XXIX

Sacratio

Gelio avanzó decidido hacia el sagrado templo de las asambleas vigilado por decenas de armígeros que controlaban todo el perímetro. Cruzó la columnata que llevaba a la entrada pasando entre un pasillo de guardias y pendones y llegó al colegio de los sacerdotes, que lo estaba esperando.

En el umbral, el sacerdote más anciano lo saludó con formalidad y recitó una fórmula sagrada, antes de conducirlo al interior del edificio donde sus pasos fueron seguidos por el lamento de los goznes de bronce del portón que se cerraba a sus espaldas, ocultando a todos lo que sucedería aquella noche.

El rumor de sus pasos rebotó entre las columnatas hasta alcanzar las paredes, donde estaban colgados centenares de trofeos sustraídos a los vencidos en años de guerra. Viejas panoplias oxidadas que se disputaban el espacio con corazas que parecían recién forjadas. Armas, lanzas, escudos martirizados por golpes y yelmos de crestas variopintas o con casquetes hundidos estaban allí para recordar que la prosperidad de los samnitas estaba estrechamente relacionada con su resistencia a los romanos.

Las guerras de los últimos cincuenta años aún no habían asignado la victoria al contendiente que gobernaría Italia, pero ambos pueblos sabían que el triunfo de uno de los dos tendría como resultado la desaparición del otro de la Historia. Por eso el Samnio había debido recomponer su ejército para afrontar y derrotar a su odiado enemigo. Una vez más, una nueva linfa vital había sido llamada a alimentar las filas de los guerreros samnitas y de nuevo las comunidades habían mandado a los jóvenes más fuertes y valerosos a la asamblea que el meddix tuticus había convocado.

El jefe supremo había reclamado a los sacerdotes, los veteranos y los novicios para la sacratio, el rito secreto destinado a los hombres que deberían formar parte de la Legio Linteata, los hombres con los que más contaba Gelio para derrotar al ejército que Roma había puesto en el campo para combatirlo.

Los sacerdotes alcanzaron el extremo opuesto del templo, donde la columnata se asomaba a una explanada que dominaba una especie de teatro con las gradas abarrotadas por miles de hombres; estos estallaron en un estruendo a la vista del meddix. Ignacio se llevó el puño al corazón para responder a todo aquel entusiasmo y repasó con la mirada el anfiteatro donde, entre los humos amarillentos de las antorchas, resplandecían las corazas relucientes de sus veteranos de la Verehia que aullaban su nombre, enfervorizados por la atmósfera de fraternidad guerrera que se respiraba en aquella jofaina de piedra.

En el centro de la arena, los jóvenes provenientes de las diversas comunidades, miraban en torno asustados. Pastores, campesinos, hijos de comerciantes, jornaleros, herreros, carpinteros y terratenientes. Habían llegado de todas partes, algunos de remotas aldeas de montaña, otros de las grandes ciudadelas comerciales situadas en las principales vías de comunicación del Samnio. Tenían la mirada aterrorizada frente a la fanática determinación guerrera que los adeptos de la Verehia alzaban al cielo. Mamerco observaba la multitud que lo rodeaba en aquel extraño edificio. Nunca había visto nada similar, parecía una arena como la usada para los juegos, rodeada por una escalinata circular que en un sector llevaba a un edificio que tenía todo el aspecto de un templo. Cualquier cosa que fuese, era el peor sitio para un romano.

Sepio estaba a su lado; también él, como muchos, tenía el rostro tenso. Sabía que aquella noche entraría a formar parte de aquella secta que idolatraba al meddix, convirtiéndose en un soldado consagrado a la muerte.

Desde la columnata del templo, Gelio alzó la mano con un gesto teatral pidiendo silencio y en pocos instantes los gritos cesaron, como si el cielo estrellado hubiera caído sobre ellos para envolver todo el anfiteatro.

Los jóvenes reclutas observaron el movimiento de los sacerdotes que, con gestos mesurados, tendían una especie de libro al anciano que estaba al lado del meddix. El oficiante invocó a las divinidades, pidió a Mamerto, el dios de la guerra, que descendiera a la arena y consagrara a él a los miles de guerreros presentes. El camino le sería indicado por las antorchas y la sangre de las víctimas.

