Capítulo 10
El 15 de abril de 1976 la UGT celebró su XXX Congreso con una ambigua tolerancia de las autoridades. Fue invitada una delegación de Comisiones Obreras encabezada por Julián Ariza, y ante los congresistas dijo:
Todos comprendemos que la celebración de este encuentro no equivale a que se haya conquistado la libertad. Seguimos en la ilegalidad, sabemos que varios de vuestros delegados han sido detenidos cuando se dirigían aquí. Por nuestra parte conocéis que algunos de nuestros mejores hombres permanecen en prisión. Marcelino Camacho, símbolo vivo de CCOO, lleva diez años encarcelado[…].
Terminó pidiendo que se aprobara una resolución exigiendo la libertad de los detenidos en general, pero especialmente de los que al ir por decisión de Coordinación Democrática a presentar en casa de Trevijano, ante los medios de comunicación, el nacimiento y grandes rasgos del órgano unitario de toda la oposición democrática, fuimos detenidos y encarcelados por la policía el 29 de marzo de 1976. Aquellos hombres y mujeres corearon los gritos de «viva la Unión General de Trabajadores», «viva la unidad de los trabajadores», comprendiendo lo que planteaba Julián, pero el congreso no aprobó ninguna resolución en el sentido que pedíamos. A preguntas del diario Informaciones del 24 de abril de 1976, Julián respondió: «En resumen, el congreso de la UGT me parece positivo, aunque echo de menos una resolución a favor de la liberación de Marcelino Camacho».
¿Por qué esta discriminación entonces? Persecución a unos y tolerancia a otros. ¿Por qué? Porque intentaban dividirnos para seguir explotándonos mejor y, al tiempo, marginar a nuestra clase de los cambios que se iban a producir. Porque la oligarquía, que durante años utilizó los sindicatos corporativos oficiales para conseguir la mayor acumulación capitalista de su historia, ahora cuando los trabajadores y los demócratas acabábamos con la dictadura y sus instrumentos verticales, maniobraban y presionaban para dividirnos en diferentes corrientes ideológicas. Ayer defendían la única central corporativa y ahora trataban de estimular y potenciar el pluralismo sindical. La división sindical fue su objetivo como lo sigue siendo hoy, porque con la división hay menor resistencia y aumentan los beneficios al tiempo que disminuyen los salarios reales.
Sobre esta permisividad para con UGT y dureza para con Comisiones Obreras hubo muchos comentarios de prensa y declaraciones de personalidades que aprobaban la política de Fraga. El diario Ya del 18 de abril de 1976, bajo la firma de F. L. de Pablos, no deja lugar a dudas:
La celebración del Congreso de la UGT ha sido oportuna, sobre todo si vamos a ese sindicalismo plural que anuncian las autoridades sindicales. Porque se necesita cuanto antes plataformas para el colectivo laboral. Y la que representa UGT, si no existiera habría que inventarla porque el peor enemigo del comunismo es la potenciación del socialismo y la socialdemocracia.
Luigi Troiagni, militante socialista italiano que pertenecía al Departamento de Internacional de la CGIL, escribió un libro titulado Spagna e altra cose donde recogía unas entrevistas que nos hizo a Nicolás Redondo y a mí. Se hablaba del XXX Congreso de la UGT, y Nicolás decía a propósito de la unidad:
Además rompimos la posibilidad de que tomara cuerpo el proyecto de las Comisiones para un congreso sindical constituyente del que saliera un sindicato unitario.
Fernando Abril Martorell, vicepresidente del Gobierno y ministro en varios gobiernos del presidente Suárez desde 1976 hasta mediados de 1980, después presidente del consejo de administración de Astilleros de Levante y en el último período miembro destacado del consejo de administración del Banco Central, respondía a Pilar Urbano en el semanario Época el 30 de abril de 1986, confirmando muchos de los temores que señalo en páginas anteriores. La periodista le pregunta a Abril Martorell:
—[…] y en todo ese tiempo se forma y robustece UGT. De usted se dice que fue si no el padre, sí el padrino de los ugetistas […].
—Nosotros no queríamos para España el modelo intersindical portugués de sindicato único —contesta Abril—. El protagonismo, la implantación y la fuerza la tenían Comisiones Obreras. Dimos tiempo al tiempo y ayudamos, sí, a que creciese UGT. Coincidíamos con el PSOE pero sin ponernos de acuerdo. Y el resultado no ha sido malo. UGT es un sindicato reformista y no radical, ni revolucionario, no es de lucha de clases, entiende la necesidad de llegar a acuerdos con la patronal.
A pesar de las numerosas prohibiciones decidimos avanzar en la organización de Comisiones Obreras. El 28 de mayo sacamos unos bonos que costaban veinticinco pesetas y de los que me asignaron el número uno. Debatimos sobre si pasar inmediatamente a la afiliación o mantener un período de transición entre el movimiento sindical, que aún éramos, hasta la constitución de un sindicato, que aún pensábamos podía ser unitario. En estos meses, todavía en la clandestinidad y siendo detenidos con frecuencia, el miedo a la represión policial era patente. No se tenía claro el futuro, y dar un carné significaba para muchos un posible riesgo que aún no estaban decididos a aceptar.
Estimamos, en contra de militantes de grupos afiliados e influenciados por la LCR, ORT, PTE y el propio Santiago Carrillo, que había que hacer una transición breve, pero transición. El eslabón intermedio fue el bono que, aunque a nada comprometía, moralmente el que lo recogía aceptaría pocos meses después, de una manera suave, el carné, cuando decidimos crear la Confederación Sindical de Comisiones Obreras. De este modo no solo no perdimos militantes sino que avanzamos enormemente; incluso en ese período aún se nos perseguía. En Comisiones decidimos no adelantarnos a los acontecimientos. Sabíamos que la UGT no era partidaria de la unidad sindical, ni de ir hacia un congreso constituyente de un sindicato unitario y plural, con corrientes. La celebración de su XXX Congreso había sido el mejor ejemplo de ello. Pero insistimos en los contactos con USO, UGT, ELA y avanzábamos hacia la COS (Coordinadora de Organizaciones Sindicales) como última solución para conseguir al menos cierto grado de unidad de acción.
