XXXXIII

El día de los héroes

Ala izquierda romana – Campamento de las IV y VI legiones de Mure

—He ocupado tu puesto desde que era niño —dijo Mure, susurrando con recogimiento mientras se dirigía a su padre—. Desde el momento de los funerales solemnes que te hicieron ilustre junto a toda nuestra familia, he sentido el peso de los deberes que debería soportar. He entendido que el nombre que llevaba no era un derecho de nacimiento, sino algo que debía ganarse con fatiga, sacrificio y sentido del deber. Cuanto más ilustre es el padre, mayores son los esfuerzos que debe hacer el hijo para mantener viva su memoria y su honor.

El cónsul se apoyó con la cabeza inclinada en el poste donde hasta algunos días antes estaba colgada la coraza samnita, mientras, desde el exterior, el rumor de las órdenes de los centuriones que se disponían a alinear los bloques hacía eco a sus pensamientos.

—He llevado adelante lo que tú comenzaste cuando yo era un muchacho y he ampliado el círculo de nuestros partidarios. He intentado conceder tiempo a todos tanto como he podido. He tratado de conocer personalmente a todos aquellos que podían ser buenos defensores para la prosperidad de nuestro nombre. Me he trasladado a sus viviendas en la ciudad y el campo, he aprendido sus nombres y estudiado a sus familias. Siempre me he mostrado amable con los humildes, justo con los iguales y cauto con los intrigantes. Les he prestado dinero, escrito cartas de recomendación y concedido favores. He consagrado mi vida a la carrera política tratando de ser un buen orador, un buen soldado y un buen administrador, mostrando a todos que era digno de tu nombre. Yo creo haberlo conseguido, padre. He sido legado, magister equitum y censor, he sido cónsul cuatro veces y he estado años lejos de nuestra casa defendiendo la ciudad. He aprendido a obedecer antes que a mandar, a resistir el hambre, el frío y el miedo antes de imponerlos. He dado ejemplo a mis soldados y me he privado de cualquier beneficio que pudiera concederme el rango, y en el día más hermoso de mi vida he obtenido el triunfo sobre los samnitas.

»Cuando he vuelto a casa, he combatido otro tipo de guerra, sosteniendo a los tribunos de la plebe en el foro y en el tribunal, usando la palabra en vez de la espada. He logrado la apertura del pontificado para los plebeyos y he sido uno de los primeros cuatro plebeyos en acceder al cargo que siempre había sido accesible solo a los patricios. En todo este tiempo tú has estado conmigo, porque honrando tu memoria y siguiendo tu ejemplo me he convertido en lo que soy. También al recibir este último encargo, que estoy llevando a término, mi nombre en la Curia Hostilia ha sido asociado al tuyo y me he sentido honrado. Somos dos entidades inseparables: Publio Decio Mure, hijo del gran Publio Decio Mure, y estoy orgulloso de haber sido tu segunda vida.

Un lictor pidió permiso para entrar y anunció que el pontífice pedía entrevistarse con el cónsul.

—Hazlo entrar —dijo Mure.

Marco Livio cruzó el umbral de entrada a la gran tienda y esperó a que saliera el guardia.

—¿Los pollos no comen? —preguntó el cónsul con un velo de aprensión.

—Comen todos, salvo uno.

—Por lo tanto, los auspicios son favorables.

—El más viejo es el que no come.

—¿Y qué significa?

—Que se está muriendo.

—Ya entiendo, pero ¿qué interpretación podemos dar a esta señal?

—Infausta, Publio Decio. No sé si los dioses son propicios para presentar batalla hoy.

—Pero solo uno de los pollos no come.

—Mi tarea no es predecir qué es lo mejor, sino si lo que hemos establecido hacer hoy encuentra o no la aprobación divina. Los dioses han decidido que entre nuestros pollos, que hasta ayer gozaban de excelente salud y comían a gusto, hay uno que durante la noche se ha enfermado.

—Uno.

—Sí, uno, el más anciano.

Mure pensó en el viejo Ruliano, luego sacudió la cabeza.

—Me doy cuenta de que es un mensaje singular, quizá signifique que tendremos que pagar un tributo terrible. Quizá para resolver la cuestión se deberá recurrir a los hombres más ancianos, los triarios.

—Sabes perfectamente que no estoy aquí para extraer auspicios, sino para sugerirte el modo más oportuno para cumplir las obligaciones religiosas y salvaguardar la concordia entre aquello que hemos decidido y aquello que quieren los dioses.

—Durante este largo viaje hemos seguido todos los ritos del caso y respetado cada mensaje enviado por los dioses. Hablaremos con Quinto Fabio Máximo Ruliano y decidiremos qué hacer —dijo Mure, reclamando a uno de los lictores para expedirlo al campamento de su colega—. Tranquilo, Marco, has cumplido con tu deber. Puedo decir que he sido adecuadamente informado de la situación.

El pontífice asintió con un velo de amargura. El pataleo de un grupo de jinetes al trote devolvió al interior de la tienda el momento de fervor que se estaba viviendo fuera. Marco Livio se volvió e hizo el amago de salir.

—Espera —le dijo Mure—. Quisiera que hoy te quedaras con esto —dijo, pasándole un rollo—. Es mi correspondencia.

—Me ocupo de hacerla llegar.

—Son cartas que expedir en el caso de que mañana ya no esté aquí.

Marco Livio miró a Mure y luego sacudió la cabeza.

—Entonces no será oportuno que las expida.

El cónsul no lo escuchó y continuó su discurso.

—Entre estas cartas hay una que me interesa en particular. Una carta para mi hijo. Si es necesario, tú se la harás llegar.

—Tu hijo es aún demasiado pequeño para relevarte en la guía de la familia, y aún tienes mucho que enseñarle…

—Tenía su edad cuando murió mi padre —lo interrumpió Mure, dejando un silencio glacial detrás de la última afirmación, que el pontífice no se sintió con ánimos de llenar—. En la casa de un magistrado romano —continuó Publio Decio—, deberían convivir tres generaciones para enseñar a los jóvenes a venerar a los antepasados que los ancianos han conocido. Esto une a los parientes de las diversas edades y hace que se mantenga la memoria de la familia. Si hoy me sucediera algo, el hilo de la memoria de mi familia se rompería.

—No sucederá.

—Pero si sucede —respondió el cónsul—, quisiera que tú te encargaras de mantener viva la memoria de los Mure y te ocuparas de la educación del pequeño Publio Decio.

El pontífice esperó un momento antes de asentir.

—Te lo prometo.

Una última mirada, un apretón de manos; luego fuera, en el aire fresco de aquella alba estival que se teñía de luces leves y tristes, entre las órdenes de los centuriones, los relinchos de los caballos, el tintineo de las armas y el paso de las caligae. Fuera, entre las miradas encerradas en los yelmos y la agitación de los pendones.

Uno de los sirvientes pasó el yelmo a Mure, que por un instante miró su rostro reflejado en el bronce lustrado. Se lo puso, ató el barboquejo y montó en la silla mirando desde lo alto de la cabalgadura el despliegue de los hombres que ordenadamente se ponían en fila para alcanzar la calle principal que llevaba a la puerta del campamento.

Mure miró las tiendas vacías. Sucedía solo antes de la batalla. Por absurdo que fuera, aquel día el campamento no se desmantelaba. Se jugaban el todo por el todo y en caso de derrota aquel sería el último baluarte al que retirarse, la última fortaleza del romanismo que defender.

La última esperanza de vida.

Un relincho atrajo su atención, se volvió y vio el enorme semental negro montado por el muchacho umbro que Ruliano le había confiado. El cónsul le hizo señas de que se acercara.

—¿Cómo ha ido?

—Los míos no estarán presentes en el campo de batalla.

Mure esbozó una sonrisa.

—Mi informador me ha dicho que usarán los carros para provocar el caos entre los nuestros, cónsul. Están situados detrás de su alineación.

Publio Decio asintió.

—Bien, avanzaremos con la caballería y trataremos de anticiparnos a ellos.

Ala derecha romana – Caballería aliada incorporada a las I y III legiones de Ruliano

Tito Mamerco Audax controló una vez más que el barboquejo del yelmo estuviera bien apretado y admiró la coraza de plata cincelada que llevaba. No le parecía cierto que el cónsul le hubiera dado aquella panoplia para afrontar la batalla. Se había pasado la noche lustrándola y había decidido ponérsela sobre la túnica blanca de la Legio Linteata, también ella limpia para destacar en la calígine del alba.

—Te verán a una milla de distancia —dijo Quinto Fabio Máximo Ruliano, que cabalgaba a su lado.

—Es lo que quiero, cónsul.

—Tenemos visitas —dijo uno de los lictores que escoltaban al cónsul—. Un jinete llegado desde el campamento del cónsul Publio Decio.

—Dejadlo pasar.

El jinete se acercó al viejo Rullus.

—Un mensaje de parte del pontífice Marco Livio.

Quinto Fabio asintió y abrió la tablilla que contenía el despacho escrito sobre la cera. Hizo una mueca pasándose la mano por los riñones y luego trató inútilmente de concentrarse en la lectura. El dolor en la espalda, la cabalgada y la vista ya corta le impidieron leer a pesar de los esfuerzos. Con un gesto de irritación pasó la tablilla a Tito Mamerco.

