XXXXIV
Devotio
Las risas del pequeño Publio se difundían festivamente por la casa. Jugaba a la guerra con un joven esclavo, subiendo luego al carro triunfal en miniatura y de madera que le había hecho construir su padre. Se divertía en el peristilo entre las plantas de rosas, gratas a Afrodita, la planta de laurel y las de romero. La menta y el mirto se añadían a las otras hierbas olorosas en aquel jardín cuidado del interior de la casa, donde dos pequeñas fuentes con surtidores alegraban el ambiente salpicando agua que brillaba a la luz del sol de aquella mañana estival.
Julilla estaba sentada contemplando la escena, la mirada dulce y una sonrisa amarga. Observaba la alegría de su hijo y, al mismo tiempo, entreveía en él el porte de su padre, que era el mismo que el del abuelo, al que ella nunca había conocido en persona. Y quizá porque ella temía el futuro de su hijo, no conseguía imponerle la misma austera autoridad que la madre de su marido le aconsejaba.
Era todavía un niño inocente, sin miedos ni supersticiones o perfidias, sin aquel cinismo ni aquella malicia con las que afrontaría las arduas pruebas que le esperarían. Disfrutó así, recogiéndose en sí misma, concentrando todos sus sentimientos en aquel momento. Un instante de pausa en su vida inquieta, siempre tendente a la incertidumbre del futuro. Inspiró, con los labios que esbozaban una leve sonrisa y por un instante todo fue perfecto.
Un solo instante porque inmediatamente después su mente volvió a trabajar percibiendo un malestar. Miró hacia el peristilo, donde, como salido de la nada, apareció un gallo.
Julilla saltó hacia delante con un alarido, volcando la banqueta en que estaba sentada. Dos siervos y una doncella acudieron mientras un esclavo gigantesco se materializaba delante del niño para protegerlo. Miraron a la mujer y lo que indicaba sin conseguir hablar. La boca abierta y la mano en el estómago.
El gallo pareció ignorar aquel trasiego y dando vueltas por el atrio se acercó y depositó una ramita sobre el pavimento.
Divertido, el pequeño Publio se aproximó al animal.
—¡No lo toques! —aulló Julilla, con el rostro pálido, mientras el esclavo cogía en brazos al niño para alejarlo de allí—. No lo toques —repitió en voz baja mientras todos se afanaban para hacer salir al gallo de la casa.
—Todo está bien, domina, ha pasado —le dijo la doncella, poniendo de nuevo en su sitio la banqueta—. Siéntate, solo ha sido un susto.
—Un gallo en casa —farfulló Julilla—, un mensaje de los dioses, un mensaje de Marte.
—Estás muy cansada, mi señora, quizá por el amamantamiento; es mejor que descanses —le dijo la joven doncella mientras hacía señas a uno de los siervos para que ayudara a sentarse a Julilla.
—Está ocurriendo algo terrible.
—No, no temas, domina —dijo la muchacha con voz temblorosa, tratando de convencerse de lo que decía.
Una lágrima se deslizó por el rostro de la mujer, que, sentándose, se agarró al hombro del siervo.
—Alectrión mismo nos ha informado —dijo Julilla, presa del pánico, sin poder contener el llanto—. Nefasto presagio, infausto barquero de almas en la ultratumba, espantoso oráculo de los dioses y de los dioses eco de amargura.
Ala izquierda romana – Centro de la alineación entre las IV y VI legiones de Mure
El pontífice, Marco Livio, vio que el cónsul llegaba al galope seguido por lo que quedaba de sus lictores.
Llegaron hasta él como vomitados de los infiernos, completamente sucios de sangre y polvo mientras los triarios se alzaban a su paso.
—Marco, no hay un instante que perder —le aulló Mure sin aliento, bajando a la carrera de su cabalgadura.
—¡Manda, cónsul!
—Hemos cometido, es más, he cometido un error al no escuchar la voluntad de los dioses. Un error que ya ha costado demasiados muertos en nuestras filas. Ha llegado el momento de pedirles perdón.