Una delegación del secretariado mantuvo una entrevista el 30 de abril de 1976 con el padre Niceto Calle Lerones, director de la Ciudad de los Muchachos. Nos dijo que nos dejaría el pabellón deportivo cubierto, si el Gobierno nos autorizaba. Allí pensábamos hacer una asamblea nacional previa a cualquier congreso. Hablé también con el obispo auxiliar monseñor Iniesta y estaba de acuerdo. Enviamos una carta formalizando la petición verbal, ahora por escrito. Calculábamos una asistencia de dos mil delegados.
Hicimos la petición oficial a la autoridad correspondiente dando todo tipo de precisiones sobre su desarrollo. La fecha sería el 27, el 28 y el 29 de junio. Indicábamos incluso quiénes se sentarían en la mesa y que yo presidiría las sesiones plenarias. Nos prohibieron esa reunión en lo que sería uno de los últimos actos de Fraga, que cesó junto al Gobierno Carlos Arias el 1 de julio, por lo que el propio Rey insinuó un desastre sin paliativos. Carlos Arias y su Gobierno se habían encargado de retrasar al máximo la llegada de las libertades. No deja de ser significativo que el ministro de Información y Turismo, Alfonso Martín Gamero, señalara después del Consejo de Ministros, ya anunciada la prohibición de nuestro congreso, que esta decisión la había tomado el ministro correspondiente, es decir, Manuel Fraga, y no por acuerdo del Gobierno en pleno. La nota de Gobernación decía textualmente tal y como apareció en la prensa:
La organización ilegal llamada Comisiones Obreras ha anunciado públicamente, a través de algunos medios informativos, la próxima celebración de un congreso nacional y, en otro orden de propósitos, la emisión de bonos para subvenir las necesidades organizativas de la entidad. Dado que a la vista de la reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo, las Comisiones Obreras son consideradas instrumento del Partido Comunista de España, el Ministerio de la Gobernación se ve precisado a desautorizar dicho pretendido congreso y la emisión de cualquier título-valor de aquella organización, para lo cual ha cursado las pertinentes instrucciones prohibitivas.
En contraste, Fraga Iribarne, el 21 de octubre, presentó su propio partido, Alianza Popular. Algunos podrían preguntarse sobre la mutación interna que, en aquellos meses, sin duda debió sufrir al perder la calle o quizás al perder el ministerio.
En la iglesia de Nuestra Señora de la Fuensanta del barrio de Usera, el 22 de junio, nos reunimos unos dos mil delegados elegidos en Madrid región. En un clima de entusiasmo y dando vivas a Comisiones me tocó hablar primero a mí, y después harían uso de la palabra otros líderes de Madrid como Tranquilino Sánchez, José Torres, Adolfo Piñedo, Jerónimo Lorente, Javier García y Paco García Salve. Todos insistimos, mientras estábamos encerrados esperando que la policía nos expulsara de un momento a otro, en que nada ni nadie nos silenciaría. Salimos de allí entre un cerco policial mientras tomaban nota de los más conocidos. La Brigada Político Social me citó y detuvo el lunes 28 de junio. Estuve cinco horas en la Dirección General de Seguridad y me llevaron al Juzgado de Orden Público, donde me pusieron en libertad después de declarar ante el juez.
El 3 de julio Adolfo Suárez tomaba posesión como nuevo presidente del Gobierno y ocho días más tarde, en Barcelona, celebramos clandestinamente la asamblea general que nos habían prohibido en Madrid. Fue en la iglesia de Sant Medir y allí, delegación tras delegación, fueron llegando los seiscientos cincuenta representantes elegidos en toda España. La clandestinidad nos obligó a reducir el número de dos mil previsto inicialmente, y de aquellos tres días iniciales lo tuvimos que dejar en uno. Diez horas para análisis, votaciones y resoluciones era poco tiempo, pero no teníamos otra solución. Hubo momentos de tensión e impaciencia porque diez horas, después de cuarenta años de silencio y veinte de lucha y clandestinidad, eran muy pocas para matizar, polemizar o insistir en argumentos. Aquel era un local pequeño y oscuro que temíamos no soportara el peso de los que estábamos. La poca ventilación y el calor asfixiante obligó a los delegados a quedarse en camiseta, y para colmo dos potentes focos, situados frente a la mesa presidencial, transformaron aquella sala en algo muy próximo a un alto horno de las empresas siderúrgicas.
Se eligió la presidencia de rigor, en la que estábamos el secretariado y otros compañeros. Actuó de moderador Cipriano García, que presentó el orden del día; después de aprobado me dio la palabra y expuse un breve análisis en nombre del secretariado de la Coordinadora General de CCOO.
Sean nuestras palabras un recuerdo-homenaje a los trabajadores asesinados, encarcelados y represaliados […] por su lucha por la libertad sindical, las libertades democráticas y nacionales, por sus derechos e intereses de clase.
Porque en la lucha por la democracia fuimos los trabajadores los protagonistas y los que pagamos el precio más alto. Allí se inició la tercera fase histórica de Comisiones Obreras: la primera fue espontánea, la segunda fue un movimiento sindical permanente y, en esta tercera, pasábamos a ser un sindicato obrero de nuevo tipo. No se puede restar trascendencia a aquellos momentos. Hay que pensar que Comisiones Obreras apenas contaba con diecinueve años desde sus primeros pasos y muchos no apostaban por su continuidad futura.
Se debatieron cuatro ponencias que fueron leídas y a las que luego cada delegación propuso sus enmiendas en una intervención de diez minutos. Al mismo tiempo una comisión de candidaturas propuso una lista para el nuevo secretariado y también una ampliación de la coordinadora general. En aquella asamblea ya planteé los cambios que se introducían con la revolución científico-técnica y el nuevo papel que los sectores técnicos y profesionales tenían en la clase trabajadora. En una ponencia se proponía ampliar el nombre de Comisiones Obreras con «y de Profesionales y Técnicos», pero la asamblea rechazó aquella propuesta. Aún no se comprendían los cambios que se estaban produciendo, y la mayoría allí representada era de origen obrero.
