XXXIX

Aharna

—¿Samnitas?

—Sí —respondió Aker al portavoz del zilat, que lo seguía con paso rápido a la luz de los fuegos del campamento—. Un grupo de jinetes samnitas ha llegado esta mañana.

—¿Y por qué has esperado tanto para avisarme?

—Porque el rix me ha dicho expresamente que no te avisara. Creo que es un motivo suficiente.

—Aker, tú eres un rasena, debes tenerme al corriente.

—Cuando seas más poderoso que el rix te tendré al corriente de todo, Larth —dijo el siervo, señalando al grupo de jinetes que celebraban un banquete con Ateboduus—. Por ahora confórmate con lo poco que puedo hacer. Me arriesgo a morir por cada palabra de más que te digo —concluyó antes de alcanzar su puesto habitual entre los perros de Ateboduus, que se afanaban con los huesos del banquete.

El etrusco saludó a los presentes con un diplomático gesto de la cabeza y Aker tradujo, como de costumbre.

—Él es Larth, hijo de Laris, de la familia de los Thefrinai, portavoz de Vel Lathites, el zilat mech rasnal, que parece haber desaparecido junto con su ejército.

El etrusco fingió no haber oído y confió en su arte diplomático. Por lo que sabía, los samnitas no eran como los senones.

—Es un placer conoceros, recibid mi homenaje de parte del zilat.

—Soy Minacio Estacio —dijo un hombre imponente de barba oscura y voz profunda—, estoy aquí para traer un mensaje urgente de parte de Gelio, meddix tuticus de la liga samnita.

—Te escucho, Minacio Estacio.

—El ejército de Gelio ha dejado el Samnio y se dirige al norte bordeando la dorsal apenínica. Dentro de unos diez días nuestras legiones habrán alcanzado las tierras del rey Ateboduus.

—Traes grandes y felices noticias, noble Estacio.

—Por desgracia, no, porque no es esta la única noticia que tengo que dar. Otro ejército está remontando la vertiente occidental de los Apeninos: el de Publio Decio Mure.

Larth frunció el ceño.

—Publio Decio Mure…

—Sí, el cónsul romano que tenía órdenes de hacer la guerra en el Samnio de pronto ha invertido la dirección de marcha y se está moviendo rápidamente hacia el norte.

—Quieren reunirse con Ruliano —se entrometió Ateboduus—, por eso el viejo cónsul romano se ha detenido en Aharna. Ese es el punto de encuentro.

El etrusco sacudió la cabeza, de nuevo incrédulo ante las noticias que llegaban y sorprendido de ser el último en saberlas.

—Con el ejército del zilat estamos aún en superioridad numérica.

—¿Dónde está ese ejército? —estalló Ateboduus—. ¿Dónde está?

—Mis jinetes estarán de vuelta pronto y entonces sabremos…

—Tus jinetes deberán alcanzarnos en nuestras tierras. El tiempo a tu disposición ha terminado. Ahora decido yo.

—Tú has aceptado hacer la guerra para nosotros a cambio de dinero…

—Yo aún no he visto el oro que os he pedido, rasena —rugió el rix—, pero como dices tú, llevo los cofres de la II Legión y eso basta para atraer sobre mí todas las fuerzas reunidas por los romanos. ¡¿Acaso crees que soy idiota?! —aulló Ateboduus, con el rostro morado y las enormes venas del cuello que palpitaban—. Los quirites vendrán a llevar la guerra a mis tierras como han hecho en las regiones de donde proviene Minacio Estacio y continuarán adelante hasta que hayan tenido su venganza. Ya no es tiempo de esperas y preparativos, es tiempo de hacer la guerra, y la haremos a mi modo. Yo no les temo y no veo la hora de clavar en esta pica la cabeza del cónsul romano.

Los portadores de escudo de Ateboduus exultaron. El rix miró a Estacio con una sonrisa maliciosa:

—Volverás donde Gelio con los mejores guías que te pueda dar. Conozco cada piedra y cada árbol de estas tierras. Os conducirán más allá de las montañas en el menor tiempo posible.

Minacio Estacio asintió.

—Tenemos el control de todos los caminos que atraviesan los montes y las tierras umbras —continuó Ateboduus—, no solo las principales vías, sino cualquier pequeño sendero que lleva a nuestras regiones. Hemos protegido cada paso vigilándolo con tropas. No hay valle o garganta que no esté cerrada. Los exploradores romanos encontrarán una sola vía de penetración hacia las llanuras del norte a través del amplio y cómodo valle del río Esi, y nosotros los esperaremos allí.