El pontífice sabía exactamente el significado de aquellas palabras, pero sacudió la cabeza como si quisiera negar haberlas oído.
—Vamos, Marco, este es el sino asignado a mi estirpe, este es el hado de mi familia, ofrecerse en sacrificio para expiar los peligros de la patria. ¿No ves que todo está yendo según un destino querido por los dioses? La señal de esta mañana, el desarrollo de la batalla. ¡No queda más que ofrecerme en sacrificio junto a las legiones enemigas a la Tierra y a los dioses Manes!
—Publio Decio…
—Cuanto más demoremos este encuentro con el destino, más soldados romanos morirán. Te lo ruego, apresurémonos.
—Vas a cumplir un ritual público, es necesario que estés vestido de magistrado. Hay que recuperar tu toga pretexta…
El cónsul tendió la mano a una pequeña alforja asegurada en la silla de su caballo y extrajo un hatillo blanco que desentonaba con las manos sucias de sangre coagulada. Marco Livio entendió en aquel momento que Mure ya estaba dispuesto a todo antes del inicio de la batalla.
—Debes ponértela a la antigua manera, con el cinto Gabino, o sea, con un extremo de la toga atado a la cintura. Luego debes cubrirte la cabeza…
Dos lictores bajaron del caballo para ayudar al cónsul a ponerse la toga mientras los triarios dejaban correr la batalla para observar a Mure en religioso silencio. El propio pontífice sostuvo el yelmo y el talabarte con forro y la espada que pasó luego a dos tribunos de la IV Legión, que, al ver al cónsul, se habían acercado.
Cuando la toga estuvo puesta de la manera correcta y la cabeza quedó cubierta por un extremo de tela, uno de los tribunos hizo el gesto de devolver el yelmo al cónsul y este sacudió la cabeza. Solo cogió su espada ensangrentada y dejó todo el resto en sus manos.
—Estoy listo —dijo Mure, mientras todos a su alrededor comenzaban a entender qué estaba sucediendo.
El pontífice cogió una lanza de los triarios y la puso en el suelo a los pies del cónsul, que se situó con ambos talones sobre el asta. Cogió luego la mano izquierda de Mure, la sacó de la toga y la colocó con el puño cerrado bajo el mentón del cónsul.
—«Jano, Júpiter, padre Marte —empezó Marco Livio, alzando la cabeza y cerrando los ojos—. Quirino, Belona, Lares, dioses Novensiles, dioses Indigetes, dioses en cuyas manos nos encontramos nosotros y nuestros enemigos».
El cónsul repitió las palabras del pontífice mientras todos en torno inclinaban la cabeza.
—«Dioses Manes, yo os invoco —continuaron los dos juntos, porque Mure conocía la fórmula de memoria—. Os imploro y a vosotros, seguro de obtenerla, pido esta gracia, conceded, benignos, al pueblo romano de los quirites la victoria y la fuerza necesaria y sembrad miedo, terror y muerte entre los enemigos del pueblo romano de los quirites. Como he declarado con mis palabras, así yo, a los dioses Manes y a la Tierra, por la República del pueblo romano de los quirites, por el ejército, las legiones y las tropas auxiliares del pueblo romano de los quirites, os ofrezco las legiones y las tropas auxiliares del enemigo junto conmigo mismo».
Entre los dos hubo un instante de silencio, luego Marco Livio asintió sin añadir más. El cónsul estaba listo para el sacrificio. Bajó del asta y montó su caballo.
—Yo arrojo ante mí miedo, fuga, masacre y sangre, la ira de los dioses celestiales e infernales —dijo, indicando con la espada las alineaciones enemigas, mientras los triarios lo miraban inmóviles como estatuas—. Yo maldigo las enseñas y las armas enemigas —aulló para hacerse oír por la mayor cantidad de legionarios posible—. Yo pido a los dioses que añadan mi muerte a la de los galos y los samnitas.
Un estruendo se alzó de los viejos triarios, reclamando la atención de los hombres que estaban más adelante en la alineación. Publio Decio Mure besó el anillo familiar y lanzó una sonrisa a Marco Livio.
