o tres cocheros de punto, que dormían en sus pescantes, pegados a la acera del parque, y deseaba, por otra parte, persistir en sus propósitos de economía que le vedaban gastar las dos pesetas de la carrera el vez de los diez centavos del carro. Se resolvió a esperar, con un gesto de cómica resignación. Al cabo de un rato, creyó que iba a quedarse dormido, adosado a la columna, mojada todavía por el agua de la noche. Su espalda y sus riñones estaban también húmedos por la misma lluvia, y le producían una desagradable impresión de frío. ¡Qué divertida existencia la suya! Un nuevo bostezo y una corriente de aire, que lo hizo estremecerse, obligádonle a adoptar una resolución extrema: tomó impulso para vencer su indecisión y cruzó resueltamente los cincuenta metros que lo separaban de los coches, entrando en el primero que tuvo a su alcance, después de despertar al auriga. Dio desde el asiente la dirección de su casa, y se acomodó en un ángulo para dormir algunos minutos, encantado de la excelente idea que había tenido. Al detenerse el carruaje frente a una casita, de tejado bajo y pobre aspecto, abrió los ojos y reconoció la suya, por la vieja puerta pintada de rojo y la estrecha ventana con reja, donde sé deshilachaba una cortina descolorida. El joven se dejó caer a la acera, con el llavín en la mano, pagó al cochero y abrió suspirando. El mobiliario de la sala, en la que entró al atravesar el dintel, era tan mezquino como el exterior de la casa: unas cuantas sillas, compradas de relance, una antigua consola con mármol y un pequeño espejo lo constituían todo. Después de cerrar sin ruido la puerta, Rogelio se guió por la luz de la primera habitación, separada de la sala por una mampara que permanecía entreabierta toda la noche. Hacía allí se dirigió, andando de puntillas, y empujó la hoja, evitando que chirriaran sus goznes. Había en aquel cuarto dos camas con mosquitero, una a cada lado, y en medio, sobre una repisa adosada a la pared, una lamparilla de aceite ardiendo ante una imagen de San Roque. Los que dormían no hicieron el menor movimiento que denotase que habían advertido la entrada del recién llegado. Se oía la respiración suave y acompasada que salía del mayor de los lechos, y otra más alta y fatigosa, cuya falta de ritmo sobresalía en el silencio de la alcoba y que provenía del lecho más pequeño. Rogelio, sin detenerse, por temor a despertar a los que descansaban, atravesó rápidamente la habitación y entró en la suya, que era la segunda, donde se desnudó de prisa, arrojándose luego en la cama, sin cambiar de ropa interior.

A las once de la mañana lo despertó la voz de su mujer, que charlaba en el comedor con una vecina. Hablaban de algo que había sucedido la noche anterior, mezclando las palabras «sobresalto», «médico», «mucha sangre»; pero tan aprisa, con ver tantas exclamaciones e incoherencias que Rogelio no pudo entender lo que decían, y creyó que se trataba de algún crimen descrito en los periódicos. Tomó un cigarrillo, medio soñoliento aún, y se quedó fumando, tendido de espaldas en el lecho y entretenido en ver cómo las espirales del humo subían, retorciéndose, y se deshacían al llegar cerca del techo.

De pronto se abrió la puerta, y la figura alta, seca y desdentada de su mujer, se dibujó en el umbral. Vestía como una criada y llevaba el cabello sencillamente recogido y pegado a la frente con el sudor. Al entrar, fijó en el marido una mirada de tímido reproche.

—Anoche por poco no se murió Llillina —dijo, lanzando la noticia al rostro de Rogelio como una acusación—. Te la hubieras encontrado muerta esta mañana… Tuve que mandar a buscar al médico, y no la encontró bien.

Bajaba los ojos para reconvenirle, cual si tuviera empeño en hacerle comprender que, cuando se trataba de ella, su resignación no tenía límites, pero que, en ese instante, lo que decía era en nombre de su hija.

Rogelio la acogió con autoridad y dureza, según la costumbre que había adquirido para evitar sus quejas.

—Y ahora, ¿cómo está? —preguntó, lacónicamente, tratando de ocultar su verdadera inquietud, porque solía experimentar crisis sentimentales hacia su hija, aunque atribuía su enfermedad a la mala sangre de la madre.

—Ahora está bien; pero el médico dice que no debe levantarse…

Vaciló un momento, indecisa, y al fin se aventuró a proferir otra indirecta recriminación atreviéndose ahora a mirarlo frente a frente.

—No hace media hora que estuvo aquí otra vez el doctor… Por cierto que me preguntó por ti, y me vi obligada a decirle que estabas durmiendo todavía…

Rogelio, apoyado en el codo y sin dejar de fumar, la contemplaba con expresión de sarcástico reto, y replicó, enseguida:

—Con lo cual has dado prueba, como siempre, de tener un gran sentido común… Mire —añadió, tratándola de usted, lo que hacía cuando deseaba ser obedecido sin réplica y ya impaciente—, coja esa ropa que se mojó anoche, y póngala a secar. Más valía que lo hubiera hecho antes, en lugar de estar conversando con todas las pirujas del vecindario.

Le hablaba como a una sirviente, cuando se permitía encolerizarle, haciéndole ver la diferencia de rango que había entre los dos y el insigne favor que le había hecho cuando cometió la tontería de casarse con ella, después de haberle hecho un hijo. Por su parte, Florinda aceptaba su papel, con su lógica de mujer del pueblo, a quien los trabajos y las humillaciones empezaron; a curtir desde la infancia y que sabía darse siempre su lugar. Ordinariamente, los rigores del marido contribuían a acrecentar su natural humildad de bestia de trabajo, acabando por desarmarle, porque, más que malo, aquel hombre era, sobre todo, débil y voluntarioso.

Ella enrojeció, avergonzada de haber sido cogida en falta, y tomó, sin replicar, la ropa que le indicaban, doblándola cuidadosamente sobre el brazo. Después, salió con mucha calma, diciendo con su invariable docilidad de esclava:

—Cuando quieras puedes pedir el almuerzo.

Rogelio, disipado ya su enojo, sintió el escozor del remordimiento, viéndola alejarse, flaca, sin atractivos ya, a los treinta y seis años, y convertida en una pobre vieja que sólo vivía por su hija y por él. Su fealdad, que lo irritaba de continuo, poniendo de relieve ante sus ojos de vanidoso la imbecilidad que había cometido al hacerla su mujer, tenía algunas veces el poder de conmoverlo, llenándole de compasión hacia la infeliz resignada, Solía decirse, en tales momentos, que si los demás no se rieran de él por tener una mujer semejante, hubiera sido dichoso, con ella, para cuidarle, y con Teresa y con las otras, para las verdaderas expansiones del amor. Aquella mañana, a su momentánea conmiseración de otras veces se agregó la súbita reacción de su afecto de padre, que se renovaba en él por inesperados accesos. En cuanto desapareció Florinda, saltó de la cama, dispuesto a reparar su falta y jurándose que pasaría el resto del día al lado de la pobre enfermita, que lo idolatraba. Todo un confuso programa de regeneración y de enmienda germinó en su cabeza, mientras se ponía apresuradamente los pantalones, una camisa limpia y una americana de seda china, que sacó del anuario, y se colocaba con mucho cuidado el ajustador de goma sobre las guías del bronceado bigote, que mojó y peinó, frente al espejo, con evidente satisfacción. Hecho esto, corrió al lecho de Llillina, cuyo mosquitero estaba ahora levantado y sujeto a los dos lados con anchas cintas de raso azul.

La niña, que estaba acostada de espaldas, con los ojos muy abiertos, dejó escapar un grito de júbilo y se apoderó de una mano de su padre, apretándola apasionadamente contra la mejilla.

—¡Papaíto mío! ¡Ya te tengo aquí!

—Sí, gloria, y estaré contigo todo el tiempo que tú quieras. ¡Ya verás!

Lo prometía de buena fe, extasiado ante el rostro lindo y demacrado de la chiquilla, con una emoción que estaba a punto de convertirse en llanto. Llillina tenía los rasgos delicados, los ojos grandes y azules, húmedos siempre por la ternura, el cabello rubio y una expresión de sensibilidad y de inteligencia en el semblante que la hacía parecer un ángel entre las almohadas. Su cuerpecillo, débil y contrahecho, se perdía bajo las sábanas, sin el menor relieve de pubertad, a pesar de sus quince años ya cumplidos. Dijérase que aquel pobre ser vivía solo por la fuerza del sentimiento que se refugiaba en su interesante cabecita de apasionada. Rogelio le acarició la frente y distribuyó, con mimo, sus bucles sobre la almohada. Después se preguntó, con desaliento, cómo había podido engendrar una criatura tan endeble, mientras permanecía en pie junto al lecho, envuelto en la ardiente mirada de adoración de la niña, que no se saciaba de contemplarlo.

—¡Qué mala estuve anoche, papá! ¡Creía que no iba a verte más!

—Pronto estarás buena, corazón, con el favor de Dios… Pero no hables ahora; no te sofoques, porque te volvería la sangre.

Iba a sentarse a la cabecera del lecho, resignado a su voluntario papel de enfermero, cuando se presentó Florinda. La buena mujer sonrió al ver la actitud de su marido y al notar la expresión de felicidad que inundaba el semblante de la hija. Le bastaba con esto para sentirse completamente dichosa, libre ya de todo resentimiento hacia el padre ingrato, y le dijo, con su habitual dulzura, ratificándole con otra maternal mirada su completo perdón:

—Vamos, hijo; ya tienes tu almuerzo. Luego volverás con Llillina.

