IX
Bellum Justum
Hulx se ajustó la capa, aterido. Había cabalgado sin pausa después de dejar en plena noche el campamento de los galos senones, seguido por el reducido grupo de jinetes que Larth le había confiado. Había recorrido al revés el camino hecho a la ida, atravesando de nuevo los Apeninos, donde, sobre la vertiente occidental, había encontrado un espeso manto de nieve que había hecho arduo el descenso. Un accidente había aflojado su marcha cuando uno de los hombres resbaló sobre el hielo que cubría una cresta de roca, precipitándose en el vacío junto con su cabalgadura.
Una vez abajo se había concedido algunas horas de sueño en una aldea y desde allí había alcanzado con una etapa sin paradas la ciudad de Aritim, donde se había dado cuenta de que se había puesto en marcha sin haberse hecho dar por Larth un salvoconducto de reconocimiento. Dado que no tenía dotes diplomáticas, Hulx había confiado en su tono firme para obtener caballos del comandante de la guarnición local. El asunto le había costado el parón de una hora, durante la cual tuvo que aguardar con rabia a que su solicitud remontase la escala jerárquica de las personalidades de Aritim hasta el magistrado local que, después de haber hablado con él, se había convencido de dejarle los caballos.
Después había apuntado hacia el sur, hacia Clevsin, tratando de recuperar el tiempo perdido para alcanzar lo antes posible al zilat, que sabía que estaba llegando desde esa dirección. La loca carrera le costó los tendones a su caballo, que cedió a mitad de camino, y acabó desplomándose bajo sus piernas. Hulx se las apañó con algunos morados y un corte en la frente, pero no desistió. Cogió el caballo del guía, al que ya no necesitaba, y prosiguió con los hombres de la escolta, perdiendo otras dos cabalgaduras antes del avistamiento de las vanguardias del ejército.
Los jinetes que Hulx y los suyos cruzaron en su camino estaban avanzando hacia el norte, esparcidos por el valle. Uno de estos, con un vistoso yelmo crestado, avanzó al trote escoltado por su escuadrón, con la machaira, el sable corto y curvo, firmemente en la derecha.
—Me llamo Hulx, de la familia de los Velathri, traigo un mensaje muy importante para el zilat de parte de Larth de los Thefrinai.
—Déjame ver el salvoconducto.
Hulx fue recibido por el zilat solo al día siguiente, cuando sus imprecaciones llegaron a un comandante de la caballería, que lo reconoció. Este le hizo quitar las cadenas y habló con su superior, que, a su vez, informó al propio general de la llegada de aquel correo que Larth había mandado.
—Estamos en guerra, Hulx —dijo Vel Lathites, el zilat mech rasnal, el jefe supremo de la liga etrusca, acogiéndolo en su inmensa tienda, que hacía de despacho—. No puedes ir por ahí sin un salvoconducto que lleve mi sello o el de tu comandante.
—Lo sé, zilat —respondió este, abatido—, pero era absolutamente necesario verte cuanto antes.
Vel Lathites sacudió la cabeza, contrariado, mientras un sirviente llegaba con su coraza de bronce lustrada como un espejo.
—Ciertas negligencias podrían costarte la vida. Los exploradores no se lo piensan dos veces antes de matarte si no tienes un salvoconducto.
—Sí, señor —gruñó Hulx, mortificado.
—Ahora oigamos ese mensaje importante.
Hulx se aclaró la voz mientras el zilat se disponía a ponerse la almilla de cuero.
—Larth me ha dicho que te alcanzara cuanto antes para decirte que los senones se pondrán muy pronto en movimiento.
—Esa es una buena noticia.
—El problema es que se moverán con miles de personas detrás, aparte de miles de cabezas de ganado. Larth teme que el ganado haga tierra quemada de nuestras cosechas y los senones cojan todo lo que puedan llevarse. Miles de galos armados están afluyendo de este lado de las montañas sin que nadie los detenga, zilat; es más, nosotros mismos les estamos indicando el camino. Antes o después comenzarán a pedirnos que les suministremos comida, además del oro, o peor aún, la buscarán solos, dondequiera que se encuentren en ese momento.
Vel Lathites se hizo atar la almilla con la mirada apuntada a los mapas dispuestos sobre la mesa. Era un hombre de físico enjuto y rostro regular. Llevaba el pelo cortísimo, tirando a gris, tenía la barba cuidada y siempre vestía de manera austera. Era un comandante perfecto, al igual que Hulx era un guerrero perfecto.
—Zilat, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Habla, Hulx.
—¿Estamos seguros de que hacemos lo correcto trayendo a los senones a nuestras tierras?
Vel Lathites no respondió, dejó trabajar a su sirviente, que puso sobre la almilla una bellísima coraza anatómica, que el comandante supremo se ajustó sacudiendo los hombros, antes de volver a sus mapas. Los miró, absorto, mientras la pregunta de Hulx aún parecía aletear en el aire.
