XXI
El sucesor
—Comandante, se han avistado unos jinetes a cinco millas a oriente, se dirigen hacia aquí con marcha sostenida.
Lucio Cornelio Escipión, miembro de la noble familia romana de los Corneli, iba a la cabeza de la II Legión establecida en el campamento fortificado de Clusium. Apartó el stilus de la carta que estaba escribiendo y alzó la mirada hacia el centurión delante de su escritorio.
—¿Alguien de Umbría?
—Al parecer, sí.
—¿Cuántos son?
—Un centenar.
—Manda a su encuentro un par de escuadrones de caballería, veamos quiénes son y qué quieren. Entre tanto, alerta a la guardia.
—Sí, señor —respondió marcialmente el oficial antes de salir del despacho del procónsul, que continuó con su carta.
Ahora te pido perdón, pero debo marcharme, amigo mío, los deberes del cargo que me has dado me llaman. Se ha avistado un grupo de jinetes que se aproxima a cinco millas del campamento. Sobre un centenar. Demasiado pocos para ser un problema grande y demasiados para ser un problema pequeño.
Voy a ver de qué se trata. Te mantendré informado y espero que tu marcha en territorio etrusco continúe de la mejor de las maneras y que este buen tiempo dure y haga menos ardua tu tarea.
Cuídate, tienes una edad, Quinto Fabio, ¡cada tanto deja correr a los exploradores en tu lugar!
Espero con ansiedad tus noticias. Vale,
LUCIO CORNELIO ESCIPIÓN BARBADO
—¡Jinetes romanos!
Larth alzó la mano para detener la marcha de los suyos.
—¡Detengámonos aquí!
Viridomaros lo fulminó con la mirada.
—¡No, vamos! —le dijo en una rudimentaria pero comprensible lengua etrusca.
—Es inútil, Viridomaros —respondió Larth—, no los han mandado para entablar un combate, solo para saber quiénes somos. ¿Entiendes? Si avanzamos volverán a alertar a los del campamento, esa es su tarea.
—Dice que es de cobardes —intervino Kuretus, traduciendo las imprecaciones del senón, que desenvainó la espada.
—¿Quieres demostrar tu valor con esos pocos caballeros o vencer a toda la legión, Viridomaros? —preguntó Larth.
El galo no respondió, pasó por delante del etrusco, oscureciéndolo con su mole, y le lanzó una sonrisa en la cual se leía todo el desprecio que sentía por él. Luego golpeó con los talones, seguido por los suyos. Seguido por todos, porque también los umbros partieron al galope, Kuretus el primero.
Cuando el ruido de los cascos y el titilar de los jaeces estuvieron lejos, Larth sacudió la cabeza. Se volvió hacia los suyos, que, silenciosos, lo miraban, y en el grupo vio el rostro de un muchacho que no recordó dónde había visto antes.
—¿Tú quién eres?
—Thucer, el hijo de Kuretus.
—Sí, recuerdo el día de vuestra llegada a su tienda.
—Sí.
—¿Tú no vas a la caza de cabezas?
Incómodo, el muchacho vaciló antes de dar una respuesta.
—Mi padre me ha dicho que esperara aquí.
—Es uno de los pocos pensamientos inteligentes que se han tenido hasta ahora.
—Para ellos —respondió Thucer, cohibido—, un acto de coraje vale más que cualquier otra cosa.
El etrusco asintió, luego se volvió hacia Hulx.
—Vuelve donde Ateboduus y dile que hemos tenido contacto con los romanos.
—Sí.
—Dile que se reúna pronto con nosotros.
Hulx espoleó el caballo al galope hacia el camino de donde habían llegado, dejando de nuevo al grupo en el más absoluto silencio, roto por el gorjeo de algún pájaro que saludaba a la primavera. Larth alzó la mirada para entender qué hora era por la posición del sol, luego razonó en voz alta.
—Gracias al arrojado acto de valor de nuestro Viridomaros y de todos los demás que han ido detrás de él —dijo para evidenciar también el gesto de Kuretus, sin mencionar su nombre—, podemos decir adiós al elemento sorpresa, que tantas vidas habría podido ahorrar esta tarde.
Valoró la distancia de una colina más alta que las otras, precisamente de donde habían aparecido los jinetes romanos.
—Alcancemos esa colina y veamos si desde allí arriba podemos hacernos una idea de la situación y realizar un plan de ataque. Siempre que no se decida lanzarse encima de la empalizada del campamento romano hasta que se venga abajo.