—Te espero dentro de mucho tiempo en los Campos Elíseos.
El pontífice entornó los ojos, susurrando una plegaria, y oyó relinchar el caballo del cónsul, que partió al galope por uno de los pasillos que se formaban entre los manípulos.
—Ayúdame, padre —murmuró Publio Decio, golpeando con el talón.
Los hombres vieron pasar el caballo del cónsul a rienda suelta y, comprendiendo qué estaba a punto de suceder, aullaron su nombre, que siguió su cabalgada como una ola gigantesca que empuja hacia la orilla una pequeña embarcación.
—Te amo, Julilla —dijo, recordando su mirada mientras lanzaba el caballo por el estrecho espacio que lo llevaba hacia los senones—. Perdóname, si puedes.
—¡Mure! ¡Mure! ¡Mure!
—Gracias por todo lo que has hecho por mí, madre.
Los príncipes se lanzaron en persecución del caballo del cónsul, que no los notó, solo vio la imagen de su hijo que le tendía sus manitas en torno al cuello.
—Te quiero, Publio.
El pasillo terminó, estaba en la línea de batalla.
—Estate cerca de mí.
Los centuriones aullaron que abrieran las filas, y el caballo llegó hasta la primera centuria de asteros que estaban sucumbiendo bajo la presión de los galos.
—No me dejes.
El semental levantó la cabeza y Mure lo azotó con las bridas para que no se detuviera.
—Publio…
Una, dos, tres lanzas entre el cuello y el pecho del caballo, que se encabritó relinchando de dolor.
—¡Te quiero! —aulló antes de que una punta lo golpeara en el centro de la coraza.
El cónsul lanzó un par de mandobles a las decenas de manos que trataban de aferrarlo. Un dolor lancinante en el muslo. Otro mandoble. El caballo se desplomó en aquel légamo humano hecho de alaridos y odio. Un hombre con el torso desnudo se lanzó sobre él aullando y le hundió la coraza con un hachazo. Una lanza le dio debajo de la axila, un espadazo le abrió la mano que sostenía el gladio.
—Romaaaaaaa…
Sintió que lo tiraban del caballo, luego el cerebro enloqueció de dolor por pocos e inmensos instantes mientras su nombre se alzaba al cielo aullado por miles de soldados que empezaron a avanzar.
Ala derecha romana – Asteros de la III Legión de Ruliano
Un estruendo inmenso se alzó a la izquierda en dirección a las legiones de Mure.
—¡Está sucediendo algo! —gritó el centurión al lado de Tito Mamerco, antes de que las trompetas sonaran ordenando el cambio entre los manípulos de los asteros y los príncipes.
Los centuriones samnitas se dieron cuenta del momento delicado del cambio de los hombres entre los romanos y trataron de espolear a los que estaban exhaustos en las primeras filas. Audax mantuvo la posición con el poco aliento restante, paró los últimos golpes antes de advertir a sus espaldas las órdenes de los nuevos centuriones de tomar posición en el interior de los manípulos. Un legionario grande y fuerte, revestido con una reluciente coraza, se materializó a su lado y rechazó a los adversarios con dos violentos golpes de escudo. Otro apareció a su derecha.
—¡Nos ocupamos nosotros! —le aullaron—, ¡retrocede!
Audax desfiló entre las filas y alcanzó uno de los pasillos que llevaban a la retaguardia, donde los asteros agotados se retiraban sosteniéndose mutuamente. Alcanzó la zona de los triarios y continuó más allá, con las piernas flojas y sin aliento.
Más allá de los triarios estaban situados los rorarios, que auxiliaban de algún modo a los heridos. Audax se dejó caer al suelo en cuanto vio un espacio libre más allá de las alineaciones. Se desató el yelmo y respiró a grandes bocanadas con las manos temblorosas y los hombros y los brazos ardiendo como si estuvieran envueltos por el fuego. Un chiquillo se precipitó sobre él tomándolo por un oficial y le dio de beber con un cazo. Mamerco tragó con avidez un cazo y luego se vertió un segundo sobre la cabeza, tratando de lavarse la sangre y el polvo que le cubría el rostro. Bebió aún un sorbo y luego dejó caer el cuerpo sobre el terreno.