De nuevo los galos exultaron, se sirvieron copas y comida.

—Sus dioses —atronó el rix— temerán nuestro alarido de guerra y mirarán atemorizados a los guerreros galos y samnitas destruyendo las filas enemigas. El agua del río se teñirá de rojo por la sangre de los romanos y sus huesos se blanquearán por decenas de miles al sol en los años por venir, como admonición para todos aquellos que quieran desafiar a los senones.

Los portadores de escudo lo alzaron como triunfo entre los gritos de todos los otros. Larth intercambió algunas miradas en silencio con Minacio Estacio y su séquito y nunca como en aquel momento se sintió tan menospreciado e impotente. La cercanía de las legiones samnitas había puesto eufórico a Ateboduus, que había encontrado en ellos nuevas fuerzas. El rix ya no contaba con la llegada de los etruscos y, en lo más profundo de su pensamiento, también el portavoz del zilat comenzaba a dudarlo. Hulx había desaparecido, al igual que los jinetes enviados al oeste.

Larth esperó el momento oportuno para escabullirse de aquel banquete y, tratando de no ser advertido por nadie, alcanzó los márgenes del campamento, donde los caballos abrevaban. Observó la luna centelleando entre los remolinos del agua y pensó en las palabras de Aker; los senones se habían cansado de aquella alianza y antes o después uno de aquellos gigantes borrachos lo desafiaría, solo por el gusto de hacerlo. Aquel ya no era sitio para él, tenía que comenzar a meditar un plan para dejar la escena, lo más diplomática y rápidamente posible. Esperaría el regreso de sus exploradores para saber dónde estaba exactamente el zilat y luego tomaría una decisión definitiva.

Una fragorosa carcajada a lo lejos hizo eco al banquete de Ateboduus. Larth miró las siluetas de los hombres que se recortaban en la luz de los fuegos. Desde hacía tiempo pensaba que su presencia entre aquellos hombres ya no tenía significado y sabía que el único motivo que lo retenía aún allí no tenía nada que ver con la diplomacia.

Una figura sutil bajó del campamento hacia el río con una vasija sobre los hombros. Larth se acercó a un árbol y se quedó esperando hasta que esta estuvo cerca.

—Velia.

La muchacha se volvió de golpe. El rostro oval, los ojos de gato color avellana y el pelo recogido en un rodete detrás de la nuca. Dos pendientes dorados en los lóbulos y un collar entrelazado al cuello.

—No deberías estar aquí —respondió ella, mirando a su alrededor con aprensión.

—Tranquila, solo quería hablar un poco. Nadie nos ve.

—Ateboduus me matará solo si te miro.

—Se está llenando el vientre de vino, ni siquiera se percatará de tu ausencia.

Ella sacudió la cabeza, asustada.

—Pobre muchacha, ¿cuánto hace que te tienen aquí? Tú eres como yo, eres una rasena.

—Yo soy de Ateboduus.

El etrusco sacudió la cabeza.

—Ateboduus está a punto de ir a la guerra y te garantizo que cuando termine podré liberarte tanto a ti como a tu hermano.

Velia sacudió la cabeza, aterrorizada. Los ojos rojos, las pupilas brillantes.

—¿No quieres volver con tu gente? —preguntó él, examinando aquel maravilloso cuerpo que vibraba bajo la vestidura—. Yo puedo hacerte libre y darte una vida de señora —susurró él, acercándose—. ¿No te gustaría ser tratada como una reina lejos de aquí?

La muchacha miró a su alrededor como un cervatillo espantado.

—Sí…

—Entonces, vente conmigo.

—¿Y Aker?

—Pensaré también en él, no te preocupes —dijo, rozándole un mechón de cabellos con las yemas.

El rugido de Ateboduus llegó desde el vivac.

—Me está buscando.

—Ve, te diré qué hacer cuando llegue el momento.

Velia asintió y se escabulló rápidamente en la sombra, dejando tras de sí la fragancia del humo que había impregnado sus vestidos, que en aquel momento al etrusco le pareció el más sensual de los perfumes. De golpe se sintió eufórico.

—Sería un verdadero pecado dejarte aquí —dijo, mirándola mientras se alejaba—, un verdadero pecado.