Los etruscos partieron al galope hacia el destino que su comandante había indicado, y una vez alcanzada la cima de la colina, bajaron de sus cabalgaduras para observar el territorio circundante. Hacia el oeste, vieron el campamento romano, y poco más allá, la ciudad de Clusium. Larth expidió de inmediato a un segundo jinete para alcanzar a Hulx y Ateboduus, y conducirlos donde ellos sin perder tiempo, luego mandó a algunos exploradores a registrar la zona. Abrió un mapa, lo puso en el suelo manteniéndolo firme con un par de piedras y empezó a consultarlo hasta que el ruido de caballos al galope llamó su atención.
—Son senones, están volviendo —dijo Thucer, señalando al grupo que llegaba.
Larth enfocó las figuras que se acercaban pendiente arriba. Vio a Viridomaros, que cabalgaba orgulloso, sosteniendo en la mano una lanza sobre la que estaba clavada una cabeza con la boca abierta de forma siniestra. Detrás de él, descollaba el rostro morado de Kuretus, seguido por otros guerreros eufóricos.
Alcanzada la cima, los hombres bajaron de sus cabalgaduras jactándose de la acción apenas emprendida. Viridomaros se acercó a grandes zancadas al portavoz del zilat y clavó el asta de la lanza sobre el terreno a un palmo del pergamino. El impacto hizo sacudirse el macabro trofeo y una salpicadura de gotas rojas ensució el mapa.
—¡Ahora saben quiénes somos! —rugió el senón, seguido por los alaridos de alegría de los otros. Tenía la mirada endemoniada y el rostro manchado de sangre y polvo que se había espesado con el sudor dibujando unas líneas oscuras.
Larth alzó la mirada sobre la pica, hacia la cabeza con los ojos entornados que dejaban entrever el blanco de los globos oculares. Luego miró a Viridomaros, sus pensamientos estaban tan lejos que ningún intérprete hubiera podido hacerlos entender.
Lucio Cornelio Escipión miró la herida en la sien de su tribuno mientras el médico se disponía a hacerle un vendaje sumario.
—Han aparecido del bosque como demonios vomitados por los infiernos y nos han atacado.
—¿Estás seguro de que eran senones?
—El que los mandaba era un gigante rubio que aullaba blandiendo una espada enorme. Eran galos, galos senones.
—Pueden ser un grupo de dispersos —razonó en voz alta el pretor—. O la vanguardia de un gran grupo aproximándose.
—Vuelvo afuera para verificarlo, comandante.
—No, tú te quedas aquí tranquilo, esa herida no debe descuidarse. Y luego es mejor no arriesgarse a perder más hombres inútilmente. Mostremos nuestra musculatura. Saldremos en bloque, si está llegando un gran contingente es mejor acogerlos en un terreno favorable para nosotros, fuera del campamento.
—¿No conviene esperar aquí y ver cuántos son? Quizá no sean suficientes para sitiar el campamento.
—No, aunque no fueran suficientes, no podemos mostrarnos temerosos, incluso a los ojos de los mismos habitantes de Clusium, que con seguridad se unirían al enemigo. Podríamos quedar atrapados en un largo y peligroso asedio. Mejor hacer salir a la legión y alinearla donde pueda maniobrar más fácilmente. Mantendremos el campamento como alternativa para retroceder. Los afrontaremos con espada, no con escudo.
Hulx alcanzó a Larth al atardecer, con Ateboduus y todo su séquito de combatientes a pie.
—No hay tiempo que perder —dijo el portavoz del zilat al rix—. Es preciso ganar rápidamente la cima de la colina, los romanos se han movido del campamento. ¿Me entiendes?
Ateboduus no respondió, se hizo traer una cantimplora de la cual bebió antes de notar, con una pizca de envidia, el nuevo trofeo que Viridomaros exhibía sujeto a los jaeces del caballo.
—¿Dónde demonios está el intérprete? ¿Dónde está Aker?
—Estoy aquí —dijo el pequeño esclavo, apareciendo de entre los gigantescos portadores de escudo del rey.
—Gracias a los dioses. Aker, dile al rix que los romanos han salido del campamento, no hay un momento que perder. Debemos tomar posición en la cima de esta colina.
Aker tradujo, y Ateboduus incineró al portavoz del zilat con la mirada. El esclavo se aclaró la voz con un cierto embarazo.
—Dice que no recibe órdenes de ti, que él es quien manda.
