XXXXII
Las últimas brasas
—¿Estás seguro de que no necesitas más hombres?
Thucer sacudió la cabeza.
—Te lo agradezco, cónsul, pero he dado mi palabra de que seríamos cinco. Los jinetes de Camers que me he llevado son suficientes.
Publio Decio asintió mirando al muchacho.
—¿Crees que aceptarán tu propuesta?
—Eso espero. Todo lo que puedo hacer es quitar mil o dos mil umbros del campo de batalla y hacer dudar a los hombres de Enumek de que están alineados en la parte equivocada.
—No sé cuánto pueda influir tu elección en la batalla de mañana, muchacho, pero en todo caso quería que supieras que yo y mi colega Ruliano informaremos al Senado de tus decisiones y de cuanto has hecho o tratado de hacer por nosotros. Está claro que lo que digamos te ayudará en caso de victoria, pero no cuentes con nada en caso de derrota.
El muchacho sonrió.
—Ya no tengo nada. Ya no tengo familia, ni ciudad, ni siquiera el dinero que mi padre me ha dejado. Todo lo que me queda es mi caballo y una esperanza. Si mañana perdemos, no me quedará ni eso. Tanto valdría no ver el alba del día siguiente.
—Sí —dijo Mure, levantándose—. Pienso lo mismo.
—Lo intentaremos, cónsul.
—Más aún, lo conseguiremos.
Los dos se estrecharon las manos y salieron de la tienda donde un nutrido grupo de jinetes los esperaba.
—En los últimos días ya hemos tenido enfrentamientos de caballería con los galos, estate atento, estar allí afuera es como estar en los infiernos. Mis hombres te acompañarán hasta donde quieras, luego proseguirás con los tuyos.
—Gracias, cónsul.
—Diles a esos hombres que mañana lanzaremos sobre ellos la furia de los dioses. Si quieren salvarse es mejor que estén lejos del campo de batalla.
Thucer sonrió y montó en la silla.
—Estoy contento de estar del lado de los dioses, cónsul.
En un instante el joven umbro hizo girar al caballo y lo dirigió por la vía del campamento que llevaba de la tienda del cónsul a la puerta principal. Los otros jinetes lo siguieron y Mure los observó alejarse cada vez más hasta que desaparecieron.
—Doy dos pasos —dijo a los centinelas que vigilaban el ingreso de la tienda. Y se alejó por la calle principal del campamento como cualquier soldado en túnica y cinturón.
Llegó al intervallum, el espacio dejado expresamente libre entre las tiendas y el terraplén y lo cruzó siguiendo a su sombra, que se alejaba cada vez más a la luz de los fuegos del campamento. Él mismo había ordenado que no se encendieran antorchas en la última fila de tiendas para evitar proporcionar informaciones al enemigo sobre la exacta localización de la cerca y la empalizada defensiva.
La sombra desapareció en la oscuridad de la noche cuando el cónsul alcanzó el terraplén como tantas veces había hecho en aquel viaje, pero aquella noche era distinta, porque por primera vez, más allá de la empalizada, en vez de la oscuridad, estaba el centelleo de los fuegos de los enemigos.
—Nos esperan —dijo la voz de Marco Livio en la oscuridad a su izquierda.
—¿También tú estás aquí, escrutando la nada más allá de la empalizada?
—Esta vez no es la nada. Están ahí, frente a nosotros.
—Y dos millas más al oeste está el campamento de los samnitas, al final han conseguido alcanzar a los galos.
—Sí, lo sé.
—Samnitas aparte, ¿los dioses no nos mandan alguna buena señal?
Marco Livio alzó la cabeza hacia la bóveda estrellada.
—Esta noche todo está en calma, Publio Decio, mira qué maravilla el reino de Júpiter…
—Por lo tanto, ¿puede ser una buena señal?
—Bah, hay muchos tipos de señales y quizás en este momento estamos demasiado atentos a todo aquello que sucede para que puedan revelarse. Las señales no se piden, se presentan así, repentinamente, porque los dioses nos las envían a voluntad. Una garza que atraviesa el cielo, un trueno a lo lejos o un gallo que canta en la noche.
—Un trueno a lo lejos… —repitió Mure—, Júpiter lanza una admonición.
—Exacto, hay que agradecer a los augures, los sacerdotes que tienen la tarea de interpretar la voluntad de los dioses, que hayan clasificado meticulosamente muchas de estas señales y su ciencia nos haya llevado a entender qué descartar, qué interpretar y cuáles son aquellas que traen fortuna y aquellas que, en cambio, traen mala suerte.
—Sí, los magistrados tendrían de veras una vida dura si no estuvieran los augures con su ciencia para explicar estas señales.
—Aunque las señales más siniestras son las palabras pronunciadas inadvertidamente. En este caso, la ciencia de los augures es inútil y corresponde a cada uno coger al vuelo y aceptar el presagio.