—¿Qué ha sucedido con las legiones de Mure? Se ha oído un estruendo.
El muchacho sacudió la cabeza y miró hacia delante.
—No lo sé, desde aquí no se ve. Hay mucha confusión de ese lado.
El ruido de algunos caballos lanzados al galope hizo que Tito Mamerco levantara la cabeza. Reconoció al pontífice pasando como una flecha a pocos metros con una cohorte de jinetes. Audax los siguió con la mirada y los vio alcanzar el grupo de yelmos crestados del séquito de Quinto Fabio Máximo Ruliano a unos cincuenta pasos de él. Se levantó, guardó con esfuerzo el gladio en la funda y caminó, tambaleante, hacia ellos para tratar de obtener alguna información, mientras su yelmo oscilaba en su mano derecha, asido por los lazos del barboquejo.
—Los príncipes de la V Legión se han lanzado contra los senones, y los socii ya no retroceden —oyó que decía el pontífice a Quinto Fabio, que tenía un aire sombrío—. También los de la VI avanzan. Los senones ahora pertenecen a la madre Tierra y a los dioses Manes. El cónsul arrastra consigo al ejército que ha entregado en sacrificio y los enemigos son presa del pánico y las furias.
—Será mejor echar una mano a las furias —respondió Ruliano, dirigiéndose a uno de los tribunos—; manda a los triarios de la I Legión en refuerzo de la VI. Los quiero listos para combatir, que no esperen la entrada en combate de los triarios. Quiero que se incrusten entre galos y samnitas —dijo el cónsul, señalando la posición en la alineación enemiga—, y que rompan su formación. Deben rechazar a los galos. En cuanto estos cedan, porque cederán, deben dirigir el frente hacia el flanco de los samnitas.
El tribuno asintió y partió a la velocidad del rayo hacia los triarios de la I Legión.
—¿La caballería samnita? —preguntó Ruliano a otro oficial.
—Está quieta delante de la nuestra.
—Que se estén ahí, cuanto más tardemos en hacer entrar a los jinetes en el campo, mejor será; en caso de victoria los necesitamos para perseguir a los senones, no quiero ver uno vivo en un radio de veinte millas.
—Sí, cónsul.
Ruliano volvió a mirar al pontífice.
—¿Dónde ha caído? —preguntó después de un instante de sombrío silencio.
—Delante de las enseñas de la V Legión.
El cónsul buscó el punto con la mirada, pero era imposible establecer exactamente dónde era. Justo delante de la V Legión la batalla arreciaba especialmente. Todos los legionarios habían saltado hacia delante y los príncipes estaban avanzando contra el muro de los senones.
—Hubiera sido mejor que muriese yo —dijo el viejo Rullus con la mirada perdida en la nada.
—Cónsul…
Quinto Fabio volvió la mirada vacía hacia aquella voz y vio a Tito Mamerco completamente cubierto de sangre y polvo.
—¿Ha muerto el cónsul Mure? —preguntó Audax.
Ruliano lo miró con melancólica tristeza y después de algunos instantes asintió.
—Pero como ves su fuerza continúa viva. Cayó en el campo, pero no nos ha dejado —dijo volviendo a mirar a los suyos que se batían como leones—. Vamos a apoyar a los muchachos de la V, no es tiempo de llorar, es tiempo de combatir y seguir su ejemplo.
Audax miró alejarse al anciano cónsul. No podía creer lo que había oído. Se volvió a mirar a los asteros de la III Legión que habían combatido con él hasta un momento antes. Sus centuriones los estaban reuniendo al fondo de la alineación. Los hombres estaban deshechos y lacerados, con la impresión de quien ha visto algo que no se podía contar, pero sus comandantes estaban allí para ponerlos en fila. Los hacían levantar, los sacudían de aquel estado apático, porque la batalla aún no había terminado. Había que estar preparados, incluso con las heridas abiertas, incluso después de haber perdido al compañero más querido. Se estaba combatiendo por algo más grande que la vida misma. La vida de una cultura.