—Sí, sí; ve, papá.

Almorzó, solo, en un ángulo de la mesa, pues Florinda, que cocinaba y hacía todos los quehaceres de la casa desde que no podían pagar criados, lo había hecho en la cocina, hacía más de una hora. La esposa le ponía los platos delante, silenciosamente y con la ternura, casi religiosa, que le había inspirado siempre aquel buen mozo con quien se había casado, sin pretenderlo. Le gustaba desempeñar este humilde papel, escondiéndose cuando venían los amigos de Rogelio y viviendo casi todo el día en la cocina, que era su refugio y su lugar predilecto. Desde que viera al joven mimando y acariciando a su hija y observó el semblante de satisfacción con que la enfermita acogía estas gentilezas, todo su rencor de la víspera se había desvanecido como por encanto, dejando su lugar a esa especie de optimismo activo, sereno y un poco apático que constituía el fondo de su carácter. Florinda era madre solamente. Conocía, como todo el mundo, la historia de su marido con Teresa, y lejos de sentirse celosa, compadecía a la pobre muchacha «engañada», que, al menos, se había entregado virgen y renunciado a un gran porvenir. Como todas las mujeres, la de Rogelio le tenía un profundo respeto al mito de la virginidad, sobre el cual se funda una buena parte de los dogmas y las preocupaciones sociales. Este respeto, incomprensible en las propias poseedoras del fetiche, que están en el caso de conocer, por lo mismo, lo que es, lo que vale y de qué materia está hecho, nos explica algo de la vida interna de aquella vulgar criatura en quien el instinto maternal se había desarrollado exageradamente a expensas del embotamiento del resto de la sensibilidad y de casi el pensamiento. Rogelio se aprovechaba de esta disposición de ánimo, dejándose cuidar como un ídolo y profesándole a su mujer el afecto con que se reciben las caricias de un animal adicto, sin perjuicio de alejarlo con una patada cuando molesta. Le parecía muy natural que ella le sirviera de criada y se estuviese siempre pendiente de sus gustos para guisarle los mejores platos, después del favor que le había hecho llevándola al altar, y se mostraba a menudo desdeñoso con las comidas que le servía. En cambio, cuando le agradaba una cosa y lo decía, la pobre mujer se ponía hueca de orgullo y se consideraba más que recompensada. Aquel día, Rogelio estaba preocupado y nervioso por la llegada de Teresa, la enfermedad de Llillina y el recuerdo de todos sus fracasos, y no dijo pestes, como de costumbre, de la necesidad de comer en aquella pocilga. Tragó de prisa lo que le dieron, tomó el café sin saborearlo y después de ordenarle a su mujer que le llevara el periódico de la mañana al cuarto de la niña, se dispuso a seguir representando, por el momento al menos, su papel de padre.

—¿Cómo estás, hijita?

—Mejor, mucho mejor.

La extraordinaria sensibilidad de aquella chicuela influía en la marcha aparente de su mal, y le ocasionaba súbitas mejorías y recaídas inesperadas. Ahora tosía menos, respiraba con más libertad y no sentía aquel odioso cosquilleo debajo de la garganta que la obligó a escupir tanta sangre durante la noche. La alegría la impulsaba a moverse continuamente bajo las sábanas.

—Papaíto, ¡qué feo estás con esa goma sobre los bigotes! —exclamó, en un arranque de hilaridad, al verlo acercarse a la cama.

—¡Chst! El médico no quiere que hables mucho, ni que te rías.

Se resignó, con un mohín de despecho, y él tomó el periódico que Florinda acababa de traerle, no sin antes elegir el más cómodo de los asientos que había a su alcance. La habitación recayó en su pesado silencio, que hacía más triste el parpadeo de la lamparilla de aceite, ardiendo, en plena claridad del día, a los pies de San Roque. Llillina entornaba los ojos y soñaba despierta, obligada a permanecer tranquila, a su pesar. Rogelio hojeaba el periódico, con el pensamiento fijo en otra parte. Aquel ambiente de pobreza y aquella vulgar decoración, compuesta de muebles baratos, paredes desconchadas y ropas de camas ordinarias y feas, tenía el poder de atacarle los nervios, sugiriéndole el deseo de huir de ella. Los únicos lujos de aquella humilde vivienda, a la que Florinda había llevado su olor a pueblo y a supersticiones, se habían concentrado en la habitación que él ocupaba, donde había un gran armario de espejo, una excelente cama de nogal y un buen lavabo que le servía de tocador; y por eso, sólo allí se encontraba a gusto, cuando estaba en la casa. En aquel instante, como siempre, le parecía que el techo le iba a caer encima, y experimentaba una extraña desazón que le impedía leer. Además, aquellos periódicos solamente hablaban de los imbéciles que figuraban en la política, y esto acababa de exasperarlo. Al fin, dejó caer el papel y se quedó con los dedos entrelazados sobre la rodilla y la vista fija en el suelo, entregado a una amarga meditación. Acusaba mentalmente a Teresa de ser la causa de esta miseria, por su estúpido empeño de dejarse arruinar por su hermano, y sentía renacer su rencor contra ella, como si también tuviese la culpa de la enfermedad de su hija. Su despecho lo llevó a pensar en todas las tonterías que había hecho en la vida, muchas de las cuales eran, tal vez, irreparables.

Lo pasado acudió entonces a su memoria, mientras la habitación, en silencio, se adormecía bajo el peso de la siesta y Llillina, forzada a seguir callando, se entretenía en plegar delicadamente con los dedos el borde de la sábana. Había tenido dos hermanos, que murieron antes que él estuviese en edad de recordarlos, a pesar de que, según había oído decir, fueron muy robustos. Su padre era español, y había sido coronel de voluntarios y vista de aduana. Robaba mucho en su empleo; pero tuvo la manía de la ostentación, tirando el dinero a manos llenas, y sólo dejó al morir una fortuna muy inferior a la que se le atribuía y cincuenta mil duros de un seguro de vida. Rogelio recordaba con mucho cariño a esta especie de nabab sonriente y bonachón, que cuando el niño estaba enfermo, vaciaba en su cama las gavetas de monedas de oro, para que jugase con ellas. Su casa parecía un bazar, llena de cuadros, de cristalería, de cajas de música, de objetos inútiles y valiosos, que el vista compraba sin discernimiento y hacía colocar donde cupiesen. Él, Rogelio, no tenía más contrariedad que la que le producían cuidándolo del aire y de los catarros y obligándolo a meterse en la cama en cuanto estornudaba. No podía desear una cosa sin que, enseguida, viese realizado su anhelo. El padre soltaba el dinero; la madre, que era cubana, los besos y los mimos, y en este encantador ambiente de leyenda oriental transcurrió toda su niñez. En el colegio, adonde fue cuando acababa de cumplir doce años, era un muchacho que se roía las uñas, se afeitaba con un pedazo de vidrio para que le saliese más pronto la barba, aprendía obscenidades junto con el catecismo, se vestía como el hijo de un duque, hablaba vanidosamente de las grandezas de su casa y decía horrores de Dios y de los santos, por dárselas de hombre, escondiéndose luego para besar arrepentido la medalla de la Caridad que siempre pendió de su cuello. Rogelio mostró, desde sus primeros años, un temperamento sensual e inclinado a la molicie; la educación que le dieron no hizo sino completar estas tendencias naturales. Ninguno de los vicios que atormentan la naciente virilidad de los escolares dejó de hacer presa en él. Tuvo aventuras amorosas entre sus mismos compañeros, que le valieron una terrible reputación; y como era osado y jactancioso, él mismo se encargaba de abultarlas, completándolas con toda clase de mentiras. Después, cuando terminó el bachillerato, los amores fáciles de lupanar y algunas criaditas de su casa, cazadas al descuido, se encargaron de encauzar sus ardores por otros derroteros. Pero a la gloria de Rogelio le faltaban dos blasones: adquirir una de esas enfermedades del amor, que los colegiales consideran como la verdadera consagración de un hombre, y hacer una conquista seria, una de esas mujeres que no se compran por dos duros y que tan fácilmente consiguen los héroes de novela. Su vanidad sufría por la falta de estas dos cosas. En cuanto a la primera, por más que se esforzó porque lo incluyeran en las listas de los heridos en los dulces combates, nunca logró conseguirlo. En lo que se refiere a la segunda, no tardó en presentársela, bajo forma de Florinda, que era algo que podría presentara sus amigos como un triunfo que no estaba al alcance de ellos.