—Y yo… he dicho alguna vez algo desgraciado.
El pontífice dejó de mirar el cielo y lanzó una sonrisa al cónsul.
—Siempre es posible no ver o no oír nada.
Mure rio y asintió.
—En ese caso, ¿confiamos solamente en los pollos sagrados?
—Los pollos sagrados son la mejor de las invenciones de los augures y un método infalible para recoger los auspicios. Antes de la batalla se mira si los pollos comen tranquilamente dejando caer la comida del pico. En este caso, los auspicios son favorables. En caso contrario, es mejor no abrir las hostilidades.
—Y, mañana, ¿comerán nuestros pollos?
—Creo que sí, hoy no les he dado nada que picotear.
De nuevo Mure rio.
—Ven, vamos a obtener alguna señal de nuestros soldados. Yo creo que siempre es oportuno saber qué se dice en torno a los fuegos del campamento durante la noche. Oír si los hombres tienen o no confianza en su comandante —dijo Mure, encaminándose hacia las tiendas de los legionarios.
—Seguro que la tienen.
—¿Tú crees? —preguntó con ironía el cónsul, alcanzando uno de los fuegos donde estaban sentados en silencio algunos príncipes envueltos en sus capas.
—Tranquilos.
Fue como no haberlo dicho, al reconocer al cónsul todos se levantaron mientras él se acercaba alargando las manos al fuego.
—¿Qué hemos comido de bueno?
—Oh, esta tarde hemos festejado —dijo un coloso con la nariz aplastada por innumerables enfrentamientos—, con pan y agua.
—Sí, pero diluida con vinagre —respondió Mure.
Los hombres rieron y el cónsul puso complacido la mano sobre el hombro del soldado que había hablado, luego se dirigió a los otros que seguían llegando, amontonándose en torno a su figura.
—Pan y agua son la comida de la guerra y sé que vosotros no pedís más, harina para los hombres, trigo para los animales. Agua con un poco de vinagre cuando hace calor. El resto lo dejamos a los salvajes, que se llenan el vientre con toda clase de cosas y beben hasta aturdirse. Nosotros comemos galletas, comida dura para hombres duros, porque vosotros sois hombres duros.
Mure empezó a repasar con la mirada a los soldados que le hacían corro.
—Habéis caminado durante todo un invierno, una primavera y un verano. Habéis cruzado regiones hostiles, marchado con frío bajo la lluvia, vadeado gélidos ríos y habéis seguido andando empapados contra el viento que descendía de las montañas. Lo habéis hecho con el pensamiento de vuestros seres queridos en casa, que se han hecho cargo del peso de vuestra ausencia para llevar adelante los trabajos de los campos, el comercio de las tiendas y la educación de los hijos. Cada uno de nosotros ha traído consigo, junto con el equipaje, su guerra personal, hecha de pensamientos y de preocupaciones que ha debido combatir cada día a distancia. No creáis que vuestros comandantes son inmunes. Yo me he perdido el nacimiento de mi hija y no hablo con mi primogénito desde que he partido. Trato de imaginarme qué hace, cuánto ha crecido y si me reconocerá a mi regreso.
Los hombres lo miraban, inmóviles.
—Pero siempre he sabido que su futuro y su prosperidad dependían de este viaje que por fortuna está llegando a su fin. Es por eso que esta noche he querido dar una vuelta por el campamento y estar un rato con mis hombres. Porque dentro de poco, inevitablemente, tendremos que separarnos, y quería daros las gracias. Ha llegado la hora de ir a coger lo que es nuestro, de abrazar otra vez a nuestras familias, de volver a trabajar los campos, de cuidar a nuestros clientes y de celebrar banquetes con los amigos, porque esto es lo que haremos después de haber detenido a los hombres que están celebrando banquetes a cuatro millas de aquí, venidos de lejos para destruir lo que somos y quitarnos lo que amamos.
El coloso al lado del cónsul coreó su aprobación seguido por los otros.
—Mañana seremos llamados a hacer Historia, el Hado nos ha llamado a nosotros sencillamente porque somos los más fuertes.
Mañana presentaremos batalla, hijo mío. Mañana muchos padres no volverán a ver a sus hijos, pero habrán dado la vida serenamente porque están convencidos de que han luchado por la libertad de sus seres queridos. Todas estas vidas podrán terminar, pero no serán aniquiladas, Publio, recuérdalo. Todo termina, pero no se borra; la muerte, que tanto tememos y rechazamos, interrumpe la vida, pero no la elimina. Lo que hemos sido quedará. Por lo tanto, haz de la existencia algo honorable y recuerda que estoy orgulloso de ti, Publio Decio Mure, recuérdalo siempre, donde sea y en cualquier caso.