Jerónimo Lorente, delegado de Correos y en representación de una de las corrientes minoritarias de CCOO, que agrupaba a miembros del Partido del Trabajo de España —un grupo político diferente al más reciente de Santiago Carrillo—, propuso transformar CCOO en una central sindical en esa misma asamblea.
Fue sometido a votación y rechazado. En realidad el PTE tenía ya decidido crear su propio sindicato, que llamaron Confederación Sindical Unitaria de Trabajadores (CSUT) y enlazaba con la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores), que tuvo su origen en las Vanguardias Obreras Sociales (jesuitas). Este sector de ORT creó después el Sindicato Unitario, y ambos, CSUT y SU, se extinguieron en unos cuatro o cinco años, volviendo una parte a CCOO, pocos a UGT y el resto a su casa. La historia constató, en este caso como en otros, que las divisiones se hacen con nombres y en nombre de la unidad. Aquellos que dividen siempre se llaman a sí mismos unitarios.
Fue en aquella asamblea de Barcelona donde se creó, por primera vez en Comisiones, la figura del responsable del secretariado con atribuciones de secretario general, para lo que fui elegido por la mayoría de los delegados. Entre las últimas conclusiones planteé celebrar un congreso de CCOO en los primeros meses del otoño, un congreso que debería configurar el sindicato de nuevo tipo de Comisiones Obreras. Terminamos avanzada la noche y se pidió a los delegados que abandonaran poco a poco la iglesia para evitar detenciones o «quemar» —descubrir— el local. Dos días después, en una conferencia de prensa informábamos a una treintena de periodistas nacionales y extranjeros de los acuerdos tomados, y a una pregunta sobre mi filiación respondí a los periodistas:
Yo soy un hombre muy conocido políticamente. No tengo necesidad de sacar mi filiación. Y no estoy a punto de renunciar, podéis decirlo. Para nosotros hay un problema clave: ¿qué somos nosotros en el movimiento obrero? Somos un producto natural de este movimiento en unas condiciones complejas y difíciles. ¿Qué es lo que ha determinado que seamos hoy hombres conocidos? ¿Acaso es que nos hayan inyectado a presión desde un lugar determinado?; ¿o el que hayamos empezado en Perkins, en Carabanchel…? Nosotros hemos llegado a través de una larga lucha, difícil, compleja, dejándonos a veces media vida en las cárceles y en los campos de concentración.
Se trataba siempre de vincularnos al Partido Comunista, dándose por satisfechos y pensando que eso era la mayor descalificación. Admitir ser del Partido Comunista fue durante muchos años motivo para largas condenas de cárcel. Luego, parecía ser el mejor método para asustar al electorado. El comunismo era el peligro extranjero, cuando los comunistas habían sido los que pagaron con cárceles la lucha por la democracia. Y fueron mayoritariamente los comunistas porque estuvieron siempre en primera línea frente a la dictadura; otros, que no se arriesgaban, solo se pasearon ocasionalmente por la cárcel o sufrieron destierro o exilio. No se trata de un reproche, es solo la constatación de un hecho. Unos y otros usaron el «sambenito» buscando nuestro aislamiento y amparándose en el miedo histórico que el franquismo había introducido en nuestro pueblo. Es un recurso que incluso ahora sigue utilizándose, y es que el subconsciente franquista aún permanece en muchas mentes.
Cuando por fin vimos clara la desaparición del verticalismo, cuando los propios verticales crearon la CONS, la CSO y la ASO, decidimos ir hacia la constitución de la Confederación Sindical de CCOO. Se trataba de ese sindicato de nuevo tipo que siempre quisieron ser las Comisiones. Decíamos entonces que la Confederación Sindical de Comisiones Obreras era CCOO más el carné y, naturalmente, bastante más organización de la que tenían anteriormente.
La Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS) fue formada por CCOO, UGT y USO en septiembre de 1976. El Gobierno de Suárez, a través de su ministro de Relaciones Sindicales, Enrique de la Mata Gorostizaga, intentaba impedir que la ruptura democrática alcanzara también a lo sindical a través de dos decretos con los que se pretendía camuflar la legalización de los sindicatos. El ministro, que ya se había entrevistado con UGT, el 19 de agosto, y también con USO, se reunió con una delegación de CCOO, en la que fuimos José Alonso, José Torres, Luis Royo, Cipriano García, Nicolás Sartorius y yo. Comprendimos que no venía a negociar nada sino a conocer nuestra reacción a sus pretensiones. Le reiteramos nuestras peticiones de amnistía, libertad sindical, fin de los verticales, cese de la represión, anular la suspensión del artículo 35 de la Ley de Relaciones Laborales, y un buen número de reivindicaciones. La reunión se celebró en el despacho de los abogados Jaime Sartorius y Pariente. El ministro insistió en elaborar la reglamentación de las asociaciones sindicales y nos pidió una tregua durante la negociación. Se haría en dos fases; una, la aprobación de un decreto de asociaciones sindicales al que podrían acogerse para su legalización aquellas organizaciones con fines sindicales pero que fueran autónomas. Los tribunales de justicia decidirían sobre la autorización, caso de que el Gobierno la negara o de que alguien negara esa «autonomía». Los bienes sindicales, el patrimonio sindical pasaría al Estado y el usufructo a quienes se asociaran. Los funcionarios de la CNS, por deducción, continuarían. En nombre de la delegación de CCOO intervine quince minutos reclamando libertad sindical pura y simplemente, como parte de las libertades democráticas y la devolución del patrimonio a los sindicatos libres. Di un NO rotundo a las asociaciones sindicales y negamos tregua alguna mientras no cesara la represión y la política antisocial.