A los diecisiete años, conoció a la muchacha que después llegó a ser su esposa y que era mayor que él. El amante de Florinda, empleado en una casa de comercio de la ciudad, venía a ver con frecuencia al padre de Rogelio, y ambos se encerraban durante horas enteras, hablando de sus negocios en la aduana. El viejo envió dos o tres veces a su hijo a casa del agente, para comunicarle urgentes noticias, y el joven se prendó de la querida, mientras hablaba con el hombre de negocios. Aunque era delgada y tenía los modales encogidos, como si tuviera siempre miedo de hablar, Florinda poseía el encanto y la frescura de la juventud, un lindo pelo y unos hermosos ojos que, por lo general, estaban fijos en el suelo. Además, a la edad que entonces tenía Rogelio, la pasión se muestra rara vez exigente en materia de encantos femeninos. Florinda era huérfana, y había sido criada por una tía, quien la recogió, cuando la niña se quedó sin madre, para hacerla trabajar mucho y darle muy mal trato. Ambas pertenecían a una familia de obreros, cuyos recursos escaseaban con frecuencia, agriando el carácter de sus miembros y haciéndolos poco propicios a la indulgencia. La tía le pegaba a la joven por cualquier simpleza, y su marido, que era un hojalatero brutal y autoritario, la molía también a golpes, porque pretendía, en secreto, deshonrarla y la muchacha se negaba a sus caprichos. El novio de Florinda, que era el viajante a quien ya conocemos, la redimió de esa esclavitud, sacándola de casa de sus parientes y poniéndose a vivir con ella. Solía también pegarle cuando se enfadaba, pero sus golpes le parecían caricias a la muchacha, comparados con los otros. Rogelio era todavía demasiado tímido, pese a toda su corrupción, para emprender la conquista de aquella dulce mujer que lo trastornaba. Tuvo que esperara que el viajante se cansara de ella y la abandonase; pero, en aquellos días, murió su padre, y durante los que dejó de verla, la joven, falta de recursos con qué sostenerse por sí sola, se había visto obligada a aceptar las proposiciones de un viejo, que la mantenía. Sin embargo, las maneras elegantes de Rogelio habían conseguido interesar el corazón de Florinda, y el joven halló, en esta segunda etapa de sus amores, un camino mucho más llano que el que había imaginado. El viejo fue la víctima. Lo engañaron primero, y lo despidieron después, sin contemplaciones, considerándose Rogelio demasiado rico para tener que compartir con otro su dicha. Florinda quedó encinta desde los primeros días de su unión, y estuvo a punto de morir al dar a luz. Poco después, intervino en aquellos amores la madre de Rogelio, escandalizada ante el pecado que se cometía, e hizo que el matrimonio se celebrase, lo que le atrajo la veneración que siempre profesó Florinda a esta sencilla mujer y que no dejó, en lo sucesivo, de consagrarle un solo instante. A Rogelio, que no podía tener aún el concepto claro del compromiso que contraía, le encantó simplemente la idea de poder acostarse con su querida en su propia casa, y se dejó conducir a la boda, sin el menor disgusto.

«¡Qué idiota fui! ¡Qué idiota he sido siempre!», se dijo amargamente el joven, al llegar a este punto de sus recuerdos, haciendo un movimiento tan brusco que Llillina se incorporó sobresaltada.

Y enseguida recordó, con un gesto de lástima hacía sí propio, la época en que el amor de Teresa fue como un deslumbramiento en su alma, como un choque brusco que lo aturdió, seguido de una especie de vértigo, del cual no se había librado todavía. La entrega, tan fácilmente obtenida, de aquella linda niña, que no había sido antes de nadie, cerraba la herida que en su amor propio había abierto su casamiento y le daba una elevada idea de sus propios méritos. Fue necesaria la ruina, con todo su cortejo de pequeñas humillaciones, para arrancarle de la plácida embriaguez de aquellos amores. La miseria hizo también germinar en su corazón el primer brote de rencor hacia su querida. La acusó de haberlo aturdido de tal modo con sus caricias que lo convirtió en un ser incapaz para los negocios, con lo cual quedaban plenamente justificados sus fracasos. Se sublevó contra la especie de dependencia en que vivía, con respecto a la joven, cuyo carácter era más enérgico que el suyo y lo dominaba siempre. Naturalmente, estas acusaciones y estas rebeldías se manifestaban sólo cuando estaba lejos de Teresa y hacía esfuerzos desesperados por libertarse de su yugo. Cerca de ella, la muchacha, que no podía sospechar siquiera la existencia de aquellas luchas, recobraba completamente su imperio sobre la carne y sobre la voluble voluntad del amante. Así habían vivido años enteros, compartiéndose Rogelio entre su familia ilegítima, con la cual estaba hasta la aproximación de la madrugada, y la mujer, ya fea y ajada, que la ley le había dado, en cuya casa amanecía siempre, por mandato expreso de la querida. En sus ratos de aburrimiento, se burlaba amargamente de la docilidad con que cumplía esta doble cadena de deberes conyugales, sabiendo de antemano que jamás tendría la energía suficiente para reorganizar su vida. ¿Qué ventajas le reportaba el amor de Teresa? En lugar de una mujer hermosa, hubiera podido poseer cien, si la hubiese dejado abandonada, después de divertirse algún tiempo con ella, como hacen todos los hombres de verdadero mundo y de sentido común. ¿Y cómo le pagaba Teresa su lealtad? Obstinándose en su estúpida idea de considerarse muerta para su familia y en que el animal del hermano la heredase en vida. Rogelio no podía comprender que una persona cuerda pudiera pensar de este modo. Él había dado lo suyo, sin contarlo, y ella no podía arrancarle al hermano egoísta y tirano lo que ahora sería la tranquilidad y la dicha de todos. Demasiado materialista para concebir ciertas enfermizas delicadezas del corazón, Rogelio pensaba solamente que su cariño pesaba menos en el de Teresa que el recuerdo de su familia, y este pensamiento excitaba sus celos. «En este caso, se dijo cien veces, debo separarme de ella, y que vaya a reunirse con los que quiere». Los hijos no le preocupaban mucho, toda vez que él era el pobre y ellos los ricos. Cuando Teresa se encontrara sola, reclamaría lo suyo, obligada por la necesidad, ya que era demasiado orgullosa para prostituirse y no había aprendido a ganarse la vida con su trabajo. Su rencor se condensaba, por lo general, en esta clase de proyectos, que nunca realizaba. En una época, tuvo la obsesión de casarse con Teresa, después de divorciarse de su mujer; pero las tímidas alusiones que aventuró en este sentido encontraron un asombro y una protesta tan vivos por parte de la joven, que él mismo se convenció de lo descabellado del plan. No había, pues, otro camino que resignarse y sufrir, puesto que siempre le faltaría la entereza suficiente para echar a un lado los necios compromisos que había contraído y buscar su felicidad sin pensar en los demás.

Pero los últimos seis meses que había vivido en La Habana, lejos de Teresa, ocasionaron un profundo cambio en la dirección de sus ideas. Adquirió nuevas amistades de hombres y de mujeres, que influyeron mucho en su espíritu. Tomó parte en la vida sensual y fácil de la ciudad, llena de aventureros de la política dispuestos a gozar sin escrúpulos de todos los placeres, y le pareció que franqueaba el paraíso de sus sueños, cuando ya su pobreza no le permitía entrar de lleno en las diversiones de los otros. Entonces condenó con más energía todo su pasado, y tuvo accesos de sombría desesperación que le hacían maldecir cuanto había querido. Las cartas de Teresa, siempre serenas y apasionadas, le excitaban los nervios. ¿Por qué no se quedaba allá, de una vez con sus hijos, y no lo fastidiaba más? Sin embargo, le contestaba con cierta regularidad, procurando alargar lo más posible su ausencia, y se consolaba entregándose con furor al trato de las pecadoras lindas y bien vestidas que encontraba al paso. Fue la suya un ansia loca de desquitar el tiempo perdido, durante la cual se consideró libre de la influencia que sobre él ejercía su querida. Cuando le trajeron, inesperadamente, los niños, sufrió una verdadera contrariedad. Se imaginaba que era ya otro hombre y que lo pasado no tenía el derecho de intervenir en sus asuntos. Antes de que aquéllos llegasen se había preguntado algunas veces si no sería mejor que le escribiese a su querida diciéndole rudamente la verdad y rompiendo con ella. Conocía muy bien a Teresa para saber que, si daba ese paso, no le molestaría con la mejor queja y que todo quedaría resuelto con sólo el mal rato de redactar la carta. Pero no tuvo el valor de hacerlo a su tiempo, y después de tener a su lado a Armando y a Rodolfo, comprendió que ya no sena posible semejante ruptura. Teresa no le inspiraba ya deseos, sino aversión; así, al menos, lo creía sinceramente Rogelio. Cuando no fue posible prolongar la ausencia de la querida y se decidió el viaje de ésta, andaba el amante en los preliminares de una nueva pasión, con una mujer que ejercía poderoso imperio sobre su vanidad y su carne. Era una impura, rubia y de formas opulentas, que se exhibía en la ciudad manejando con mucha gracia su propio automóvil; que ostentaba como nombre de guerra el mote de la Aviadora, y se presentaba en público casi desnuda. La noche anterior, a pesar de haberle telegrafiado Teresa que llegaría en el Central, estaba él en casa de su nueva amiga y estuvo a punto de olvidar la hora del tren. Fue a regañadientes, como al cumplimiento de una obligación penosa, y se quedó asombrado de sentirse otra vez encadenado al influjo de aquella mujer, a quien creía completamente desligada de su corazón. Había bastado el primer beso para remachar de nuevo los eslabones de la vieja cadena.

«¡Idiota, sí, y más que idiota! —se dijo otra vez, con rabia, dando un papirotazo al periódico, que aún estaba en su regazo y que rodó ruidosamente al suelo—. ¡Un mentecato, de quien las mujeres harán siempre un juguete!».

Después, volvió a quedarse inmóvil largo rato, con los ojos casi cerrados y los músculos de la cara contraídos, negándose a pensar, para que se calmase aquella dolorosa agitación interior que le hacía tanto daño y que jamás le conducía a una solución de sus dudas. Sólo la tirantez de la goma que oprimía sus bigotes le obligaba a veces a hacer un gesto casi imperceptible.