Un mugido hizo eco a aquellas palabras que concluían la lectura de las sagradas escrituras del libro. Los muchachos en la arena observaron que algunos adeptos de la Verehia conducían una docena de toros a los altares situados delante de las gradas, junto a los cuales ardían algunos braseros.

El sacerdote más anciano bajó los peldaños para alcanzar el altar principal, donde volvió a mascullar antiguas fórmulas incomprensibles, mientras observaba el enorme toro blanco, con los grandes cuernos cubiertos de guirnaldas, que avanzaba lentamente, acompañado por los adeptos de la Verehia, entre los cuales estaba Nearco, que llevaba una túnica de lino blanco inmaculado.

Era muy importante que el toro no se soltara y no escapara de su destino. Por tanto, los adeptos estaban atentos a no ponerlo nervioso mientras todos en la arena contenían el aliento sin hacer el más mínimo ruido. El sacrificio debía ser sabiamente guiado por el sacerdote, porque el rito tenía un curso y un orden bien establecido por el ritual y era indispensable que todas las operaciones que lo componían se sucedieran sin lagunas. Las fuerzas divinas que el rito reclamaba debían ser dirigidas en el sentido prescrito por el ritual o podrían volverse de manera terrible contra los sacrificantes.

El sacerdote esperaba el animal cerca del altar, dando la espalda al brasero en el cual se habían vertido libaciones e incienso. Llevaba una larga toga con una parte del tejido que le cubría la cabeza. Detrás de él, dos asistentes tocaron sus instrumentos de latón para advertir a los presentes del inicio del rito. El oficiante se adelantó silabeando las fórmulas mágicas y apuntando la mirada y las manos hacia lo alto, luego cogió un tizón del brasero y lo sumergió en un barreño de agua, donde se apagó con un chisporroteo que acabó en una bocanada de humo. Se enjuagó las manos con el agua purificada y asperjó parte sobre el toro, que permaneció inmóvil mirando a su alrededor con un hilo de baba cayéndole de la boca.

En aquel momento también los vapores del incienso parecieron como suspendidos, inmóviles entre el brasero y el cielo. Mamerco no apartó nunca los ojos de Gelio, que, sombrío, miró a la cara al sacerdote, inmóvil delante del toro. Con un gesto de la cabeza, casi imperceptible, el meddix comunicó algo al oficiante, que, con mirada inquieta, se hizo dar de inmediato más agua para verterla sobre la cabeza del bovino, que esta vez sacudió la enorme testa con visible alivio por parte de todos.

—Ha sucedido algo —dijo Mamerco a Sepio con un hilo de voz.

—Cállate, está prohibido hablar durante el rito.

—Ha sucedido algo extraño, el meddix y el sacerdote se han mirado.

Un joven a su lado acercó la cabeza.

—El toro debía asentir al sacrificio sacudiendo la cabeza —susurró.

—Lo ha hecho —refunfuñó Sepio.

—No de inmediato —respondió Mamerco—, no de inmediato —repitió, intentando encontrar un secreto consuelo en lo que había sucedido. Quizá los dioses no estaban de parte de los samnitas—. ¿Es mal presagio? —preguntó al muchacho que se había acercado.

—No lo sé.

—¡Callaos, por todos los dioses! —cortó Sepio con un gesto de irritación que Nearco notó, y lo fulminó con la mirada, mientras el sacerdote cogía el cuchillo sacrificial y cortaba un mechón de pelo de la cabeza del toro.

El hirpino tuvo sudores fríos durante todo el tiempo que Nearco lo miró, luego la llegada de dos prosélitos, con el torso desnudo, que se pusieron delante del toro, reclamaron la atención del veterano de la Verehia. Uno de los dos sostenía un martillo de ceremonia y el otro, un hacha de bronce. El sacerdote echó el mechón de pelo del toro en el brasero y esperó algunos instantes, luego se dirigió a su inmenso público y empezó a hablar una lengua desconocida entre los humos del brasero.