Las palabras de Mure le volvieron a la mente al ver a aquellos centuriones heridos que ponían en fila a los hombres que aún podían sostenerse en pie: «Nosotros seremos los que detuvimos a los cuatro pueblos que querían aniquilarnos; seremos los hombres del Agrum Sentinate, la batalla que cambió el curso de la Historia».
Con los ojos brillantes, Audax miró a los príncipes de la III lanzarse contra los samnitas. Se volvió a poner el yelmo y regresó al puesto donde se había derrumbado para recoger su escudo. Sacó el gladio de la funda y se encaminó por el pasillo entre los manípulos de los triarios.
«Y entonces se penetra en profundidad como la quilla de una nave entre las olas. Adelante, cada vez más adelante, mientras el aliento y las piernas lo permiten, y luego aún más».
—Nearcooooo —aulló, volviendo hacia las centurias de los príncipes empeñados en la batalla.
«… sin detenerse, mientras los hombros arden y los brazos se vuelven de piedra, porque en aquella furia todo está al alcance de la mano, la ebriedad de la victoria, la muerte de los enemigos y la supervivencia. Todo se convierte en un rabioso éxtasis por abatir…».
—¡Nearcooooo!
Tito Mamerco ocupó un puesto vacío entre las filas de una centuria de príncipes y miró a la izquierda, a lo lejos, a los triarios de Ruliano que entraban en contacto con los senones, los cuales cerraban filas manteniendo los escudos pegados al cuerpo para protegerse. Los tribunos dieron orden de recoger las astas que se encontraban en el suelo en medio de las dos alineaciones, y de lanzarlas contra la formación en testudo de los enemigos. La mayor parte de las lanzas se clavaron en los escudos y solo pocas puntas alcanzaron a los hombres, pero la formación de los senones perdió compactibilidad y los triarios cargaron rompiéndola.
Una tras otra las filas se alternaron en la batalla, y Audax avanzó en el bloque hasta que un mensajero pasó a la carrera entre las centurias.
—Los senones retroceden —aulló—. ¡Los senones retroceden! —aulló—. ¡Los senones retroceden, estad listos para empujar!
Pasaron pocos instantes y un centurión ordenó romper. Todos lanzaron el grito de guerra y después de saltar hacia delante los príncipes sintieron a los triarios a sus espaldas que los incitaban de cerca. Estaban a punto de intervenir ellos, el punto de ruptura de las líneas enemigas debía de estar próximo.
«La conciencia de sobrevivir a aquella matanza te vuelve despiadado».
El enfrentamiento se convirtió en un desorden fuera de cualquier posible imaginación, una dimensión hecha de alaridos que perforaban yelmos y corazas más que el hierro. Audax había llegado a la segunda fila, en el siguiente cambio entraría de nuevo en combate. En el clangor ensordecedor ni siquiera consiguió oír la orden del centurión, vio avanzar al legionario a su derecha y él hizo lo mismo, ocupando el puesto del soldado que tenía delante. Luego golpeó con el gladio, pegó con el escudo, aulló como un poseso y pegó de nuevo, de nuevo, de nuevo. Esperaba encontrar a Nearco, pero la reyerta era tal que golpeaba sin mirar. Golpeó y golpeó el vacío sin darse cuenta de que entre él y el enemigo se estaba creando distancia. Los centuriones aullaron que avanzaran rápido porque los samnitas retrocedían.
Extenuado y tambaleante, Audax puso un pie delante del otro sin aliento, hasta que se sintió desplazar hacia un lado por un legionario fresco que ocupaba su puesto.
—Fuera, fuera, deja pasar.
Una centuria de triarios lo superó en marcha sostenida rugiendo el grito de guerra. Tito Mamerco aflojó el paso, la caballería de Ruliano a su derecha partió contra los samnitas, que retrocedían. Otra centuria lo superó y luego otra. Caminaba solo en medio de un mar de muertos, lanzas partidas, espadas y yelmos desfondados.
