XXIII
La benevolencia de los dioses
Julilla, esposa mía:
Espero que mi carta te encuentre bien, que el embarazo continúe en el mejor de los modos y que el pequeño Publio te alivie de la carga que exige tu posición en la casa de los Decii.
Sé bien que tu vida puede resultarte difícil en mi ausencia, pero te exhorto a hacer cualquier esfuerzo para aliviarte. Si alguna lágrima da consuelo a tu alma, déjala fluir, pero, te lo ruego, apela a todas tus virtudes y afronta con el corazón sereno esta situación.
Los dioses han querido esto, nos han dado el amor, un hijo maravilloso y otro en camino. Al mismo tiempo, nos han arrojado a esta época de incertezas y dificultades, pero nos están dando la ocasión de formar parte de aquellos que podrán conducir a un pueblo entero fuera de estos peligros. No podemos lamentarnos de esta oportunidad, debemos sentirnos honrados por ella.
No hagas de la carga un dolor, siéntete orgullosa de ella.
Ahora dime, ¿cómo está mi pequeño legionario Publio? ¿Crece? Y tú, ¿consigues dominar su ímpetu o es una guerra perdida? Cuánto me falta, Julilla, cuánto quisiera estar en nuestro hortus con él y contigo. Al mismo tiempo, sé que podrá formarse mejor con tus cuidados. Se convertirá en un hombre mesurado y sabio y será todo mérito de su madre.
Abrázalo fuerte de mi parte, dile que su padre piensa siempre en él, todos los días, todas las noches, como todos los padres de esta inmensa columna que guío. Si supieras cuántas ganas de volver a casa leo en los ojos de todos. Volver a casa y tirar la espada, abrazar esposa e hijos y coger de nuevo el arado. Pero todos quieren regresar después de haber hecho su parte. Todos saben que su puesto está aquí. Si quieren demostrar que aman de verdad a sus seres queridos es aquí donde deben estar; pasando frío, bajo esta lluvia, sabiéndoos en casa, delante del fuego, protegidos por nuestros brazos.
Estate serena, el único peligro que hemos encontrado hasta ahora ha sido el paso del Volturnus, un río de aguas impetuosas, crecido por las lluvias que hemos debido vadear. Todo ha ido de la mejor de las maneras y ahora nos estamos adentrando en el territorio de los hirpinos.
Tengo carros cargados de trigo y botín, tanto que nuestra marcha se ha hecho más lenta en los últimos días por el peso de los pertrechos. He decidido mandar a Roma todo lo que no es necesario para la campaña, junto con las cabezas de ganado que arrastramos, y desde mañana daré órdenes de quemar todo cuanto no podamos llevar fácilmente con nosotros, trigo incluido.
Sé que todo esto debilita al enemigo y refuerza nuestra posición, pero al mismo tiempo me siento, día tras día, cada vez más triste por este tipo de guerra. Sueño con mi batalla, imagino cada día que me enfrento con los infantes de Ignacio, que oigo sonar sus trompetas antes del despliegue. Estudio con atención los mapas, observo el terreno, me preparo con dedicación para ese momento que parece no llegar nunca y, por la tarde, cuando me duermo, los alaridos de los campesinos a los que hago matar, pueblan inexorablemente mis pesadillas. Entonces me despierto sobresaltado y solo vuestro pensamiento me da paz y en vosotros encuentro consuelo recordándome que todo viaje tiene un fin, y este también lo tendrá.
Espérame, pero no dejes que el dolor haga aún más ardua esta espera, y piensa, en cambio, cuánta paz consigues dar a mi ánimo sabiéndote serena.
Un abrazo, esposa mía. Cuídate.
PUBLIO DECIO MURE
—¿Cómo has dicho?
—Te he lanzado una maldición —dijo Mamerco, imprecando para sus adentros porque se le habían escapado unas palabras.
—¿Y qué lengua era? —preguntó Sepio.
—Un viejo dialecto volsco.
—¿Volsco? ¿No eras de los pentros?
—Claro, pero mi abuelo era volsco y a menudo me enseñaba cantinelas.
—¿Y maldiciones?
—Sí, maldiciones todos los días, maldecía de todo y de todos.
El samnita rio.
—Te estás lamentando como un viejo.
—Me estás haciendo caminar en la oscuridad, en medio de estas zarzas desde hace rato, maldito hirpino. Te recuerdo que el talón aún me duele.
—Mira allá abajo en vez de lamentarte.
Mamerco apartó las ramas que le impedían ver del otro lado y poco más adelante entrevió en la oscuridad una pequeña aglomeración de casas.