—Podríamos —dijo complacido el zilat con una luz siniestra en la mirada—, desplazar esta guerra al territorio de los senones, es terriblemente ventajoso hacer la guerra en casa ajena.
El humo negro de la aldea en llamas oscurecía por momentos la vista de Publio Decio Mure. Todo era guerra allí, desde el olor acre del incendio que le entraba en los pulmones hasta los lejanos gritos de los decuriones que reclamaban a los hombres.
El cónsul miró a sus lictores que charlaban cerca de los cadáveres semidesnudos de dos jóvenes en medio de un charco rojo de sangre. Quizá muertos mientras buscaban una desesperada vía de escape ante la repentina llegada de la caballería romana.
Hacía diez días que Mure vagaba con su ejército por el Samnio, devastándolo. Ya había detenido dos veces a los suyos para entrenarlos y ahora los hombres estaban más cohesionados y motivados. La caballería y los auxiliares habían hecho su trabajo sucio en las incursiones, pero lo que habían encontrado era en verdad poco. La mayor parte de las granjas y de las aldeas habían sido abandonadas desde hacía tiempo y todo lo que no se habían podido llevar había sido quemado por los mismos samnitas.
También aquella estrategia de los defensores era brutal, huir, desaparecer ante el enemigo destruyéndolo todo para no ofrecer ventaja a los invasores, no darles su pan para matar con más vigor, no darles la sensación de ser fuertes y victoriosos. Desmotivarlos, de todas las maneras posibles, porque también Gelio Ignacio era muy consciente de que todo lo que perjudicaba a Mure, lo beneficiaba a él.
Por algún motivo que el cónsul no conocía, el samnita había decidido no enfrentarse a aquel avance romano en sus territorios. El ejército de la liga samnita parecía invisible y Publio Decio se preguntaba continuamente el motivo, mientras se adentraba en el territorio atento a evitar, en lo posible, la travesía de gargantas o valles insidiosos, pero sin ahorrar fatigas a sus exploradores, a los que mandaba en avanzadilla, para verificar la presencia de enemigos.
Precisamente sus jinetes le habían informado del avistamiento de una pequeña granja aún habitada. Mure no se lo había pensado dos veces y había lanzado a sus hombres contra aquellos desgraciados con la velocidad del rayo, necesitaba algún prisionero para obtener informaciones.
Los jinetes habían caído sobre aquel remanso de paz olvidado con la misma potencia de un león que se arroja sobre una pequeña liebre asustada. Cuando las legiones en marcha habían llegado al lugar de la incursión habían sido acogidas por el revoloteo de los lapilli incandescentes que habían llenado el cielo gris de aquella jornada sin gloria.
Un henil ardía liberando cúmulos densos y grises que comunicarían a todos el avance de los romanos. Mure deseaba que los generales samnitas vieran que su tierra se quemaba, día tras día.
—Hemos cogido algunos vivos —dijo el pontífice Marco Livio después de haber alcanzado al cónsul—. Están más allá de aquellos árboles, los hemos encontrado escondidos en un foso.
Mure dirigió su caballo en la dirección indicada por el pontífice bordeando un recinto del cual los legionarios hacían salir algunas cabras.
—¿Ya los han interrogado?
—Sí, pero no saben nada, o por lo menos es lo que dicen.
Mure asintió.
—Es probable que de verdad no sepan nada.
Livio bebió un sorbo de su cantimplora y permaneció un instante en silencio mirando las nubes de humo que se alzaban en el cielo. Luego se dirigió al cónsul.
—¿Por qué nos deja saquear a los suyos? ¿Por qué no interviene?
—Quizá —respondió Publio Decio—, Gelio Ignacio no tiene bastantes hombres para atacarnos, o se está ocultando en alguna parte, observando nuestros movimientos. En la guerra, si no se es bastante fuerte puede convenir fingir ser débil, para que el adversario pierda la prudencia. ¿Tú cederías algunas aldeas y una veintena de granjas con tal de destruir a su ejército?
El pontífice frunció los labios:
—Sí.
—Yo también —respondió Mure, adentrándose entre dos filas de soldados enfangados sentados al margen del sendero, que se levantaban uno tras otro para saludarlo. Habían aprovechado la pausa para coger todo lo que había de comestible para llevarse a la boca.
Un triario señaló a Publio Decio Mure el punto donde habían sido hechos prisioneros los samnitas. Los dos alcanzaron finalmente el cruce donde una veintena de jóvenes asteros vigilaban a un reducido grupito de hombres de rodillas, con las manos atadas a la espalda. Mure reconoció a uno de los suyos que paseaba entre los prisioneros mirándolos con desprecio. Era el joven del juramento.
—Tito Mamerco, ¿tú has hecho esta presa?
El joven asintió con su mirada profunda, empuñando la espada, con el brazo venoso.
—Este montañés es tan veloz como Apolo —dijo Lupus, un macizo veterano que comandaba un escuadrón de caballería de los extraordinari, los exploradores que estaban a la vanguardia durante las marchas de traslado—, pero es un cabezota. Debía esperar a sus otros compañeros, en cambio, se ha arrojado solo contra estos samnitas. Afortunadamente yo estaba en las inmediaciones y he intervenido. Si no entiende las órdenes de viva voz se las haré sentir con la vara, cónsul.
