XXXIII
Hulx
—Ten, este es el mensaje que debes entregar al zilat de Perusia. Ha sido redactado personalmente por Vel Lathites; por tanto, ten cuidado.
Hulx miró el despacho sellado que su nuevo comandante le había confiado.
—¿Perusia?
—Sí, Perusia. Te he elegido a ti porque veo que la vida en el campamento te entristece —dijo el oficial, irónico—, y luego deberías conocer el camino, dado que acabas de hacerlo al revés.
—Muy amable —gruñó Hulx.
—Estoy contento de que estés contento. Ahora levanta el culo, los caminos serán cada vez más peligrosos de día en día y podrías correr el riesgo de tropezar con algún destacamento de exploradores enemigos a lo largo del trayecto.
—¿Cuántos hombres me das?
—¿Hombres? Demasiado arriesgado, confío la importancia de esta misión solo a ti, así tendrás todos los honores a tu regreso. Además, ya es mucho que te deje el semental que, sin duda, le has robado a alguien.
—Era de un romano, un cabrón comandante de caballería romano. Y lo he clavado en el suelo con una lanza precisamente en el camino que me estás diciendo que debo hacer.
—Bien, entonces si te encuentras a algún otro a lo largo del trayecto, tráeme su caballo, estoy dispuesto a pagártelo a un precio razonable.
—Cómo no.
—Escúchame bien, Hulx, tú vas a Perusia, entregas el despacho y esperas la respuesta, luego montas de nuevo en tu semental negro y vuelves aquí más rápido que el viento. Los romanos están cerca y quisiera que estuvieras de vuelta para el día en que decidan salir de sus campamentos fortificados.
—Sí.
—¿Aún estás aquí?
Hulx lanzó una mirada a su comandante, antes de saludarlo apretando los dientes y marcharse mientras este empezaba a dar órdenes a otro de sus sirvientes.
—Cabrón hijo de perra, él y toda su estirpe —farfulló mientras se cruzaba con un grupo de hombres que se disponían a montar las tiendas. Debía de ser uno de los grupos de recién llegados. El zilat mech rasnal había reclamado a Clusium a todos los hombres posibles para tratar de oponer una fuerza considerable a las dos legiones romanas a las puertas de casa.
Día tras día llegaban al campamento etrusco grupos de soldados para auxiliar a las ciudades cercanas. Perusia había sido exonerada de esa obligación debido a su proximidad con el territorio umbro, recién atravesado por las legiones de Ruliano en la persecución de los senones. Por este motivo el zilat trataba de mantener frecuentes contactos con la ciudad, y así ser advertido oportunamente de eventuales movimientos del cónsul romano.
Hulx ensilló su caballo, cogió todo lo necesario, añadiendo una manta además de la capa, y pasó a retirar los víveres para el viaje. Había holgazaneado algunos días sin ningún encargo en el campamento y ahora no le disgustaba volver a los bosques. Se encaminó al trote y, después de haber perdido de vista el campamento a sus espaldas, dejó andar el caballo al paso. Poco le importaba llevar el mensaje con la velocidad del viento, como le había ordenado el comandante. Todo le importaba poco, después de que el zilat le dijera que Larth se las apañaría solo. Sacudió la cabeza pensando en las palabras de Vel Lathites, que había abandonado a su suerte a uno de los suyos. No a uno cualquiera, sino a uno que había elegido para llevar a cabo unas delicadas negociaciones.
—Cabrón —farfulló—, ahora que Ruliano persigue a los senones ya no necesitas que Larth te haga de intermediario. Yo nunca abandonaría a uno de los míos. Yo no —repitió para sus adentros pensando en su amigo. Reflexionó sobre sus propias palabras, en aquel «yo no» que le tamborileaba en el cerebro y en un momento dado empezó a poner el caballo al trote y luego al galope. Pensó que de verdad podía entregar ese mensaje en Perusia con la velocidad del viento y, luego, en vez de volver atrás, lanzarse hacia delante y adentrarse en el territorio de los umbros para encontrar a los senones y con ellos a Larth. Miles de hombres en camino con carruajes y ganado dejaban una huella visible sobre el terreno, no debía de ser tan difícil encontrarlos. Sí, era posible, debía avisar a Larth y así luego regresaría con la conciencia tranquila. Él no lo abandonaría.