El etrusco tragó ese bocado amargo. Maldijo para sus adentros al zilat por haberlo puesto a hacer de niñera de aquel mercenario tosco e ignorante, al que habría matado con gusto en aquel momento. Reformuló entonces la solicitud con maneras más amables y toda la falsedad del caso, dando a entender que quien ocupara la posición elevada de la colina tendría grandes posibilidades de victoria. El rix se aseguró de que las solicitudes de Larth fueran dirigidas a él de manera casi servil. Luego ordenó a sus jinetes y a Viridomaros en particular que se escondieran en el boscaje sobre el lado izquierdo de la colina para cargar contra los romanos desde el flanco en cuanto las dos alineaciones hubieran entrado en contacto. Luego dio disposiciones a los umbros para que se pusieran sobre la derecha, listos para implicar a los romanos sobre el flanco izquierdo, y solo cuando hubo terminado su larga serie de órdenes hizo avanzar a los suyos por la pendiente, ignorando a Larth, que, finalmente, respiró con alivio.
—Coge un caballo y písame los talones —dijo el etrusco a Aker.
—¿Un caballo? —preguntó el otro, atónito.
—Claro, ¿cómo piensas seguirme para hacer de intérprete entre Ateboduus y yo?
El esclavo sacudió la cabeza.
—Solo los guerreros nobles poseen un caballo.
—Ahora te procuraré uno.
—¿Estás loco? No sé montar a caballo y, además, Ateboduus me cortará la cabeza en cuanto me vea montado en una silla.
Larth despotricó preguntándose si la idea de coger a los senones para combatir no les haría perder la guerra en vez de ganarla.
—Mi hijo te seguirá y te hará de intérprete —intervino Kuretus, que se había quedado en las inmediaciones con los suyos. Señaló al muchacho, que estaba a su lado—. Será tu sombra, de modo que puedas comunicarte con umbros y senones.
Larth examinó a Thucer; habría preferido a Aker, con el cual ya había establecido una relación de confianza, pero no tenía muchas otras alternativas. Aquel joven umbro era mejor que nada.
—Está bien, gracias, noble Kuretus.
El nerf asintió.
—Ve con ellos, no los pierdas de vista, Thucer.
—Sí.
En el rostro grave y tenso de Kuretus apareció una sonrisa.
—Y no te acostumbres demasiado a hacer de observador —le dijo, poniéndole la gran mano sobre el hombro—, porque en la próxima batalla estarás conmigo, a mi lado. Guiarás mi carro.
También el muchacho sonrió, tocado por aquellas palabras.
—Será un honor, padre.
—Ahora vete y recuerda —continuó Kuretus en voz baja—, si las cosas se ponen mal, vuelve donde yo esté.
—Está bien.
El jefe umbro subió a su carro de guerra; Thucer, a su caballo.
—Padre…
Pero Kuretus ya había partido, su yelmo había desaparecido entre los jinetes umbros que lo seguían.
—… Te quiero.
Los exploradores romanos llegaron a las pendientes de la colina al galope en la incierta luz de la tarde y comenzaron a remontar la ladera, sin demasiadas precauciones. Las órdenes de Escipión habían sido perentorias, había que alcanzar la cumbre del cerro y mantener la posición, para permitir que la legión se dispusiera de la mejor manera y aprovechar la ventaja que ofrecía el terreno, en caso de batalla.
Desde el interior de sus yelmos, los exploradores incitaron a los caballos hacia la cima, donde fueron embestidos por una lluvia de flechas tiradas desde cerca. Un oficial aulló el alto e inmediatamente después tres dardos lo alcanzaron en rápida secuencia en pleno pecho. Cayó hacia atrás mientras los demás jinetes intentaban escabullirse de aquella letal lluvia de muerte que llegaba desde la oscuridad de la vegetación. En cuanto dejaron las flechas, los galos irrumpieron desde el flanco de los jinetes rematando a los que quedaban a golpes de hacha. Ninguno se salvó y a Larth le costó contener el entusiasmo de los senones, que se lanzaron a una orgía de estragos, depredando los cadáveres antes de decapitarlos.
—Maldición, los romanos estarán aquí en cualquier momento. ¡Dile que vuelva a su posición! —aulló Larth a Thucer.
El muchacho vaciló un instante; no era sencillo intimidar a esos colosos endemoniados a la caza de trofeos.
—¿Has entendido?