—Léemela tú, maldición.

Audax cogió el despacho, a él no le dolía la espalda y tenía buena vista, pero no era un as de la lectura.

—¡Uno de los pollos sagrados no ha comido, cónsul! —aulló para superar el ruido de los caballos al trote.

—¡En voz baja, en voz baja! No deben oírte.

—Uno de los pollos sagrados no ha comido —repitió con tono contenido.

—¡Entendido!

—Está escrito que no todas las señales de los dioses son propicias.

—No todas…

—Sí, no todas.

—No todas ya es algo —dijo Ruliano antes de espolear el caballo.

—El correo pregunta si hay una respuesta, cónsul.

—La estamos dando, hemos aumentado el paso. ¡Adelante!

Tito Mamerco asintió.

—¿Qué hago con el mensaje?

—Tíralo.

Audax sonrió y arrojó la tablilla, que acabó debajo de los centenares de cascos de la unidad de caballería que seguía al cónsul.

Ala izquierda de los coaligados – Sector samnita – Legio Linteata

Gelio recorrió la alineación de los hombres de la Linteata al galope seguido por Minacio Estacio y a su paso los hombres exultaron, levantando las lanzas al cielo. Detuvo su poderoso semental piafante en el centro de la alineación y repasó con la mirada a sus soldados.

—Quiero que miréis esa nube de polvo a lo lejos, a mis espaldas —dijo con tono seco mientras un bufido de viento le abría la capa como si fueran las alas de una rapaz—. Son los quirites y sus aliados.

Desde las filas se alzó un estruendo de insultos.

—Era un muchacho cuando me enfrenté a ellos en batalla por primera vez y estaba alineado entre mis compañeros, como vosotros estáis ahora. Aquel día los dioses no nos fueron propicios y nos vimos obligados a retroceder, dejando a los romanos como dueños del campo. Reconociendo nuestra derrota, mandamos embajadores, propusimos negociaciones razonables con las cuales nos comprometíamos a volver a nuestros territorios y pagar los daños ocasionados.

La brisa agitó el pelo encrespado del meddix.

—Los quirites rechazaron las propuestas y, con pretextos mezquinos, continuaron la guerra. Se adentraron, despreciativos, en nuestras tierras hasta introducirse en una garganta que llevaba a la ciudad de Caudium, un desfiladero tan estrecho que nos permitía controlar fácilmente su salida. Al mismo Gavio Poncio, el meddix tuticus de entonces, le costaba entender cómo los romanos se habían metido de un modo tan incauto en una trampa e hizo todo lo posible para bloquear las dos únicas salidas de ese valle. Con troncos abatidos, grandes rocas y un puñado de hombres impedimos que los enemigos salieran hasta que llegaran refuerzos. Los quirites, al no poder avanzar ni retroceder, construyeron un inútil campamento en el cual se refugiaron soberbios, mientras nosotros ocupábamos las alturas circundantes, encerrándolos en una mordaza. Permanecieron allí, atontados, inmóviles y silenciosos. Habría sido tan fácil matarlos a todos que Gavio Poncio tuvo una duda. ¿Por qué matar a esos hombres, que estaban tan claramente derrotados? ¿Por qué no darles una señal de grandeza y de misericordia, y dejarlos marchar después de haber aceptado una condición de paz, esta vez dictada por los samnitas? Mandó a algunos de los suyos a buscar a su viejo padre, al cual pidió consejo, y este respondió: «¡Masacradlos a todos!».

Toda la Legio Linteata, con sus túnicas blanquísimas y sus corazas brillantes, lo escuchaba en religioso silencio.

—El meddix reflexionó sobre el consejo de su padre, pero al día siguiente no tuvo el valor de dar la orden de masacrar a esos desgraciados. Volvió a pedir consejo a su anciano padre y preguntó de nuevo si esa era la única solución y este respondió entonces que los dejara marchar y los convirtiera en aliados. Gavio Poncio se quedó turbado y pidió explicaciones por esas dos sugerencias tan opuestas. La respuesta fue que con los romanos no había otra solución. O aliarse con ellos renunciando así a parte de la libertad, o eliminarlos e impedir que la ciudad formara un nuevo ejército.

Gelio interrumpió un instante su discurso y tiró de las riendas de su fogoso semental, se volvió para mirar la nube de polvo que se aproximaba y habló de nuevo a los suyos.

—Gavio Poncio preguntó a su padre qué pensaba de un compromiso, permitir que los romanos se marcharan sanos y salvos, pero imponerles, en cuanto vencidos, el derecho de guerra. El padre respondió que aquella solución no los convertiría en aliados y que seguirían siendo enemigos, porque la característica del pueblo romano es no saberse resignar a la condición de vencido. Poncio mandó a su padre a casa y consultó con sus oficiales, que optaron por la solución intermedia. Hizo llamar entonces a los cónsules romanos a la cabeza de aquel ejército prisionero en la garganta. Los hizo sentar a la mesa de las negociaciones como perdedores, imponiéndoles restituir los territorios anexionados al inicio de las hostilidades y obligándolos a prometer retirar las colonias romanas establecidas en el Samnio. A cambio de salvar la vida, el meddix pretendió que todos los soldados romanos en aquella garganta se reconocieran derrotados y, después de haberlos hecho despojarse de las armas y los vestidos, los hizo pasar bajo el yugo, obligándolos a inclinar la cabeza frente al ejército samnita alineado. El famoso temple de los romanos fue, en aquel día, humillado para siempre. Con aquel gesto el meddix pretendió que esos romanos no volvieran a tener la osadía de combatir contra los samnitas de nuevo. Desde entonces ese lugar fue llamado Horcas caudinas, un nombre que avergonzará a Roma eternamente.

Los hombres exultaron y empezaron a batir las lanzas sobre los escudos hasta que Ignacio les pidió de nuevo silencio.

—A los romanos se les concedió marcharse, desnudos y sin armas. Como muestra de desprecio, usamos sus enseñas para nuestras legiones: S. P. Q. R., Samnitum Populo Quis Resistit.

Otra vez el ensordecedor rugido de los linteatos.

—Se creían ya vencedores cuando los feciales romanos volvieron con los dos cónsules que habían firmado la paz, desnudos y con las manos atadas. Sus embajadores dijeron a Gavio Poncio que aquellos hombres se habían comprometido en la firma de un tratado para el que no tenían ninguna autorización del pueblo y, por lo tanto, se habían manchado de una culpa innoble; por este motivo los entregaba a los samnitas, liberando al pueblo romano de cualquier compromiso que estos hubieran tomado. Mientras el fecial pronunciaba estas palabras, uno de los dos cónsules le dio una patada con una fuerza inaudita aullando que era un ciudadano samnita. Gavio Poncio rechazó la entrega de los dos acusando a Roma de encubrir siempre el engaño con un velo de aparente legalidad. Si al pueblo romano no le iba bien que el ejército se hubiera salvado gracias a una paz infamante, que se quedaran la paz y devolvieran las legiones que habíamos capturado. Ese habría sido un acuerdo leal a los pactos y a los ritos sagrados de los feciales. No obtener la salvación de muchos ciudadanos y no aceptar las reglas impuestas a los vencedores. El meddix hizo liberar a los dos y acusó a los feciales de declarar una guerra contra los samnitas con el pretexto de que un momento antes uno de estos había sido golpeado por un hombre que había aullado que era un ciudadano samnita para hacer pensar a los dioses que declaraban una guerra justa. Preguntó a los dos cónsules apenas liberados si no sentían vergüenza a su edad de escenificar semejantes farsas, y luego los dejó marchar.

Gelio dejó caer las últimas palabras en el vacío ensordecedor del silencio que se había creado. También el aire pareció mantenerse firme durante un momento, solo la nube de polvo a lo lejos ocupaba cada vez más sitio en el cielo.

—Los hombres que se están alineando frente a vosotros no conocen la lealtad, no son soldados, son saqueadores, son asesinos que se niegan a reconocer las derrotas y continúan las guerras hasta que las vencen. Se creen unos héroes, pero solo son unos mezquinos que han inventado un nuevo tipo de guerra, una guerra despiadada, sin treguas, donde el derrotado pierde la libertad y no puede volver a combatir nunca más.

Del polvo emergieron los estandartes de las legiones de Ruliano.

—Nuestro pasado nos enseña que no existen medias tintas con ellos, recordemos las palabras del viejo Poncio: «¡Masacradlos a todos!», o serán ellos los que lo hagan con nosotros.

Un estruendo se alzó de las alineaciones de la Linteata y la tierra pareció temblar.

Ala derecha de los coaligados – Sector de los galos senones

La cabeza de Larth bailoteaba colgada del carro de Ateboduus mientras pasaba al galope sobre el flanco de las columnas de los umbros de Enumek, que estaban alcanzando el centro de la alineación entre el polvo. La vida del portavoz del zilat había terminado con un golpe decidido del druida oficiante durante la ceremonia de los torques. Nunca nadie sabría si la divinidad había quedado satisfecha por aquel sacrificio, pero lo cierto era que aquella ejecución había enfervorizado a todo el séquito de los senones.

A la vista de la cabeza del etrusco sobre el carro del rix los combatientes senones exultaron presa del sagrado furor guerrero.