Publio Decio asintió, serio, pero luego mirando al muchacho no pudo contener un gesto de aprecio. Marco Celio Lupus era un veterano y sabía qué hacer con los novatos, pero Mure le había cogido simpatía a Mamerco.
—La satisfacción de haber hecho esta presa te ahorrará la vara, por hoy, Audax, pero la próxima vez no seré tan blando.
—Sí, cónsul.
Publio Decio bajó de la cabalgadura y se acercó a los samnitas. Todos habían recibido las atenciones de los suyos, según podía ver por las magulladuras. Uno de ellos se lanzó con un salto rabioso contra Mure. Mamerco, fulminante, lo contuvo como un perro con la correa y lo inmovilizó con la sujeción férrea de sus brazos.
—Dad una lección a este cabrón —rugió Marco Celio Lupus.
—¡No! —rebatió Mure—. No, esperad —dijo mirando a los ojos al prisionero que castañeteaba los dientes, murmurando imprecaciones. En el reflejo de aquella mirada, vio la escena al revés, con él atado mientras su familia era golpeada y conducida a la esclavitud. Imaginó a Julilla encinta y al pequeño Publio Decio Mure en manos de los samnitas. Qué habrían hecho a su familia si hubieran podido—. Llamad al intérprete.
—El montañés conoce su dialecto —respondió Lupus.
—¿Es verdad, Mamerco?
—Sí, cónsul, mi padre comerciaba con ellos y yo llevaba las ovejas a los pastos del Samnio a cambio de lana y queso.
—Entonces di a esta gente que soy el cónsul Mure, uno de los dos comandantes que Roma ha designado para combatir esta guerra. Soy un soldado, pero también un hombre honrado, mi palabra es sagrada. Yo puedo dar la muerte o conceder la vida, y si alguno de ellos habla, le concederé la vida.
El cónsul esperó algunos instantes, aguardó a que Mamerco lo tradujera. Respondió el prisionero más anciano del grupo, escrutando los ojos de Mure sin el más mínimo temor.
—Dice que si tienes poder sobre la vida, debes dejar vivir a sus hijos.
—Dile que me los indique.
El samnita permaneció inmóvil. Sus pupilas dentro de aquellas de Publio Decio, una especie de desafío al carrusel del destino. Mure sentía que el otro lo estudiaba para comprender si detrás de sus palabras se escondía la verdad o la mentira; un gesto clemente o ruin. La liberación o la tortura de las personas más queridas. Con un movimiento de la cabeza el prisionero indicó a los dos muchachos atados a su izquierda.
—¿Son tus hijos?
El samnita asintió.
—Libéralos, Mamerco.
Sorprendido, el muchacho buscó el consenso de Lupus, que lo fulminó con la mirada.
—¡Venga! ¡Haz lo que te ha ordenado el cónsul!
En un instante las cuerdas estuvieron cortadas.
—Diles que se pueden marchar.
Los dos permanecieron allí, masajeándose las muñecas y tratando de entender si recibirían una lanza por la espalda en cuanto se hubieran dado la vuelta. El más joven abrazó a su padre, que no pudo contener la emoción.
—Infórmale de que estoy buscando al ejército de Gelio Ignacio —dijo Mure—, quiero que mis legionarios combatan contra los soldados samnitas. Soldados contra soldados y no soldados contra campesinos, mujeres y viejos.
Audax repitió y, a su vez, tradujo la respuesta.
—Él no sabe decirte dónde está el ejército de Gelio Ignacio, pero sabe que por aquí no ha pasado.
Mure lo miró una vez más.
—Dile que entonces seguiremos devastando estas tierras, sometiendo a sangre y fuego los campos y llevando a los suyos a la esclavitud, hasta que encontremos ese ejército.
—Espera que lo encontréis pronto.
—También yo.
El cónsul montó su caballo.
—Liberadlos a todos, que se marchen.
Los prisioneros fueron liberados. Se alejaron algunos pasos, primero caminando hacia atrás, luego volviéndose y corriendo como el viento perseguidos por la algazara de los soldados.
Todos salvo el anciano samnita, que no se movió.
—Vete, viejo, y di a todos que Publio Decio Mure está aquí para matar a Gelio Ignacio y sus soldados. Los otros, que escapen lejos de mí o de los míos, o acabarán en el mercado de esclavos de Roma. Ve e informa que tú eres el último al que hemos perdonado.
El hombre no se movió, dijo algo a Mamerco, señalando la granja en llamas.
—Pide enterrar a sus hijos.
Mure recordó los dos cadáveres en el charco en la factoría. Asintió después de haber mirado por última vez a los ojos brillantes del viejo. Hizo girar el caballo, se envolvió en la capa y se marchó.
Otra jornada llegaba a su fin. Por más gris y odiosa que fuera, se trataba de una guerra justa y debía ser combatida.