El joven umbro asintió. Empezó a bracear indicando a los guerreros que volvieran a esconderse en el silencio, pero todos lo ignoraron. Entonces Larth mandó a Hulx a buscar a Ateboduus y solo la llegada del rix con su carro de guerra calmó durante un momento los ánimos devolviendo una apariencia de orden. El etrusco consiguió hacer alinear a los hombres y hacerlos callar. Los escondió apenas debajo del cerro, sobre la vertiente opuesta a la dirección de marcha tomada por los romanos y luego se adelantó con los suyos para ver de cerca el movimiento de la legión.
Agazapado detrás de algunas matas, observó la masa oscura de los romanos que se acercaban marchando en silencio. Entre el tintineo de los colgantes y el rumor acolchado de miles de pasos, Larth intentó identificar los pendones y la posición del comandante. Permaneció largamente mirando su disposición en columna y vio a un grupo de jinetes que avanzaban escoltando a un hombre que llevaba un yelmo de vistoso penacho.
—Volvamos donde Ateboduus —susurró a los suyos antes de llegar a los caballos que habían escondido a poca distancia bajo la guardia de Thucer. Montaron en la silla y lanzaron las cabalgaduras al galope volviendo nuevamente hacia la cima de la colina, donde alcanzaron a los jefes senones alineados bajo las enseñas de los respectivos clanes.
—Son todos tuyos, rix —le hizo decir al umbro—, mata a su jefe y aniquila a la legión romana. Coge la gloria que te corresponde, gran Ateboduus.
El rix quiso tomarse su tiempo antes de asentir, quería dar a entender a Larth que era él quien establecía el ritmo de ataque. Cuando decidió que el momento había llegado hizo un gesto a sus portadores de escudo para que avanzaran en silencio con el fin de alcanzar a los guerreros de las propias tribus y que estuvieran listos a la señal de ataque.
Lucio Cornelio Escipión oyó que uno de los centuriones de cabeza daba la voz de alarma e inmediatamente después vio aparecer sobre la cresta de la colina una selva de enseñas, lanzas, yelmos, y las inconfundibles siluetas de los carnyx —los altos instrumentos de viento gálicos, con cabezas estilizadas de animales mitológicos— resplandecieron a la luz de la luna.
En pocos instantes, el comandante de la Segunda entendió la gravedad de la situación. Había llevado a la legión fuera del campamento para alinearla en una posición favorable, pero aquella posición favorable estaba ocupada por las tropas enemigas. No podía dar la espalda a los galos para tratar de llegar de nuevo al campamento fortificado y no podía quedarse quieto en aquel despeñadero escarpado desde el cual, en breve, le llovería encima. Solo podía avanzar y confiar en no tener enfrente ingentes fuerzas.
—El plan del zilat toma forma —dijo Hulx a Larth, olvidándose de la presencia de Thucer a poca distancia.
—Sí —rebatió el otro—; nuestro Ateboduus cree que va a recoger botín y gloria, pero se atraerá también la culpa y las iras de los romanos. Si todo va como está previsto, Ruliano no tardará en lanzar sus legiones sobre los galos y los umbros, aflojando la presión sobre nuestras tierras.
—¿Es por eso que has insistido en poner a los umbros sobre el flanco de la alineación?
—Exacto, sus enseñas serán mucho más visibles sobre esa vertiente, separada del grueso de las filas de los senones; además —añadió Larth—, una vez liberada Clusium podremos decidir si marchar con los senones contra los romanos o dejar que se las apañen solos y actuar por nuestra cuenta, penetrando en territorio romano directamente desde la región al sur de Clusium.
—Pero eso no es lo que ha dicho el zilat.
—No, es idea mía, pero me parece excelente.
Hulx asintió, dubitativo y atemorizado por las decisiones individualistas de Larth, mientras a sus espaldas Thucer escuchaba con los ojos desencajados. El muchacho comprendió que debía avisar cuanto antes a su padre. Los hombres tan idealizados por Kuretus, en realidad, estaban utilizando a los guerreros de la alianza solo para sus objetivos. Umbros y senones no eran más que la carne de cañón de los etruscos. Los sacrificarían a todos con tal de vencer a los romanos, mejor dicho, cuantos más hubieran muerto, más beneficios extraerían los etruscos.
Hulx miró a su alrededor para comprobar la alineación y solo en aquel momento se percató de que Thucer estaba a sus espaldas. El etrusco excavó con mirada penetrante en el ánimo del muchacho para entender si este había oído algo de aquella conversación. Thucer trató de no despertar sospechas, pero sabía que aquel hombre lo estaba estudiando atentamente. Tragó saliva mostrando indiferencia hasta que el lúgubre aullido del carnyx llenó el cielo haciendo desistir a Hulx. Era la señal de inicio a la que siguió una oleada de gritos de guerra que rompió la oscuridad de la colina.