«Y, al final, cuando ya no tengas nada delante y te agaches para respirar a grandes bocanadas mirando la estela de muerte a tu alrededor, completamente cubierto de sangre viscosa, con la espada despuntada, el escudo perforado, las manos temblorosas y el corazón latiendo enloquecido, te sentirás tan exhausto como vivo. Vivo, vergonzosamente vivo».
Se detuvo, las piernas le cedieron y se desplomó en medio de los cadáveres de la Linteata.
—Poderosa Tinia —exclamó Aker, creyendo a duras penas lo que veía. Recorrió con la mirada la inmensa planicie que se abría ante él para captar algún detalle entre el polvo que se alzaba a lo lejos—. Los romanos han roto —dijo, volviéndose hacia Velia, a su lado.
La muchacha observaba la escena aguzando la vista y frunciendo el ceño.
—¿Dónde estará Ateboduus?
El hermano volvió a mirar la batalla que, desde aquella distancia, a resguardo sobre un espolón de roca, tenía una fascinación particular.
—Espero que esté con Charun, el demonio que acompaña a los muertos en el más allá.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó ella.
—Debemos poner la mayor distancia posible entre nosotros y los que salgan de ese enfrentamiento. Vencedores o vencidos, en los próximos días cualquiera que dé vueltas por esta región acabará muerto o esclavo de por vida, y no quisiera terminar siendo esclavo de los romanos después de haberlo sido de los senones.
Velia echó un último vistazo, la caballería romana se extendía en abanico sobre los hombres que escapaban en todas direcciones.
—Tengo miedo, Aker. Miedo de lo que podría ocurrirnos.
—También yo —respondió él—. Pero creo que es una parte del precio que tenemos que pagar por la libertad. El miedo a que nos sea arrebatada de nuevo.
Uno de los perros de Ateboduus lamió la mano de la muchacha y ella lo acarició esforzándose por sonreír.
—Vámonos —la exhortó Aker—, cada instante en este sitio puede costarnos caro.
Velia miró por última vez la batalla, como si quisiera asegurarse de la muerte del rix. Los senones estaban rodeados y resistían en grupos, mientras otros buscaban una posible vía de escape hacia el norte, hacia su campamento.
—Vámonos, Velia.
La muchacha se volvió y subió al carro que su hermano había robado.
—Nos haremos pasar por dos mercaderes —le dijo—, iremos a occidente, hacia Etruria. En la primera ciudadela que encontremos venderemos el carro y los bueyes y cogeremos tres o cuatro caballos para movernos más rápidamente.
—¿Tres o cuatro?
—Sí —respondió el hermano, desplazando una lona que cubría la carga del carro—. Dos para nosotros, y al menos otros dos para llevar el oro de Ateboduus.
Velia miró los cofres, boquiabierta.
—Ateboduus no necesitará el oro en los infiernos, por lo tanto, para qué dejárselo a los romanos. Encontraremos un bonito sitio seguro y compraremos una gran parcela de terreno. Tenemos para vivir como señores ricos durante las próximas vidas.
El látigo restalló, el carro se movió y los perros fueron detrás. El sueño de una nueva vida por delante y la vieja que punzaba a sus espaldas con alaridos de muerte.
Audax sintió que unas manos ásperas lo aferraban por los pies y se volvió de golpe encontrándose la punta de una lanza en el cuello. Parpadeó y vio a un centurión embadurnado de sangre que lo miraba con el gladio desenvainado. A su lado un joven lo amenazaba con una lanza.
—Soy Tito Mamerco Audax —dijo, poniendo las manos a la vista—, de la tribu Pomptina, enrolado en los asteros de la V Legión del cónsul Publio Decio Mure.
El centurión lo examinó de la cabeza a los pies.
—¿Qué haces vestido de oficial samnita?
Audax se miró la coraza sucia de sangre.