Audax se sintió envuelto por una llamarada de calor. No pudo menos que pasarse el antebrazo por la frente para enjugarse el sudor. No solo estaba en medio de los samnitas, estaba en medio de sus dioses que aleteaban sobre aquella arena y, aunque no entendía las palabras que pronunciaba el sacerdote, sentía que los estaba llamando a todos, comenzando por el terrorífico dios de la guerra, Mamerto. Alzó ligeramente los ojos al cielo sin mover la cabeza para confiarse a sus dioses y a sus antepasados, pidiéndoles que lo sostuvieran y le dieran la fuerza para superar aquella prueba que se hacía cada vez más ardua. Parpadeó ante el ruido del mazo que el sirviente había asestado violentamente sobre la cabeza del toro y miró al animal, que caía sobre las patas anteriores, boquiabierto y con los ojos vidriosos. Su cuello empezó a oscilar como si ya no consiguiera sostener el peso de la cabeza. Fue en aquel punto que el adepto armado con el hacha descargó su golpe que hundió hasta la mitad del cuello, haciendo desplomarse en el suelo a la víctima mientras su sangre salpicaba de rojo las vestiduras inmaculadas del sacerdote.

La misma escena se repitió en todos los altares y muy pronto el olor metálico de la sangre se unió al del incienso, mientras los adeptos de la Verehia llenaban las copas sacrificiales y esparcían la sangre sobre los altares.

Hígado, corazón y pulmones de la víctima fueron extraídos y controlados, luego metidos en asadores situados en los braseros y de este modo enviados a las divinidades. Solo con posterioridad el sacerdote alzó la cabeza del toro ofreciéndola a Mamerto. Luego recitó a los reclutas la antigua y terrible fórmula que los obligaba a no revelar lo que habían visto y escuchado en aquel lugar y lanzó maldiciones destinadas a caer sobre ellos, su familia y toda su estirpe en el caso de no haberse lanzado a la batalla cuando sus comandantes se lo hubieran ordenado.

Mientras descuartizaban a la víctima, los hombres de la Verehia se acercaron decididos a los reclutas para conducirlos a las aras ensangrentadas. Lo hicieron de modo que los muchachos parecieran más víctimas sacrificiales que participantes en el sacrificio. Los hicieron jurar, inclinados, con las manos en la sangre, bajo la mirada feroz de los veteranos y la autoridad sagrada de los sacerdotes.

Apretados como un rebaño rodeado de lobos, los muchachos sufrían espantados la fogosidad con que los veteranos los arrancaban del grupo para llevarlos a los altares. Aquellos menos diligentes padecían la ira de los fidelísimos centuriones del meddix tuticus, que observaba la escena a espaldas del viejo oficiante. Una mano ensangrentada apareció entre la multitud y se llevó a Sepio, dejando a Mamerco solo. El romano se despertó de la ensoñación que había hecho tan surreal la ceremonia y vislumbró a Nearco empuñando la espada y conduciendo a Sepio donde el viejo sacerdote.

El oficiante estaba pálido, como si estuviera en contacto con los mismos dioses. Puso la mano ensangrentada sobre la cabeza del muchacho obligándolo a jurar, ofreciendo la vida a cambio de la prosperidad de la comunidad de los toutes. Sepio asintió, y Nearco, con un tirón, lo obligó a hacerlo en voz alta; cuando el sacerdote lo oyó, puso la mano en una escudilla donde estaba la carne de la víctima. Cogió un trocito crudo y se lo dio a Sepio, que se lo llevó a la boca, antes de ofrecerle la taza con la sangre que beber.

El hirpino vaciló y Nearco intervino una vez más, cogiéndolo por el pelo y echándole la cabeza atrás como para ofrecer la garganta a su hoja, que se acercó amenazadoramente al cuello. El muchacho bebió de inmediato y entonces lo soltaron.

Ahora era un consagrado, un legionario de la Linteata.

Luego Nearco apuntó los ojos sobre Audax y apretando los labios se dirigió hacia él. El romano no lo esperó en medio del grupo, sino que fue a su encuentro abriéndose paso mientras en torno se alzaban los gritos de los centuriones y los juramentos de los novicios. El silencio había pasado y la arena se había convertido en un pandemónium.