—Papaíto, ¿te quedaste dormido? —dijo Llillina, al cabo de algunos minutos dedicados a contemplarle fijamente.

Las pupilas apasionadas y dulces trataban de penetrar hasta el fondo de sus pensamientos, acaso adivinando la borrasca interior, con su precoz intuición del dolor y de la vida. Él se levantó, a fin de huir de la insistente interrogación de aquella mirada, y empezó a dar paseos por la habitación. Se aburría, y bostezó dos o tres veces, estirando los miembros, sin detenerse. Llillina volvió a hablar.

—¿Quién limpió hoy la casa, papá?

—Tu madre, supongo… como siempre.

—¡La pobre! ¡Y yo sin poder ayudarla! No sé cómo habrá podido arreglárselas sola, con la limpieza y la cocina.

A Rogelio le mortificaba siempre el ver a su hija trabajando febrilmente en los quehaceres de la casa, a pesar de su debilidad y de su cojera, aunque sabía que ése era el único placer de la niña, y replicó, con acento de mal humor:

—Tu madre es una loca permitiéndote que limpies y que te sofoques, delicada como estás. Probablemente por eso no acabas de ponerte buena.

Ella hizo un gracioso mohín de contrariedad, y él reanudó sus paseos. Después, como Llillina lo viera bostezar todavía, tres veces seguidas, le dijo, mostrando su hermosa sonrisa de bondad y de indulgencia:

—Papá, ¿por qué no te vas o te acuestas un rato? Yo también tengo deseos de dormir.

Decía esta inocente mentira con el fin de relevarlo más fácilmente de su compromiso, sabiendo lo penoso que era para aquella naturaleza frívola y caprichosa el tener que renunciar a sus habituales gustos. Él se detuvo junto al lecho, sin poder disimular completamente su satisfacción.

—¿Tienes sueño, mi hijita? Entonces te dejo, y voy yo también a dormir un rato. Cuando te despiertes me llamas, ¿quieres?

Desde la puerta le dirigió, al salir, una sonrisa y un gentil ademán de despedida con la mano. Llillina, que entornaba los párpados y fingía encontrarse dominada por el sueño, abrió enseguida los ojos y se echó a reír de su piadosa superchería, cuando tuvo la seguridad de que estaba sola.

—¡Pobre papá! —exclamó luego aquel ángel, con un suspiro—. ¡No puede vivir contento sino en la calle!

Rogelio se tendió en su cama, con la delicia con que los perezosos llegan siempre al término de un trabajo cualquiera. Estaba todavía fatigado de la mala noche, y no tenía aún hecho el programa de aquella tarde. Pensaba vagamente en Teresa, que sin duda lo estaría esperando, y acabó por encogerse de hombros, diciéndose que ya inventaría más tarde alguna disculpa. A los diez minutos, estaba profundamente dormido.

Florinda lo despertó a las tres y media, diciéndole que tenía el baño preparado. La esposa seguía mostrándose tierna y sumisa, como siempre que lo veía permanecer mucho tiempo en la casa. Lo primero que había hecho fue poner sobre una silla y muy cerca de la cama la ropa que Rogelio se había quitado la noche anterior, ya seca y planchada, la misma por la que tuvo que sufrir la reconvención de aquella mañana, a fin de que la viese en cuanto abriera los ojos. Rogelio sonrió disimuladamente, al verla mientras se estiraba, desperezándose. Pero no le dijo nada, deseoso de conservar siempre intacta su autoridad.

—¿Vas a afeitarte?

—Sí.

Con mucho cuidado, sacó ella de una gaveta del anuario el jabón, la brocha y el estuche de la navaja automática y lo colocó todo, delicadamente, sobre el mármol de la mesa de noche. Aunque se movía con la rapidez y la seguridad de una mujer hacendosa y acostumbrada al trabajo, andaba de puntillas, para no hacer ruido, como en la alcoba de los enfermos. Rogelio notó con placer que el sueño había disipado el mal humor y las negras ideas de la mañana, y que volvía a poseerle el optimismo y el deseo de gozar, que formaban el fondo casi inalterable de su carácter cuando se olvidaba de que no tenía dinero y no le torturaba la envidia. Le pidió un cigarrillo a su mujer, con una sonrisa bastante parecida a un gesto de cariño, y habló volublemente del relato de un crimen pasional que había leído en el periódico, mientras Florinda pensaba, mirándolo con dulzura: «No es malo; son esos condenados amigos los que lo pervierten». Cuando saltó de la cama, ceñido todavía el aparato de goma que amoldaba sus bigotes, hizo una alegre pirueta y enarcó el pecho, orgulloso de sus músculos, de su salud y de la agilidad de sus miembros, que no habían perdido aún la frescura de los veinte años.

Cinco minutos después, se hallaba completamente absorto en la minuciosa labor de convertir la piel de su rostro en una superficie lisa como la seda, donde no asomase ni el más pequeño cañón de barba. Estiraba el cuello, palpando las asperezas con la yema del dedo, y pasaba enseguida el filo de la navaja, con mucha delicadeza, entornados los ojos por el deleite que le producía aquella leve caricia del hierro. Su temperamento sensual y su indolencia se revelaban en estos detalles del cuidado de su persona y en la sonrisa que había sucedido a la rabiosa contracción de sus facciones, no hacía aún tres horas. A veces se apartaba del espejo para ir en busca de la brocha y añadir más jabón a la piel, y mientras se ablandaba la barba, silbaba o tarareaba en voz alta un danzón, siguiendo maquinalmente el ritmo con sus piernas, con lo que demostraba su desmedida afición de bailador. Al concluir de afeitarse, lo dejó todo sucio y revuelto, para que su mujer lo arreglase, atravesó en calzoncillos el comedor y la cocina y entró perezosamente en el baño, que era un cuartucho húmedo y nada elegante, con la regadera de la ducha pendiente del techo, el suelo resbaladizo de ladrillo rojo y unos cuantos clavos en la pared, a guisa de percheros, para colgar las ropas y las toallas.

Estaba desnudo, blanco y fuerte como un dios, y envuelto en la lluvia de la regadera, cuando su mujer entró, con la naturalidad que nace de la costumbre, en el cuartito de baño. Rogelio interrumpió un momento la caída del agua para oírla.

—¿Quieres que te enjabone la espalda?

—No, hoy no.

—Está bien. Si necesitas algo da unos golpes en la puerta, pues estaré en la cocina. Te dejo las medias y la ropa interior en una silla, fuera del baño, para que no se mojen.

Por toda contestación, abrió él de nuevo el grifo de la ducha, y ella se retiró, con la misma tranquilidad sonriente, como si, pasada ya la época de las ilusiones pasionales, aquella piel blanca y aquellos miembros robustos no tuviesen otra significación que la de un objeto de culto doméstico. Terminado el baño, Rogelio, ya seco, fresco y oliendo al perfume del jabón, se puso sucesivamente los calcetines de seda, la cadenilla con la medalla de la Caridad, las ligas grises, ajustadas sobre la piel desnuda de las pantorrillas, los calzoncillos cortos, de suave tono de malva y la camiseta, del mismo color, con su complicada hilera de botoncillos de oro. Aquella indumentaria íntima, un poco llamativa, que había provocado el mudo asombro de Teresa, la noche anterior, era ahora su orgullo. Se contempló con deleite, así ataviado, ante el mal espejillo del cuarto de baño, y sólo entonces se decidió a soltar la goma que aprisionaba sus insolentes bigotes rubios, silbando otra vez las notas de su aire favorito, mientras se dirigía a su habitación a completar el vestuario.

Un momento después, oyó que llamaban a la puerta y prestó atención: su mujer cambiaba breves palabras con un hombre, y casi enseguida se presentó en el cuarto con las cejas un poco fruncidas y la voz temblorosa.

—Ahí está ése preguntando por ti —dijo, sin mirarlo.

Frente a la luna del armario Rogelio levantaba, con mucha minuciosidad, las guías de su bigote, alisándolas suavemente con un cepillo, entre los dientes del peine. Se volvió majestuoso.

—¿Quién es ése?

—¿Quién ha de ser? ¡El descarado! ¡Paco! ¿Vas a recibirlo? El marido se irguió, magnífico en su indignación.

—Y ¿desde cuándo no he recibido yo en mi casa a mis amigos…? ¡Dígale enseguida que pase al cuarto!

Florinda salió, sin replicar, dejando solo oír un leve suspiro. Rogelio la miró burlonamente, mientras se alejaba, satisfecho de haberle dado una buena lección.

Entró un joven alto, moreno, de ojos vivos y rostro completamente rasurado, que, después de estrechar negligentemente la mano de Rogelio, se sentó en el lecho, sin cumplidos, sacó un cigarrillo y cruzó las piernas.

—¡Parece que a tu mujer no le gusta verme por aquí! —exclamó, con una carcajada.

—¡Bah! No le hagas caso. ¡Es una bestia! —repuso el dueño de la casa, encogiéndose de hombros.

La trataba así, delante de sus amigos, para dárselas de hombre fuerte. El otro, sin detenerse más en aquel incidente, pasó a nuevo asunto.

—¿Vino anoche, por fin, la gallina? —preguntó, con aire misterioso, clavando en su amigo una mirada de malicia.

Rogelio se ruborizó ligeramente.

—Sí.

—¡Vaya, te felicito! —dijo Paco, con irónico acento—. ¡Ya tienes diversión para un rato!