El despliegue de todos los hombres del inmenso campamento de los galos se había iniciado con un cierto orden al alba, luego el frenesí de alcanzar la posición en el campo de batalla había causado atascos entre carros, jinetes y hombres a pie.

Turscu, el viejo auriga de Kuretus, había aprovechado el momento para apartarse del contingente umbro y tomar distancia de los hombres de Enumek. Él y los suyos habían decidido aceptar la propuesta de Thucer y se desvanecerían del campo de batalla con armas, provisiones y equipajes. Incitó a los suyos a moverse, estaba tenso como la cuerda de un arco y seguía mirando a su alrededor. De momento, en la confusión del despliegue de las tribus nadie se había dado cuenta de su ausencia. Ahora casi todos se habían puesto en camino. En el campamento solo quedaban los pocos que debían montar guardia, pero era hora de marcharse de allí a toda prisa.

—Rápido, maldición —aulló con el rostro morado—, desfilaremos a lo lejos, a espaldas de la alineación, debemos meternos en aquel terreno boscoso lo antes posible.

Los hombres fueron detrás de él mientras un grupo de jinetes senones pasaba a su lado, ignorándolos.

—A la derecha, a la derecha, seguidme.

Alguien aulló algo a sus espaldas y Turscu se volvió de golpe. Eran unos chiquillos senones que blandían cuchillos y les auguraban una fácil victoria. El auriga alzó la espada al cielo, imitándolos, y luego incitó a los suyos a ir más rápido, mientras mantenía los ojos apuntados sobre la enorme masa de hombres que se estaba alineando, entre el polvo, media milla más adelante. Luego de nuevo alguien gritó.

—¡Turscu!

Era uno de los jinetes de Enumek que se había retrasado en el campamento para llevar uno de los carros con los barriles de agua a la línea de combate.

—¿Dónde demonios vas? Nosotros estamos justo en el frente. Entre el río y los samnitas.

Turscu permaneció en silencio mirándolo mientras este se acercaba con el caballo.

—¿Me has oído?

De nuevo el auriga no profirió palabra. El jinete ya estaba a pocos pasos.

—Te lo digo a ti, ¿acaso estás gagá? ¿Adónde estás llevando a los hombres?

Turscu señaló la línea donde se estaban alineando los galos, a espaldas del jinete, mientras iba a su encuentro. Este se volvió para ver qué le estaba indicando el auriga y cuando se giró de nuevo fue atravesado en la garganta por la lanza de su conciudadano. En un último gesto el jinete se agarró al asta con ambas manos antes de caer de la silla con los ojos en blanco.

El hombre que guiaba el carro del agua lo miró boquiabierto.

—¿Quieres vivir? —le preguntó Turscu mientras montaba el caballo del hombre que acababa de matar.

El otro asintió.

—Entonces, baja los barriles de ese carro y carga algunos equipajes. Rápido, ayudadle.

El sonido de decenas de carnix llenó el cielo seguido por un estruendo. El auriga se volvió hacia la línea del frente. Nadie se percataría de ellos en aquel momento.

—¡Rápido!

Ateboduus desfiló imperioso delante de la alineación de los senones, que exultaban a su paso. Al rix lo seguían decenas de carros y centenares de jinetes que hacían temblar el terreno bajo sus cascos. Estaba llegando a su posición a la derecha de los guerreros a pie. El jefe senón había decidido hacer esta maniobra, desfilando delante de los suyos, para demostrar la fuerza que había conseguido reunir con su poder.

Miró a sus guerreros, agrupados bajo las enseñas de las tribus de pertenencia entre las decenas de cabezas mitológicas de caballo de los carnix, y de la ilimitada marea de lanzas, donde descollaban yelmos de toda forma y metal, cabelleras al viento y cabezas blanqueadas con cal. Muchos exhibían los sagrados torques y los brazaletes de los antepasados, que tantas batallas habían afrontado antes que ellos. Los escudos de todo color y medida eran golpeados con las espadas y las lanzas para crear una especie de crepitación continua que hacía de fondo a los carnix y a sus coros de guerra.

Eran impresionantes, por número y aspecto.

Los que más destacaban eran los mercenarios del norte, que desde hacía días se recogían entre ellos para disponerse al enfrentamiento y entrar mental y físicamente en contacto con las fuerzas divinas. Combatirían completamente desnudos para demostrar la sacralidad de su valor y no tener impedimentos durante la contienda y para no quedar atrapados en las zarzas que cubrían el terreno. Orgullosos, mostraban su potencia adornados solo por los torques y los brazaletes, blandían sus espadas contra los escudos reclamando la atención de los dioses que poco antes del enfrentamiento tomarían posesión de sus cuerpos transformándolos en guerreros imbatibles y sedientos de sangre. En el pasado había sucedido, en más de una ocasión, que el enemigo, al verlos alineados y conociendo su fama, se había batido en retirada sin prestar batalla.

Ateboduus los miró, satisfecho, escuchando sus gritos de guerra, ecos de antiguas victorias, y blandió la espada en su dirección antes de abrir los brazos como para abarcar el viento, mientras su auriga incitaba los caballos. El rix mantenía un perfecto equilibrio a pesar del carro en movimiento, inspiró a todo pulmón mientras el penacho de su yelmo fluctuaba en el aire junto con el pelo y la capa.

Desde el terreno llegaba el aroma del heno y el polvo, pero pronto aquella tierra estaría impregnada por el olor metálico de la sangre que los senones reclamaban a voces.

Lo que ocurriera aquel día quedaría marcado para siempre a lo largo de los siglos y él quería ser el protagonista.

Ala izquierda romana – Alineación de las IV y VI legiones de Mure

Publio Decio Mure miró la enorme alineación de los galos frente a él mientras la brisa le transportaba el eco de los alaridos y de sus lúgubres instrumentos de viento. Había vivido muchas veces en su vida el momento antes de la batalla y sabía que aquellos instantes eran los peores. En la inmovilidad frente al enemigo la tensión subía de manera vertiginosa y la respiración se hacía cada vez más rápida bajo la compresión de la coraza. Todo se desvanecía en el momento del primer impacto. Era como un lanzamiento de dados; ya no se podían tocar hasta que hubieran rodado hasta el final del enfrentamiento revelando el veredicto de los dioses: vida o muerte.

E inevitablemente pensó en la muerte. En pocos instantes rememoró los hechos relevantes de su vida, preguntándose si esta había sido buena, si había hecho demasiadas cosas contra su voluntad, si había aceptado y afrontado todas las dificultades que su posición le había impuesto. Era hijo de un héroe y se había convertido en un ilustre ciudadano romano, no podía reprocharse nada. Si la muerte llegara, él estaría listo.

Controló que el barboquejo del yelmo estuviera ceñido y dio la espalda a los enemigos para mirar los rostros tensos de sus vélites, que se distribuían delante de las centurias de los asteros. Publio Decio se encontraba al frente de la V Legión. A su izquierda, las últimas centurias de los asteros de la VI Legión estaban acabando de alinearse para formar los manípulos. A su derecha, la caballería aliada de los campanos cerraba la alineación protegiendo el flanco izquierdo romano.

Publio Decio sentía que había entrenado bien a los hombres en aquellos meses; por consiguiente, había decidido ensanchar al máximo la línea de ataque para contener a los galos, por lo que inevitablemente había acortado la profundidad. Había dispuesto las centurias, compuestas por unos sesenta hombres, sobre una línea de doce legionarios y una profundidad de cinco. Cada manípulo estaba compuesto por dos centurias, la prior y la posterior, que se dispondrían una detrás de la otra después de que los vélites hubieran avanzado de manera dispersa.

A los vélites les correspondía la tarea de marchar rápidamente y comprometer a los senones en el primer contacto, acribillándolos con hondas, piedras y jabalinas. Debían acercarse, golpearlos y retroceder para desordenar sus filas. En cuanto los galos avanzaran, los vélites debían retirarse a la carrera al interior de los pasillos dejados entre los distintos manípulos. Inmediatamente después de la retirada a la retaguardia de los vélites, el manípulo se partiría en dos. La centuria posterior se desplazaría a la izquierda y avanzaría a la carrera para flanquear lo antes posible a la centuria prior, yendo así a ocupar el pasillo dejado para la fuga de los vélites. Este movimiento cerraría todos los corredores formando una línea continua de hombres de una profundidad de cinco filas, detrás de las cuales seguían los manípulos de los príncipes, dispuestos del mismo modo inicial que los asteros.

Los asteros tenían el deber de absorber el primer choque de los galos y tratar de cansarlos lo máximo posible. Serían los hombres que tendrían más pérdidas. Era esencial que los centuriones y sus segundos, los optiones, mantuvieran unida y cohesionada la alineación.

Los hombres habían ensayado decenas de veces las formaciones que utilizarían en el campo de batalla. Sabían que no debían perder de vista al centurión, su enseña y el color del interior de los escudos, que había sido pintado de manera distinta según la centuria, de modo que el legionario, incluso en la confusión de la reyerta, encontrara fácilmente la unidad a la que pertenecía.

A espaldas de los príncipes se situaban los manípulos de los triarios, los veteranos, que esperarían su turno arrodillados en el suelo para ser comprometidos en el momento decisivo de la batalla, lo más descansados posible.