Nosotros entendíamos, así fue visto en la asamblea de Barcelona, que la unidad no vendría solamente porque una parte quisiera sino porque así lo comprendieran la mayoría de los trabajadores y también las centrales sindicales democráticas. La creación de la COS era el primer paso para que esa unidad y ese entendimiento se dieran. La jornada de paros y lucha convocada por la COS para el 12 de noviembre de 1976 fue un primer paso en la práctica hacia esa unidad. Se fijaron estas reivindicaciones y objetivos concretos para la acción de veinticuatro horas: contra la congelación salarial, aumento de seis mil pesetas lineales; contra el desempleo, puestos de trabajo y seguro de paro suficiente para todos; contra el despido libre, garantía en el empleo y amnistía laboral; contra la reforma sindical, desaparición de la CNS y libertad sindical. La actuación del Gobierno al aprobar el decreto ley de medidas económicas y al suspender el artículo 35 de la Ley de Relaciones Laborales estaba clara. Se trataba de cargar la crisis económica sobre los trabajadores al mismo tiempo que se facilitaba el despido, que no cabe duda iba dirigido contra la vanguardia sindical, pues a la hora de despedir en una fábrica los primeros siempre son los hombres más combativos, los más luchadores.
La jornada preparada con un mes de anticipación supuso un gran éxito. Dos millones y medio de trabajadores de todo el Estado participaron en la acción. Fue la movilización más importante que, hasta entonces, se había realizado en España después de la República. Las repercusiones fueron muy importantes no solo a nivel sindical —fortalecía la unidad— sino también a nivel político. La clase obrera puso de manifiesto la imposibilidad de marginarla del proceso político y de cargar a sus espaldas la crisis económica.
El 2 de enero de 1977 sufrimos una dura pérdida que nos costó trabajo admitir. Juan Marcos Muñiz Zapico, el querido compañero Juanín, murió ese día en un accidente de circulación. Tenía solo treinta y cinco años y, al día siguiente, iba a incorporarse como miembro permanente del secretariado de la confederación en Madrid. Era uno de los mejores dirigentes de CCOO; capaz, firme, ajustador de profesión, que mientras estuvo en la prisión de Carabanchel estudiaba Ciencias Económicas en la Universidad a Distancia. En la cárcel, durante las discusiones que mantuvimos sobre nuestra actitud en el proceso, tuvo siempre frente a las vacilaciones una postura firme. Me acompañó a alguna de las entrevistas con el director en aquellos difíciles momentos de la muerte de Franco. En el desarrollo del Proceso 1001 tuvo una de las mejores respuestas a las preguntas de Manuel López, su abogado. Fue el suyo uno de los mejores ataques a la dictadura y a la vez una de las mejores defensas de los trabajadores.
Nada más conocer la noticia de su muerte nos dirigimos en coche hacia Asturias y llegamos al día siguiente de madrugada. Conmigo vinieron Ariza, Sartorius y Armando López Salinas, este del comité ejecutivo del PCE. Juanín era miembro del Comité Central. La Frecha, aldea próxima a Mieres donde residían sus padres —Juanín trabajaba y vivía en Gijón—, era una gran manifestación de inmenso dolor. Varios miles de trabajadores y demócratas asistimos al entierro de este gran compañero. La pérdida de Juanín nos afectó mucho a todos porque tenía unas cualidades personales muy apreciadas, por su carácter tranquilo, comprensivo, y porque era un infatigable luchador.
Parecía que aquel mes no iba a cesar la violencia. Los GRAPO secuestraron a Oriol, presidente del Consejo de Estado, y al teniente general Villaescusa, presidente del Consejo de Justicia Militar; mataron a José Lozano, Guardia Civil, y a José Martínez y Francisco Sánchez, de la Policía Armada. El 23 de enero los ultras asesinaron a un joven militante de CCOO, Arturo Ruiz García, que trabajaba en la construcción y estudiaba BUP. En aquel ambiente de violencia sucedió la matanza de Atocha. El 24 de enero, cinco abogados laboralistas de CCOO y un colaborador y destacado militante de CCOO del transporte fueron asesinados por los ultras de la dictadura al servicio de la mafia del sindicato vertical del transporte.
En el despacho de la calle de Atocha 55, perdieron la vida por defender a los trabajadores: Ángel Rodríguez Leal, de veinticinco años, despedido de Telefónica, organizador de las Comisiones del Transporte, con varios cursos de Económicas, y que trabajaba en el despacho como administrativo; Luis Javier Benavides, abogado laboralista de CCOO, militante activo de las Comunidades Cristianas de Base; Francisco Javier Sauquillo, joven pero el más veterano en el trabajo de abogado laboralista —ya a finales de 1971 había creado el despacho laboralista de General Oraa, aunque él dedicaba gran parte de su tiempo al movimiento ciudadano—; su compañera, abogada también, María Dolores González fue gravemente herida y tardó largo tiempo en restablecerse; Serafín Holgado, abogado que estudió en Salamanca, de familia de militantes obreros, estaba practicando, tenía una gran capacidad de trabajo y pensaba crear un despacho laboralista en su provincia; y Enrique Valdelvira, profesor de Historia y experto en cuestiones del movimiento ciudadano, un intelectual que se había puesto al servicio de los trabajadores; con treinta y cinco años y larga experiencia en Derecho Civil y urbanismo, dirigente de las Asociaciones de Vecinos de Guadalajara, era parte muy valiosa del equipo de Atocha 55. A todos ellos les conocía porque en los despachos de la calle de Atocha habíamos hecho reuniones unos y otros, porque no solo prestaban sus locales y su asesoría jurídica permanente, sino que además, en aquel período aún clandestinos, nos facilitaban gratuitamente otros servicios como prensa y algunas publicaciones como la Gaceta del Derecho Social. A Sauquillo y a María Dolores, su mujer, hacía años que les conocía y muchas de mis denuncias y pleitos desde la cárcel los llevaron ellos. En aquel coletazo del régimen, los ultras golpearon conscientemente a aquellos que jugaron un papel decisivo en la lucha del movimiento obrero bajo la dictadura.
Eran sobre las once de la noche cuando un compañero nos llamó y nos contó lo sucedido. Nada se sabía de los autores, solo aquello de que buscaban a Joaquín Navarro, o a los del transporte. Aquella misma noche mantuvimos reuniones del sindicato y decidimos los pasos a dar, entre otros convocar una huelga de forma inmediata. Como medida de precaución decidimos no dormir en casa algunos, por si aquello fuera solo el principio de una caza de brujas desatada por la ultraderecha. La Coordinadora de Organizaciones Sindicales y Coordinación Democrática llamaron a la huelga y manifestaciones de protesta de todo tipo en los grandes centros urbanos e industriales. Más de medio millón de trabajadores participaron en todo el país en el paro y muchos más en las manifestaciones. Todos comprendimos que en aquel momento aquello era parte de un complot, de una provocación para arruinar el proceso democrático, el futuro de libertad, que avanzaba con dificultad en España. Centenares de miles de personas acompañamos al cementerio a los que cayeron por la libertad. En el último adiós ante la sepultura, en nombre de la Confederación Sindical de CCOO, pedí que fueran los últimos muertos por la libertad, comprometiéndonos a seguir sus ideales, pacíficamente, como lo habíamos hecho siempre, y a acelerar el restablecimiento de las libertades.
