XIII

Prisioneros

Mamerco se miró los hierros en las muñecas. Lo habían encadenado a bordo de uno de los carros de la legión, que había sido agregado a los pertrechos de los aliados marsos, a la retaguardia. Mure quería evitar que los compañeros de Mamerco lo traicionaran con alguna mirada cómplice, frustrando el intento de hacer pasar al volsco por un samnita. Por lo tanto, había establecido que el carro que acogería a los prisioneros fuera puesto junto a los de los aliados que no conocían el plan. Al mismo tiempo, para evitar que los marsos hilaran demasiado fino con los prisioneros y con su hombre, había puesto algunos elementos escogidos de la turma de Marco Celio Lupus para escoltar el carro.

El cónsul había estudiado el papel y había instruido a Audax; fingiría ser de Atina, una ciudad en el territorio de los pentros, una de las cuatro tribus principales de la liga samnítica junto a los caudinos, los hirpinos y los caracenos. Una pequeña dorsal montañosa dividía a los pentros del territorio de los volscos, donde había nacido y crecido Mamerco, y la lengua de los dos pueblos, si bien distinta, tenía muchas semejanzas. Mamerco no solo conocía la lengua, sino que, como había sido pastor, conocía lugares y costumbres de la zona, al punto de que podía pasar tranquilamente por un montañés de los alrededores de Atina.

Pero el engaño tenía un límite. Si los prisioneros eran de Atina se corría el riesgo de que Mamerco pudiera ser desenmascarado; por consiguiente, el cónsul esperó a penetrar en profundidad en las tierras de los hirpinos antes de mandar a sus famélicos jinetes a la caza de samnitas.

Mure no debió esperar mucho, al segundo día los exploradores de Lupus habían localizado y capturado a cinco hombres, y Mamerco había sido preparado de inmediato para su nuevo papel de prisionero samnita. Le habían hecho ponerse una túnica mugrienta y dilacerada, lo habían ensuciado de tierra y sangre coagulada. Marco Celio se había preocupado de dejarle en el rostro algún morado realista con sus propias manos y luego lo había hecho encadenar con una cierta comodidad en la caja del carro, cubierto por una tela sucia.

—¿Cómo estás? —preguntó un hombre cubierto con una capa de lana asomándose a la abertura del carro.

—¿Cónsul?

—Sí, soy yo —respondió Mure en voz baja—. He venido a decirte que hemos cogido a cinco hombres, y en este momento Livio se está ocupando de su interrogatorio, luego los traeremos aquí.

—Está bien.

—¿Estás preparado?

—Sí.

Mure asintió.

—Recuerda informarme si hay pentros en el grupo porque tendremos que deshacernos de ellos, ¿entendido?

—Sí, ¿cómo lo haré para comunicarme?

Mure se apartó mostrando a sus espaldas la silueta de Lupus.

—Pídele agua a Marco Celio. Él se ocupará de todo.

—Ese ojo hinchado te sienta de maravilla —se entrometió Lupus.

—Que te jodan —respondió Tito Mamerco Audax.

—Comportaos —intervino el cónsul—, y tú, Lupus, recuerda que responderás en persona por todo lo que le ocurra a nuestro hombre y a los prisioneros.

—Sí, cónsul.

—Ahora vamos. Que la fortuna te acompañe, Mamerco.

Audax asintió.

—Gracias.

Publio Decio se puso la capucha y se alejó del carro junto con Lupus. Tito Mamerco se quedó solo, encadenado al carro. Se miró las muñecas e instintivamente intentó soltarse de los hierros, sin conseguirlo. Era una sensación terrible.

Las voces de algunos soldados interrumpieron su forcejeo, se rindió, por lo tanto, a las cadenas y aguzó el oído hacia el exterior donde se estaban reuniendo hombres. Oyó la voz de Marco Celio que gruñía órdenes con rabia. Sin duda, los samnitas estaban sufriendo las iras de la soldadesca. Era un clásico, en cuanto los oficiales se alejaban, los legionarios desahogaban su rabia reprimida sobre los prisioneros.

Alguien despotricó en el dialecto samnita de los hirpinos. Una maldición o algo por el estilo. Por toda respuesta se desencadenó una violenta paliza. Un soldado trató de calmar a Lupus, que debía de haberse abalanzado sobre un prisionero.

—Lo vas a matar.

—¡Sí! ¡Quiero ver muerto a este sucio perro!

—¡Si te ve el cónsul nos hará pedazos! —respondió un segundo.