Los centuriones callaron, la formación estaba completada, miles de hombres permanecían inmóviles frente a él. El cónsul vio la tensión que revelaban sus rostros y las mandíbulas apretadas. Reconoció sus caras, recordó muchos de sus nombres. Sabía que estaban esperando las palabras de su comandante; sabían que llegarían, sabían que el hombre que estaba frente a ellos borraría todo el miedo de sus rostros y su espera terminó después de algunos instantes de absoluto silencio.

—He aquí —atronó, señalando a los galos con la punta de la espada—, he aquí el sonido de sus trompetas, he aquí sus gritos. He aquí, desvelado, el designio de los dioses.

La tensión en el rostro de los legionarios dio paso a la atención en cada palabra.

—No lo sabíamos —continuó Mure alzando el tono—, solo ahora nos damos cuenta, nuestra vida ha sido un recorrido que nos ha traído aquí. Desde el día de nuestro nacimiento hemos sido empujados a esto. El objetivo de nuestros días y de nuestras noches era disponernos a esta batalla y combatirla como héroes.

Una sonrisa se dibujó dentro del yelmo de Publio Decio Mure.

—Este día corresponde a una vida entera y nos da la posibilidad de demostrar a todo el mundo cómo la hemos vivido. ¿Cómo podemos no estar agradecidos a los dioses por esta oportunidad? ¡No la temamos, aferrémonos a ella! Hoy se nos da la posibilidad de hacer algo grande, y si los dioses nos la han concedido es porque no somos hombres corrientes. Nosotros, todos nosotros somos y seremos para siempre los del Agrum Sentinate.

Las legiones estallaron en un estruendo y el caballo del cónsul se encabritó majestuosamente.

—Roma nos llama, y no es solo la Roma que conocemos nosotros, sino la Roma que ha sido y la que será. Nosotros: el fruto de las generaciones pasadas y el ejemplo de las futuras, todo confluye hoy. No estamos solos, nuestros seres queridos están aquí, nuestros nietos que aún no hemos visto están aquí, y también están nuestros padres y nos recuerdan que en los orígenes de Roma está la semilla de Marte. ¡Hemos nacido combatiendo y moriremos combatiendo!

La tierra vibró bajo el alarido de los hombres de Mure.

—Y si este es nuestro destino, sabed que la muerte, que tanto tememos y rechazamos, interrumpe la vida, pero no la elimina. Todo acaba, pero no se borra, lo que hemos sido permanecerá y nosotros estamos aquí haciendo de nuestra existencia algo único. ¡Dentro de miles de años la gente hablará aún de nuestras gestas y, comoquiera que acabe esta jornada, sabed que yo estoy orgulloso de estar aquí con vosotros, no quisiera estar en ninguna otra parte más que aquí, hoy, con los del Agrum Sentinate!

El estruendo fue tan ensordecedor que superó los carnix de los senones y llegó hasta ellos.

—Avanzaremos hacia ellos. Avanzaremos ordenados como hemos aprendido, avanzaremos hasta que sintamos su hedor y cruzaremos las armas como tantas veces hemos ensayado. ¡Les haremos ver que sabemos sufrir por las grandes cosas, les haremos ver que aun antes de saber morir, sabemos matar!

—¡Mure! ¡Mure! ¡Mure!

—Y mirar a esa horda de salvajes y pensar por qué debemos combatirlos quiere decir que tenemos delante de nosotros la vida eterna en vez de la muerte.

Ala derecha romana – Alineación de las I y III legiones de Ruliano

—Allá —dijo Tito Mamerco, señalando un grupo de pendones a Quinto Fabio—. Esas son las enseñas de la Verehia. La más alta, en el medio, es una de las capturadas en las Horcas caudinas.

El viejo cónsul asintió apretando la mandíbula.

—Es hora de devolverla a casa —dijo antes de dirigirse a sus tribunos—. La estratagema de hacer avanzar las dos legiones en Etruria ha dado un gran resultado. Si los etruscos hubieran estado presentes aquí hoy habríamos estado en clara inferioridad. Pero no nos dejemos engañar por el hecho de que dispongamos de las mismas fuerzas que el enemigo. Tenemos enfrente a los samnitas, el peor adversario que se pueda encontrar.

Ruliano hizo una pausa y señaló la alineación enemiga a lo lejos.

—Estos no son los senones, estos son combatientes bien entrenados y organizados. Sabemos que pueden ser letales. Además de ser excelentes soldados, tienen excelentes armamentos. Hemos conocido sus jabalinas en el pasado y de ellos hemos aprendido a fabricarlas primero y a usarlas después. Lo mismo vale para sus escudos, mucho más resistentes que los que teníamos antes. Para hacer daño a los samnitas hemos debido hacer lo que ellos han aprendido a hacer. Nos hemos adaptado a nuestro enemigo y a sus armas. Hemos hecho nuestro su modo de combatir. Hoy, frente a ellos, estamos en una situación de igualdad, no podemos contar con ninguna ventaja material o numérica; además, están guiados por Gelio, el hombre que más nos odia en el mundo.

El cónsul volvió a mirar a los suyos.

—Si hoy queremos vencer, debemos apostarlo todo a la táctica y el corazón. Esta es la gran diferencia que podemos poner en liza. La táctica que nos permitirá ser superiores a su entrenamiento. Transmitid a todos los centuriones y a todos los hombres que quiero un avance cauteloso sobre toda la línea. Quiero que los vélites los pongan continuamente a prueba con una serie de asaltos y retrocesos a una distancia de seguridad. Debemos darles la impresión de que somos temerosos e inseguros, debemos obligarlos a adelantarse, a descubrirse y luego hacer un muro para contenerlos. Los quiero ver nerviosos, que pierdan el control, para localizar su sector más débil y joderlos lanzando en aquella zona toda la fuerza de nuestros príncipes. Pongamos el corazón, porque nosotros hoy no nos jugamos una batalla, nosotros aquí hacemos Historia. Esta batalla no termina hoy, estoy convencido. Si perdemos, esos hombres que veis alineados allá apuntarán sobre Roma; si vencemos, nosotros obligaremos a las ciudades del Samnio y de Etruria a inclinar la cabeza, y luego apuntaremos a las tierras de los senones hasta que hayan decidido morir o dejarse someter.

»Nosotros aquí, hoy, seremos recordados eternamente y solo la fuerza de nuestros corazones nos podrá sostener cuando los músculos y los pulmones ya no tengan nada que dar. Si nuestro corazón es más fuerte que el de aquellos que tenemos enfrente, seremos recordados como los vencedores de cuatro pueblos que nos querían aniquilar. Si perdemos, seremos recordados como aquellos que no lo consiguieron, y por más heroica que pueda ser nuestra derrota aquí, hoy, recordad que serán los vencedores los que escriban la historia de esta jornada. Quiero ser yo quien lo haga y la sangre del samnita será la tinta; esta llanura, el pergamino, y vosotros, los actores destinados a ser rememorados eternamente por haber demostrado que Roma vence o muere. Ninguna concesión, ningún término medio.

Los tribunos asintieron, convencidos. Quinto Fabio se dirigió a Mamerco.

—Te quiero delante de las enseñas. Señala a los centuriones los comandantes de la Verehia. Quiero que mueran antes de la fase final de la batalla.

Audax asintió.

—Y esperemos que no te tomen por uno de ellos.

Ala izquierda de los coaligados – Sector samnita – Legio Linteata

Nearco se encogió de hombros y hendió el aire con dos golpes de su espada que luego pegó contra el escudo.

—¡Listos! —aulló a sus hombres—. ¡Hoy llenaremos Roma de héroes que recordar!

Sus legionarios exultaron.

—Nosotros somos unos privilegiados porque no hemos elegido vivir cuanto podemos, hemos elegido vivir cuanto debemos. La longitud de nuestra vida no se medirá por el pelo blanco o las arrugas, eso no es vivir, es solo existir largamente. No veremos la decadencia, la debilidad o el reblandecimiento que la edad da a los mortales, escaparemos del desgaste del tiempo y nuestra vida será eterna como la de los dioses, porque seremos inmunes al olvido. Hemos elegido dónde vivir, con quién, de qué modo y hemos impuesto al destino el día de nuestro tránsito, y ese día es hoy, ¡en la flor de nuestra fuerza!

Los hombres de la Linteata alzaron sus pilos al cielo y luego los blandieron contra los escudos mientras Nearco extendía los brazos musculosos.

—Todo placer tiene su momento culminante cuando está a punto de acabar, ¡disfrutemos del nuestro hoy! ¡La muerte es bella y heroica solo si la vida es breve! Si los enfrentamos así, sin miedo a perder el bien más preciado que tenemos, entonces los hemos vencido. ¡Nosotros ya estamos muertos y ya hemos vencido!

Se produjo un estruendo.

—¡Avancemos! Avancemos, hermanos, como si fuéramos dioses inmortales. Adelante, hasta el último aliento.

Ala izquierda romana – Centro de la alineación entre las IV y VI legiones de Mure

El pontífice, Marco Livio, se cubrió la cabeza con un extremo de su toga. Impulsó el caballo al paso detrás de las legiones que avanzaban, seguía a las últimas centurias de príncipes y precedía las enseñas de los triarios. No había sitio más seguro en aquel momento.