Miles de guerreros senones empezaron a moverse para atacar las alineaciones romanas, y en ese instante Thucer se preguntó si lo correcto era seguir a los jinetes etruscos, como le había ordenado su padre, o alcanzarlo inmediatamente para informarle de cuanto había oído. Miró a su alrededor. Los senones avanzaban a trechos, luego se detenían, sacudían juntos los escudos y las espadas y alzaban al unísono su grito de guerra como un rugido gigantesco que hacía temblar el terreno.
El caballo se espantó y Thucer tuvo no pocos problemas para mantenerlo quieto, tratando de calmarlo. Además, la masa de guerreros escondida más allá de la cresta de la colina avanzaba extendiéndose; en aquel recorrido había englobado a los jinetes etruscos y a Thucer. Algunos guerreros habían empezado a avanzar más rápidamente saliendo de la masa. Procedían ufanos, desafiando a los romanos en duelos individuales, mostrándoles su potencia y la ferocidad de su gente. Avanzaban duros, decididos y amenazantes, jactándose de las victorias y el valor de sus antepasados. Algunos estaban semidesnudos, otros llevaban una sencilla capa, otros más estaban cubiertos por placas de bronce y yelmos de hierro. Todos querían su cabeza romana para exhibir y marchaban decididos por la tierra de nadie que separaba las dos alineaciones.
Receloso, Hulx se volvió nuevamente hacia él y, al fin, susurró algo al portavoz del zilat, a su lado. También este se volvió para mirarlo en medio de la marea humana que avanzaba.
Fue en aquel momento que Thucer decidió que debía alcanzar a su padre para advertirle de lo que había oído. En aquella confusión habría podido escabullirse sin despertar demasiadas sospechas y alejarse rápidamente de aquellos dos. Pero para hacerlo debía rodear toda la alineación y pasar del lado opuesto para alcanzar la posición de los umbros en el valle de abajo. Miró a su alrededor, rodeado por los guerreros que avanzaban inexorables como el vertiginoso curso de un torrente. Si hubiera seguido su flujo, habría acabado contra la legión romana. Apretó entonces las piernas para tratar de dirigir el caballo hacia la retaguardia, pero el cuadrúpedo empezó a relinchar, espantado, atrapado en aquel cerco humano.
Un estruendo precedió al choque de las dos alineaciones. Miles de astas y escudos toparon entre ellos cubriendo todos los demás ruidos. Sintió el silbido y la estocada de centenares de proyectiles que llenaron la noche. Flechas, piedras, lanzas y gritos de guerra, de dolor y de terror. De gente arrollada y pisoteada. Aullidos de ayuda. Aullidos de muerte. Relinchos de caballos, batacazos, el clangor de las trompetas, el constante gañido de los carnyx y el hedor acre y nauseabundo de humanidad comprimida en aquella reyerta oscilante; el de los caballos, el estiércol, el sudor, el cuero, la grasa, el pis y el hidromiel, que había corrido a mares antes del enfrentamiento.
Y, por encima de todo, destacaba el hedor metálico de la sangre.
Una piedra salida de la nada lo golpeó de refilón en el rostro. El muchacho lanzó un grito antes de llevarse la mano al pómulo. Intentó volver atrás, encontrar una salida a aquel caos. Tiró de las riendas y el caballo se encabritó, enloquecido; le aullaron que se quitara de en medio entre empujones y golpes con los escudos, hasta que el animal cayó de lado y empezó a patalear. Un senón recibió una coz en el muslo y se desplomó con la pierna rota. Sin demasiados miramientos, el guerrero que estaba a su lado clavó la lanza en el cuello del caballo, sin que Thucer pudiera hacer nada por impedirlo. Un segundo golpe, un tercero, intervino otro guerrero que remató al animal dejándolo en el suelo entre espasmos. Thucer sacó la pierna que le había quedado atrapada debajo del caballo y un chorro de sangre le cayó sobre el rostro. Se levantó con los ojos cerrados, mientras la multitud que se agolpaba para continuar adelante lo iba empujando.