La frente de Mamerco se perló de sudor, se preguntó cómo se comportaría si lo descubrieran, si lo capturaran los samnitas, si supieran que era un espía. Luego la lona se abrió y una sombra fue arrojada al interior por media docena de manos. De un salto, Lupus estuvo sobre el carro. Cogió las muñecas del hombre que acababa de empujar al interior y lo encadenó a un anillo de metal fijado a la caja del carro. Lo levantó por el pelo.

—Intenta rebelarte otra vez y te prometo que te mato, asqueroso cabrón —gruñó.

Uno a uno, otros cuatro prisioneros sufrieron el mismo trato y, pocos instantes después, Mamerco compartía el carro con cinco hombres provenientes de quién sabe dónde. La lona se cerró y los soldados de la guardia se alejaron. Estaba oscuro y Audax ya no veía más allá de un palmo de su nariz, solo sintió que el exiguo espacio se llenaba de olor a humanidad, golpes de tos, conatos de vómito y respiraciones afanosas que acababan en gemidos.

—Herenio —dijo alguien refunfuñando entre una respiración y otra—, responde, Herenio, ¿puedes?

Nadie respondió, solo se oyó farfullar algo incomprensible. El gruñido de quien había recibido golpes demasiado fuertes para hablar.

—Hijos de perra, cabrones, malditos romanos, malditos. Comio, ¿dónde estás?

—Aquí, Sepio, esos hijos de puta me han roto la nariz.

Era un dialecto del interior, afortunadamente no era de los montes de Atina, así que no se percatarían de alguna inflexión equivocada.

—¿Ves a Herenio?

—Está aquí, está cerca de mí, pero no responde, está malherido —dijo otro.

—Herenio, estoy aquí, ¿has entendido? Estoy aquí contigo.

—No te oye, Sepio, quizás esté desmayado.

—Pero ¿respira?

—No lo sé. No lo sé, no consigo tocarlo.

Eran hirpinos, Mamerco estaba seguro, comprendía el concepto de lo que decían, aunque en el conjunto perdía algunas palabras.

—Nos matarán —sollozó uno de ellos en la oscuridad—, nos matarán a todos.

—No, Adius, no, ¿para qué cogernos prisioneros si quieren matarnos?

—Para interrogarnos, nos torturarán.

El prisionero que Lupus había arrojado primero en el carro percibió en ese momento la presencia de Tito Mamerco.

—Hay alguien aquí —dijo a los demás antes de dirigirse a Audax—. ¿Quién eres?

—Baja la voz —susurró Tito Mamerco—, o volverán a apalearnos.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo el samnita.

—¡Baja la voz!

—Nos matarán de todos modos —rebatió aquel al que habían llamado Comio.

—No es verdad —susurró el falso prisionero, según lo había instruido Mure—. Me capturaron hace tres días y me han dado de comer y de beber, quizá nos vendan como esclavos o quizás estén recogiendo hombres para hacer intercambios entre prisioneros; de otro modo, ¿para qué mantenernos con vida? En todo caso, bajad la voz, no tengo ganas de que vuelvan a apalearme.

En el carro hubo algunos instantes de silencio.

—¿De dónde eres? —preguntó en voz baja el samnita más cercano a Mamerco.

—Atina.

—Pentros… se ve.

—¿Y tú?

El samnita no respondió.

—¿Sois soldados?

—¿Cómo te llamas? —preguntó el otro, evitando de nuevo dar una respuesta.

—Mamerco.

—Yo soy Sepio Elvio, ellos son Adius, Comio, Nearco y… Herenio. Venimos de Maloenton.

—Hirpinos.

—Sí, hirpinos.

—¿Cómo es la situación en Maloenton? —susurró Mamerco—. A este paso los romanos la alcanzarán pronto.

—La ciudad ya ha alzado torres de defensa y hecho el vacío en torno. Se están disponiendo para lo peor.

—¿Se tienen noticias de las legiones de Ignacio? ¿Cuánto tiempo esperará para intervenir?

—Sin duda, estará haciendo algo —respondió el hirpino.

—Por el momento está dejando devastar toda la región, yo he debido huir precisamente por eso, ¿sabes? Ya no tengo nada. Ovejas, cabras y granja. Se lo han llevado todo.

Sepio asintió.

—Estoy seguro de que pronto hará algo. Todas las ciudades le están mandando ayuda.

—¿Qué harían con nosotros si mañana aparecieran nuestras legiones? —preguntó Comio.

—No aparecerán —respondió aquel al que habían llamado Nearco, con voz autoritaria—; no aparecerán ni mañana ni después, y ahora callad.

Todos dejaron de hablar. Solo quedó el gruñido de los heridos y el llanto sofocado del tal Comio. Mamerco percibió que Nearco debía de ser el jefe o el mayor del grupo. No le había visto el rostro, pero tenía autoridad sobre los otros y quizás era precisamente el hombre al que apuntar para obtener informaciones.