—Comida y un techo bajo el que dormir.
—Debo admitir que tienes olfato, hirpino.
Los dos salieron del bosque para acercarse a las casas y de inmediato unos perros empezaron a ladrar a lo lejos. Al cabo de unos instantes, tres individuos salieron cautelosos de una de las viviendas empuñando horcones y podaderas. Mientras se acercaban, Sepio y Mamerco alzaron las manos bajo las miradas amenazantes de aquellos hombres.
—¿Quiénes sois? —preguntó el que parecía mayor, sujetando la cadena de uno de los perros que gruñía espumeando baba.
—Hemos escapado de los romanos, somos Sepio Elvio, de Maloenton, y Tito Mamerco.
Los dos se acercaron lentamente bajo las miradas amenazantes del grupo y el gruñido de los perros, mantenidos a raya con enérgicos tirones.
—¿Qué queréis?
—Un poco de pan y un poco de paja sobre la que dormir. Mañana por la mañana nos iremos.
El hombre vaciló unos instantes, estudiándolos con sus ojitos claros. Hablaba arrastrando un poco las palabras a causa de una vieja herida que evidentemente le había arrancado dos incisivos dejándole una cicatriz que le atravesaba los labios.
—Esos nos los quedamos nosotros —dijo, señalando el hacha en el cinturón de Sepio y el martillo en el de Mamerco.
—Un momento, mañana no podemos marcharnos desarmados; por la zona pululan jinetes romanos.
—Por aquí no han pasado —respondió un mozo grande y fuerte, a espaldas del viejo, que se sostenía en un horcón.
—Por aquí no habrán pasado —le hizo eco Sepio—, pero nosotros hemos dejado una legión a nuestras espaldas y no tenemos intención de encontrarlos de nuevo.
—Os devolveremos el hacha y el martillo mañana por la mañana, si queréis quedaros; estas son las reglas —pontificó el primero.
Sepio miró a Mamerco, que sacó el martillo del cinturón y se lo tendió al viejo.
—¿Y tú? ¿No tienes lengua?
—No tengo nada que decir —respondió Mamerco—, estoy muy cansado.
—¿Qué te has hecho en esa pierna?
—Me golpeé el talón en las rocas del río cuando escapamos.
—Tú no eres de por aquí —dijo el viejo, examinando a Audax.
—Es de la tribu de los pentros, de Atina —respondió Sepio.
—Atina —repitió el hombre—, al norte —dijo antes de hacer señas a los dos de que lo siguieran al caserío—. No tenemos simpatía por los pentros ni por los hirpinos, pero visto que huis de los romanos os daremos un poco de pan.
Los dos pusieron al mal tiempo buena cara y entraron en la vivienda, donde aleteaba el humo de la cocción de la cena. Una anciana atareada con el fuego lanzó una mirada desconfiada a los recién llegados, mientras otra mujer, más joven, los observaba con un niño pequeño en brazos.
—Sentaos.
Sepio apoyó en el suelo su saco hecho con los retazos de cortina de la casa de los pescadores bajo las miradas interesadas de todos los presentes.
—¿Has dicho que habéis escapado de los romanos?
—Sí, hace cuatro días.
Unas hogazas y vino aguado llegaron a la mesa.
—¿Cómo?
—Tirándonos a las aguas de un río durante el vadeo. Hemos conseguido huir del cónsul en persona. Mure, Publio Decio Mure.
—No sé quién es.
—Mure es su jefe.
—No me interesa quién los manda —rebatió, brusco, el otro—, solo me interesa que no pasen por aquí; espero que no os hayan seguido; de otro modo, lo último que haré será degollaros.
—Si nos hubieran querido coger ya lo habrían hecho —respondió Mamerco, llenándose la boca—. Esos andan por ahí devastando el territorio, no recogiendo prisioneros.
—¿Sabéis hacia dónde se dirigían?
—Quizá a Bovianum. Cuando los dejamos, esos cabrones se dirigían hacia el interior.
—Esperemos.
—Esperemos —respondió Sepio.
—Sí, esperemos. Es una ciudad de la tribu de los pentros y está lejos de aquí, así que por mí pueden arrasarla —asintió, irritado, el viejo.
—Hirpinos, pentros o caudinos, poco importa, todos formamos parte de la liga samnítica.
—Yo no formo parte de nada y solo espero no meterme en líos por ayudaros.