Procuró contrarrestar aquella fuerza, pero todos se habían convertido en gigantes ahora que iba a pie. Había caído en medio de una vorágine, de una muchedumbre ensordecedora, y debía salir de allí lo antes posible para alcanzar a su padre e informarlo de cuanto había oído decir a Larth. Se escabulló, buscó un paso a pesar de la oscuridad y la multitud. Chocó contra un muchacho, y un segundo empujón lo hizo caer al suelo, donde permaneció un instante para recuperar el aliento. Se pasó la mano por el pómulo dolorido y la miró; estaba bañada de sangre. En torno a él se movían sombras que iban en la dirección opuesta, pero le pareció que tenía más espacio, como si la concentración de la multitud hubiera disminuido. Debía de estar en la retaguardia, donde comenzaban a afluir los dispersos y aquellos que, heridos, conseguían volver atrás.
Se levantó, tambaleándose, procurando entender en qué punto se encontraba para alcanzar a su padre y se encaminó a la derecha de donde la masa se había dirigido. Se adentró en la mancha boscosa que bordeaba la vertiente de la colina y bajó por ella para alcanzar el claro donde se habían reunido los umbros a la espera de la batalla. De algún modo los alcanzaría.
Entre aquellos árboles, los alaridos de la batalla se atenuaban, pero la oscuridad se hacía densa, obligándolo a avanzar con la cabeza gacha y cubriéndose el rostro con las manos para protegerse de las ramas que lo azotaban, hasta que algo lo inmovilizó.
Había oído una tos. Alguien respiraba afanosamente un poco más adelante. Thucer percibió una sombra que avanzaba apoyándose de tronco en tronco. Era un hombre herido que había conseguido alejarse del enfrentamiento para hallar refugio en la fronda y sin saberlo se dirigía hacia él.
El muchacho se quedó clavado en la posición en que se encontraba, con la mano tendida hacia delante y el corazón latiéndole en las sienes. Luego el equilibrio precario lo obligó a dar un paso y una rama se partió bajo su pie con un chasquido.
La sombra se detuvo; escrutó en derredor, y Thucer permaneció inmóvil, convirtiéndose a su vez en sombra.
Dos presencias oscuras que estudiaban el peligro a pocos pasos sin poderlo ver.
El joven umbro tragó saliva. Con la boca seca y las piernas rígidas que no querían moverse, pero que, al mismo tiempo, parecían aflojarse. Buscó con la mano la espada y la desenvainó con un gesto demasiado tenso para pasar inadvertido.
Fue como si los dioses de pronto hubieran infundido el soplo vital a la sombra que estaba frente a él, que se puso en guardia, volviéndose enorme; sujetaba con fuerza la espada corta de hoja veteada con un líquido viscoso que brillaba bajo la luna. Se trataba de un legionario, un herido que se había echado al monte, y por una extraña broma del destino había tropezado con el joven umbro.
Sus ojos despiadados brillaron un instante saliendo de la oscuridad y Thucer se sintió ya muerto, atravesado por aquel hierro frío impregnado de la sangre de otros.
Invadido por una llamarada de calor, el muchacho apretó la empuñadura de la espada y retrocedió un par de pasos. No estaba listo para enfrentarse a aquel hombre, pero no podía darle la espalda y huir, no podía, ni siquiera él sabía por qué. No sabía si era más fuerte el miedo a morir o el temor a ser un cobarde.
El romano dio un paso hacia delante, luego se puso a toser y se tambaleó. Con la mano desarmada se apretó el costado, mientras Thucer lo miraba, inmóvil, con la espada levantada. El umbro comprendió en aquel momento, viendo al adversario buscando apoyo en un tronco, que saldría vivo de aquel encuentro. Se armó de valor y rodeó el letal obstáculo sin apartar los ojos de su espada, y cuando hubo puesto un poco de distancia de la sombra que se desplomaba exhausta cerca de un árbol, se puso a correr tan rápido como pudo. Debía correr hacia el bullicio, hacia la enloquecida batalla que arreciaba fuera de aquel bosque, como si en aquel momento fuera un sitio más seguro que aquel que estaba dejando.
Evitó las matas, sorteó los árboles, luego corrió, corrió desatinadamente hendiendo aire y ramas a golpes de espada para abrirse paso, y, finalmente, se encontró en el límite del bosque, donde por poco no se topó con dos hombres que se alejaban sosteniéndose mutuamente.
Respirando hondo, salió al descubierto y se encontró en un paisaje irreal iluminado por las últimas luces del ocaso. Serpenteó boquiabierto entre los restos de aquel que debía de haber sido el primer impacto con los romanos. Superó a dos hombres en el suelo y a un tercero que jadeaba sujetándose las vísceras. Paso a paso el terreno devolvía las consecuencias del enfrentamiento. Escudos, yelmos desfondados y espadas con la hoja partida. Muertos, decenas de muertos, quizá centenares y heridos como sombras que buscaban de algún modo arrastrarse lejos de los infiernos para volver al mundo de los vivos.
