Prólogo

Comienza la década de los setenta. Reunión en un piso de Barcelona para que algunos abogados informen sobre la situación de los dirigentes de Comisiones Obreras encarcelados y procesados por el Sumario 1001. Junto a los abogados dos esposas de los detenidos: la de Acosta y la de Marcelino Camacho. Será difícil de explicar a las generaciones futuras, si afortunadamente no pasan por experiencias parecidas, cómo eran las compañeras de los perseguidos por el franquismo. Tenían la doble militancia: la que les comprometía con la gran causa general y universal de la emancipación humana, y la causa de primer plano, la sentimental, que les ligaba por un cordón umbilical invisible con el hombre a quien querían, frágil objeto de su deseo y de su memoria. Hablo de mujeres de los perseguidos porque hubo más que hombres de las perseguidas, pero también porque las mujeres son capaces de duplicar su capacidad de entrega y esperanza, no sé si por una cuestión cultural o porque reconocen a priori su musculatura vencida por la ley del más fuerte.

Lo cierto es que aquellas dos mujeres supieron transmitirnos su serena angustia por los rehenes del franquismo en su fase terminal. Buena parte de España vivía una situación esquizofrénica; por una parte una sociedad civil, pasiva o activamente parademocrática, y por otra las superestructuras y los intereses creados del fascismo residual, tratando de perpetuar las consecuencias de la Guerra Civil más de treinta años después de terminada. El franquismo parecía más que nunca una astracanada, cuando no un espectáculo de music hall en plena decadencia. Pero conservaba su capacidad represiva, sus aparatos de represión intactos, y así actuarían hasta su definitiva muerte biológica. Camacho había construido su estatura de líder carismático de la clase obrera en las más difíciles circunstancias. No las heredaba de hechos de guerra, ni se las había proporcionado una plataforma constructora de mitos y símbolos democráticos. A través de estas memorias que prologo, consciente del gran honor que me ha hecho Marcelino al pedírmelo, asistiremos a la autoconstrucción de un dirigente obrero que luchó como peón de la Historia en la Guerra Civil, y que a partir de la derrota personal y de clase se movió como un héroe griego positivo, en lucha contra el destino programado por los vencedores, personal y coralmente, consciente de que su lucidez crítica personal poco era sin la organización de los lúcidos.

Josefina Samper, su mujer, transmitía un temple histórico verdadero. No había retórica en sus palabras, ni siquiera la retórica superviviente que utilizaba la prensa del partido o las emisiones de Radio España Independiente. Tanto ella como su marido estaban luchando en España desde 1957, y en posiciones de auténtica vanguardia, hasta el punto de reconstruir y dar sentido a un movimiento obrero diezmado y perseguido a uña de caballo por el franquismo. Muchas consignas de lucha habían quedado abstractas o quiméricas a lo largo de unos duros años cincuenta en los que el voluntarismo activista llenó las cárceles de España de cuadros del PCE. Camacho y los artífices de Comisiones Obreras habían conseguido unir reivindicación con movilización, a partir de situaciones concretas de injusticia y explotación creadoras de conciencia y movilizadoras de acción. Por eso en aquella mujer nada era retórico, sino experiencia y capacidad de análisis.

No voy a sustituir al memorialista. Estas memorias son tan necesarias que sin ellas sería difícil entender el sentido histórico del movimiento obrero español, no ya a partir de su relanzamiento a fines de los años cincuenta y sobre todo durante la década de los sesenta, sino antes de la Guerra Civil. Porque Marcelino Camacho, nacido en 1918 en el seno de una familia trabajadora y parasocialista, nos aporta una información imprescindible para comprender cómo se forma la conciencia de clase y la voluntad de actuar para cambiar la Historia. Ante todo, la contemplación de la realidad y una capacidad de inducir el porqué de la injusticia hasta llegar a la causa última. Luego la cultura, el patrimonio de una cultura crítica que ha tomado partido por la emancipación y que desde la Revolución Industrial ha comprendido que el sujeto histórico de cambio es la clase obrera. Esta cultura llegaba al supuesto sujeto histórico de cambio en muy difíciles circunstancias, en viejos libros manoseados, a la luz de carburos o en conversaciones con iniciados, maestros milagrosos que fueron sembrando por toda España la semilla de los tiempos nuevos. Finalmente la organización, la detección de los afines y la lucha ideológica por atraer a los curiosos y a los objetivamente interesados en una lucha por cambiar las condiciones de vida.