Y enseguida, sin transición, con el énfasis peculiar, mezcla de desdén, de cinismo y de volubilidad, con que trataba todas las materias, sin dar importancia a ninguna, añadió:

—Supe que te pasaste ayer toda la tarde en casa de la Aviadora.

Rogelio, que acababa de dar los últimos toques a su peinado, se volvió sorprendido, con otra ligera oleada de sangre en el rostro.

—¿Quién te lo dijo?

—Ella misma. Me confesó que «le caes» muy bien.

A pesar del aplomo que fingía para imitar en todo a su amigo, Rogelio no pudo contenerse y soltó una necedad.

—Creí que, desde que te separaste de ella, no ibas a su casa… Paco se echó a reír, con su habitual impertinencia.

—Visitarla, nunca, porque no he querido echarle a perder sus negocios… Cuando vivía conmigo era ella quien iba a dormir a mi casa… Pero hablamos algunas veces, si nos encontramos… Tú sabes, como todo el mundo, que yo soy el hombre de sus ilusiones… ¿Tienes celos?

Rogelio se mordió los labios, y replicó tratando de copiar con exactitud el tono de aquel presuntuoso:

—¿Yo? ¡Estaría bueno que los tuviera de una «mesalina» de esa clase!

Hablaban en voz alta, sin cuidarse de la esposa que podía oírlos, y como si estuviesen en el café. Paco, sobre todo, alentado por el otro, exageraba su desdén hacia la dueña de la casa. De pronto, el primero exclamó, impidiendo con un ademán que su amigo acabara de hacerse el lazo de la corbata:

—¡Verraco! ¡No aprenderás nunca a vestirte!

Con sus hábiles dedos, que manejaban la seda como los de un modisto consumado, rectificó lo que había hecho Rogelio, y se alejó un paso para contemplar su obra, teniendo el alfiler de perla entre los labios.

Rogelio hizo un mohín de despecho, y lo dejó hacer. Le mortificaba el aire de superioridad de su amigo, pero no podía pasarse sin él. Paco era el secretario de un político influyente, antiguo abogado de provincias que se moría de hambre en su pueblo y a quien nuestras luchas partidaristas habían convertido en pocos años en un personaje. Gastaba dinero sin contarlo, se proclamaba a sí mismo árbitro de la galantería y de la elegancia, se le veía casi siempre en compañía de su ilustre jefe, y como tenía audacia y aplomo y hablaba de todo en voz muy alta se le recibía en todas partes con grandes agasajos. Las malas lenguas de su provincia decían que el magnate que lo protegía había seducido a una de sus hermanas, casándola después con un empleadillo del gobierno civil, a fin de evitar el escándalo; y hasta hubo una vez cierto conato de duelo, por haberse permitido un periódico, en época de elecciones, hacer una alusión demasiado directa a la susodicha historia. Pero aquéllos eran asuntos ya olvidados. Paco subía como la espuma, se vestía como un millonario y se hacía desear por las impuras, a quienes hacía alarde de despreciar públicamente, con groserías y brutalidades de antiguo chulo. Rogelio se esforzaba en tomar por modelo a este arquetipo de la distinción masculina, y le perdonaba las pequeñas humillaciones que le hacía sufrir, con tal de que lo vieran pasear por la ciudad en compañía del héroe. Vestido ya, de blanco como el otro, desde el cuello hasta los zapatos, se detuvo un instante, indeciso, pensando si le faltaba algo. Entonces tuvo un rasgo destinado a deslumbrar a Paco y cobrarle la que le había hecho: abrió la gaveta del armario, donde guardaba lo que restaba del producto de la casa que había vendido su mujer, y rompiendo negligentemente un cartucho de oro, echó un puñado de monedas en su bolsa de plata. Aquel acto quería decir: «Ya ves como no soy tan pobrete como supones», pero el elegante, acostumbrado a ver rodar las monedas, no paró mientes, al parecer, en semejante bagatela, y Rogelio tuvo que morderse los labios nuevamente.

—¿Listo ya? ¿Vamos?

—Sí: ¿adónde?

—A dar vueltas; a «comer bolas» por ahí…

Pero, en la puerta de la calle, se acordó Rogelio de Llillina, de la promesa que le había hecho a la niña y de todos sus propósitos de enmiendas, y retrocedió, un tanto contrariado, suplicando a Paco que lo excusase durante medio minuto.

Entró en el cuarto, de puntillas. La enfermita sonreía, examinando las estampas de un libro, medio incorporada sobre el codo. Al oír a su padre, levantó la cabeza, sin dejar de sonreír, y se quedó contemplándolo embelesada, mientras él se detenía a pensar en la mentira que iba a decirle.

—Hijita —murmuró, por fin, con la voz un poco temblorosa—: como estás mejor, voy a salir un rato con un amigo que vino a buscarme para un negocio. ¿Quieres?

—Sí, papá; ya estoy casi bien.

Le hizo seña de que se inclinara, y con sus delgados dedos le arregló delicadamente los pliegues de su camisa de seda, fijando más abajo el alfiler de perla que había prendido Paco en la corbata.

—Ahora luce mejor. ¡Estás muy elegante de blanco, papá!

Le ofreció la frente, y él la besó con ternura, escapando enseguida.

Cuando se encontró de nuevo en la puerta de la calle, libre ya de las pequeñas contrariedades del hogar, exhaló un suspiro de alivio, alegrándose de no haber encontrado a Florinda por ninguna parte, en el momento de la salida. Paco, en pie en medio de la acera, se entretenía en contemplar descaradamente a una jovencita, que estaba en la ventana de la casa contigua, donde había instalada una pequeña carpintería. Era una niña, como de catorce años, con el vestido casi a la rodilla, el pelo sobre la espalda y un gran lazo negro coronando el peinado. Hacía gala de una exagerada seriedad, bajo la insolente mirada del joven, y se encogía sobre el antepecho, como una perrita de lujo que teme manchar su lana. Paco notó que las medias eran de seda, el seno y las piernas demasiado desarrolladas para su lindo vestido de bebé, y que en las mejillas sobraba un poco el colorete. Pero le gustó la chiquilla, con su aire misterioso de ingenua, su rigidez de coqueta y el sabor picante de sus gracias, mostradas con tranquilo impudor.

—¿Y eso…? —le dijo a su amigo, cuando lo tuvo a su lado.

Rogelio sonrió discretamente y dio en voz baja algunos detalles; era hija del carpintero, que se había arruinado por hacer de ella una señorita. Cuando él, Rogelio, vino a vivir a aquella casa, todavía hacían muebles al lado y se disfrutaba de cierto bienestar. Ahora trabajaba el padre solamente, y no a todas horas, porque, por lo visto, los encargos escaseaban. Paco se fijó entonces en el contraste entre aquella niña tan cuidadosamente ataviada y el aspecto triste de la sala desierta, con sus bancos y sus montones de virutas, que servía de marco y de fondo a la figura de aquélla, y volvió a preguntar, sin poder dominar su curiosidad.

—¿Pero ella…?

Y acompañó la frase con un gesto significativo. Esta vez, Rogelio se echó a reír francamente.

—¡Oh! Ella, según dicen las malas lenguas del barrio, es un angelito que perdió las alas hace más de un año. Se cuenta que anda con viejos, por ahí…

—¡Me lo figuraba! ¡Vamos!

Echó un brazo por debajo del de Rogelio, y ambos pasaron tan cerca de la ventana, que el hombro de Paco casi rozó la frente de la desdeñosa, sin que ésta diera señales de haberlo advertido. El joven detuvo un poco la marcha, y dejó caer en su oído algunos piropos fuertes, que la niña oyó impasible y altanera; pero, cuando se alejaron, alzó la cabeza y devoró un instante con la mirada a los dos hombres, mostrando, en una fugaz sonrisa, sus blancos dientes de viciosa.

—¡Quién fuera viejo! —exclamó todavía Paco, con un cómico suspiro y en voz bastante alta para que la chiquilla pudiera oírle. Y, enseguida, cambiando bruscamente de tono—: ¿Te parece que tomemos aquel coche?

—¿Tienes ya hecho el programa?

—No; ya te lo dije. Iremos a buscar a Veneno para que nos dé vueltas en su máquina. ¡Lo de siempre! ¡A aburrirnos y a tragar bilis en esta Habana indecente y estúpida! Pasearemos por donde quieras; comeremos luego en el Central, y después iré donde se te antoje. Lo que no quiero es dejar de estar, en el Central a las siete y media, porque tengo que ver allí a una persona…

—¿Mujer u hombre? Paco se puso serio.

—Mujer; pero no como tú te imaginas… Se trata de un asunto delicado, de una verdadera dama… no quiero más «cascos» ni más líos con gentes de la vida.

El coche se había acercado, y saltaron alegremente al interior del mismo, uno después del otro, gritando:

—¡Al parque!

Entonces, sentados con cuidado para no arrugar sus trajes blancos, hablaron de mujeres. A Paco empezaban a aburrirle aunque no contaba más que veintisiete años. A su juicio, eran imbéciles cuando se dejaban arrastrar por arrebatos sentimentales, e insoportables cuando no querían. Luego, era una contrariedad el tener que tratarlas mal, única manera de que lo adorasen a uno. Si tuvieran al menos la discreción de saber cuándo estorbaban y no fueran tan pegajosas. Por su parte, hacía constar que le cansaban enseguida, con sus estupideces. Para un rato, sí, una chiquilla, como aquella del carpintero, era un encanto. Empleaba el tono seco y despectivo con que se expresaba acerca de todo el mundo, prodigando las frases gruesas y las palabras del arroyo y llamando verracos a los que no pensaban como él. Y Rogelio sentíase humillado, al comparar sus pobres hazañas de tenorio con las de aquel alegre vividor, que hablaba de soberanos puntapiés en el trasero para despedir a las queridas, en cuanto empezaban a ponerse empalagosas.