Una mano ensangrentada se alargó hacia él pidiéndole ayuda. El muchacho retrocedió, atónito, confuso y desorientado. Alguien aullaba, a poca distancia un caballo gorgoteaba en el suelo sin moverse; la rueda de un carro volcado chirriaba lentamente en sus últimas vueltas. Nunca había visto nada similar y se quedó horrorizado, mirando atontado aquella rueda con su monótono ruido que le penetraba el cerebro como un reclamo.
Thucer observó aquel carro volcado en la oscuridad. Tragó saliva y comenzó a acercarse sin mirar dónde ponía los pies. Tenía la mirada fija en el armazón de madera y los jaeces en cuero rojo mientras el estruendo de la batalla se perdía a lo lejos dejando solo el ruido de aquel chirrido.
El muchacho se detuvo. La rueda dio una última vuelta.
Era el carro de su padre.
Una mano salía desde debajo del carro. Thucer tiró la espada y trató de levantarlo. Le costó ponerlo sobre un lado sirviéndose de la fuerza de la desesperación. No fue necesario mirar el rostro del cadáver, ni siquiera tuvo que darle la vuelta. Lo identificó de inmediato por las trenzas, la capa y aquella mano nudosa. Era el cantero de su ciudad. Un hombre que trabajaba la piedra. Un tipo rudo y poco cordial que tenía la tienda cerca de la entrada principal. Lo había visto siempre, desde que era niño, aunque nunca había tenido relación con él. Todo lo que conocía de él era el ruido de su cincel, que marcaba el paso del tiempo en Tifernum. Ahora el tiempo de su ciudad ya no tendría sonido.
Miró a su alrededor, dos romanos yacían uno encima del otro, desordenados, con los rostros completamente manchados de sangre. Observó la dirección de marcha del carro antes de volcar y a una decena de pasos reconoció la capa de su padre, que cubría un cuerpo colocado bocabajo sobre los restos de un escudo roto. Desde la capa, el asta de una lanza descollaba hacia el cielo, que se teñía de negro.
A Thucer le costó avanzar hacia él. Sacudió la cabeza y tragó saliva. No podía ser.
Se arrodilló y con la mano temblorosa apartó el pelo del hombre. El rostro de Kuretus, con los ojos desencajados y la boca abierta lo miraba, fijo, desde los infiernos.
La vista se le nubló, tenía un nudo en la garganta. Thucer se inclinó hasta apoyar su frente en la sien inmóvil de su padre y rompió a llorar. Lloró, lloró desesperado. Lloró como un hijo llora por su padre, lloró por todas las veces que había deseado lo que ahora estaba viendo. Por todas las veces que lo había odiado, por las veces que lo había maldecido, por las veces que habría querido huir lejos de él.
—Padre. —Lo acarició con la boca contraída, los ojos semicerrados y la cantinela de su llanto, el sonido más humano entre los miles que seguían elevándose en la batalla que arreciaba a un centenar de pasos de allí—. No me dejes solo, te lo ruego.
Le tocó suavemente la cabeza, alzó la mirada al cielo, donde la luz de la luna se filtraba entre las nubes oscuras.
—Perdóname, te lo ruego; perdona todo lo que he pensado de ti, perdona mi estupidez.
En su mente las imágenes de aquella vida juntos empezaron a moverse. La constante y opresiva presencia física de su padre y, al mismo tiempo, aquella insuperable distancia afectiva. Volvió a acariciar con delicadeza aquel rostro petrificado en el último alarido, mirando el pelo que se le escapaba de entre los dedos. Lo besó en la frente comprendiendo en aquel momento que nunca lo había hecho antes. Entonces buscó de nuevo aquel contacto, en la sien, en la mejilla. Aquel roce que nunca había existido en vida y que ahora parecía ser lo único que podía paliar su dolor.
Un hilo de baba se unió a las lágrimas.
—No me abandones, padre.
—¡Vete!
Thucer se volvió de golpe. Una sombra se acercaba, tambaleante. El brazo herido, colgando, la mano que presionaba sobre el hombro.
—¿Quién eres? —sollozó el joven.
La sombra se acercó lo suficiente para hacerse reconocer. Era Turscu, uno de los portadores de escudo de su padre, el auriga que guiaba su carro.
—Vete, Thucer, vete mientras puedas.
En aquel momento, las palabras de Kuretus resonaron en la mente del muchacho: «Si muero, estarás solo y deberás huir como el viento, más rápido que el viento».