—Estate tranquilo, mañana por la mañana nos marcharemos. Queremos alcanzar a Gelio para enrolarnos en sus legiones. Se dice por ahí —continuó Sepio, agradeciendo la taza de caldo humeante— que está reuniendo un gran ejército; pronto se enfrentará a los romanos en una gran batalla y llevará la guerra a su casa.
—Tampoco eso es asunto mío. A mí me interesan mis ovejas y el trabajo en los campos. Así vivo, manteniéndome alejado de los líos.
—¿Cuántos sois? —preguntó Mamerco, intercambiando una mirada que no pasó inadvertida.
—Nosotros tres, mi esposa y mi hija. El pequeño es mi nieto.
—¿Las otras casas están deshabitadas?
Más miradas.
—Los otros están pastando con las ovejas.
—Me parecía que eran demasiadas casas para tres…
—Los hacía más taciturnos, a los pentros —lo interrumpió el viejo—. Siempre me han dicho que desconfiara de los montañeses que hacen demasiadas preguntas.
Mamerco posó lentamente la taza tratando de no cruzar la mirada de los demás; la tensión estaba subiendo y solo la intervención de Sepio la atenuó.
—Perdonadnos, era solo por hablar, desde hace días vagamos por los bosques sin encontrar a nadie. No nos parece verdad estar aquí con algo caliente y un techo sobre la cabeza.
—Sí, es cierto —dijo Mamerco, moviéndose inquieto—. Es más, quizás hayamos molestado demasiado, es mejor que nos marchemos ahora.
—No, montañés; podéis dormir aquí, os iréis mañana. Como habéis podido ver, tampoco nosotros estamos habituados a recibir visitas. Ahora terminad la cena, luego os acomodaremos en el granero.
—Algo no cuadra —susurró Mamerco al oído de su amigo una vez que estuvieron solos en el granero.
—¿Qué quieres decir?
—Demasiadas veces se han intercambiado miradas con el viejo durante la cena.
—Tranquilo, mañana por la mañana haremos que nos devuelvan nuestras armas y nos marcharemos.
—Es mejor que nos marchemos de inmediato.
—No seas estúpido; somos dos y estamos en forma, y ellos son tres, entre ellos un mozo idiota y un viejo chocho.
—Sí, y tienen los perros, los horcones y las podaderas.
—Además, ¿por qué iban a dañarnos?
—No lo sé, pero no me gusta. Apenas se hayan ido a dormir yo salgo de aquí.
—Está bien, cabezota, pero no podemos dejar el hacha aquí.
—¿Qué quieres hacer? ¿Ir a golpear a su puerta? Perdonad, estamos escapando porque no nos fiamos de vosotros —respondió Mamerco, irónico, comenzando a dar vueltas en la oscuridad del granero—. También aquí dentro habrá un horcón.
—Tranquilo, ahora está oscuro, no encontraremos nada.
—Aquí siempre estará oscuro; no me parece ver aberturas al exterior. Echa un vistazo desde la puerta y dime si han entrado en la casa.
El samnita se acercó a la puerta y trató de abrirla, sin conseguirlo.
—Tito, nos han encerrado.
Audax dejó correr todo comentario y volvió hacia el portón intentando forzarlo junto a Sepio.
—La han atrancado por fuera.
—No me lo puedo creer, hemos escapado de Publio Decio Mure, para acabar prisioneros de un viejo andrajoso.
—Puedes comenzar a creerlo. Venga, ayúdame a buscar algo para forzar esta maldita puerta.
—Se necesita un ariete para echarla abajo; nunca lo conseguiremos. Más bien, no entiendo por qué lo han hecho. Quizá solo sea para sentirse a salvo de nosotros o quizá nos hayan encerrado por error; el muchacho no parecía muy inteligente, acaso está habituado a cerrar el portón todas las tardes.
—No me quedaré aquí esperando para ver si se ha equivocado —respondió Mamerco, tratando de forzar la puerta.
—¡Silencio! —exclamó Sepio—. Alguien está hablando fuera.
Los dos acercaron la oreja al portón y oyeron la voz del viejo que hablaba con los otros. Permanecieron inmóviles escuchando sin hacer el más mínimo movimiento.
—¿Has oído?
—He oído —respondió Sepio—, ese hijo de puta nos quiere vender a unos mercaderes de esclavos.
—El viejo se ha olido unas buenas ganancias cuando nos ha visto llegar.
—¿Qué hacemos?
—Hemos engañado a un cónsul romano, ¿no podremos embaucar a tres caudinos y dos estúpidos perros?
El sol ya estaba alto cuando el viejo se encaminó hacia el granero.
—¿Creéis que se han dado cuenta de que están secuestrados?