Hulx alcanzó Perusia, entregó el mensaje del zilat y durmió en los alojamientos reservados al cuerpo de guardia de la ciudad una noche. Partió a la mañana siguiente, cogiendo la dirección que lo llevaría a Clusium, pero cuando estuvo lejos de la vista de los centinelas, hizo un amplio cambio de ruta, rodeando a lo lejos la ciudad, para encaminarse en la dirección opuesta, hacia oriente, hacia las tierras de los umbros, hacia el ejército de los bárbaros, que se estaba alejando cada vez más de Etruria.
Thucer conducía el caballo al paso. De vez en cuando se volvía y miraba a sus espaldas. Había sido incorporado a un contingente de jinetes frentanos que tenían la misión de cerrar la columna de las legiones de Ruliano. Nada de carreras de exploración hacia delante, aquel día, sino marcha lenta y constante a una cierta distancia de la columna de las legiones en camino para dar la alarma en caso de ataques por detrás.
El joven umbro alzó la bufanda, el echarpe que tenía en torno al cuello, y se la puso sobre la nariz, para evitar respirar el fastidioso polvillo que dejaban los miles de hombres y carruajes. En ciertos momentos, cuando la brisa cambiaba de dirección, era embestido por una nube de polvo y debía proceder con la cabeza inclinada para evitar que los ojos se le llenaran de arena.
Un silbido llamó su atención; vio a un frentano que llegaba al galope y se le acercaba haciéndole una señal convenida. Era la señal del cambio, ahora le tocaba a Thucer cerrar la columna controlando los movimientos de eventuales perseguidores. Por lo tanto, se separó del grupo junto a otros cinco hombres y avanzó en la dirección opuesta a la de la marcha, finalmente sin más polvo en los ojos.
Como de costumbre, lejos de las miradas de sus comandantes, los jinetes del grupo se detuvieron en el primer bosquecillo que encontraron, bajaron del caballo y tomaron un tentempié antes de recostarse a la sombra de los árboles.
Thucer los observó, ansioso, mientras jugueteaba con una brizna de hierba. No quería siquiera imaginar qué habría sucedido si hubiera aparecido el comandante de la caballería, o cualquier otro oficial romano, y los hubiera encontrado durmiendo bajo una planta, en vez de garantizar la seguridad de la legión. Algunos centuriones no se lo habrían pensado dos veces antes de ajusticiarlos en el acto.
Todo el esfuerzo de alcanzar a los romanos y congraciarse con Ruliano se habría perdido. Una enésima catástrofe en su ya precaria condición. Pero, por otra parte, no podía negarse a hacer lo que hacía el grupo al que había sido incorporado. Para él ya era bastante complicado hacerse aceptar, era umbro, un enchufado que un pez gordo metía en el grupo. Un día estaba con los campanos, un día con los frentanos, un día al lado de Ruliano y de sus oficiales. Debía estar atento y hacerse aceptar por todos, porque esos frentanos que dormían bajo los árboles lo liquidarían sin miramientos si se mostraba hostil.
—¿Adónde vas? —preguntó uno de estos, viéndolo montar en la silla.
—Echo un vistazo por ahí, compruebo que no llegue nadie. Descansad.
—Eres un cagón —respondió uno de los jinetes.
—Déjalo marchar —dijo otro—; mantén los ojos abiertos y avísanos inmediatamente de cualquier movimiento.
—No te preocupes —respondió Thucer, antes de meterse en la boca la brizna de hierba y montar en la silla—. Solo quiero alcanzar la cima de aquel cerro para asegurarme de que no hay nadie en los alrededores.
Uno de los jinetes gruñó una especie de aprobación antes de poner las manos detrás de la nuca y cerrar los ojos entre el reflejo del sol que se filtraba entre las ramas.
Thucer se alejó remontando la pendiente. Cuanta más distancia hubiera puesto entre él y esos tipos, más se habría salvado en caso de la llegada de un oficial. Incitó al caballo a subir más rápido, y poco antes de llegar a la cima tiró, espantado, de las bridas para evitar a un jinete que avanzaba al galope en la dirección opuesta. El caballo relinchó asustado y, encabritándose, lo desarzonó, dejándolo en el suelo aturdido antes de volver a abrir los ojos, atónito. Tenía delante de sí al etrusco que lo había escoltado lejos del campamento en la noche de la batalla y cabalgaba su semental.