Turscu se detuvo delante del joven. Tenía el brazo manchado de sangre. Hizo un movimiento de la cabeza que llevó la mirada de Thucer sobre la lanza clavada en la espalda del nerf.
—Lo han alcanzado desde atrás.
La desazón se tornó desesperación en los ojos del joven. Era verdad, la lanza en la espalda significaba un golpe recibido desde atrás y Kuretus nunca habría dado la espalda a la batalla. Lo confirmaba también la posición del cuerpo respecto de la del carro. El comandante umbro estaba impulsando a los suyos contra los romanos. La muerte le había llegado por la espalda.
—¿Enumek?
—No lo sé —respondió el auriga, triste—, quizás uno de los suyos, quizás un error, quién sabe. Lo que es seguro es que Enumek ocupará el puesto de Kuretus.
«Sin mí, también mis partidarios tendrán miedo de Enumek y con toda probabilidad tomarán distancias de cuanto he hecho hasta este momento para escupir sobre mi nombre mientras mi cadáver esté aún caliente».
Turscu se acercó al joven y le puso la mano sobre el hombro.
—¡No tienes futuro, vete! Vete o te matarán esta misma noche.
Thucer se puso de pie, con el rostro anegado por las lágrimas.
—¿Dónde?
—Lejos, lo más lejos que puedas. Hasta los infiernos si es preciso.
Se volvió hacia su padre, reunió todas sus fuerzas, aferró el asta de la lanza y la arrancó de la espalda, apretando los dientes. Se quedó un instante mirándola entre las manos y luego con un gruñido de rabia la arrojó lejos. Hacia la luna, hacia la batalla, hacia aquellos que se lo habían arrebatado todo.
Se inclinó de nuevo y trató de levantar del suelo el cuerpo poderoso de Kuretus, sin conseguirlo.
—Déjalo, yo me ocuparé de él.
—¡No! —rugió entre sollozos—. El cadáver del nerf no puede permanecer aquí, abandonado en el campo de batalla. El señor de Tifernum dejado en medio de los cadáveres de los enemigos.
—No se abalanzarán sobre su cuerpo, Thucer, le darán la importancia y la ceremonia que merece. Se ensañarán sobre los vivos, no sobre los muertos. Kuretus ya no es un enemigo, es el pasado.
—El pasado —repitió el muchacho, extraviado.
—Ahora vete.
—¡No!
Turscu sacudió la cabeza.
—Te matarán.
—Deberán hacerlo por la espalda o mientras duerma —respondió, alejándose hacia el carro—. Ayúdame a enderezarlo.
El auriga vaciló.
—Lo has servido y reverenciado hasta hace poco, ¿ahora qué haces? ¿Tienes miedo de un muerto? ¿O de tu pasado?
—Perdóname, Thucer, también yo me he quedado sin guía, como tú. He llevado su carro durante doce años y era un símbolo para toda Tifernum, ahora ya no soy nada, pero esto poco importa. Tienes razón, un nerf no puede estar aquí —continuó el auriga—, lo pondremos sobre su carro, con sus armas y su escudo, exactamente como corresponde a un noble umbro, y lo conduciré por última vez al reino de las sombras.
En silencio y con esfuerzo el hombre ayudó a acomodar a Kuretus sobre el carro. Thucer cerró los ojos del cadáver, acomodó las manos, el yelmo y las armas, sin preocuparse de aquellos que poco a poco regresaban, exhaustos y heridos. Solo el rumor de los cascos de un grupo de jinetes que llegaban lo apartó de su tarea.
Eran los etruscos.
Larth aflojó el paso para que el caballo no se hiriera con los restos del campo de batalla. Miró hacia delante, donde el enfrentamiento llegaba a su fin. Los romanos se habían encontrado rodeados y habían caído bajo el ímpetu de los senones. En su huida se habían topado con los umbros y los jinetes de Viridomaros, que los habían cogido en una mordaza sobre los flancos. Mirando en torno, el etrusco comprendió que el combate había sido duro y había dejado el terreno esparcido de cadáveres de ambas alineaciones.
Vio a dos hombres acomodando un cadáver sobre un carro y se acercó al paso. Se quedó sorprendido al ver allí a Thucer, la última vez lo había visto al inicio de la batalla, luego se había olvidado por completo de él. Intuyó lo que podía haber ocurrido y cuando llegó junto al carro tuvo la confirmación.
—Mi padre ha muerto por la causa.
Larth asintió en silencio.
—Yo soy su sucesor.