El joven Marcelino Camacho descubre a los otros, el mundo, la Historia, en una modestísima vivienda de una pequeña estación de ferrocarril a cargo de su padre. Y a lo largo de todo este libro, toda una vida, toda nuestra historia, se comprueba la importancia de aquella primera mirada sabia. Como todo creador, Camacho, a partir de una mirada, adquiere un punto de vista moral, y toda su vida será un trabajador que considera que el mundo no está bien hecho, es decir, que no está hecho a medida de los más débiles. El hombre puede modificar las relaciones establecidas por la ley del más fuerte, y debe trasladar esa capacidad de modificación a la sociedad, como intento supremo de ordenamiento de la conducta individual. Otros peatones de la Historia nacidos en las capas bajas utilizaron este descubrimiento como motor para una emancipación individual, desentendiéndose de los otros, y Camacho hubiera podido hacer lo mismo, porque junto a la lucidez histórica demuestra que posee la inteligencia suficiente para llegar de autodidacta de la España agraria y profunda a ayudante de ingeniero de la Perkins en la España desarrollada y urbana de los años sesenta.

Los hechos de conciencia. Detrás de una postura vital e histórica que sacrifica el instinto de superviviente individual puede haber todo el saber que se quiera, pero el saber es fácilmente traicionado o evaporable si no interviene la ética, y doy a la palabra «ética» un sentido muy impregnado de solidaridad ante la evidencia de cuanto de condición social hay en la condición humana.

Elegido el punto de vista, la mirada sobre la Historia, Camacho se hace comunista y del PCE, como tantos otros españoles convocados por una estrategia de cambio que pasa por ganar la guerra mediante la eficacia de la organización y la disciplina. No solo era asumir un proyecto histórico, sino también una manera de hacer frente a la guerra, sin aventurerismos y sin la doble moral de combatir por la democracia pero con miedo a ganar ante el peligro de una posible hegemonía de las izquierdas. Al margen de los grandes diseños históricos del estalinismo y de las cegueras de los que podían contemplar el espectáculo estalinista desde la platea, militantes como Marcelino Camacho construían desde 1936 una cultura comunista de lucha por la democracia, cultura que sería la base del Partido Comunista reconstruido bajo el franquismo en el interior de España. Marcelino pierde la guerra, pasa por campos de concentración, y consigue evadirse vía Marruecos hasta Argelia, donde reorganizará su vida, siempre en gran parte condicionada por el trabajo de sobrevivir y al mismo tiempo ser solidario con la España secuestrada. Reencuentra al partido en Orán (Argelia), pero ¿qué partido? El que ayuda todo lo que puede a la España interior, el que lucha por lo que es justo en la propia Argel, y el que finalmente será perseguido por el Gobierno francés por razones de Estado para no indisponerse con Franco, gobierne en Francia la derecha paradegaullista, gobierne la izquierda del confuso Guy Mollet. Ese fue el partido que encontró y construyó Camacho. Y cuando volvió a España en 1957 y llegó al Comité Central en 1965, lo hizo desde su posición de líder obrero «del interior», el hombre capaz de haber puesto en marcha Comisiones Obreras y haber sembrado en los sindicatos franquistas «el huevo de la serpiente» que los inutilizaría. Marcelino asistió a la reunión del Comité Central que le entronizaba, volvió a España a continuar su lucha, y siguió peleando en primera línea hasta hacer méritos como para figurar en el Proceso 1001. Esa distancia con los órganos de dirección, impuesta por las circunstancias, unida a la experiencia directa con la España que cambiaba aceleradamente a la estela del boom neocapitalista internacional de los años sesenta, le ha dado a Marcelino siempre un carácter de activista incapaz de comulgar con consignas de molino, le ha permitido conservar sus dos ojos a pesar de que el partido tuviera mil, diez mil, cien mil en sus mejores momentos. Activismo real, contacto con la realidad a transformar, necesidad de unitarismo, pluralidad en la construcción de Comisiones, un extraordinario talento liberal para sumar y no restar, hacen de Marcelino Camacho, como de Simón Sánchez Montero, entre otros, prototipos de algo que en su día califiqué como «comunista liberal», que no es un contrasentido, sino un sentido a conquistar con ayuda de la inteligencia y la irrechazable presión de una sociedad plural.