—Es una larga historia, centurión. Hasta a mí me cuesta creerla. Mi tribu viene del territorio de los volscos, y el cónsul Mure, sabiendo que esa era una región ocupada hacía poco por los samnitas, me propuso que me infiltrara en sus filas para descubrir sus secretos y su posición. Lo que ha sucedido después es increíble, he nadado encadenado entre las corrientes de un río helado; he caminado bajo la lluvia y he ayudado a un muchacho con el que he asistido a los ritos sagrados de los samnitas. He sufrido los atropellos de los comandantes samnitas y he sido obligado a combatir contra nuestros prisioneros, hasta que un día escapé para volver donde Mure y contarle todo lo que había visto.
Audax se sentó, mirando a su alrededor.
—Buena parte de los muertos que ves aquí, Roma me los debe a mí.
El centurión asintió y con la mano alejó la lanza que el muchacho apuntaba al rostro de Mamerco, luego lo ayudó a levantarse.
—Te hemos tomado por uno de sus heridos, has tenido suerte, estamos dando vueltas para rematarlos a todos antes de la noche.
Tito Mamerco se puso de pie, todo le dolía. Los nudillos pelados, los dedos que ardían, el rostro tumefacto. Miró el campo de batalla que se extendía hasta donde llegaba la vista en la luz tenue del ocaso. Grupos de soldados vagaban entre los lamentos de los moribundos que se alzaban como una invisible colcha de niebla del terreno. Remataban a los enemigos y a todos aquellos que no tenían esperanza. Recuperaban a los heridos que sobrevivirían.
—¿Dónde está el cónsul Ruliano?
—Ha guiado a la caballería que perseguía a los samnitas; la I Legión ha corrido en su ayuda, junto con los aliados marsos.
Audax asintió lentamente, como si necesitara tiempo para metabolizar las informaciones.
—¿Y los galos?
—En cuanto han cruzado las líneas samnitas, el cónsul ha mandado a quinientos jinetes para coger por la espalda a los senones. Los que no han muerto, han huido en todas direcciones.
El joven que acompañaba al centurión se agachó para registrar a un muerto, cogió un anillo y un brazalete y se los puso.
—¿Y Mure?
—Lo están buscando los de la V y la VI legiones, no dejan que se acerque ningún otro, quieren ser ellos los que encuentren a su comandante. En esa zona hay montones de cadáveres, pero continuarán buscándolo durante toda la noche, si es necesario. No dejarán que el cónsul vague solo por las tinieblas.
Tito Mamerco miró hacia el sector donde había caído Publio Decio, allí donde el sol apenas había desaparecido detrás de una lejana colina.
—Mejor que no vayas por ahí solo al oscurecer con esa coraza y esa túnica. También están los socii en busca de botín y no se lo pensarán dos veces antes de matarte. Alcanza a los otros muchachos de tu legión. Los de la V se están reuniendo allá —le dijo, señalando algunas centurias que encendían fuegos sobre la que, por la mañana, había sido la línea de partida de las alineaciones romanas.
—Tenéis la tarea de vigilar este inmenso cementerio durante la noche —dijo el centurión antes de dar una palmada sobre el hombro a Tito Mamerco—. ¡Ánimo, hemos vencido y volveremos a casa ricos y malditamente vivos!
Audax esbozó una amarga sonrisa y recogió el yelmo antes de encaminarse lentamente hacia los fuegos, recorriendo al revés el camino hecho durante la batalla, que estaba diseminado por toda clase de cosas. No había un solo palmo de tierra que no estuviera bañado de sangre. Yacían hombres sin vida los unos sobre los otros y sus rostros estaban trastornados por la angustia y el dolor del fin.
El silencio cayó poco a poco sobre el ensordecedor estruendo de aquella jornada, dejando a sus espaldas un lejano lamento y el llanto sofocado de Tito Mamerco, el audaz.
—Cónsul.
Quinto Fabio Máximo Ruliano alzó la cabeza que mantenía sujeta entre las manos. Estaba sentado en el pequeño sillón de campaña. La luz de la linterna de la tienda evidenció todas las marcas que aquella jornada había dejado en su rostro. Parecía haber envejecido diez años en pocas horas. Estaba cansado y triste con el pelo desordenado. Su loriga sucia tenía señales del enfrentamiento y salpicaduras rojas, el color de aquella sangrienta victoria.
