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Ordalía
Larth miró el círculo hecho de sillones y asientos de todo tipo, mientras los galos ocupaban ruidosamente su puesto.
—¿Dónde debo sentarme?
—Te sentarás allá —respondió Aker.
—¿Y el rix?
—Del lado opuesto.
—¿Esta es la famosa hospitalidad de los senones? ¿Me ponen en el sitio más alejado del rey?
Aker sacudió la cabeza.
—Los sitios en el banquete son asignados según el rango y el valor de cada uno. Si hubieras sido el zilat te habrían dado un sitio cerca del rey, pero no a su lado, porque aquí nadie conoce el valor del zilat.
—El zilat mech rasnal está a la cabeza de una liga de doce ciudades etruscas, ¿no basta como valor?
—El valor se mide sobre la base del coraje y las proezas realizadas en la batalla, los duelos vencidos y las cabezas enemigas que puedes exhibir. Este es el valor para ellos y, cuidado —continuó el pequeño Aker—, no es solo cuestión de fuerza, ser fuertes significa tener el favor de los dioses. Los senones se sienten instrumentos en las manos de los dioses, por tanto, un valiente es un favorito de las divinidades.
Larth se sentó con la habitual máscara de cordialidad, mientras sus comensales ya habían empezado a beber en exceso, entre carcajadas y jaleo.
—El banquete —continuó Aker— es ofrecido por Ateboduus, que es el más valiente de todos. Su familia gobierna desde hace tiempo los más poderosos clanes senones, por eso lidera la guerra contra Roma.
—¿Y ese que está entrando ahora? —preguntó Larth, refiriéndose a un hombre enorme que parecía haber ocupado todo el espacio disponible con su mole. Avanzaba con paso altivo, con la densa barba rubia y el largo cabello que descendía sobre una capa de piel de oso.
—Se llama Viridomaros, llega de las tierras del norte, cerca de los boyos. Es un pariente lejano del rix, uno de los últimos jefes de clanes en llegar, un cliente de Ateboduus.
—¿Cliente?
—Sí, las tribus de los senones son mantenidas juntas por una compleja red de parentescos y de obligaciones. El jefe de clan da trabajo y protección a las familias, y ellos a cambio proporcionan guerreros para acrecentar su poder. Los senones viven de incursiones en territorios de otras tribus y quien quiere protección debe ofrecer sus servicios al jefe de tribu más poderoso de las inmediaciones. —Aker señaló a unos guerreros que llegaban en aquel momento al banquete—. ¿Ves a esos que lo siguen? Esos altos y fuertes que se han acomodado allá.
—Sí.
—Esos se conocen como «los portadores de escudos»; son los mejores guerreros de su clan y siguen a su señor. Competirán entre ellos y entre los guerreros de los otros clanes para ser los más valerosos en la batalla. Esto acrecentará su posición social y la de su jefe, que les dará oro y ganado.
—Oro y ganado…
—Son las únicas cosas que cuentan y que se pueden llevar donde sea. A los senones no les agrada abandonar sus riquezas cuando se desplazan.
—Sí, sí, ya lo he visto.
El coloso Viridomaros se puso de pie, alzando su copa. Mugió algo desde su venoso e hinchado cuello enorme y luego bebió el contenido de un trago, mientras los otros estallaban en un estruendo de carcajadas, sobre las cuales brotaron las notas de una cítara que poco a poco conquistó la atención de todos.
—Ese es el bardo —explicó Aker—. Celebrará con sus versos las gestas de Ateboduus y de su descendencia. Cuanto mejor cante más oro recibirá de Ateboduus.
—Es un trabajo remunerado, entonces.
—En realidad, también es peligroso; el bardo podría recibir dinero por cantar contra el rix, por ejemplo, de su rival, Viridomaros.
—¿Existen bardos tan locos?
—Existen clanes rivales dispuestos a todo.
Las notas continuaron, el bardo empezó a aporrear y cantar. En un primer momento, los hombres callaron, arrobados, para escucharlo, luego estallaron en una carcajada, Ateboduus incluido.
—¿Qué dice el bardo? ¿Por qué se han reído?
Aker no respondió, señaló la llegada de los platos, que consistían en bandejas de toda forma y material, de la madera al oro, repletas de carne humeante. Una en particular atrajo la atención del etrusco, un escudo invertido con todo un cuarto trasero asado que dos hombres le llevaron al rix.
—A él le corresponde el primer bocado —continuó Aker—, el mejor corte.
—¿Por qué se reían antes? Algunos me han mirado, ¿qué cantaba el bardo?
El hombrecillo apuntó sus ojitos en los de Larth.
—Ha celebrado la omnipotente fuerza de Ateboduus, tan fuerte que es conocido incluso más allá de las montañas —dijo—… en las tierras de los afeminados rasena, que, asustados, invocan su ayuda.
Un estruendo, otra carcajada.
—Hijo de perra en celo —susurró Larth, irritado.
—No hagas caso, el bardo está aquí para eso. Hablaría mal de cualquiera, con tal de valorar las gestas de Ateboduus. Ahora ha citado la empresa de un gran rey senón del pasado, un tal Breno, que saqueó Roma, por tanto, avisa a los romanos que un nuevo rey está a punto de saquear su ciudad, pero este es más fuerte, más valiente, más malo e infinitamente más guapo.
Una bandeja llegó delante de los dos.
—Debes servirte, pero esperar para comer. El primer mordisco corresponde al rix y el segundo a quien ha ofrecido el banquete, que esta tarde son la misma persona.
Larth cogió un trozo de carne mientras los demás volvían a estallar en una grosera carcajada, en la cual no todos participaron. El jefe del clan que había entrado último se puso de pie con aire truculento, como una montaña que tomaba forma debajo de la tienda.
—¿Qué sucede?
—Una estrofa de más sobre quien ha llegado con retraso a la llamada de Ateboduus. Antaño el último que se presentaba al rix para aportar su ayuda era considerado un cobarde y era asesinado.
Viridomaros lanzó una pesada copa llena de vino con una fuerza inaudita hacia el bardo, que la esquivó por un pelo haciéndola rebotar a los pies de Ateboduus. El rix fulminó al coloso, que por toda respuesta rugió algo señalando el pernil en manos del rey.
—No muevas un dedo, Larth, quédate inmóvil —dijo el siervo.
—¿Qué sucede?
—Viridomaros dice que, si el rey quiere conocer su valor, lo puede ver ahora, y que ese trozo de carne, si esta se distribuye según el coraje, le corresponde a él.
Los portadores de escudo de Ateboduus se alzaron amenazantes. El rix mordió el pernil y, masticando, rebatió algo al otro mientras de la boca le colgaban jirones de carne. Viridomaros se le acercó con paso decidido, pero un hombre de largas trenzas y bigotes oscuros se paró delante de él y lo abatió con un puñetazo que habría derribado a un toro.
—¡Salgamos de aquí, Larth!
Hubo gritos y luego todo el resto, banquetas, sillones, bandejas, copas y escudos. Relámpagos de luz rebotaron sobre las hojas de las dagas y las espadas. Larth trató de marcharse sin llamar la atención, pero una mano lo retuvo por el brazo. Uno de los bárbaros con un aliento a vino le farfulló algo con una sonrisa. Larth sacudió la cabeza y trató de forcejear, pero este lo retuvo riendo hasta que un hombre le cayó encima, medio inconsciente, con la cara reducida a una máscara de sangre. El senón dejó la presa para encarnizarse con el otro hombre y Larth tomó la salida para alejarse de aquella ordalía.