En Confieso que he luchado, Marcelino Camacho construye su memoria de líder obrero unida a lo cotidiano. Si nos ha descrito con talento de sociólogo lo difícil que era para un joven trabajador el acceso a la cultura desde su propia condición, más allá de la vivencia de clases, hay en estas páginas un detallismo constante sobre su sentimentalidad: la construcción de una familia permanentemente destruida por sus perseguidores, la austeridad de la forma de vida, el cariño por todos los que en algún momento de tan larga lucha le han tendido una mano, sean de la ideología que sean, el despertar democrático de la Iglesia de base y de una burguesía española que entra poco a poco en la lógica de la reconciliación nacional, el impacto de su lucha en la sociedad y viceversa… He aquí una memoria total que implica la memoria colectiva de toda una sociedad. Desde aquella clase obrera de los años cincuenta «encorvada psíquicamente», en afortunada expresión de Camacho, el voluntarismo de una conciencia externa de la minoría activista del PCE sería fundamental para aglutinar nuevas vanguardias, después del arrasamiento de las vanguardias que había representado la Guerra Civil y la larga posguerra. El movimiento obrero reconstruido va complementándose con los movimientos estudiantiles, con la aparición de profesionales críticos y solidarios, y consigue filtrar sus razones dentro de un tejido social que va superando el «encorvamiento psíquico». En sus largas estancias carcelarias, antes y durante el 1001, Camacho ayuda a convertir las cárceles de Franco en una paradójica universidad libre, donde los presos políticos estudian ciencias económicas, historia del movimiento obrero, matemáticas, tecnología, psicología, filosofía, o leen literatura y poesía. El tiempo exterior que la dictadura les ha robado lo convierten en un tiempo interior de formación cultural que a Marcelino le serviría para cimentar su capacidad de análisis y propuesta. El líder de Comisiones conseguiría tal prestigio social a pesar de su situación de preso, que la revista La Actualidad Española lo seleccionaba en 1972 como uno de los «veinticinco políticos españoles del futuro», a él, que parecía no tenerlo, entre rejas, estudiando, escribiendo, organizando o jugando al ajedrez en una pequeña isla de ocio que los presos llamaban el «Café de Chinitas» antes del toque de silencio.

Pero ¿era propiamente Marcelino Camacho «un político del futuro»? Definidas como sindicato sociopolítico, Comisiones Obreras no pretendieron nunca sustituir el protagonismo de las formaciones políticas, pero fue evidente a lo largo de los años sesenta y setenta, hasta el restablecimiento de la democracia, que los movimientos sociales tenían territorios de actuación más propicios que las formaciones políticas clandestinas. Para Marcelino Camacho no se trataba solamente de abrir brecha para las futuras libertades políticas, sino también de crear movimientos sociales fuertes que en la futura España democrática actuaran como elementos de presión para la profundización democrática. De ahí que fuera uno de los dirigentes de Comisiones Obreras que más claramente vieran la necesaria autonomía del sindicato en relación con el PCE original, y que esa capacidad de autonomía haya permitido a Comisiones conservar su papel de ariete crítico en tiempos de empantanamiento democrático, en parte consecuencia de la crisis económica española y universal que coincide con la recuperación de nuestra democracia, pero también consecuencia de una filosofía política liquidacionista del papel de los movimientos sociales. Esta filosofía política liquidacionista no solo venía de la nueva derecha, lo cual hubiera sido lógico, ni de una socialdemocracia de «nuevo tipo» pragmática y catapultada desde los centros de reajuste de la estrategia de supervivencia del neocapitalismo. La filosofía liquidacionista de los movimientos sociales a veces fue promovida desde el propio PCE, temerosos algunos de sus dirigentes de unos movimientos sindicales fuertes, realmente autónomos y en mejores condiciones de metabolizar el contacto cotidiano con la realidad del mundo del trabajo. Que Marcelino y la plana mayor de Comisiones no perdieran nunca de vista el riesgo corporativista que conlleva todo movimiento sindical, ayudó quizás a que tampoco se dejaran llevar por el señuelo de un sistema democrático dirigido por «especialistas políticos», enemigos congénitos de la presión social. La pluralidad democrática no solo implica la libertad total de asociación y la delegación de soberanía popular a través del voto, sino también el apuntalamiento crítico democrático de la sociedad civil articulada en torno a los movimientos sociales.