El grupo que lo seguía se echó a reír. Además de los dos del día anterior se habían sumado los compadres, que habían vuelto del pastoreo. Entre estos estaba su hermano, algunos años más joven, pero también bastante mayor; en la práctica, una copia con dientes y sin cicatriz de su hermano mayor, y sus dos hijos. Todos bribones embrutecidos por su condición, que vivían de aquello que ofrecían los alrededores, además de gracias a las ovejas: madera, tierra, caza y algún desprevenido viandante al que robar o raptar.
Cada uno sostenía algo adecuado a las necesidades. Quien un horcón, quien una podadera o un cuchillo y quien cuerdas. El especialista del grupo, el mozo grande y fuerte de mirada poco perspicaz, llevaba una cadena con cepos.
Se detuvieron delante del portón.
—Buenos días, muchachos —chilló el viejo seguido por las carcajadas de los otros—. Es hora de despertarse, el sol ya está alto y el ocio debilita.
Desde el interior no llegó ninguna voz.
—¿Tenéis el sueño pesado?
En respuesta solo obtuvieron silencio.
—Eh, hirpino, ¿me oyes?
Nada. La carcajada se apagó.
El viejo intercambió una mirada con su hermano. Dio un par de pasos y apoyó la oreja en el portón sin percibir el más mínimo rumor. Retrocedió mirando hacia arriba, luego a los lados del edificio. Indicó al hijo que echara un vistazo a la parte de atrás, y cuando este volvió sin haber visto nada, golpeó con el mango de su cuchillo sobre las tablas del portón.
—Cabrones, ¿me oís?
Desde el interior no llegó nada.
—No pueden haberse esfumado —dijo el hermano.
—Están dentro y están tramando algo.
—Sí.
De nuevo el viejo miró al sol, alto, en el cielo despejado.
—Esperaremos a que el calor les cueza el cerebro. Pedirán de beber, antes o después.
Todos asintieron y, burlándose, volvieron hacia las viviendas de cada uno para cumplir con sus obligaciones diarias. Trabajaron toda la mañana y, de vez en cuando, alguno se acercaba sin hacer ruido al granero para escuchar si llegaban voces desde el interior, pero todo estaba en silencio.
Comieron sentados a la sombra de algunos árboles, observando el portón cerrado. Por la tarde, el mozo se sentó junto al portón, pero no oyó ningún ruido.
—¿Y si hubieran tenido un ataque? ¿Y si se hubieran matado entre ellos? —preguntó el hermano del viejo a los otros mientras observaba el hacha de Sepio.
—Querrá decir que mañana los encontraremos muertos, cuando vayamos a ver —respondió uno de los hijos.
—No, iremos esta noche, mientras estemos seguros de que duermen, siempre que aún estén vivos.
Todos asintieron.
—Debemos estar listos para atarlos.
—Sí, dos de nosotros llevarán las cuerdas; además, se necesitan sacos para encapucharlos. Estemos listos para sacar las podaderas y rebanarlos al primer intento de resistencia.
Una carcajada cerró el discurso y todos se pusieron a comer, serenos.
La lejana súplica de un búho era el único rumor de la noche cuando el grupo se acercó al granero. El viejo y los suyos avanzaban bajo la luz de una antorcha tratando de no hacer ruido con las pisadas sobre el pedrisco de delante de la puerta. Se dispusieron a los lados del acceso. Uno de los muchachos se afanó por quitar la barra de madera que mantenía cerrado el portón. A pesar de los movimientos lentos y mesurados hubo que hacer fuerza para sacar la tabla del cerrojo y esto inevitablemente provocó un chasquido que pareció resonar en medio de todo aquel silencio.
Permanecieron todos inmóviles delante del portón, que, libre del bloqueo, se abrió ligeramente con un lamento de los goznes. La hoja de luz de la antorcha se filtró en la oscuridad más allá del umbral, y después de algunos instantes de silencio absoluto, el viejo hizo señas a su hijo para que avanzara. El muchacho abrió una de las hojas con un chirrido que se convirtió en escalofrío. La llama se transformó en una revoloteante lucha entre la luz y la oscuridad en el interior del recinto.
El muchacho apretó la podadera y dio un par de pasos, precedido por su enorme sombra que se recortaba en la tierra batida del pavimento. Se detuvo y oyó que también los otros se acercaban lentamente, oscureciendo la luz de la antorcha a sus espaldas. Sin darse cuenta de lo sucedido, se encontró con un dolor indescriptible en el rostro. El puñetazo violento de Audax le rompió la nariz dejándolo inmóvil en el suelo, como si su mente no pudiera guiar sus movimientos, porque lo único que podía transmitirle era aquella mordedura en la cara que le laceraba el cerebro.