Con la respuesta masiva frente al crimen de Atocha, el papel del movimiento obrero, de Comisiones y del partido, cobró mayor importancia. Las cosas cambiaban día a día y aquella transición sin comunistas y sin movimiento obrero ya no era posible. Hubiera sido un grave error no ver que algo había cambiado, y que de la tolerancia se podía pasar rápidamente a la libertad si desarrollábamos la presión y la negociación. En nuestros análisis anteriores a la muerte de Franco e inmediatamente posteriores no creíamos en la posibilidad de alcanzar las libertades democráticas con la monarquía de don Juan Carlos. Y también es verdad que los franquistas esperaban que el Rey encabezara el neofranquismo que ellos deseaban. Poco a poco se fueron produciendo cambios en unos sectores y otros y no pocos empezamos a comprender que la nueva correlación de fuerzas podría permitir un proceso de transición en el que no hubiera «franquismo después de Franco» y en el que se desatara lo que «estaba atado y bien atado» como dijera el dictador pocos meses antes de morir.
El 7 de febrero de 1977 tuvimos una nueva entrevista con el ministro De la Mata al que acompañaban el secretario general de la Organización Sindical franquista, Melitino García, y Francisco Guerrero y Gabriel Castro, del ministerio. Por la CS de CCOO encabecé nuestra delegación, de la que formaban parte Julián Ariza y Tranquilino Sánchez, miembros de la comisión permanente del secretariado. En la entrevista protestamos contra la discriminación que se ejercía contra CCOO y le entregamos un informe en el que constaba que solo a mí y a otros tres compañeros del secretariado nos habían prohibido, desde septiembre de 1976 hasta el 6 de febrero de 1977, cincuenta y un actos públicos en los que íbamos a hablar. Le entregamos una relación de detenidos y le pedimos que además de levantar las prohibiciones a los actos públicos, se liberara a los detenidos y que pudiéramos disponer de los locales sindicales. El ministro se comprometió a intervenir en el Gobierno para que cesara la situación represiva. Pedimos igualmente la inmediata legalización con garantías de todas las centrales sindicales, a lo que respondió que eso se haría de inmediato con la Ley de Reforma Sindical.
Desde Bruselas el corresponsal de El País, R. Vilaró, el 24 de febrero de 1977, informaba:
Hace un mes, el 24 de enero para ser exactos, Enrique de la Mata, ministro de Relaciones Sindicales, cenó en Ginebra con Otto Karsten, secretario general de la Confederación Internacional de Sindicatos Libres (CIOSL), Erwin Brow, representante de los sindicatos norteamericanos en la OIT y el Sr. Aguiriano, representante de la CIOSL ante la OIT y miembro de la UGT […]. De buena fuente se sabe que en el curso del encuentro triangular se trataron tres puntos capitales: 1.—La posibilidad de favorecer una unión sindical en el conjunto del Estado español, a través de la UGT, para contrarrestar la influencia de otras centrales sindicales, principalmente Comisiones Obreras, de marcado signo comunista; 2.—El compromiso entre sindicatos oficiales y sindicatos clandestinos, para orquestar el futuro del sindicalismo español y repartir el patrimonio de la actual organización sindical […].
Ninguna de estas informaciones que aparecían en la prensa nos eran desconocidas y ya sabíamos que ni UGT ni USO tenían demasiado interés en prolongar la existencia de la COS.
Sin embargo, en Comisiones Obreras hicimos un serio esfuerzo por preservar la unidad, incluso retrasando la incorporación de algunos sectores, a la espera de que la unidad avanzase. Llegamos a proponer a los afiliados que trabajaban en la marina mercante que se incorporaran al Sindicato Libre de la Marina Mercante que mantenía su carácter unitario. Lo más importante, en mi opinión, era preservar la unidad al menos allí donde ya se había conseguido. UGT partía de que, con la libertad, CCOO desaparecería o quedaría reducida a una mínima expresión.
YA SOMOS LEGALES, fue la frase que más pronunciamos el 28 de abril de aquel 1977. Esa tarde, en los locales sindicales que habíamos abierto amparados en esa tolerancia, sacamos todas nuestras pancartas y banderas. Los vecinos se quedaban asombrados al comprobar de repente que aquellas oficinas por las que pasaba tanta gente eran locales de Comisiones. Aquel día se cerró un largo paréntesis de cuarenta años de enormes sacrificios y lucha, pagada huelga a huelga, despido a despido, cárcel a cárcel. Muchos de los esfuerzos anónimos que hombres y mujeres tuvieron que realizar dieron entonces su fruto. La libertad no es jamás un regalo, sino una conquista. Aquellas mujeres que a la puerta de las cárceles se preguntaban el porqué de tanto sacrificio de sus maridos, sus compañeros, en días como aquel obtuvieron su explicación. Por eso había tanta alegría en las calles cuando la libertad avanzaba y se consolidaba.
Pero además a nadie puede escapársele que en este período había nacido un nuevo sindicalismo y una nueva organización, Comisiones Obreras. En nuestra opinión no unas siglas sindicales más, sino una concepción sindical nueva, nacida de la experiencia. Quince años de trabajo sindical en las más duras condiciones ponían al descubierto que las asambleas y la participación democrática de todos los trabajadores eran su principal instrumento de acción. La vieja concepción de sindicalismo de despacho, por arriba, debía revisarse a la luz de la experiencia, y tampoco nos era útil el profesionalismo sindical externo a las empresas. En aquellos años nos acostumbramos a caminar rodeados de los compañeros de fábrica y esa era una de nuestras mejores experiencias. A caminar con ellos y a marcar el objetivo, primero, de la libertad, después hacia la eliminación de toda explotación y opresión, con el humanismo como guía.