Su ojo experto observaba cualquier posible señal hasta donde la vista se lo permitía. Miraba la alineación enemiga aproximándose, el modo en que avanzaban las legiones, los movimientos de la caballería que Mure había enviado, que se perdía en el polvo a la izquierda, y luego el cielo. El inmenso cielo de aquella mañana de verano, tan grande y tan vacío al mismo tiempo. No parecía que llegara ninguna señal de Júpiter. Ninguna bandada, ninguna golondrina, águila o cuervo. Nada.

Imprecando a Marte, el centurión que conducía el manípulo delante de él aulló a los suyos que cerraran filas a la izquierda para mantener la correcta alineación. Marco Livio fingió que no pasaba nada, tampoco aquella era una buena señal.

El estruendo de los senones superó todo y a todos. Ya no eran una línea gris entre el polvo. Eran guerreros bien visibles y avanzaban lentamente manteniendo una formación compacta y ordenada; ya no era posible observar la longitud de su frente con un solo vistazo. El pontífice recorrió su alineación con la mirada y puso los ojos en blanco.

Desde las alturas, a su izquierda, descendió a la carrera una cierva perseguida por un lobo, cruzando en su fuga la planicie que se abría entre las dos alineaciones opuestas. Desde allí los dos animales invirtieron su carrera en direcciones contrarias, la cierva hacia los galos, el lobo hacia los romanos. Los vélites y los príncipes se apartaron para dejar pasar al animal entre sus filas. Este recorrió un largo pasillo entre los hombres y luego se detuvo, desorientado. Un signífero del cuarto manípulo empujó al animal hacia los triarios y el final de la alineación. Después de un instante de vacilación el lobo volvió a correr pasando a un pelo del caballo del pontífice, que se encabritó con un relincho. Marco Livio tiró con violencia de las bridas, dominando el miedo del caballo, y se volvió para mirar el lobo que cruzaba indemne los espacios de los triarios y más allá, superando ileso a los últimos rorarios para escapar por fin.

Volvió a mirar hacia delante con el corazón en un puño y vio que los galos traspasaban a la cierva que se había acercado a sus filas. Se quedó un instante con la boca entreabierta, el tiempo de ver los últimos espasmos del animal. Braceó reclamando a los hombres.

—La fuga y la masacre han ocurrido allí donde ahora veis en tierra el animal consagrado a Diana —aulló—. De este lado, el lobo vencedor, grato a Marte, se ha marchado, sano y salvo. Marte, el fundador de Roma, está de nuestro lado. Adelante, adelante sin temor.

Ala derecha romana – Alineación de los vélites de la III Legión de Ruliano

Audax siguió las órdenes de Ruliano y descendió del caballo para alcanzar a los vélites incorporados a las distintas centurias de los asteros. Recorrió la alineación señalando a los comandantes de la Verehia, a los que tenían que golpear con piedras y jabalinas. Partió del centro de la alineación, donde ambos ejércitos disponían los hombres menos valerosos y se dirigió a la derecha, para alcanzar las primeras centurias de la III Legión, donde Ruliano había puesto a sus mejores hombres como protección del ala derecha romana, alineada antes de los manípulos de los aliados y la caballería.

En su rápido camino, Audax vio que las centurias de los asteros habían reducido su velocidad hasta detenerse. Los centuriones y sus segundos exigieron a voz en cuello la alineación de las filas en un crescendo de tensión. El enfrentamiento estaba próximo. Tito Mamerco miró el frente enemigo mientras los vélites comenzaron a avanzar esparciéndose delante de las centurias de los asteros. El inicio de la batalla era el momento de gloria de todos los jóvenes vélites, pues demostrarían su valor delante de los centuriones veteranos que guiaban los manípulos a sus espaldas.

Los muchachos lanzaron insultos al enemigo y empuñaron la primera de sus jabalinas. Tomaron impulso para imprimir mayor fuerza al lanzamiento y la arrojaron con un alarido, lo más lejos posible.

Audax miró la trayectoria arqueada de uno de los proyectiles y en pocos instantes se confundió con otras decenas provenientes de los samnitas. En breve, el cielo se llenó de saetas negras y silbidos de piedras lanzadas por las hondas que iban en ambas direcciones. Un zumbido se estrelló en su coraza, haciéndolo retroceder un paso. De inmediato, Mamerco se empequeñeció detrás de su escudo mientras una segunda piedra le dio de refilón en el yelmo, señal de que los samnitas tiraban lejos para alcanzar a las alineaciones situadas más allá de los vélites. Su objetivo eran los asteros y él se encontraba justo delante de sus filas con su coraza lustrada que lo hacía parecer un tribuno.

Al rumor de los proyectiles, a los alaridos de los centuriones que pedían constantemente que se mantuviera la línea y a aquellos de incitación de los vélites, comenzaron a añadirse los de los heridos. Un astero a espaldas de Mamerco gritó cuando una lanza le atravesó el pie, Audax se volvió viéndolo agacharse en el suelo e inmediatamente después se concentró en el jirón de cielo que tenía enfrente para evitar recibir más golpes. Alzó instantáneamente el escudo para detener una jabalina que traspasó con un chasquido la tablazón de madera para detenerse con la punta a un dedo de su rostro. Sacudió el clipeus para tratar de liberarse de la presa, pero la pequeña punta que había perforado la madera no salía, además el mango de hierro de la lanza se había doblado en el impacto, arponeando el escudo, ahora pesado y difícil de maniobrar.

Un joven legionario cayó aullando en el suelo con un asta en pleno pecho. Mamerco retrocedió arrastrando consigo el escudo y la larga asta de la jabalina, que, rozando el suelo, le impedía moverse y protegerse como era debido. Fue a chocar contra un centurión con el rostro morado, que hizo el amago de devorarlo antes de detenerse, atónito, frente a la preciosa coraza cincelada.

—Me ha mandado el cónsul —le aulló Mamerco en el bullicio de la batalla—, debo identificar a los comandantes enemigos y dirigir hacia ellos el tiro de las jabalinas. ¿Puedo ocupar el puesto de ese hombre?

—¿No eres un tribuno?

—Soy un astero.

El centurión lanzó una mirada fugaz al yelmo que por sí solo valía un patrimonio.

—Entonces coge su clipeus y sus pilos.

Ala izquierda romana – Caballería aliada

Publio Decio Mure había dejado a Marco Livio en el centro de la alineación y había ordenado a sus tribunos un avance decidido de las V y VI legiones. Su estrategia contra los senones era la opuesta a la elegida por Quinto Fabio. Quería impedirles cualquier iniciativa y obligarlos a defenderse. Quería trastornarlos, clavarlos en su sitio y hacerles perder el ímpetu. Sabía que los galos se desanimaban en seguida si la situación no les era de inmediato favorable.

Después de haber dado estas disposiciones se dirigió a la izquierda de la alineación con sus lictores y el inseparable Thucer para alcanzar a los mandos de la caballería campana.

—Vuestra tarea es aniquilar su caballería —les dijo señalando a los galos, a lo lejos—. Quiero una carga decidida que desordene su formación. Debemos desorientarlos y obligarlos a retirarse. Debemos amagar una persecución para alejarlos del campo de batalla y permitirnos volver atrás y cargar sobre el flanco derecho de la alineación de los senones, que, sin su caballería, se encontrará descubierta.

Los comandantes en torno al cónsul asintieron.

—El flanco derecho es el más vulnerable en una alineación. Los soldados llevan el escudo sobre la izquierda; por tanto, para defenderse de un ataque proveniente de su lado no protegido se ven obligados a girarse y pierden de vista lo que está sucediendo en la línea del frente. Y es precisamente en ese momento que nosotros haremos entrar en liza a los manípulos aún frescos de los príncipes, concentrando toda la fuerza del ataque en ese sector. Allí he situado las mejores centurias, que empujarán a los galos contra nuestra caballería.

Mure se detuvo un instante y buscó de nuevo la aprobación de los suyos.

—Los galos cederán y la batalla será nuestra.

Ala derecha de los coaligados – Carros de guerra senones

Aker llegó a la carrera con los perros, cruzó la mancha boscosa y alcanzó el carro de Ateboduus más allá del bosque.

—La batalla está empezando, rix —dijo, recuperando el aliento a grandes bocanadas—. Romanos y samnitas ya han entrado en contacto, dentro de poco se producirá el enfrentamiento con los nuestros.

Ateboduus asintió y se volvió para mirar a los suyos: un centenar de nobles senones armados hasta los dientes en sus carros de guerra, entre los cuales se confundía alguno de aquellos umbros que habían ocupado el sitio del regente de Tifernum muerto en el enfrentamiento con la II Legión.

Después de haber desfilado delante de la alineación, el rix había alcanzado al resto de los carros más allá de un bosque de hayas, donde los había hecho reunirse con las primeras luces del alba, durante el trasiego del despliegue general, cuando los romanos aún estaban demasiado lejos para verlos.

Invisibles a los romanos, aquellos carros eran la reserva estratégica de Ateboduus y aparecerían de la nada en el momento más oportuno de la batalla. Nadie sabía cuándo, ni el mismo rix, pero aquel momento llegaría, sin duda, solo había que esperar.