El portavoz del zilat se rio sarcásticamente ante la imagen de Ateboduus despertándose después de una borrachera y viendo que ella ya no estaba. Se volvió para marcharse, cuando chocó con un hombre que caminaba en la dirección opuesta. Los dos se miraron. Larth había visto en alguna parte a aquel individuo, pero no recordaba exactamente dónde. Se apartó y lo dejó pasar rumiando quién era, y luego se acordó: era el auriga de aquel nerf umbro que había sido muerto en la batalla, aquel cuyo hijo había sido desterrado.

El etrusco sacudió la cabeza, la vida era imprevisible, quién sabía cómo había terminado aquel muchacho, pensó sin demasiado sentimiento, mientras observaba que el auriga se alejaba seguido por algunos guerreros umbros armados hasta los dientes que evidentemente debían montar la guardia.

—¿Por dónde? —preguntó Turscu a uno de los hombres que lo seguía.

—Más allá de esos árboles —respondió este, señalándole el lugar con la punta de la lanza.

El grupo prosiguió dejando a sus espaldas el vocerío y los fuegos del campamento y se adentró en la oscuridad de un bosquecillo. El antiguo auriga de Kuretus caminaba volviéndose hacia los otros hombres que le indicaban la dirección que debía seguir hasta que el grupo llegó a un pequeño claro y se detuvo.

—¿Qué quieres de mí?

—Reencontrar a un amigo —respondió una voz en la sombra del bosque.

—¿Quién eres?

—Tu pasado —respondió este, revelándose.

—¿Thucer?

—¿Cómo estás, Turscu?

El viejo auriga abrazó al muchacho.

—Thucer, no había vuelto a tener noticias tuyas, no te veíamos desde la noche de la batalla.

—Estabais tan ocupados en emborracharos que no os percatasteis de mi partida —espetó este sin responder al abrazo.

—No digas eso, buena parte de nosotros añora a tu padre, pero ¿qué podíamos hacer? Enumek se habría vengado con nuestras familias en Tifernum si no hubiéramos colaborado.

—Sí, lo sé, en aquel momento era más fácil renegar del pasado, me doy cuenta.

—No era una cuestión de facilidad, sino de salvar la vida. También tú has elegido marcharte para mantener el único bien precioso que te ha quedado.

El muchacho miró a los ojos al viejo auriga.

—Sí, tienes razón, todos hemos pensado en la vida y hemos inclinado la cabeza ante el destino.

—Pero ¿cómo estás, muchacho? ¿Dónde has ido a parar? —preguntó Turscu examinando la bella coraza que Thucer llevaba.

—He trabajado para volver a mirar la vida con la cabeza alta, Turscu.

—No entiendo.

—Mira, he encontrado un aliado, un aliado muy poderoso con el que recobraré Tifernum.

—¿Un aliado? ¿De qué ciudad?

—… Roma.

El auriga puso los ojos en blanco.

—¿Qué estás diciendo?

Thucer señaló a los hombres de su séquito.

—Estos jinetes llegan de Camers, una de las pocas ciudades umbras aliadas con los romanos. Ha sido una broma para ellos colarse aquí en el campamento.

Turscu examinó incrédulo a los hombres que lo rodeaban.

—Estamos a pocos días de distancia de aquí, Turscu. Un gran ejército.

—¿Un gran ejército? ¿Dónde?

—No te lo puedo decir, pero los romanos no perderán esta guerra y conviene estar del lado adecuado una vez que haya terminado. Conviene estar del lado de los vencedores.

—He visto combatir a los senones, son unos demonios.

—Yo he visto a los romanos, Turscu, he marchado con ellos y sé que no pueden volver a casa derrotados. La derrota no es aceptable en su naturaleza. Continuarán combatiendo hasta que venzan.

—Quisiera poder tener tus mismas certezas —dijo el auriga—, pero la victoria nunca es segura y nosotros no podemos prever el futuro.

—Lo sé, pero no podemos establecer después de la batalla de qué lado estar, ¿entiendes? Yo estoy aquí para pedirte que estés de mi lado y traigas contigo a todos los que estaban con mi padre.

Turscu lo miró pensativo.

—¿Qué me estás pidiendo, exactamente?

—Que vuelvas con los tuyos esta noche y les digas que me has visto, que he estado aquí con unos jinetes umbros.

El muchacho hizo una señal y dos hombres entregaron dos pesadas alforjas al auriga.

—Este dinero servirá para darte credibilidad, distribúyelo y diles que es una mínima parte de lo que dispongo en Tifernum. Diles que les pagaré personalmente a quien no se presente a la batalla al lado de los Enumek y que, terminada la guerra, cuando Tifernum pase bajo la égida romana, garantizaré su protección.