—Negro.
Hulx examinó al hijo de aquel nerf de Tifernum muerto en la batalla contra la II Legión.
—¿Qué haces aquí?
Thucer vaciló.
—Ese es mi caballo.
—Ahora es mío, maté al romano cabrón que lo tenía. Te había dado por muerto, creía que te habían cogido.
—No me han cogido, he ido yo donde ellos.
—¿De ellos? ¿Ellos, quiénes?
—Los romanos.
Hulx frunció el ceño por el estupor y la confusión.
—¿Romanos? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Sí, romanos, y estás yendo derecho hacia ellos, rasena, por tanto, recibe esta información como un favor, devuélveme mi caballo y vete por donde has venido.
El etrusco rompió a reír.
—Ya te he salvado la vida una vez, chiquillo, no pidas demasiado al destino.
—Ahora te la estoy salvando yo. Devuélveme mi caballo y márchate.
Hulx se volvió para mirar el horizonte delante de él sin vislumbrar nada.
—Jódete, umbro.
—No lo hagas, no vayas por ahí.
El etrusco no lo escuchó y lanzó el caballo a rienda suelta cerro abajo. Thucer volvió a montar y trató de seguirlo, pero era una carrera desigual, además de la desventaja inicial. Negro era demasiado rápido para el rocín del muchacho. Thucer aulló varias veces al otro para que se detuviera, pero quien oyó esos gritos fueron los frentanos que descansaban escondidos en el bosquecillo que, en un instante, montaron el lomo de sus cabalgaduras y salieron del mismo.
Cuando Hulx se percató de ellos comprendió que su vida colgaba de un delgado hilo. Aquellos no eran desde luego jinetes samnitas o umbros, y eran cinco, un número demasiado alto para enfrentarlos solo. Cambió de dirección y lanzó a su semental tan rápido como pudo, debía poner tierra de por medio de sus perseguidores y tenía que tratar de separarlos. Era el único modo de salir vivo de esa situación.
Pero los frentanos montaban caballos relativamente frescos y no tenían ganas de dejar escapar una presa tan fácil para llevarla donde su comandante después de haberle robado todo.
Hulx desenvainó su espada, los jinetes se acercaron, su caballo perdía terreno y no habría aguantado demasiado ese ritmo. Algunos estaban armados con espadas y otros con lanzas. Para empeorar las cosas, el grupo de perseguidores permanecía unido y no habría podido enfrentarse a ellos uno por vez. Trató de que Negro hiciera lo imposible, pero el caballo ya lo había dado todo y aflojó. En un instante estuvo rodeado; uno de sus perseguidores se le acercó y de inmediato el etrusco intentó un embate que el otro paró con la espada. Del lado opuesto, un segundo jinete lo alcanzó y le golpeó en el muslo con la punta de una lanza, que le arrancó un gruñido de dolor. El etrusco respondió con un par de mandobles que crearon, durante un momento, un vacío en torno. Uno de los frentanos bajó del caballo y procuró aferrar las bridas de Negro, mientras los otros pinchaban a Hulx a distancia como una manada de lobos en torno a la presa. Mientras uno de estos hacía una finta de ataque, los otros a los lados se acercaban y lo golpeaban. No eran mandobles mortales porque no los hacían en el rostro o en el tronco; a Hulx lo torturaban en las articulaciones. Querían cansarlo, querían cogerlo vivo.
—¡Ríndete! —aulló Thucer, que finalmente alcanzó al grupo—. No tienes esperanza, ¡ríndete!
El etrusco lo miró sin aliento ni fuerzas y con un rugido rabioso espoleó el caballo para salir de la mordaza, pero uno de los frentanos azotó el aire con el asta de una lanza y le pegó violentamente en el rostro. Cuando cayó al suelo ya estaba inmovilizado por cuatro de sus asaltantes. Intentó una última fuga, pero las fuerzas y el aliento ya lo habían abandonado. Recibió un golpe en el rostro y patadas en el estómago.
Luego todo fue más ligero, todo se volvió oscuro.