—Hemos encontrado el cuerpo —dijo Marco Livio, que avanzó un par de pasos y abrió la mano mostrando un anillo de oro a Rullus. Con gesto atormentado, el viejo cónsul se alzó lentamente, como si estuviera levantando con la espalda el peso de mil pensamientos que lo habían aguijoneado desde el momento en que había sabido de la devotio. Había llegado el momento que nunca habría querido vivir.
No se acicaló y, tal como se encontraba, salió de la tienda, viendo las luces de centenares de antorchas. Miles de hombres estaban recogidos en religioso silencio. Habían repasado palmo a palmo aquella tierra impregnada de sangre en la oscuridad, durante toda la noche, hasta que unos arreos de plata habían brillado a la luz de las antorchas bajo un montón de cadáveres. Los lictores habían acudido al reconocer el semental de Mure y habían llamado a los que estaban cerca. Se habían puesto de inmediato a desplazar cuerpos, escudos, manos y rostros hasta que percibieron un extremo empapado de sangre de la toga que llevaba para el ritual.
Lo habían encontrado de espaldas, con el rostro en la tierra y le habían dado la vuelta con delicadeza, como si aún estuviera vivo. Uno de los lictores no había podido contener el llanto al ver las decenas de golpes que habían humillado por doquier el cuerpo de su protegido.
Aquel llanto se había esparcido como un susurro por la llanura, como un reclamo que todos habían reconocido. De hombre en hombre, sus legionarios habían entendido que el cónsul había sido hallado y lo habían alcanzado para reunirse en silencio a su alrededor. Habían mandado llamar al pontífice de las legiones, que había llegado rápidamente al lugar. Para disipar toda duda este había mirado su mano y en el anular de la derecha había encontrado el anillo de familia con la cornalina tallada. Era Publio Decio Mure.
Marco Livio había cogido el anillo y dado disposiciones de transportar el cuerpo a la tienda del cónsul al mando, a quien avisaría personalmente. Los hombres habían recostado el cuerpo sobre dos escudos después de haberlo recompuesto con gran deferencia, muchos habían querido sostener al comandante y acompañarlo en aquel último viaje entre un corredor de antorchas que los hombres habían formado hasta el castrum.
Quinto Fabio Máximo Ruliano tenía los ojos brillantes apuntados sobre aquel grupo de lictores que avanzaba solemne y a paso lento hacia él. Trató de adoptar un ademán marcial, pero cuando vio a Publio recostado sobre aquellos escudos y los rostros vueltos al suelo de aquellos que lo transportaban, no resistió. La rodilla derecha se plegó y el cónsul se agachó un instante bajo las miradas atónitas de los soldados. Fue un instante, porque Ruliano se volvió a levantar antes de que los guardias lo socorrieran.
—Hombres —dijo con el semblante de un padre anciano—, a veces no se nos concede el acuerdo entre el Hado y los acontecimientos.
Un silencio ensordecedor. Quinto Fabio tragó saliva conteniendo apenas las lágrimas.
—No es esto lo que habría querido ver vuestro comandante. Ni lágrimas, ni llanto, ni amargura. Hemos vencido y es un día glorioso. El cónsul Publio Decio Mure se ha entregado a sí mismo y a los enemigos a una muerte segura. Ha ofrecido su vida a la diosa Tellus, a los Manes y a las Furias.
Sacudió la cabeza después de una pausa impuesta por la conmoción.
—Roma llora a su mejor hijo —dijo, acercándose al cuerpo y mirando aquel rostro que ya no era rostro—. Ya no está el hombre, queda su espíritu, y el recuerdo de este gran hombre nos ayuda tanto como su presencia. Es esto lo que cuenta, es esto lo que da grandeza, esto lo que hace inmortal. No la vida ni la muerte. Esas son cosas que llegan y luego se van. Lo que hemos sido, en cambio, puede permanecer para siempre. Él ahora es inmortal, será recordado para siempre como aquel que, como su padre, salvó a Roma de una segura calamidad. No nos aflijamos, pero hagamos ofrendas a los dioses por su sacrificio.