El hecho de que el aprendizaje de Marcelino empezara desde su condición de hijo de ferroviario ha condicionado un punto de vista histórico inasequible a los flujos y reflujos de la razón crítica. Si el movimiento obrero existe no es por la voluntad de una vanguardia mesiánica, sino por la existencia de una condición obrera marcada por la lucha de clases. Por más decretos de abolición que se lancen sobre la lucha de clases, esta resucita de sus aboliciones, aunque evidentemente vaya cambiando su disposición a medida que avanza la Historia y no puede describirse y afrontarse como si fuera un factor inmóvil. La propia lucha obrera modifica la estrategia del capital, nacional e internacionalmente, y el desarrollo capitalista elimina antiguos desórdenes, o los traslada geográficamente, para generar otros. También es cierto que el sujeto histórico de cambio no tiene la delimitación simple y subjetivamente universalista que le dio el socialismo científico a raíz de la primera Revolución Industrial, y cualquier sindicalista, se llame o no Marcelino Camacho, sabe a estas alturas del siglo que el sujeto histórico de cambio no es una entidad fija, sino más bien en perpetua recomposición. La ductilidad del método de adaptar las luchas sociales a los desórdenes reales condicionados por el sistema, facilita la mecánica futura de que el trabajo histórico, gigantesco, de hombres como Marcelino Camacho se inscriba dentro de un proceso de emancipación creciente y universal, y no dentro de un álbum de fotografías emocionantes, pero condenadas a carecer de sentido cuando desaparezca el último capaz de reconocer a los que salen en ellas. Hay que tener muy en cuenta esta circunstancia a la hora de leer estas memorias, que no son solo el balance de un esfuerzo «singular», sino la voz delimitada de un sujeto coral que ha dado sentido a la Historia desde mediados del siglo XIX y que, lleve alpargatas o posea tarjeta de crédito, representa la mejor consciencia de los déficits de la condición social del hombre.

Sin embargo, sería injusto no extraer la consecuencia de que el talento de los hombres es tan importante como su lucidez o su coraje, y que la autoridad que amigos y enemigos concedieron a Camacho desde el comienzo de su andadura era el reconocimiento de su talento. No faltan en estas memorias motivos para la polémica futura, cuando se quiera hacer un balance equilibrado del porqué y para qué de la tan especial «transición española». Subyace en la exposición de Marcelino la creencia de que algunos acontecimientos históricos que precipitaron la llamada «autoinmolación» del franquismo no tuvieron otro objetivo que compensar el protagonismo que habían adquirido los movimientos sociales en la liquidación del sistema. De haber asumido ese protagonismo hasta sus últimas consecuencias, es posible que se hubiera construido una democracia más transparente, menos fruto de compromisos de trastienda. No hay que interpretar esta sospecha de Marcelino como una confesión maximalista, sino, al contrario, como la presunción de un hombre que conocía la capacidad de iniciativa alcanzada por diferentes frentes críticos, y cómo a veces hubo que sacrificarla en aras de acuerdos y componendas que no han sido excesivamente favorables para la profundización democrática. No añora Camacho «lo que pudo haber sido y no fue», sino que se plantea legítimamente, en lucha implacable contra el determinismo, que un mayor peso de las fuerzas populares en el momento de organizar la transición la habría hecho más positiva y hubiera eliminado muchas gangas del pasado que aún sobreviven en el presente. En cualquier caso estas memorias solo reconocen un enemigo fundamental: todo lo que se oponga a la razón democrática, porque la clase obrera pierde cuando se pierde la democracia, aunque a veces se secuestre la democracia en su nombre. Socialismo o barbarie es un dilema cierto, pero no impide que a veces se llegue a la barbarie en nombre del socialismo, cuando la sociedad pierde su capacidad para fiscalizar el poder. A sus setenta y dos años, Marcelino Camacho nos aporta en estas páginas un fundamental testimonio de qué ha significado construir el sentido de la Historia en el presente siglo. Construirlo. No secuestrarlo.

Manuel Vázquez Montalbán