—Yo escapaba hacia el sur —dijo Audax rompiendo el silencio—, confiaba en encontrar un destacamento de los nuestros o una aldea donde me pudieran decir a qué lugar dirigirme para sumarme a una legión.

—¿Sumarte a una legión?

—Claro, Gelio Ignacio está reclutando hombres —respondió Mamerco, irritado, a aquel Nearco—. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarme en mi granja reducida a un montón de cenizas para esperar un nuevo escuadrón de caballería romana?

—Bah, has encontrado el escuadrón de caballería, quizá te hayas equivocado de camino.

Mamerco se puso rígido, sentía una antipatía especial por aquel Nearco incluso sin verle la cara.

—Te puedo garantizar que encontraría el camino incluso vendado.

—¿Y cómo te han cogido?

—Del mismo modo que te han cogido a ti. Es más, yo al menos estaba solo, vosotros os habéis dejado joder siendo cinco.

—Cuidado a cómo hablas, Mamerco.

—¿De otro modo, qué harás? Dime, Nearco, ¿qué harás? ¿Romperás las cadenas? Déjame ver.

—Calmaos.

—¡Cállate, Sepio!

De nuevo se hizo el silencio en el carro y Audax lo rompió otra vez.

—¿Eres el jefe? ¿Eres su comandante? ¿Un centurión?

—No es asunto tuyo.

—Bah, podrás ser su comandante, podrás decir «cállate» a quien quieras de ellos, pero no a mí.

—¿De otro modo, qué harás? ¿Romperás las cadenas?

—No, no puedo, pero desea no estar nunca a un brazo de distancia de mí, porque soy capaz de partirte el cuello.

—No os conocéis —volvió a hablar Sepio—, ni siquiera sabéis qué cara tenéis, estáis magullados, encadenados a un carro de gente venida de lejos para combatirnos, para quitárnoslo todo, ¿y pensáis en mataros el uno al otro?

De nuevo se hizo el silencio.

—Quizá no veamos otro atardecer, ni siquiera somos dueños de estas últimas horas de vida y las desperdiciamos vomitándonos odio.

Ya nadie habló. Permanecieron todos con sus pensamientos y el dolor de los golpes, mientras Audax, en la oscuridad de aquel carro, estudiaba cada movimiento, cada respiración y gruñido que oía. Nearco era un jefe, casi con seguridad un soldado; lo habría podido conducir donde Ignacio, lo sentía. Mantuvo la mirada fija en aquella silueta de rasgos ocultos por la oscuridad hasta que la tensión se lo permitió, luego el sueño llegó implacable y lentamente doblegó su voluntad llevándolo a una dimensión donde ya no existían frío, cadenas y guerra. Una dimensión donde esperaba poder mantener bajo llave, junto con la ficción de los hierros que le sujetaban las muñecas, también sus pensamientos, la pulsión que lo llevaba al odio por aquella gente que le había quitado todo. Debía encerrar en una prisión mucho más inaccesible su verdadera identidad. Cerrar los ojos y no soñar, no agitarse, no hablar en su lengua, controlar su conciencia también en el sueño. Un sueño que duró poco porque la postura obligada sobre aquellas tablas desnudas lo había hecho despertarse continuamente con las articulaciones doloridas. En los raros momentos en que había podido dormirse había oído de lejos el lamento de los heridos y las voces de los centinelas que parloteaban en el exterior del carro. A estos se habían añadido las llamadas y los toques de diana del campamento que le habían quitado del todo el sueño dejándolo en un estado de agotamiento hasta que la luz inundó poderosa el carro junto con el rugido de Lupus.

—¡Despertad, cabrones!

Mamerco estaba enceguecido, en un instante se encontró arrojado fuera, rodeado por puntas de lanzas. Se masajeó las muñecas doloridas, un gemido salió del carro junto con la voz tronante de Marco Celio Lupus y, uno a uno, los otros prisioneros estuvieron fuera. Audax trató de identificar aquellos rostros para asociarlos a las voces que había oído durante la noche.

Nearco, sin duda, era aquel alto e imponente, el rostro oval enmarcado por una barba corvina y el pelo no demasiado largo. Los dos se miraron, sí, solo podía ser Nearco. Aquel de rodillas, de mirada aterrorizada, debía de ser Comio.

Bajo la mirada atónita de los otros, sacaron en brazos un cadáver. Era Herenio.

Luego otros dos prisioneros salieron a la luz. Un muchacho joven sostenía a su compañero herido.

Mamerco y el joven se miraron. Era él, Sepio, estaba seguro.