—Vuelve al campamento con los perros —respondió el jefe senón al pequeño Aker, aturdido mirando la cabeza de Larth colgada al costado del carro—. Quiero que estés junto a Velia.

—Sí, mi señor.

—Si intentas huir, te encontraré dondequiera que estés. Daré a tu hermana a mis hombres, tu cuerpo será pasto de los perros, y tu cabeza, de los cerdos.

—No huiré, mi señor.

Ateboduus examinó el rostro del siervo antes de hacer que se alejara con un gesto de la cabeza.

—Ve al campamento y apresta el banquete para la noche. Tendré sed y hambre.

Aker inclinó la cabeza y se alejó del rix pasando entre los carros. Echó un vistazo a los aurigas que se ajustaban las bridas y a los nobles que miraban en torno con soberbia mostrando sus espléndidas corazas. El etrusco continuó caminando sin volverse, debía alcanzar el campamento a dos millas de distancia de aquel bosquecillo que ocultaba la sorpresa que Ateboduus había dispuesto para los romanos. Se preguntó qué favorecería más su situación, dado que los etruscos no estaban presentes en el campo de batalla.

Si vencieran los galos, no cambiaría nada, pero si perdieran, ¿qué sucedería?

Caminaba pensando en todas las variables y lo único que consiguió intuir de su razonamiento era que lo mejor que podía hacer era no esperar el resultado de aquella batalla.

Había que ir a occidente, lo antes posible, fueran como fuesen las cosas. Sí, era lo mejor que podía hacer.

Ala izquierda de los coaligados – Sector samnita – Legio Linteata

Nearco se alejó un par de pasos de la alineación escrutando entre el polvo. Con la comisura de los labios hacia abajo y los ojos desencajados en su espléndido yelmo.

—Tito Mamerco —gruñó, apretando los dientes sin preocuparse de la lluvia de jabalinas que los vélites romanos arrojaban en su sector—. ¡Tito Mamerco! —aulló con las venas del cuello hinchadas.

—¡Vuelve inmediatamente a las filas, Nearco! —lo llamó amenazante Minacio Estacio desde lo alto de su imponente cabalgadura.

El veterano de la Verehia señaló a un hombre en la primerísima fila de los asteros romanos.

—Aquel de allá, aquel cabrón vestido como uno de los nuestros, es Tito Mamerco, el traidor.

—No me interesa quién es, quiero que mates a muchos hombres y guíes a los tuyos haciendo el mayor daño posible al enemigo. No quiero gestos irreflexivos ni perder hombres inútilmente. Debes matarlo junto a muchos otros, y no lanzarte solo a la reyerta para acabar muerto, ¿he sido claro?

El samnita vaciló, como si el odio fuera mucho más fuerte que la razón. El semental pardo de Estacio oscureció la vista de Nearco, que alzó la cabeza mirando a su superior.

—¿He sido claro? —aulló de nuevo el comandante de la Verehia.

Nearco regresó a las filas como un toro recalcitrante obligado a retroceder. Se encogió de hombros y blandió espada y escudo.

—¡Estad listos! —rugió a los suyos, permaneciendo inmóvil delante de una jabalina que le rozó el hombro. Miró la alineación romana, los vélites de ambas formaciones estaban corriendo a la retaguardia dejando el terreno sembrado de lanzas, algunos muertos y decenas de heridos que intentaban arrastrarse lejos de aquel trozo de tierra que vería enfrentarse a las dos alineaciones.

Las insignias romanas permanecieron inmóviles. Sus centuriones, silenciosos. Nearco buscó con la mirada a Minacio Estacio para comprender qué estaba sucediendo. Era como si los romanos no quisieran proseguir el combate y se mantuvieran quietos en sus posiciones, como si esperaran el movimiento de los samnitas.

—Adelante —gruñó a media voz, mientras seguía mirando a Estacio—. Avancemos, maldición —repitió entre dientes como si quisiera hacer llegar la sugerencia al comandante de la Verehia, que al fin exhortó a los suyos a moverse.

—¡Linteata! —aulló Nearco, dando la señal de avance.

—¡Sangre! —respondió en coro la centuria avanzando un paso.

—¡Linteata! —repitió el veterano al siguiente paso.

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!

Los vélites romanos aparecieron de nuevo de entre los bloques de los asteros, como salidos de la nada, y, armados con nuevas jabalinas, las lanzaron con toda su fuerza hacia la alineación de los samnitas que avanzaban.

Nearco se protegió detrás de su escudo, donde se estrellaron tres jabalinas, una de las cuales perforó la madera y le hirió en el brazo. Con un rugido, el samnita se liberó del escudo ya inutilizable sin preocuparse de la herida y esquivó de milagro un cuarto golpe, mientras a su izquierda uno de los centuriones veteranos caía al suelo atravesado por una lanza.

—¡Escalar! —aulló para llenar los vacíos que los hombres caídos por los lanzamientos del enemigo habían dejado.

Se hizo traer un escudo por un hombre de la última fila y recuperó su puesto al lado de la centuria. En aquel momento comprendió que los romanos estaban apuntando a los comandantes.

—Eres tú, cabrón —dijo mirando a Tito Mamerco—, eres tú quien está orientando el tiro. ¡Adelante! Adelante hombres de la Linteata.

Ala izquierda romana – Caballería aliada

Publio Decio Mure había guiado a la caballería campana con un amplio movimiento en tenaza contra los galos, que habían realizado la misma maniobra. La marcha había ido aumentando, y cuando los senones estuvieron a la distancia adecuada el cónsul lanzó a los suyos al galope.

Thucer cabalgaba a espaldas del cónsul con el corazón latiendo tan fuerte que parecía que quisiera salir de la coraza. El joven umbro nunca había visto nada similar, el terreno temblaba, el ruido ensordecedor era al mismo tiempo espantoso y maravilloso. Daba la impresión de vivir algo imposible, de formar parte de algo demasiado poderoso para un ser humano. Thucer pensó que nada ni nadie podría nunca detener aquella carga y lo pensó hasta que vio frente a él algo igualmente espantoso: la carga de los jinetes galos.

En un torbellino de imágenes temblorosas, aullidos y polvo, las dos alineaciones entraron en contacto. Los senones arrojaron sus lanzas contra los jinetes de Mure un momento antes de desviar el caballo de lado y cambiar de dirección. Fue el caos, distintos caballos lanzados al galope se desplomaron arrastrando a sus jinetes y a quienes estaban cerca de la caída, pero el grueso de la masa prosiguió hacia su objetivo. Thucer evitó a un jinete herido en tierra y por poco no acabó desarzonado de su semental. El muchacho apretó las piernas y se pegó al cuello del animal aterrorizado. Cuando, finalmente, consiguió calmar a su cabalgadura, lanzó su jabalina hacia un jinete enemigo que escapaba, después de haber alzado el escudo por encima de la cabeza y haberlo situado con un extraño movimiento en protección de la espalda. El lanzamiento acabó en la masa polvorienta que abrazaba hombres y caballos.

Entre relinchos y alaridos de los heridos, el comandante de los jinetes campanos reclamó a la formación a los suyos, mientras algunos senones, sin cabalgadura después del enfrentamiento, rodaron bajo los corceles romanos y empezaron a golpear en el vientre y los tendones de los caballos que corcoveaban. Thucer recuperó una lanza clavada en el terreno, y con un gruñido golpeó en la espalda a uno de los senones. El hombre cayó al suelo aullando, sin conseguir mover las piernas, y en pocos minutos fue rematado por uno de los campanos que había quedado sin caballo.

El joven umbro sintió a lo largo de la mano la vibración transmitida por el asta, cuando la lanza penetró en la espalda del guerrero enemigo. Miró la punta ensangrentada; qué extraño era el destino, el joven y pequeño Thucer había liquidado a un galo enorme con una lanza recogida en el campo de batalla. Nunca había matado a nadie y después de una vida escuchando hablar de hostilidades en el interior de Tifernum nunca había comprendido que pudiera ser tan fácil matar. Fácil y exaltante.

Quería más, quería muchos. Dominó el miedo de su semental espantado por el olor de la sangre y la confusión de aquella contienda y alcanzó a Mure. Estaba listo para combatir.

Ala derecha romana – Insignias de los triarios de la III Legión de Ruliano

Quinto Fabio Máximo superó al trote a un grupo de vélites baldados que se retiraban de los primeros choques en las últimas filas de la alineación. Sus lictores lo siguieron a través de los manípulos de los triarios, que, arrodillados en el suelo, esperaban la evolución de la batalla en un silencio irreal. Pasaron rasando algunas centurias de príncipes alineados con la mirada puesta en las insignias de los manípulos a los que pertenecían y el oído tenso en dirección a sus centuriones. Delante de estos estaban listos los vélites incorporados a ellos, y más adelante, el ensordecedor frenesí del enfrentamiento de los asteros que sostenían la presión de los samnitas.

Los lictores le aconsejaron que se detuviera en cuanto el terreno comenzó a estar lleno de heridos, escudos, astas de jabalinas y piedras que los vélites recogían y volvían a tirar hacia el enemigo.

—¡Mantened la línea! —aulló el cónsul, señalando a una centuria que retrocedía más de lo debido.