Se desahogó, a su turno, contando a Paco por centésima vez su famosa aventura, la única de que podía, en realidad, envanecerse, la muchacha de buena casa, loca por él, que corrió a echarse en sus brazos, sin reparar en que era casado y entregándole una pureza auténtica junto con su gran hermosura…

Paco movió la cabeza irónicamente.

—Pero, en ese caso, hijo mío —le replicó—, permíteme que te lo diga, te has portado como un verdadero mentecato.

—¿Por qué?

—Porque es lo mismo que si te hubieras casado, y porque esa mujer es rica y permite que estés en la miseria…

—¡Oh! Tanto como en la miseria… —repuso el pobre vanidoso, palideciendo, como si acabaran de inferirle un ultraje.

—Sí, en la miseria —insistió Paco con vehemencia—. ¿Para qué tratas de ocultarlo? ¿No me has pedido a mí mismo un destino de cien pesos? Pues bien, te aseguro que no ha nacido la mujer capaz de hacerme una cosa parecida…

Rogelio acabó por convenir en que era verdad lo que su amigo decía, y acusó cobardemente a su difunta madre de haber sido la causa de todas sus desgracias.

Después guardó silencio, mordiéndose nerviosamente las guías del bigote, mientras el otro, satisfecho de la superioridad que tenía sobre él, hablaba volublemente de sus proyectos y de sus nuevos amores. Quería encontrar una mujer rica, para casarse, pero eso más tarde. Por lo pronto, estaba metido en una verdadera aventura con una mujer de sociedad, cuyo marido era un hombre de grandes energías y que llegaría lejos en la política. La muchacha, un encanto; pero la empresa tenía sus peligros, sus contrariedades. Todavía no había tenido la oportunidad de «hacerle nada», lo que lo ponía frenético… Y al imbécil de su principal, el senador, le gustaba también, sin que el marido, que no tenía un pelo de tonto, pusiera mala cara. ¡La cosa era para reírse! Paco hablaba de las mujeres, como si fueran todas unas perdidas que estaban a la disposición de cualquiera, y no tenía escrúpulos en llamarlas por sus nombres. Ellas y su propio porvenir, que preparaba cuidadosamente, eran por lo general el único asunto de sus conversaciones. Por el momento era feliz y nada le inquietaba; tenía dos de las doce colecturías que gozaba su protector, el ilustre padre de la patria; en total, trescientos pesos al mes, y cien que cobraba de los gastos secretos. Sin; embargo, esto no le impedía pensar en el mañana. Ahora lo necesitaban, porque nadie sabía anonadar con más insolencia, a un visitante importuno, señalándose con una sola frase la distancia que había entre un simple mortal y un senador de la república, o tal vez, sencillamente, porque le era simpático al prócer; pero el mejor día lo dejaban en la calle, sin un centavo, y eso era precisamente lo que deseaba evitar. Su principal, aunque era abogado, no sabía escribir, y él tenía que corregirle las faltas de ortografía. Además, era avaro, voluble, lascivo y tan vanidoso que solía discutir con él sobre asuntos gramática les, cualidades todas que podían dar lugar, en cualquier momento, a una ruptura entre ambos. En una ocasión, por ejemplo, se empeñó en sostener que jaiba se escribía con V y se creyó aludido cuando le replicó que era el mismo caso de burro. Fue aquélla una discusión memorable, que le impidió integrar el quórum en la última sesión de una legislatura donde habían de aprobarse los presupuestos. El Estado se quedó seis meses sin la ley que debía regular su vida económica, sólo porque uno de sus grandes servidores se imaginó que lo comparaban con un asno… En fin, él, Paco, no era un verraco, como tantos otros. Quería conquistar su independencia, y lo conseguiría. La mujer que ahora cortejaba iba a servirle de mucho en su empresa…

—En cuanto a ti, la Aviadora puede convenirte. Es «buena hembra», tiene un gran cuerpo y le gusta divertirse… Yo fui quien le puso el nombre de Aviadora, porque se vuelve loca por un rato de «aviación». Con una mujer de esa clase, nunca hay compromiso serio… Pero tienes que demostrarle que eres hombre y darle su mano de golpes de cuando en cuando, como le hacía yo, para que te quiera de veras; de lo contrario, se burlará de ti, y no sacarás nada en limpio con ella… Lo mejor que tiene es que no te costará nada, porque tiene «amigos» que le dan mucho dinero, y hasta puede sacarte de algún apuro…

Se echó a reír cínicamente, y le dio al otro un golpe en el hombro, al ver la cara de idiota con que le escuchaba.

—¡Necesitas despabilarte un poco, verraco! —añadió con aire de afectuosa compasión.

Después, advirtiendo que llegaban al parque, gritó al cochero:

—¡Arrima a la «acera»!

—¿A cuál, señor? —preguntó cándidamente el gallego, sin detenerse.

—¡Al café de Inglaterra, animal! ¿Lo entiendes ahora?

Bajo los pesados soportales del antiguo Louvre, frente a la explanada del Parque Central, los grupos habituales de desocupados paseaban su aburrimiento, moviéndose de un lado para otro, en un espacio de cincuenta metros cuadrados cercano a la calle de San Rafael. Predominaban los trajes claros, de buen corte, los sombreros de paja, y las actitudes indolentes. Algunos extranjeros se mostraban entre los demás, sin mezclarse con ellos, o se hacían limpiar el calzado en los altos sillones alineados entre las columnas. A esta hora, la «acera» empezaba a animarse, ofreciendo siempre el mismo espectáculo de rostros rasurados, de sonrisas burlonas y de alegres charlas, que muchos habitantes de La Habana no pueden dejar de contemplar siquiera sea un instante al día. Al descender del coche Paco y Rogelio, unas cuantas personas acogieron afablemente al primero, que era muy conocido en todas partes, y con aire indiferente al segundo, que no formaba parte de los habituales contertulios de las tardes del Inglaterra. Pero tenían prisa, y apenas se detuvieron unos segundos a saludar a los amigos. Rogelio, molesto por el recibimiento, que le mostraba la insignificancia de su persona en la capital, seguía a Paco, mordiéndose los labios. Atravesaron la sala del café, casi desierta, oscura y como aletargada en el severo lujo de sus vitrinas, sus espejos y sus mesas de caoba, y se encaminaron directamente a la barra, donde el buen gusto exigía que se bebiese en pie.

—Dos high balls con Canadian Club Whisky —pidió Paco, echando ruidosamente sobre el mostrador un águila de a veinte pesos.

En aquel instante, se le acercó un hombrecillo moreno y seco, con cara y ademanes de mono, que vestía un uniforme gris de chofer y llevaba la cabeza cubierta con una gran gorra del mismo color.

—¡Hola, Veneno! —exclamó el joven al verle—. Pide algo que tomar.

El recién llegado, sin hacer caso de la invitación, explicó su presencia, jadeante todavía por la carrera que acaba de dar de un lado a otro de la avenida del Prado, y tuteando a Paco, con una absoluta familiaridad.

—Te vi desde el parque, y corrí para saber si quieren la máquina… No quiero que se me vuelva a meter por el medio el negro Cayuco, como el otro día, porque voy a tener que partirle la cara aquí mismo… El carro de él no puede compararse con el mío…

—Tienes razón: el tuyo es mucho mejor. Toma algo.

Ya satisfecho, Veneno pidió una ginebra aromática, y preguntó a los dos amigos, mientras se la servían:

—Entonces, traigo la máquina ahora mismo, ¿verdad?

—Sí.

Apuró la copa de un trago, sin tomar agua después, y se alejó a la carrera, saltando por encima de las cestas de flores, que una vendedora había depositado en el suelo a su espalda. Ni siquiera oyó las injurias con que la mujer, indignada, le persiguió mientras pudo verlo. Rogelio y Paco se echaron a reír de aquella cómica agilidad y de la cólera de la florista.

—¡Es un perfecto sinvergüenza! —exclamó el segundo, con acento de tierna admiración.

No había acabado de paladear a pequeños sorbos sus high balls, cuando apareció nuevamente Veneno a la puerta del café manejando ahora un gran automóvil rojo, de cuarenta hp, con los asientos forrados de gris, detrás de cuyo timón casi desaparecía su mísera figurilla de mico lujurioso y su imponente gorra del mismo color de los almohadones del carruaje. Llegó con aire de importancia, haciendo mucho ruido con la bocina, abriendo el escape del motor y parando en seco, para que todo el mundo se fijase en él. Los dos jóvenes, excitados por el olor de la gasolina, lo aplaudieron, antes de tomar asiento en los anchos cojines, donde sus cuerpos se hundieron, experimentando una voluptuosa sensación.

—¿Adónde vamos?

—Como siempre: a comer bolas, por el Prado, por el Malecón; por donde te dé la gana… Después te diremos.

All right.