—¿Y si no aceptan?

Thucer volvió a ponerse la capucha.

—Se convertirán en esclavos y serán conducidos encadenados a Roma.

—¿Harías eso a tu gente? —preguntó el auriga, triste.

—Es mucho menos de lo que me hicieron ellos, Turscu. Mucho, pero mucho menos; sin los etruscos estaría muerto.

—¿Cómo podré comunicarte el resultado de su decisión?

—La noche antes de la batalla nos encontraremos a medio camino entre las dos alineaciones. Yo estaré en el extremo izquierdo de la mía y tú en el extremo derecho de la tuya. Espera el lanzamiento de una flecha incendiaria en el cielo y reúnete conmigo. Cinco hombres por parte, si veo más, querrá decir que no eres tú o que me has traicionado.

—¿Qué tendremos como garantía de nuestra salvación?

—Mi palabra.

Turscu miró al muchacho.

—Espero que a ellos les baste esta garantía.

—No tienen alternativa —respondió el joven, seco, montando en la silla de su espléndido semental negro—. Ahora vuelve donde los tuyos y piénsalo. La noche es buena consejera.

—Está bien.

—Y… cualquier cosa que decidas —añadió Thucer—, aquel día estate lejos de las enseñas de Enumek.

El viejo auriga asintió y en un instante se encontró solo en el bosque. El joven umbro y los suyos habían desaparecido en la oscuridad.

—Kuretus se equivocaba, muchacho, tú llevas dentro de ti mucho de él.

Desde hacía días Tito Mamerco batía a lo largo y a lo ancho las zonas que serían atravesadas por las legiones de Mure a pie algunas horas después. Había cabalgado sin descanso durante quince días, la mitad de los cuales bajo una lluvia torrencial. A pesar de la estación avanzada, las regiones cercanas a los Apeninos eran constantemente azotadas por vientos que traían nubes y chubascos.

La lluvia se desvaneció junto con las nubes negras, que dejaron lugar a amplios jirones de cielo azul propio de aquel otoño avanzado. Audax avistó a lo lejos la ciudad de Aharna, rodeada por los castra de las legiones de Quinto Fabio Máximo Ruliano, un espectáculo que le quitó el poco aliento que le quedaba. Duró un instante, luego una sonrisa le hizo olvidar tanto el cansancio físico acumulado en los últimos días como el mental de los últimos meses. Giró el caballo y lo espoleó para regresar al galope hacia las legiones de Mure que estaban llegando. Quería ser el primero de los exploradores en llevar aquella noticia al cónsul.

Publio Decio Mure ni siquiera necesitó escuchar las palabras de Mamerco. Comprendió por su expresión que finalmente habían llegado a Aharna. En vez de montar en la silla y disponerse a alcanzar a Ruliano, se limitó a dar la noticia a los más próximos, y un alarido de alegría seguido por aclamaciones empezó a descender la larguísima columna de los soldados que seguían.

De nuevo en marcha para recorrer las últimas millas de aquel viaje con una confianza y una fuerza de ánimo recuperada. Mure, a la cabeza, pensaba a cada paso en el pequeño Publio y en la recién nacida Publilia, mientras a sus espaldas las legiones elevaban al cielo su canto, por primera vez desde el día de la partida de Roma, como si los soldados quisieran empujar a su cónsul en vez de seguirlo.

Ya no eran los hombres reclutados en el Campo de Marte, aquel largo recorrido y las fatigas compartidas los habían templado. Ya no eran los ciudadanos que habían dejado a sus familias, eran los legionarios de Mure y estaban listos para hacer lo que él les pidiera que hicieran.

A lo lejos, vinieron a su encuentro algunos jinetes rodeados por una selva de enseñas que ondeaban al viento. En la agitación de capas y estandartes, Publio Decio entrevió la barba blanca de Quinto Fabio Máximo, a la cabeza, con el yelmo crestado. Hacía meses que esperaba ese momento, y ver al viejo Rullus corriendo hacia él le llenó el ánimo de alegría.

Lo había conseguido. Desde aquel momento tendría un igual con el que compartir las preocupaciones, y no era algo irrelevante.

Ruliano detuvo el caballo a algunos pasos de la columna, desmontó y fue al encuentro de Mure, que se apartó de los suyos. En los últimos pasos que los separaban, ambos extendieron los brazos con una sonrisa luminosa y las legiones de Mure explotaron en un estruendo de feliz asentimiento.

Habían pasado diez meses desde su reunión en la casa de Ruliano.