XXXV
Vencer o morir
Hulx miró a su alrededor, resignado, con el único ojo que conseguía abrir. Sentía dolor por todas partes, quizá se había roto una o dos costillas en la lucha con sus atacantes. Lo habían azuzado bien y habría sido aún peor si no hubiera estado el hijo del nerf umbro. El muchacho había intervenido y había discutido con los otros del grupo para detenerlos. Había habido momentos de tensión incluso cuando encontraron el mensaje que Hulx llevaba en la escarcela atado sobre el costado. El joven lo quería, pero los otros no se lo habían dado, tal como había sucedido con el semental negro.
Al final el etrusco había sido cargado sobre uno de los caballos y el grupo había alcanzado una columna de armígeros que escoltaba unos carros. Hulx y sus carceleros habían proseguido remontando la fila de soldados hasta que esta se detuvo para montar un campamento para la noche. En aquel punto el joven umbro había proseguido con uno de los jinetes, dejándolo bajo la custodia de los otros cuatro que lo habían hecho arrodillar a poca distancia de un fuego donde algunos soldados se habían puesto a moler la harina riendo entre ellos.
El etrusco bajó la mirada, tenía hambre y frío, estaba solo. Nadie podía hacer nada por él, nadie sabía dónde estaba y su comandante se percataría de su ausencia al menos dentro de diez días, cuando hubiera comprendido que no llegaba ninguna respuesta de Perusia. Quién sabe, tal vez no viviría ni siquiera diez horas.
El rumor de algunos pasos que se acercaban le hizo levantar el ojo aún sano. Vio que los soldados en los fuegos se apartaban ante un grupo de guardias que se aproximaban iluminados por la luz de las antorchas. Entre ellos estaba el muchacho umbro que caminaba al lado de un hombre de barba blanca. Sin duda, era un patriarca, a juzgar por la coraza y la capa que llevaba, y el etrusco se preguntó qué hacía el hijo del nerf de Tifernum con aquel hombre.
Los jinetes que lo habían capturado dieron un paso atrás cuando el oficial se acercó y permaneció frente a Hulx, que lo miraba de rodillas con las manos atadas a la espalda.
—Soy Quinto Fabio Máximo Ruliano —empezó este en etrusco—, mando estas legiones y las fuerzas aliadas que las siguen, y tengo plenos poderes fuera de los muros de la ciudad de Roma. Soy el cónsul electo del Senado y el pueblo de los quirites para poner fin a esta guerra. ¿Tú quién eres?
—Me llamo Hulx —respondió este, con la mayor dignidad posible—. Hulx de los Velathri. Soy un soldado de la liga etrusca —dijo mientras los ojos claros del cónsul lo examinaban a fondo.
—¿Tienes sed, Hulx?
El etrusco vaciló un instante, luego asintió.
Ruliano se volvió hacia los soldados que se atareaban en torno al fuego y les ordenó que trajeran vino al prisionero.
—Eres algo más que un soldado, Hulx, eres un mensajero —continuó el cónsul después de que el etrusco hubiera bebido—. O, por lo menos, a primera vista lo pareces —dijo sacando la tablilla con el despacho que los jinetes le habían quitado.
El prisionero buscó con la mirada al muchacho umbro que asomaba entre los hombres cubiertos de hierro y pieles de animal. Se preguntó qué le habría contado al hombre que Roma había elegido para derrotar a la liga etrusca.
—Este despacho estaba sellado, por tanto, dudo de que tú conozcas el contenido; eso, además, poco importa, porque he leído lo que está escrito. Pero llevaba un sello que no puedo descifrar y no sé dónde ni a quién se lo estabas llevando.
Se hizo absoluto silencio durante algunos instantes.
—Las mías eran preguntas, Hulx, y no estoy acostumbrado a pedir dos veces lo mismo. O respondes de inmediato o sufrirás las consecuencias.
El etrusco miró a Quinto Fabio.
—No te lo puedo decir, cónsul.
—Tú sabes que yo, de un modo u otro, te puedo hacer hablar, ¿verdad?
Hulx señaló con un gesto de la cabeza a uno de los lictores que escoltaban a Quinto Fabio.
—¿Él lo haría? ¿Él hablaría con mi zilat? ¿Respondería a semejante pregunta?
Ruliano miró a su lictor, firme como una estatua de mármol, iluminado por la luz de la antorcha.
—Te doy yo la respuesta, cónsul. No, no lo haría, porque estoy seguro de que tú estás rodeado de los mejores. De modo que quiero ahorrarte tu precioso tiempo, déjame en las manos de tus verdugos y haz que me torturen.
La mirada de Ruliano volvió sobre el etrusco.
—Mentiría si dijera que no tengo miedo —continuó el prisionero—, pero haré lo que sea para no traicionar a los míos y nunca estarás seguro de que lo que te diga corresponde a la realidad. Por consiguiente, tortúrame, cónsul romano, tortúrame largamente y disfruta de mis gritos hasta matarme, de la muerte no tengo miedo, porque mira, ya estoy muerto. He muerto hoy por la tarde, cuando me han cogido.
—Sí, me han dicho que has tratado de hacerte matar. Tu jefe y amigo Larth de los Thefrinai estaría orgulloso de ello, como también Vel Lathites, el zilat mech rasnal, al que representa entre los senones.
Hulx volvió a mirar a Thucer. El muchacho se lo había contado todo. Total, por qué iba a protegerlo.
—Como decía —continuó el cónsul—, eres algo más que un soldado, Hulx de los Velathri, y por lo que acabas de decir, no puedo más que experimentar un sentimiento de admiración. Es noble por tu parte admitir el miedo y, a pesar de todo, disponerte a sufrir el tormento como un valiente.
El cónsul hizo una pausa de estimación por el etrusco, luego sacudió la cabeza.
—Pero has cometido algunos errores de base.
—¿Errores? —preguntó Hulx con un velo de ironía.
—Sí, mira, los rasena estáis tan habituados a tratar con umbros y senones que habéis olvidado a quién tenéis delante. ¿Qué te hace pensar que yo ahora daré la orden de quemarte el vientre con hierros candentes y me quedaré aquí disfrutando de tus espasmos hasta el final, como cualquier rey bárbaro? Concédeme la finura de pensamiento de un cónsul de los quirites, Hulx de los Velathri.
El etrusco tragó saliva.
—¿Por qué debería estar admirando el desprecio que tienes por el dolor hasta la muerte y luego dejar que tu carcasa se pudriera aquí? ¿Por qué darte una vía de escape del suplicio y hacerte morir, cuando puedo arrastrarte encadenado detrás de mi carro de triunfo hasta Roma y ver tu fuerza y tu voluntad debilitarse día tras día? No, no, Hulx de los Velathri, yo no quiero pensar que he matado a un valiente, quiero mirar dentro de un tiempo a un patético desecho piojoso que se consume día tras día, porque si tú fueras un valiente, hoy te habrías hecho matar. Quizá tu Larth habría estado orgulloso de alguien como tú, yo no, yo de los míos espero otra cosa —continuó Ruliano volviendo a mirar a su lictor, al costado—. Él nunca llegaría de rodillas delante de tu zilat, porque es un romano y sabe que a la esclavitud más limpia es preferible la muerte más sucia.
Quinto Fabio se alzó y echó un último vistazo al prisionero, que lo miraba en silencio.
—Es por eso que estamos aquí, rasena, para vencer o morir.