Fumaron. La tarde estaba magnificaron un cielo diáfano, un aire tibio y la ciudad como lavada por las lluvias de los días anteriores. Veneno partió rápidamente, sin conceder mucha importancia al gesto de enfado del policía de tráfico, que, montado en apacible caballo negro, se mantenía en el centro de la explanada, erguido y digno, a la bélica sombra de su casco prusiano. A semejanza de muchos cubanos de su clase y de otras más elevadas, aquel truhán vivía en el mundo como en un alegre jardín que le perteneciese en pleno dominio. Su diversión consistía en precipitarse con su máquina sobre los transeúntes, para verlos huir espantados, e increparlos entonces burlonamente con su voz chillona: «¡Eh, compadre! ¿Estás ciego?» —les gritaba, después de haber estado a punto de romperles un hueso. Y a las personas del sexo débil: «¡Por Dios, señora, cómprese espejuelos para ver mejor!». Su especialidad era, además de guiar con soltura y correr con gran velocidad, en proporcionara los alegres clientes de su parroquia estas grotescas escenas, amenizadas con las mejores desvergüenzas de su repertorio. Aquella tarde no las prodigaba mucho, porque la víspera se había visto obligado a pagar una multa por infracción del reglamento del tráfico; pero conservaba su habitual desprecio hacia las míseras criaturas que andaban a pie y su odio a las leyes. Cuando las calles estaban despejadas, volvíase y sostenía largas conversaciones con sus pasajeros.

En la avenida del Malecón lo hizo así, dejando que la máquina corriese libremente. Soltó una carcajada, excitado por el recuerdo de una historieta que hacía rato le retozaba en la mente, y dijo:

—¿Saben ustedes? La otra noche poco faltó para que me llevaran a la cárcel.

Le preguntaron, y explicó que varios hombres le alquilaron la máquina para ir al campo, e hicieron subir después a una jamona muy pintada, que los esperaba en la otra esquina, ordenándole a él que tomara la carretera de Guanajay. Lo hizo como le mandaron, y en un lugar solitario, bajo unos árboles, lo obligaron a hacer alto. La mujer y los hombres bajaron, riendo todos, y como una hora más tarde regresaron solamente los primeros y le dijeron que volviese a la ciudad. Al principio creyó que aquellos bandoleros habían cometido un crimen; pero luego supo de labios de ellos mismos que se habían limitado a darle una suiza, la quitarle las joyas que llevaba y a dejarla desnuda en la carretera, no sin antes propinarle unos fuertes correazos en las nalgas con los cintos. La jamona, que era una mujer de sociedad, soportó el ultraje sin proferir un grito, y se guardó muy bien de dar parte a la policía. Pero los de la secreta se enteraron, no sabía cómo, y pretendieron interrogarle. Pasó un mal rato, aunque en recompensa, pudo enterarse del nombre de la dama.

—¿Cómo se llama? —preguntó indiscretamente Paco. El granuja vaciló, rascándose la cabeza. Por fin, dijo:

—Por tu madre, viejo: guárdame el secreto. Mira que no me conviene que se sepa lo que pasa en mi máquina, porque nadie querría alquilarla… La mujer se llama la viuda de Riscoso, y parece que le gusta la «aviación»… Ella misma consiguió que la policía no siguiera averiguando, y a mí me mandó cincuenta pesos para que me callara.

Rogelio había hecho un gesto de asombro, pero lo reprimió enseguida, y no quiso decir que conocía a la heroína de la aventura. Lejos de esto, preguntó con indiferencia muy bien fingida:

—¿Y ellos? ¿Quiénes eran?

—¡Apaches! —respondió Veneno, con elocuente laconismo, volviendo a empuñar en firme la rueda del timón.

Dieron la vuelta al parque de Maceo y retornaron enseguida hacia el Prado, ajustándose a la ruta de ese monótono paseo a la orilla del mar que constituye el encanto de todo habanero de nuestros tiempos.

Rogelio y Paco se exhibían, con las cabezas descubiertas, los sombreros en las rodillas y el aire de conquistadores, sonriendo a las mujeres y abandonándose voluptuosamente a la caricia del aire. Para el primero, sobre todo, era motivo de orgullo el pasearse en compañía de Paco, en una máquina que muchos podrían creer que era suya. Aunque la suerte se empeñara en mantenerlo alejado de sus favores, los nervios del amante de Teresa estaban hechos exclusivamente para el placer y no servirían jamás para otra cosa. Sobre los cojines, mecido por la suave vibración de los neumáticos, olvidaba completamente sus penas. Miraba ávidamente a las jóvenes que iban por la calle, y hubiera deseado poseerlas a todas a un tiempo. De pronto, su compañero le dio con el codo.

—¡Eh! ¡Ahí tienes a la Aviadora!

En dirección opuesta venía un elegante automóvil gris, de dos asientos, guiado por una hermosa rubia, muy pintada y empolvada, que mostraba los senos por la abertura de un ancho escote y apoyaba en el timón las dos manos cuajadas de sortijas. A su lado iba sentado, en actitud hierática, un pequeño groom negro, cuyo rostro de carbón se destacaba poderosamente sobre la inmaculada blancura de su uniforme.

—Luce bien esta tarde, ¿verdad? —volvió a decir Paco, sonriendo maliciosamente a su amigo, que se había puesto de pronto serio.

La mujer hizo, al pasar, un amistoso signo, y los dos hombres saludaron familiarmente con la mano. Rogelio había perdido ligeramente el color.

—A ésa le sucedió una noche, el año pasado, lo mismo que a la viuda del cuento —exclamó con sorna Veneno, sin volverse.

—¿Cómo? ¿Cómo? —dijeron al mismo tiempo los dos amigos.

Pero Veneno, después de soltar la especie, parecía arrepentido de su indiscreción.

—No sé, no sé. Es un secreto. A Carmela le pasan ciertas cosas, por su carácter… Pregúntenselo a ella, si lo quieren saber.

—Pero ¿fue en tu máquina?

—No; en mi máquina, no; pero yo sé todo lo que pasa en La Habana. Ustedes pueden tenerla seguridad de que lo que no sepa Veneno, no lo sabe nadie.

Rogelio iba a insistir, deseoso de saber más; pero Veneno hizo un ademán señalando a un hombrecillo, de rostro huesudo, lampiño y como enterrado entre los hombros y una enorme giba en la espalda, que caminaba con mucho desenfado por la acera del Anón del Prado, llevando un pantalón a gruesas rayas oscuras, una vieja americana de alpaca, un junquillo en la diestra y el sombrero insolentemente echado hacia atrás.

—¡Rigoletto! —le gritó Paco, mientras Veneno soltaba una gran carcajada a manera de saludo.

El interpelado se volvió, hizo una burlesca reverencia, y trató de proseguir su camino, con la imperturbable dignidad de un Diógenes que se pasea al sol. Pero Paco hizo parar el automóvil, y lo obligó a aproximarse.

—¿Quieres venir?

—No; gracias. Me pervertiría, sin provecho para mí ni para nadie.

—Entonces, toma una copa con nosotros.

—¡Borrachos! ¿Acaso creen ustedes que todo el mundo tiene sus vicios? Yo estoy aquí esperando a una persona respetable, con quien tengo negocios.

No pudieron convencerle, empeñado el bufón en que no le fastidiasen aquella tarde, y se resignaron a dejarlo en la acera con sus filosóficos pensamientos; pero antes, Rogelio, después de una ligera vacilación, le deslizó casi al oído:

—Si vas a Virtudes y ves a Teresa, no vayas a decirle que me has visto. Rigoletto se irguió, simulando una gran indignación.

—¡A Teresa! ¡Qué sé yo quién es Teresa! ¿Acaso has tenido la cortesía de presentarme a esa señora?

—No —replicó prontamente Rogelio—; pero eres lo bastante descarado para presentarte tú mismo, y por eso te lo advierto.

Rigoletto se llevó dos dedos a los labios e hizo un burlesco ademán de formar con ellos un candado.

—Puedes vivir en paz, bello Petronio: seré mudo como el amo de tu amigo Paco en una sesión del Senado.

—¡Vete a la m…! —exclamó éste, un tanto amostazado por la broma, volviéndole a medias la espalda al jorobado, que le miraba burlonamente.

Veneno hizo funcionar el timón y empezó la ronda estúpida del alcohol, a través de las dos o tres barras elegantes consagradas por la moda del día. Un Manhattan en Vista Alegre, otro high ball en Inglaterra o en el Plaza, ginebra o ron para el chofer y miradas incendiarias para todas las mujeres encontradas al paso. Era la diversión favorita de una juventud melancólica y sin ideales, en la extraña ciudad del trópico, llena de lujuria y de sol. Aquella juventud difería solamente en el traje y en el barniz exterior, que era un poco más brillante, de la otra que Rogelio había conocido en provincia, girando incesantemente entre el club político, el garito y la mancebía. Una y otra compartían su espíritu entre el sensualismo y la ostentación, y si bebían, contrariando sus naturales tendencias a la sobriedad, era únicamente por hacer público alarde de sus vicios y por mostrarse como hombres despreocupados y fuertes a los ojos de las jóvenes galantes. A veces a la puerta de una de las barras, se reunían tres o cuatro automóviles, descendiendo de ellos grupos de jóvenes, de ademanes desenfadados, que se encaminaban directamente a la cantina y bebían de pie, dejando a un lado las mesas vacías. Enseguida, los autos, ocupados de nuevo, daban la vuelta —lacia la avenida del Malecón y emprendían velozmente la marcha, junto al mar azul que se dilataba en ancha perspectiva hasta el horizonte. Cruzaban en opuestas direcciones otros automóviles, cargados de mujeres con trajes claros y vaporosos velillos bajo los sombreros o sobre las cabezas descubiertas. Rogelio y Paco las miraban de frente, queriendo devorarlas con la vista. Después se hablaban al oído o se tocaban con el codo comunicándose alguna picardía. Rogelio pensaba, con despecho, en la vida que hubiese podido hacer si tuviera dinero. Tenía la cabeza débil, y empezaba a sentir el mareo producido por las frecuentes libaciones. Los dos empezaban a aburrirse de la monotonía de aquel paseo, y hasta de las caras, siempre sonrientes y provocativas, de las mujeres. De pronto, al desembocar por duodécima vez frente a la explanada del parque de Maceo, Paco le gritó a Veneno:

—¡Sal de esta perrera, Luis! Este mar, esa estatua a caballo y todos estos imbéciles dando vueltas me revientan… Entra en la ciudad y paséanos por el barrio que quieras.