Hasta el último minuto estuve haciendo gestiones, junto a otros compañeros, para conseguir que se autorizara la manifestación del Primero de Mayo. Llamé al gobernador y también al ministro de la Gobernación, Rodolfo Martín Villa, pero fue inútil. Las órdenes que dio a las fuerzas de Orden Público fueron brutales, típicas de la dictadura de Franco. Parecía como si el Gobierno Suárez, en una operación electoralista, tratara de marginar o reducir a las organizaciones de izquierda y sembrar un clima de terror para evitar que miles de trabajadores se sumaran a las centrales democráticas y, en último extremo, dirigieran su voto hacia la izquierda.
A aquel Primero de Mayo de 1977 lo llamaron «el del bote de humo», por la cantidad de ellos que disparó la policía. Hubo más de doscientos heridos y más de ciento cincuenta detenidos en Madrid, lo que puede dar una idea de la dureza de la represión. Por la mañana, antes de los incidentes, fui con una delegación a llevar flores a las tumbas de Patiño y de los abogados laboralistas. La manifestación se había convocado en el Puente de Vallecas y allí fui en un coche, pero simplemente resultó imposible detenerse ya que la policía había tomado todas las esquinas. Los grupos de manifestantes se habían dado cita por las inmediaciones e intentaron, como en los años de Franco, llegar hasta un punto de concentración. Las cargas de la policía y los botes de humo convirtieron aquello en un auténtico infierno. La gente se refugiaba donde podía y la policía incluso entraba en el metro disparando botes. Muchos de los heridos presentaban síntomas de asfixia.
Al mediodía nos dirigimos al pinar de Las Siete Hermanas en la Casa de Campo. Bajo la dictadura, después de la manifestación, se acudía a aquel pinar a celebrar la fiesta campera que tradicionalmente seguía, en la mayoría de los países, a las manifestaciones. Allí, ante miles de trabajadores, hablé sobre la libertad como conquista y de la gravedad de la intervención de la policía. Cuando, por la tarde, centenares de trabajadores fueron a coger el metro en las estaciones de Lago y Batán, la policía volvió a cargar y se produjeron escenas de pánico entre las mujeres y niños. Y todo esto sucedía cuando veinte días antes del Primero de Mayo el ministro de Relaciones Sindicales no solo nos garantizaba que para esa fecha seríamos legales, sino que las manifestaciones estarían autorizadas. Martín Villa utilizó métodos ese día que nos recordaban algunos de Camilo Alonso Vega. Había demasiado «doble juego».
El paro se incrementaba mes a mes, el ruido de sables era ya ensordecedor y en ese contexto de crisis general, los partidos del arco parlamentario, después de una serie de reuniones, llegaron a redactar un programa económico y político. El documento económico recogía desde una política económica y fiscal hasta la agricultura, en algo que se acercaba a un programa de gobierno. Aquellos acuerdos, conocidos como los Pactos de La Moncloa, en lo esencial eran positivos y aunque tenían algunas sombras, lo fundamental es que contemplaban mecanismos suficientes para asegurar su aplicación. Ya desde las primeras interpretaciones surgieron las discrepancias con los que pretendían vaciarlos de contenido, aplicarlos unilateralmente o eliminarlos. En mi opinión aquellos acuerdos había que llevarlos a la calle, a las fábricas, para que los trabajadores los conocieran y exigieran su cumplimiento.
UGT no tuvo una posición muy definida, especialmente en cuanto a plantear aquellos pactos en las empresas. Se había retirado ya de la COS rompiendo la unidad de acción conseguida con USO y CCOO. Eran unos momentos en los que se estaba discutiendo la normativa para las elecciones sindicales, que en muchos lugares los trabajadores ya habían iniciado. El 17 de noviembre de 1977 Nicolás Redondo y yo participamos en el primer «cara a cara» que emitió Televisión Española. Lo moderaba Federico Isart, un hombre de UCD. El debate intenso, como suelen ser este tipo de programas —solían ser, porque ya no se hacen—, dejó muy claro cuáles eran las estrategias de ambos sindicatos. Comisiones Obreras seguíamos defendiendo la unidad y aún pensábamos que era posible. UGT, por su parte, se había dejado caer por la pendiente de la división, bajo el dominio y las orientaciones del aparato del Partido Socialista.
Ambos sindicatos coincidíamos en la importancia de las primeras elecciones sindicales en libertad, y las elecciones confirmaron lo que decíamos: que estábamos ganándolas, y que el Gobierno, a pesar de eso, designó a Redondo responsable de la delegación sindical a la OIT.
«Es decir, esto supone, de alguna manera, el que la democracia empiece a penetrar en las fábricas, que la nueva legalidad democrática se instale en los centros de trabajo». Con estas palabras trataba yo de situar aquel acontecimiento en el contexto de la grave crisis económica que vivíamos y la debilidad de la democracia aún no consolidada, que podía correr serios peligros. Pero las respuestas de Nicolás no iban en ese sentido, su preocupación estaba centrada más en una especie de táctica que se había prefijado. Decía Redondo: «El hecho es que la clase trabajadora se podrá determinar por las cinco o seis centrales sindicales que existen en el país, pero que fundamentalmente se va a polarizar en torno a la UGT y en torno a CCOO; UGT como un sindicato de orientación socialista, y CCOO, en cierta medida, como un sindicato de orientación comunista. Porque realmente ahí van a estar las diferencias, y creo que puede ser interesante; nosotros jamás hemos negado nuestras relaciones fraternales con el PSOE, son unas relaciones fraternales desde siempre; yo quisiera que el compañero Marcelino Camacho me dijera también cuáles son las relaciones que tiene CCOO con el Partido Comunista de España, cosa que nunca es tan evidente porque parece que son unas relaciones vergonzantes. Y yo creo que esto significaría que la clase trabajadora se podría determinar con una mayor claridad».