—¡Ven a jurar morir!

—¡Voy a jurar matar! —le hizo eco Mamerco.

Nearco tiró de él y el otro se soltó yendo solo hacia el sacerdote y Gelio. Los dos observaron a aquel muchacho grande y fuerte que iba hacia ellos con paso decidido y mirada resuelta.

Pocos pasos más y estaría a un brazo de distancia del más acérrimo enemigo de Roma. El corazón le latía con fuerza y tenía un nudo en la garganta de la emoción, el miedo y el odio, todo aquello que Gelio representaba. Mamerco se había quedado solo en el mundo, sin familia ni afectos, y había sido aquel hombre quien se lo había quitado todo. Sintió que los músculos se le tensaban, las venas le palpitaban.

Se detuvo delante del sacerdote, pero miró al meddix a sus espaldas. Con un brinco habría podido cogerlo por sorpresa y con un poco de suerte partirle el cuello antes de ser asesinado por los hombres de la Verehia, acaso precisamente por Nearco, que se había situado a su costado. Mamerco examinó a Gelio, también era grande y fuerte, llevaba la coraza, iba armado con espada y puñal, y rodeado por sus fidelísimos.

«¿Cuántos enemigos me darás, Mamerco?».

La voz de Mure volvió a resonar en su mente y Audax se percató de que estaba mirando al meddix con odio.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Gelio.

—Tito Mamerco —balbuceó este, sorprendido—, de la tribu de los pentros.

—Pentros…

—Sí.

Los dos se encararon algunos instantes; la frente del muchacho se cubrió de sudor.

—Los pentros siempre han sido excelentes guerreros. Por tanto, confío en ti.

—No te decepcionaré, meddix; te daré tantos muertos que no podrás imaginarlo.

Gelio asintió y dio un paso atrás para permitir que el sacerdote prosiguiera con el desarrollo de la sacratio.

—Arrodíllate delante del dios de dioses —recitó el oficiante, metiendo la mano ensangrentada sobre la frente del novicio, que se agachó hasta posar una rodilla sobre el pavimento viscoso de sangre—. «Dios del trueno y el relámpago, dios de la venganza y la guerra, que levantas de la derrota, que castigas a los traidores e infundes valor a los soldados, acepta a este guerrero; es un consagrado listo para ofrecer su vida por ti. Guíalo a la victoria y hazlo feroz en la batalla, que él pueda ofrecerte muchas víctimas enemigas. Concédele una muerte gloriosa como a todos aquellos que han combatido por nuestra sangre y han defendido nuestras tierras».

Le pusieron un bocado de carne cruda delante de la boca y Mamerco lo tragó sin vacilar, antes de beber un sorbo de sangre del toro de la taza.

—Jura que no revelarás lo que has visto y oído en este lugar.

—Lo juro —dijo con la boca aún llena del olor de la muerte.

—Jura obedecer ciegamente las órdenes de tus superiores; que matarás sin piedad a los enemigos.

—Lo juro.

—Que matarás a tus propios compañeros que por miedo desobedezcan las órdenes y se detengan, retrocedan o escapen delante del enemigo.

Mamerco miró los ojos endemoniados del sacerdote y luego asintió sintiendo la mano de Nearco acercándosele a la cabeza.

—Lo juro.

Las pupilas magnéticas del viejo parecían las de una serpiente. Audax advirtió su fuerza oscura y se sintió recorrido por una especie de temor que fue más allá de la misma muerte. El temor de que aquel hombre pudiera condenarlo eternamente.

—«Maldito seas si osas quebrantar este juramento hecho en presencia del dios de dioses y, junto a ti, tu familia y toda tu estirpe. Que quedes insepulto por la eternidad sin encontrar las puertas del reino de las sombras, y así permanezcas en las aguas estancadas de sangre negra del río de los abismos. Que tus parientes sufran penas inauditas, pero permanezcan con vida para maldecirte para siempre, día tras día».

El sacerdote apartó la mano de la frente, Mamerco se puso de pie con el estómago en un puño.

—Eres un consagrado de la Linteata. Vete y hazle honor.