—Los hombres están cansados, cónsul —dijo un tribuno de la III Legión—. Esos malditos empujan y ya han ganado terreno.

—No debéis retroceder —respondió Ruliano—, debéis detenerlos, di a los hombres que resistan. ¡Diles que resistan, tribuno! ¡Quiero a los samnitas bloqueados en esa línea!, ¿entendido?

El oficial miró al cónsul, no eran las palabras que hubiera querido oír y Ruliano lo intuyó. Espoleó entonces el caballo hacia los manípulos en combate mientras los lictores lo rodeaban para protegerlo de eventuales ataques enemigos.

—¡Gloria a vosotros! —aulló a sus asteros cubiertos de polvo y sangre—, ¡gloria a los hombres más fuertes que Roma haya nunca tenido! No estáis combatiendo una batalla, estáis cambiando la Historia. Echad atrás a esos cabrones hijos de puta. ¡Hacedlo por vuestras familias, hacedlo por Roma!

Un rugido se alzó de las filas junto a una nube de piedras y jabalinas. De golpe los hombres avanzaron contra el muro de la Linteata y Ruliano se apartó de ellos después de que sus lictores le pararan con sus escudos dos piedras dirigidas a su rostro.

—La caballería espera una orden, cónsul —dijo un mensajero mandado por los jinetes umbros de Camars—. Están todos quietos, a la espera.

—Sé perfectamente que están quietos y deberán estarlo hasta que los samnitas muevan a sus jinetes. Mientras ellos no se muevan, no nos moveremos tampoco nosotros, y estate tranquilo, muchacho, porque cuando dé la orden de cargar deberéis hacerlo durante toda la noche y también al día siguiente. Ninguno de vosotros deberá retroceder mientras haya un samnita o un senón vivo. ¿Está claro?

—Sí, señor.

Una piedra voló a un palmo del rostro del cónsul.

—Vámonos de aquí, es peligroso —le aulló un lictor.

—¡Oooh, calla! —respondió Quinto Fabio—. Esos jodidos senadores de Roma me han puesto aquí para recibir las piedras por ellos, es mi tarea y si el destino quiere que yo muera aquí, moriré también con todos vuestros escudos encima. Si no es mi destino, entonces no hay nada de qué preocuparse. Ahora vamos donde los frentanos y despertémoslos un poco, están retrocediendo.

—Cónsul.

—¿Qué pasa ahora?

El lictor señaló un punto del lado opuesto de la alineación.

—Las legiones de Mure están avanzando.

Ruliano tiró de las bridas e hizo girar el caballo. Observó a los legionarios de la V Legión atacando a los galos y más allá vio a los jinetes de las dos formaciones enfrentándose en una reyerta espantosa. Permaneció un instante atónito, daba la impresión de que en el frente de Mure todo iba de la mejor manera posible, pero al viejo Rullus algo le decía que parecía demasiado fácil.

—¿Avanzamos también nosotros?

—No —dijo el cónsul—, nosotros mantenemos la posición.

—¡Mantened la posición! —aulló el centurión al lado de Tito Mamerco, que estaba recuperando el aliento después del enésimo encuentro. Audax se puso en posición con la respiración afanosa, el brazo izquierdo ensangrentado, el rostro morado y chorreante de sudor, la boca seca y la sed que lo devoraba.

Los samnitas habían aflojado momentáneamente la presión en aquel sector y las dos alineaciones se habían alejado una veintena de pasos para tomar aliento antes de volver a combatir. Pero continuaba incesante el lanzamiento de piedras por parte de los vélites, que se habían puesto a espaldas de los asteros. El lanzamiento de piedras y de jabalinas no eran los únicos peligros, había un enemigo igualmente insidioso, aunque aparentemente invisible: el polvo. El movimiento de miles de hombres en aquella calurosa jornada sin viento había llenado el aire de un polvillo que acababa en la nariz, en los pulmones, en la boca y en los ojos, donde se mezclaba con el sudor.

Eso era la batalla: resistir al calor, a la sed, al polvo y a las heridas, evitar los golpes y a veces recibirlos, pero no moverse de allí. Quien más resistiera vencería.

—¡Tito Mamerco!

Audax miró a su alrededor, alguien había aullado su nombre en el estruendo de la batalla, pero no entendía quién había sido.

—¡Estoy aquí, cabrón traidor!

El romano escrutó entre las filas enemigas y en medio de las corazas centelleantes de los samnitas vio la silueta imponente de Nearco. Audax tragó saliva y ya no sintió la sed, el cansancio ni la canícula. El odio lo borró todo al instante.

—¡Eh! ¿Adónde vas? —le aulló el centurión, conteniéndolo después de que Mamerco hubiera dado un par de pasos hacia las filas enemigas.

—Debo matar a ese tipo.

—Otro paso y te mato yo, lo juro por Marte. ¡Mantén la alineación!

—Yo…

—¡Vuelve a tu puesto! —vociferó el centurión—, ¡o te mato por haber desobedecido una orden durante la batalla!

Audax rechinó los dientes, lanzó un vistazo al odiado Nearco y volvió a las filas bajo la mirada truculenta del centurión.

—No vuelvas a hacerlo, muchacho —le dijo este con la voz ronca de quien había estado aullando desde que despertó al amanecer—. No suelo repetir las cosas.

Ala izquierda romana – Caballería aliada

—¡Cargad! ¡Cargad! —aulló Mure en el frenesí del choque inminente. A pesar del polvo y la confusión, su capa descollaba entre la turba, como también sus órdenes, que por segunda vez guiaron a los jinetes campanos contra los senones.

Thucer lo miró con admiración rodeado por sus lictores que no lo habían dejado descubierto un solo instante; se lanzó con él a la carga, empuñando la jabalina que había recuperado en el campo. En la primera carga había visto que era más útil mantenerla bien sujeta que lanzarla.

Las dos alineaciones se acercaron de nuevo y, como en la primera carga, los caballos se detuvieron para evitarse mientras sus jinetes los guiaban a golpes de talón y tirones de las riendas dentro de la contienda. Thucer incitó a Negro para abrirse paso entre los galos mientras blandía su lanza. Atravesó en el costado a un jinete enemigo que estaba combatiendo contra un campano y continuó, entre relinchos y alaridos. Paró un espadazo con el escudo e inició un breve duelo con otro jinete que fue desarzonado y luego muerto por uno de los lictores. Se volvió al son del carnix y percibió, sin verlo, que un proyectil le zumbaba a un palmo de la oreja. Se dio cuenta solo en aquel momento, ileso en medio de semejante caos, de que saldría vivo. Cargó contra un senón y lo cogió en pleno pecho con su lanza.

—¡Esta es por mi padre! —aulló—. ¡Mírame! ¡Mira cómo recupero Tifernum!

No era el único que se consideraba inmune al enfrentamiento. Los galos perdían terreno y los jinetes campanos se sentían cada vez más fuertes y motivados. Permanecían unidos y se encarnizaban contra sus adversarios sin darles un solo instante de tregua. Otro enemigo muerto y luego otro, hasta que Thucer se encontró con un vacío irreal delante de sí. El muchacho se volvió hacia la contienda que menguaba a sus espaldas, el sabor de la sangre en la boca, la lanza roja y el corazón desbocado. Dominó el miedo de Negro y lo obligó a volver entre el grupo de jinetes guiado por Mure, que alzó al cielo el grito de batalla y de victoria. Thucer se asombró de lo rápido que había sido aquel enfrentamiento, pero en realidad no podía darse cuenta de si había pasado un instante o una eternidad desde que había lanzado al galope a su semental aquella mañana.

Lo que sabía era que tenía un calor sofocante, los pulmones llenos de polvo y respiraba con dificultad. Sentía los músculos de las piernas doloridos, el antebrazo que sostenía la lanza estaba rígido y el hombro que aguantaba el escudo le hacía daño, pero no sabía por qué motivo.

Lo único valioso en aquel momento era el polvo que los jinetes galos dejaban al alejarse de la zona del enfrentamiento al galope. Buscó la capa púrpura de Mure en la contienda y lo vio arengando a sus hombres con la espada ensangrentada. Quería otra carga, pero esta vez la quería contra el flanco de los guerreros galos que estaban combatiendo a los asteros de los aliados latinos.

Los campanos se dispusieron para afrontar la carga reuniendo a todos los jinetes que habían superado el último enfrentamiento. Se necesitó tiempo para rehacer la formación, lo necesario para hacer comprender a los senones que en breve los jinetes romanos caerían sobre su flanco.

De nuevo el alarido.

—Adelante, hombres del Agrum Sentinate, ¡vamos a hacernos con nuestra parte de gloria!

Otra vez se produjo el estruendo, de nuevo los caballos saltaron hacia delante bufando por los ollares. Al trote, entre los rumores de los cascos y el tintineo de las armas hasta que los caballos rompieron el ritmo uno tras otro y se convirtieron en una masa lanzada al galope sobre el extremo derecho de la alineación enemiga. Thucer sintió que Negro se resistía a sus órdenes, como si no quisiera correr al encuentro de aquel inmenso obstáculo de miles de hombres que estaban enfrente. El muchacho le hizo sentir el asta sobre el cuarto trasero, pero el caballo levantó la cabeza, aflojando, y fue precisamente en aquel momento que el umbro advirtió un ruido profundo que parecía superarlo todo. Miró a su izquierda, más allá de los yelmos de los jinetes campanos, y vio salir de un bosque los carros de guerra senones lanzados al galope contra el flanco de la caballería romana.