Yo insistía en que lo fundamental no era buscar las diferencias entre los colores de un sindicato u otro sino tratar de llegar a la unidad sindical para defendernos mejor. Cómo no iba a saber que en Comisiones había militantes del Partido Socialista Popular, el de Tierno, además de otros como la LCR o el MC, y sobre todo independientes, no afiliados a partido alguno. Bien claro está que Nicolás sabía que jamás había negado mi militancia política, los dos éramos diputados por partidos. Nosotros ocultamos nuestra militancia política solo a la represión del franquismo, pero una cosa era nuestra militancia política y otra muy diferente lo que la experiencia nos había demostrado acerca de la necesidad de la unidad sindical y de la independencia con respecto a los partidos, gobiernos y empresarios. Comisiones nunca fue el sindicato del PCE, Controlado desde el PCE, ni siquiera con la ideología y programas del PCE. Lo que sucedía es que UGT no practicaba entonces esa concepción. Ellos concebían el sindicato como el hermano menor del Partido Socialista, lo cual era ni más ni menos que la aplicación del viejo sindicalismo tradicional. En ese sentido partían del mismo punto histórico en que abandonaron la práctica sindical, es decir, poco después de 1939. Esa vieja concepción es la que pretenden abandonar en los últimos años y eso explica, en buena medida, los enfrentamientos que han tenido con el PSOE y con el Gobierno. Porque en los partidos de la izquierda tradicional, también ha existido la concepción de dominar y controlar a los sindicatos, como ocurría en los años treinta. Los sindicalistas militantes del PCE, y yo muy especialmente, tuvimos no pocos enfrentamientos con la dirección del partido por defender nuestra independencia y nuestra pluralidad. Pero ¿acaso Nicolás Redondo o UGT habían vivido esa experiencia? Es evidente que no y Nicolás decía aquellas cosas porque ni siquiera era consciente de este problema, heredado del pasado.
El comportamiento de Redondo no solo obedecía a esos viejos planteamientos del sindicato como correa de transmisión del partido, además pensaban que el voto de las elecciones generales podría trasladarse a las sindicales.
«El hecho cierto», decía también Redondo, «es que realmente por tradición y por la propia situación concreta, y después de las elecciones del 15 de junio, es perfectamente claro que el movimiento sindical, el espectro sindical se decante también en función de familias políticas, de familias ideológicas. Esto es una realidad que nadie debe desconocer…».
Está claro que nuestras concepciones sindicales eran muy diferentes. Nosotros queríamos que los trabajadores tuvieran el mejor instrumento para la defensa de sus intereses y al ganar o perder las elecciones no estaba en juego nuestra supervivencia, porque teníamos buenas raíces en los duros años de lucha sindical bajo el franquismo. Le expuse los datos, lo que era un muestreo, de los primeros resultados en las fábricas donde ya habían salido representantes elegidos.
—Nosotros tenemos que en setenta y ocho empresas, entre ellas las más grandes, con 275 986 trabajadores, que han elegido 2387 representantes a lo largo y a lo ancho del país, CCOO ha sacado 1430 elegidos…
—Sabes que esos datos están manipulados, Marcelino —me respondió interrumpiéndome.
—Bien. Yo te puedo demostrar las empresas… UGT tiene 298, USO tiene 129, CSUT tiene 54, el SU tiene 18, CNT tiene 20, los no afiliados a ningún lado tienen 383 y hay otros 68 independientes… Que esto es algo que se puede citar por empresas.
—Quizá fuera demasiado pormenorizado… —le echaba una mano Federico Isart.
—Estas son cosas —insistía yo— que están constatadas, en las que tenéis representantes. Nosotros tenemos el nombre de las empresas y todo eso se puede comprobar uno a uno. Lo que estoy diciendo es la pura verdad, que no hay ninguna manipulación.
Otro de los asuntos que se plantearon fue la conveniencia o no de que las listas fueran abiertas o cerradas, por sindicatos. UGT temía que si los trabajadores elegían de forma abierta los nombres que quisieran, les perjudicara, por la sencilla razón de que sus afiliados eran desconocidos en la mayoría de las empresas y muchos de ellos vinculados a la dirección, especialmente en las empresas públicas.
—Y apoyan las listas abiertas —decía Redondo—. Lo mismo que el Gobierno de UCD, Marcelino. Apoyan las listas abiertas, Marcelino. Te dejas una parte, pero la otra… Es extraña la coincidencia entre CCOO, UCD y el Gobierno. Sí, sí, sí. Hombre, Marcelino, tú no puedes decir… Otra cosa no puedes decir. Yo he salido elegido realmente por medio de un congreso, congreso que nuestra central está celebrando desde 1944, y que el año que viene en abril tengo que dar cuenta a mi organización. Yo no he salido elegido por cooptación y, cosa paradójica, CCOO desde el segundo no ha elegido ningún cargo. ¿En qué te has metido tú ahora? Te metes con el congreso. Tienes que asumir también la responsabilidad, Marcelino.
—No, no, no. A mí me han elegido en un congreso clandestino, porque el Gobierno prohibió hacerlo legal, en Barcelona en 1976. Todo el mundo lo sabe, antes estuve en la cárcel, mientras vosotros en abril de 1976 hicisteis el congreso legal, yo estaba en la prisión de Carabanchel.
Fue un debate intenso que sin duda no aclaró mucho a los trabajadores. La imagen que se dio fue de división entre los sindicatos, que UCD y la patronal contemplaban agradecidas. Pero visto de nuevo, años después, que no es mal ejercicio, porque se dispone de más datos y se comprende más el porqué de aquellas actuaciones, la actitud hostil hacia Comisiones cuando decía aquello de «mientes Marcelino y tú lo sabes» no reflejaba otra cosa que la incertidumbre que vivía UGT por su escasa implantación y su debilidad organizativa. Les faltaba aún adquirir mayor seguridad para perder ese miedo a lo que hicieran los de Comisiones. No se trata de ver quién mentía, pero está claro que no era yo, porque aquellas elecciones sindicales, realizadas según las normas y los plazos que más convinieron a UGT, las ganó Comisiones Obreras, doblando en porcentaje a UGT, y quien nombró al secretario general de UGT jefe de la primera delegación oficial de los sindicatos que acudió a la OIT, fue el Gobierno a través de su ministro de Trabajo. No hubo acuerdo de los sindicatos, como decía Redondo, ya que en esa elección no cabían ni mayoría ni minoría, sino solo el consenso; pero en cualquier caso debía ser la central más representativa, y los resultados de las elecciones dijeron que era Comisiones.