Todo se volvió confuso, alaridos, ruidos y calor, la mano temblorosa buscó el rostro con miedo de encontrarlo. Luego un calor cada vez más fuerte, insoportable, una luz cegadora. El muchacho reunió todas sus fuerzas y abrió ligeramente los párpados. La antorcha debía de haber terminado sobre el heno y las llamas se estaban propagando cada vez más altas, cada vez más cercanas.
—¡Está muerto, Mamerco!
Jadeante, el romano miró a Sepio a su lado, apuntalándose con las manos en las rodillas. Observó el rostro desfigurado del mozo grande y fuerte sobre el que se había encarnizado como una furia. Le apartó las manos del cuello y se levantó echando un vistazo a su alrededor. Todo había sucedido en poquísimos instantes. En el suelo, además de su víctima, estaban los cuerpos de los dos que Sepio había cogido a golpes de podadera después de haber desarmado al primero que había entrado.
Audax se llevó la mano delante de los ojos, cegado por las llamas altísimas que iluminaban toda la explanada y las casas, al fondo. Delante del umbral los lapilli incandescentes caían sobre el cuerpo del viejo, que el romano había tirado al suelo con toda su furia.
—Falta uno.
—Ha escapado —dijo el samnita desenrollando del brazo la manta que se habían asegurado para protegerse de las mordeduras de los perros, desaparecidos ladrando de dolor.
Mamerco asintió.
—¿Decididos?
—¡Decididos! —respondió el otro con una sonrisa.
Eran las últimas palabras que se habían dicho el día anterior, cuando habían estudiado su táctica de permanecer en silencio absoluto para obligar a sus carceleros a creerlos muertos e intervenir, perdiendo la iniciativa.
El romano se encaminó hacia las casas, seguido por su compañero. Delante del umbral las dos mujeres los miraban con ojos desorbitados, como atónitas, pero sin escapar. Evidentemente, también ellas eran esclavas en las manos de aquella extraña jauría que ya no existía.
Mamerco observó a la joven con el niño que lloraba en brazos y pasando por delante de ella entró en la casa. La registraron de arriba abajo cogiendo todo lo que podían llevarse. Comida, mantas, dos cuchillos, el hacha y una vieja y maltrecha espada. Siempre bajo los ojos de las mujeres, los dos bebieron toda una jarra de vino aguado y tragaron ávidamente todo lo que encontraron. Luego, sin decir una palabra, llenaron su saco con lo que quedaba para comer y beber y se marcharon mientras el incendio devoraba todo el granero.
—¿Hacia dónde?
Sepio miró a su alrededor tratando de orientarse.
—Hemos llegado de allá, continuaremos en la dirección que seguíamos antes de tropezar con este incordio.
Audax asintió y siguió al hirpino a lo largo del camino, mientras el granero en llamas se hacía pequeño, cada vez más pequeño.
Su camino duró un par de millas, luego se detuvieron, exhaustos. Habían permanecido despiertos, inmóviles y listos para el combate durante todo el tiempo y la tensión acumulada se estaba aflojando, dejándoles una sensación de agotamiento. El samnita miró el granero ardiendo, que ahora era un pequeño diamante engarzado al fondo del valle.
—Hace diez días era un hombre libre, luego fui capturado por los romanos, te conocí, huimos de una manera increíble de nuestra prisión. Encontramos en nuestra fuga esas casas destruidas donde hallamos comida y una barca para cruzar el río. Luego, cuando estábamos, una vez más, en las últimas, vimos esa casa y ha sucedido lo que ha sucedido. Hasta ahora hemos conseguido escapar venciendo a seis hombres armados y dos perros.
Mamerco frunció los labios.
—Quizá los dioses estén de nuestra parte.
—¿Por qué? ¿Qué nos reservan?
—No lo sé, tal vez quieran que alcancemos a Ignacio.
Sepio sonrió.
—No lo habría conseguido sin ti. Ni con los romanos ni con tu loco plan para huir de ese granero.
—Tonterías.
—No, no, no son tonterías.
El hirpino le tendió la mano.
—Gracias a ti y a los dioses, que con su benevolencia te han puesto en mi camino.
El romano respondió al gesto estrechando la mano del samnita.
—¿Decididos?
Mamerco asintió.
—¡Decididos!
—Que los dioses nos deparen grandes cosas, amigo mío.
Audax sonrió, pero fue una sonrisa amarga.