—¡Es una trampa! —aulló sin que nadie lo oyera—. ¡Es una trampa!

Espoleó a Negro con todas sus fuerzas y trató de acercarse a los lictores que rodeaban a Mure. Aulló varias veces, pero sus gritos eran tragados por el estruendo. Golpeó entonces con el asta de la lanza a uno de los lictores y le señaló los carros enemigos aproximándose.

Ateboduus se mantenía firme en el flanco del carro que su auriga hacía volar al ritmo de secos chasquidos de fusta. El rix saboreó la impresionante visión de los otros carros que corrían a su izquierda y su derecha produciendo un rugido ensordecedor que acababa en una nube de polvo.

Sabía que la carga de los jinetes romanos era más para espantar que para romper y sabía que sus hombres alineados no huirían, sino que se enfrentarían a pie firme con los jinetes enemigos. Él llegaría directo al flanco de la caballería romana precisamente en el momento en que esta perdiera su impulso.

Miró a sus espaldas y vio a lo lejos que su caballería retrocedía para recuperar su posición en el campo de batalla. Su plan estaba marchando a la perfección, exactamente como lo había estudiado. Tan sencillo y tan eficaz.

—Te habría gustado —dijo con una mueca sarcástica a la cabeza de Larth que bailoteaba de una forma macabra al ritmo de la cabalgada, antes de coger una de las lanzas aseguradas en el flanco de su carro—. ¡Échate sobre ellos! —gritó al auriga, que lanzó un alarido prolongado que se perdió en el viento de aquella cabalgada de desafío a vida o muerte.

—¡Cónsul, es una trampa!

Mure se volvió para mirar en la dirección señalada por el lictor y comprendió que aquella que habría podido ser la carga resolutiva de toda la batalla se estaba transformando en un desastre. No hubo tiempo de decidir nada, el tiempo de hacer nada, el tiempo de pensar en nada. Llegó el sonido de los carnix, las piedras y las lanzas de los senones a pie, el estruendo del galope, los alaridos de los hombres y el fragor de las ruedas de los carros.

Uno de los lictores desapareció en la multitud entre los relinchos, un asta pasó por encima del hombro del cónsul, mientras un caballo se desplomaba en el suelo arrastrando a los vecinos. Negro se paró de golpe una vez más y corcoveó desarzonando a Thucer. El muchacho cayó entre las patas de los caballos, que hicieron añicos su escudo. Tierra y cielo se invirtieron varias veces y perdió la lanza. Un casco lo golpeó de refilón sobre el yelmo, una salpicadura caliente le abofeteó el rostro. Trató de levantarse, pero alguien desde atrás lo empujó, tirándolo de nuevo al suelo sobre el cuerpo de un herido que aullaba. Se alejó, jadeando, sin fuerza, sin saber si estaba de pie o recostado. Se desató el barboquejo del yelmo abollado que le impedía ver de un ojo. Lo tiró lejos y miró a su alrededor, en un enredo de hombres y caballos.

Debía levantarse, debía salir de aquel desorden si quería sobrevivir. Se puso de pie, tambaleando, a pocos pasos de las espadas de los galos y en medio de una multitud de caballos encolerizados. Toda autoridad de mando había desaparecido, los hombres estaban en desbandada. Thucer retrocedió, golpeó contra un caballo sin jinete, y con un impulso desesperado cogió las bridas e intentó detener al animal, que, presa del terror, lo arrastró consigo. El muchacho corrió al lado del caballo sin soltarlo, esperando que, de algún modo, este lo llevara fuera de la contienda. Notó que el cuello se levantaba y se sintió aliviado, el semental se había encabritado delante de un muro de escudos y lanzas, algunas de las cuales le dieron en pleno pecho, haciéndolo caer hacia atrás. Thucer soltó al caballo, incrédulo de encontrarse frente a aquella alineación compacta, y solo en aquel instante comprendió que estaba ante los aliados latinos, que habían sido embestidos por la fuga de la caballería romana.

Miró a su alrededor, era el desastre. Por doquier había hombres en fuga, piedras que llovían, lanzas que llegaban del cielo sin fallar un blanco. Todo estaba perdido, los socii eran presa del pánico, dispersos por su propia caballería en fuga y perseguidos por los senones, que, ensoberbecidos, habían pasado al ataque.

Pisó un cuerpo traspasado por una lanza y estuvo de nuevo en el suelo, se levantó entre los alaridos de la multitud espantada y se quedó aturdido por un pequeñísimo detalle que pareció hacer callar el inmenso estruendo que lo rodeaba.

El chirrido de una rueda.

Se volvió y vio un par de caballos que se abrían paso en la reyerta. Un auriga, un yelmo que habría reconocido entre mil. Enumek avanzaba golpeando por la espalda a todos los hombres en fuga que encontraba.

Enumek en el carro de su padre.

Thucer miró a su alrededor, quitó la espada al cadáver sobre el que había caído y fue al encuentro del carro evitando a todos los que huían del lado opuesto.

—¡Enumek! ¡Enumek!

El noble umbro se percató de que lo llamaban y al ver al hijo de su acérrimo enemigo se quedó atónito. Esbozó una sonrisa, la suya sería una victoria más que completa si no dejaba a sus espaldas a ningún descendiente de Kuretus vivo. No había podido exigir tanto a los etruscos el día de la batalla contra la II Legión, pero en aquel momento los etruscos no contaban nada y él era el dueño del campo.

Ese fruto maduro iba a su encuentro, no le quedaba más que cogerlo.

—¡Thucer! —gritó Enumek—. ¡Siempre del lado de los perdedores!

El muchacho cogió impulso, cargó el hombro dolorido y después de un par de zancadas controladas lanzó la jabalina hacia el odiado enemigo de su familia con toda la fuerza que pudo.

Con una torsión del busto, el nuevo amo de Tifernum evitó el golpe y se puso de nuevo en posición con una mueca que dejaba traslucir todo su placer. De un salto bajó del carro y se acercó al muchacho, que extrajo su espada.

—Tendré la satisfacción de matarte con mis propias manos.

—Con mi padre no pudiste hacerlo, ¿verdad? Lo golpeaste por la espalda, ruin.

—Sí, solo lamenté no poderle escupir en la cara mientras moría, pero contigo será distinto y, después de haberte matado, te ataré detrás del carro del difunto Kuretus, así la gente podrá decir que has vuelto a Tifernum con el carro de tu padre.

Thucer imaginó la escena con los ojos de Nahar. Todo había acabado, su decisión de apoyarse en los romanos se desvanecía allí, en aquel caos. Con el rabillo del ojo vio disgregarse las alas de los aliados latinos. Pronto toda la alineación romana se colapsaría. Los galos y los samnitas vencerían, Enumek vencería, los etruscos tendrían vía libre para marchar contra las legiones romanas sin el temor de que estas recibieran refuerzos. El mundo cambiaría y ya no habría sitio para él, pero al menos aquello que estaba sucediendo era fruto de una decisión suya, correcta o equivocada, su destino lo había llevado allí.

—Venga, cabrón, hazme ver si estás en condiciones de combatir cara a cara.

Enumek alzó la lanza, se equilibró y la arrojó. Incrédulo, Thucer observó su trayectoria, la jabalina silbó algunos metros por encima de su cabeza y fue a golpear en el costado de un jinete campano que intentaba la fuga y lo estrelló en el suelo. Cuando volvió a mirar al noble umbro, este había desenvainado la espada y se acercaba amenazadoramente. Con un rugido, Enumek azotó el aire abatiendo con violencia su espada contra la de Thucer. Una, dos, cinco, diez veces, y la fuerza era tal que cada golpe mellaba las hojas, transmitiendo la vibración del hierro a lo largo del brazo hasta alcanzar el hombro y luego el alma.

El muchacho trató de salir de aquella situación de defensa con una embestida, pero sus golpes daban en vacío. Se tambaleó al tropezar con un escudo que había quedado en el campo y perdió su arma.

—¡Vuélvete y mírame, hijo de Kuretus!

Thucer se puso a gatas. Estaba acabado, pero moriría como un hombre. Se volvió mirando a contraluz a su carnicero.

—¡Tu estupidez acaba aquí! —aulló Enumek, alzando la espada al cielo con una mueca.

El muchacho cerró los ojos tendiendo instintivamente la mano delante de él y permaneció inmóvil a la espera del golpe que no llegó.

—¡Vuelve a las filas y reúnete con los otros!

Thucer abrió los ojos y vio frente a él la silueta de Publio Decio Mure, completamente cubierto de sangre, que le aullaba que se uniera con los hombres supervivientes de la desastrosa carga. Miró al suelo y vio a Enumek con los ojos desencajados y un chorro de sangre que le salía de la boca.

—¡Venga, levántate, levántate!

El muchacho se puso de pie, Mure le señaló a los socii que perdían terreno.

—Ve a echarles una mano, mientras yo veo cómo resolver la situación.

Iba a asentir cuando la capa del cónsul ya había desaparecido en la muchedumbre.