Dócil como un autómata, el chofer dio la vuelta al pie del gran monumento consagrado a la memoria del héroe, torció a la derecha por Belascoaín, luego en Lagunas, a la izquierda, y ser internó en la red de calles estrechas, con las aceras deshechas, donde los transeúntes hacían prodigios para mantenerse en equilibrio, mientras la fila interminable de vehículos de todas clases congestionaban el tráfico, produciendo una constante impresión de vértigo. Los pequeños automóviles Ford, guiados; por hombres de una responsabilidad moral aproximadamente parecida a la de Veneno, pululaban como hormigas apresuradas, en medio de un exagerado ruido de bocinas. Pero el encanto de aquellas calles de viejo estilo, con fachadas bajas y desiguales, entre las que se destacaba aislada la de algún moderno edificio, y cafés abiertos y llenos de luz, donde se aglomeraba una,, multitud abigarrada, de piel policroma, con todos los tonos, desde el blanco de marfil al negro de ébano, no consistía en su pintoresco aspecto de vida al aire libre, sino en las ventanas con rejas al nivel del arroyo, ocupadas, a aquella hora, por lindas muchachas vestidas con trajes claros y adornadas con flores o lazos en el corpiño. Detrás de ellas se veía a veces todo el interior de las casas, construidas con una familiaridad provinciana, al pesar del tono de gran ciudad que ha adquirido nuestra capital y del cambio operado en sus costumbres. Era una especie de tácito convenio entre sus habitantes de ambos sexos: las jóvenes se acicalaban para recibir en las rejas los piropos de la tarde, y los hombres terminaban febrilmente su trabajo del día, con ansia de prodigarlos. No hay entre nosotros casi nada que hacer, fuera de la sensualidad, y todo predispone a ella: el clima, el cielo, la sangre árabe que nos legaron nuestros antepasados andaluces, el trabajo a que nos dedicamos y la educación que nos dieron. La feria de miradas y sonrisas duraba hasta el anochecer, sin que la monotonía del espectáculo fatigara a los habaneros, satisfechos siempre de la vida. Rogelio y Paco reían a carcajadas, y se comunicaban picardías, dándose con el codo, al pasar por el lado de algunas muchachas. En La Habana, no obstante su medio millón de almas, casi todo el mundo se conoce de trato o de nombre, como en una población de tercer orden, y aquellos desocupados tenían más motivos que muchos para estar al tanto de la vida de los demás. Veneno los ayudaba con sus conocimientos acerca de la vida secreta de la capital, y con frecuencia, al divisar a una joven muy modestamente reclinada en el antepecho de su ventana, volvía el simiesco rostro y hacía un guiño que significaba: «Ésta lo es; anótenlo», al que seguían miradas expertas de los dos amigos, que evaluaban los encantos de la dama, con expresión de chalanes en un mercado. Perdidos en las calles de la ciudad y fuera de su ruta ordinaria, bebieron en los cafés de ínfimo orden y en las pequeñas cantinas de los suburbios. Era un encanto aquella novedad, y la aceptaron con júbilo. Después se inició el aburrimiento, como una secuela de la creciente pesadez del alcohol. Las interminables paradas en las esquinas, para dar paso al tráfico de tranvías y carruajes, los exasperaban. Además, empezaban a encender las luces, y aquello se ponía horriblemente triste. Paco acabó por gritar otra vez, después de una fuerte interjección y unos cuantos bostezos:

—¡Al Central, Luis! ¡Esta Habana es estúpida!

Regresaron en silencio, Rogelio completamente mareado por las bebidas y Paco nervioso, como siempre que se dirigía al encuentro de un nuevo amor. Al llegar al restorán, eligió el segundo un sitio adecuado, en un recodo de la estrecha y larguísima sala atestada de mesas, y se dispuso a observar hombro, mientras le alargaba la mano, después de haber hecho a la señora un respetuoso saludo. Entonces alzó los ojos, reprimiendo un movimiento de contrariedad, al reconocer a los dos hombres, a los cuales examinó un momento, antes de estrechar la mano de Paco, como si calculara rápidamente la extensión de un peligro.

El joven presentó a su amigo:

—Mira, Mongo; ésta es la persona de quien te hablé anteayer: Rogelio Díaz, correligionario nuestro. Y volviéndose hacia Rogelio:

—El teniente coronel Ramón Lucas, a quien sus amigos le decimos Mongo, y su esposa.

El señor Lucas, un poco malhumorado, cambió su plato, colocándose al lado de su esposa y ofreció las dos sillas que quedaban enfrente a los dos amigos. Por lo general hablaba cortésmente a todo el mundo y hacía gala de un carácter alegre y hasta un tanto desenfadado; pero delante de su mujer no le gustaban las bromas con hombres jóvenes y bien portados. Así fue que, deseando terminar pronto, abordó fríamente a Rogelio, una vez terminados los saludos de rúbrica:

—Efectivamente, señor Díaz, Paco me habló acerca de un destino para usted en Hospitales, Cárceles y Presidios; pero él debió decirle lo que le contesté: que, en vísperas de elecciones, eso es imposible. Además, le sugerí que sería mejor camino dirigirse al senador Chivero, de quien él es secretario y que podría hacer mucho por usted, porque es hombre más influyente que yo.

Rogelio sintió que un piececito, avanzando cautelosamente por debajo de la mesa, tocó el suyo, sin duda por equivocación; y como él se apartara discretamente, la frente de la señora de Lucas se tiñó de un leve rubor.

El marido se había puesto otra vez a partir, con mucha gravedad, su pechuga de pollo. Ella hacía lo mismo, con sus deditos llenos de sortijas, que manejaban delicadamente el cubierto, y guardaba silencio. Parecía una colegiala, comiendo, con aire muy formal, delante de su preceptor. Y sobre su rostro impenetrable de virgencita parecía extenderse un halo de inocencia.

Paco afectaba no mirarla siquiera, y hacía esfuerzos por animar la conversación, retenido por la magia incomparable del atrevido piececito, que había hallado, seguramente, su verdadero camino. Habló de un proyecto de ley de subastas en que Lucas estaba interesado, y que era lo que le obligaba a ser amable con él, aun estando su mujer delante. El coronel trató asuntos de moral y clamó contra la venalidad de los empleados públicos y las corrupciones administrativas de la época. Paco y Rogelio le hicieron coro con lamentaciones parecidas, y los tres convinieron en que Cuba era un país abyecto. El encanto del piececito, ahora prisionero entre los suyos, hacía elocuente a Paco, y en cuanto a Rogelio, a quien el vino de la comida había acabado de aturdir, sentía que el piso se balanceaba un poco bajo su silla y hablaba mucho más que de costumbre para ocultar su turbación.

Cuando estuvieron solos bajo los portales del Central, después de haberse despedido de los Lucas, Paco dio rienda suelta a su risa y dijo:

—¿Qué te parece el puritano? Es supervisor de hospitales y cárceles, y roba en los suministros, en las subastas, hasta en el aire que respiran los asilados y los presos… Por eso le interesa la ley de marras, que pone todos esos servicios en sus manos, y le ofrece la mitad de lo que produzca el negocio al ilustre Chivero, mi principal y amigo… Pero la mujeres deliciosa, ¿qué tal te pareció?

—¡Muy lindas…! ¿Ya?

—Todavía. El hombre, ya tú lo has visto, no tiene nada de verraco, y no le da oportunidades… Pero, por lo mismo que es un vivo, cree muy difícil que puedan pegársela, y esto facilita algo la tarea, con paciencia y astucia. Vamos: te invito a concluir la noche; acompáñame a casa de unas amiguitas, y tal vez haya «aviación» después, si la vieja no está allí…

A pesar de su ligera embriaguez, Rogelio tembló acordándose de Teresa, a quien no había visto desde la noche anterior, y se excusó, envidiando secretamente la libertad de aquel despreocupado, que no tenía obligaciones y podía ir adonde quisiese.

Paco lo envolvió en una mirada irónica, tendiéndole la mano.

—¡Es verdad! Me olvidaba de que eres un hombre doblemente casado… Ve a cumplir honestamente con tus deberes y… ¡buen provecho!

Se echó a reír de su propio chiste, mientras se alejaba de prisa, y dejó a Rogelio anonadado y vacilante en mitad de la acera, sin saber qué pensar ni qué decir.

«¡Estúpido! ¡Estúpido! —acabó por repetirse a sí mismo el amante de Teresa—. ¡Yo solamente me lo he buscado!».

Y emprendió lentamente la marcha hacia casa de su querida, con aire de profundo desaliento.