Pocos días más tarde nos reunimos una delegación de UGT y otra de Comisiones, encabezadas por los secretarios generales, e integradas además por Nicolás Sartorius, José Torres y Manuel Gaytán por Comisiones, y Manuel Chaves, Manuel Garnacho y Joaquín Almunia por UGT.
—Esta es la primera de una serie de reuniones conjuntas en que unas veces estaremos de acuerdo pero en otras puede que no. Tampoco idealicemos la situación pensando que UGT y CCOO vayan a estar de acuerdo en todo —matizaba cuidadosamente Nicolás Redondo a la prensa.
—Creo que uno de los aspectos más importantes de la reunión —decía yo—, aunque no se haya plasmado en una declaración formal, es la coincidencia en acabar con esa guerra más o menos fría de estos últimos tiempos. Sin duda las elecciones tienen aspectos polémicos, pero esta polémica, y en esto hay pleno acuerdo, ha de llevarse en un marco fraternal.
Si no hubo más comunicado ni declaración formal fue porque UGT no quiso comprometerse ni siquiera a eso. Después se fijó «oficialmente» una fecha de partida para concentrar las elecciones a efectos de cómputo de representatividad sindical del 16 de enero hasta el 6 de febrero.
Las consignas fundamentales de la campaña electoral por parte de CCOO fueron: «CCOO: unidad y libertad», «La experiencia solo la da la práctica», «Vota a Comisiones: la eficacia que necesitas», «La unión hace tu fuerza: vota a Comisiones, la fuerza de tu unidad», «Vota a quien te defiende, aunque no estés afiliado», «Vota a Comisiones, dos millones de afiliados».
Por parte de UGT, se intentó capitalizar el éxito del voto al PSOE en las elecciones parlamentarias del 15 de junio y difundieron masivamente un folleto titulado Sindicato socialista. Su consigna central fue «Únete a UGT, Sindicato Socialista». Los lemas, que cada sindicato o partido da a sus campañas, reflejan buena parte de sus posiciones y de sus objetivos, y estaba claro lo que entonces pretendía UGT.
Por aquellas fechas recibía algunos anónimos con amenazas de muerte, que duraron algún tiempo, pero ya de forma esporádica. Había gente que escribía con claros rasgos de enajenación mental, y nunca le di demasiada importancia, y otros que eran simples fascistas. Uno de los que me escribía tenía la manía de decir que yo era un demonio vestido con piel de cordero. Otros simplemente me amenazaban de muerte sin más literatura. Los había que llamaban por teléfono y hubo incluso alguno que le dio por llamarme a las tres o las cuatro de la madrugada todos los días. Tampoco hice mucho caso de él, incluso ni siquiera llegué a cambiar el número de teléfono, que sigue siendo el de siempre.
El mismo teléfono, en la misma casa de siempre, porque aunque a Josefina y a mí nos hubiera gustado ir a vivir cerca de los hijos, nuestros recursos económicos no lo permitían.
Más de siete millones de trabajadores nos manifestamos en aquel Primero de Mayo en libertad de 1978. Los actos de diferente tipo se hicieron desde las aldeas a los grandes centros urbanos e industriales del país, «contra el paro» y «por los derechos sindicales dentro y fuera de las empresas». Casi un millón en Madrid, más de seiscientos mil en Barcelona, miles, decenas, centenares de miles en otros lugares del Estado. Más de doscientas diez manifestaciones y multitud de mítines se habían organizado. Aquella primera manifestación en libertad se celebró con un entusiasmo desbordante en todas partes y no hubo especiales incidentes.
Un viejo militante de los años treinta, tipógrafo, me decía en la manifestación de Madrid: «Nunca vi nada igual. Que queréis que os diga… Esto es maravilloso». En la primera fila, detrás de una gran pancarta roja con las siglas de las dos centrales, CCOO y UGT, a la izquierda íbamos diecisiete dirigentes de CCOO y a la derecha de la pancarta otros tantos de UGT. En la segunda fila marchaban los dirigentes del PCE, del PSOE, del PSP, intelectuales y artistas, así como otros responsables sindicales. Yo hablé en primer lugar ante aquella inmensa multitud en nombre de la CS de CCOO, y mis primeras palabras fueron un homenaje a todos los que cayeron en la larga lucha por la libertad y la justicia social.
A todos los Patiños, Atochas del país que con su lucha hicieron posible la conquista de la libertad y de este Primero de Mayo legal para los trabajadores.
Expliqué el contenido solidario del Primero de Mayo y manifesté nuestro apoyo a los que luchaban en Chile, Argentina, Uruguay, así como a los combatientes del pueblo saharaui y de todo el mundo.
El Primero de Mayo tiene en nuestro país rasgos especiales. En primer lugar contra el paro y la crisis económica; por que la democracia entre en los centros de trabajo; por la consolidación y el desarrollo pacífico de las libertades en general; por la unidad sindical y de la izquierda […].
Después intervinieron, más brevemente, Nicolás Redondo, Felipe González y Santiago Carrillo. Cuando con el canto de La Internacional terminó el acto, el final de la manifestación llegaba a Atocha. Por la tarde siguió la fiesta en la Casa de Campo. Aquella presencia unitaria de la izquierda en el Primero de Mayo continuó hasta que el PSOE llegó al poder; a partir de entonces, el secretario general de los socialistas y presidente del Gobierno, Felipe González, dejó de acudir incluso a los actos de UGT, temiendo cada vez más las críticas de los sindicatos.
En aquel mes de mayo los sindicatos continuamos las movilizaciones. Nos sumamos a las acciones contra el paro convocadas por la Confederación Europea de Sindicatos, la CES. El proyecto de la Ley de Acción Sindical en la Empresa se estaba transformando en las discusiones del Parlamento en un instrumento contra los trabajadores. A cada votación, los diputados de UCD abandonaban su seudoprogresismo para ponerse al lado de los empresarios que habían realizado algunas asambleas para presionar sobre el Gobierno. Se llegó a dar incluso el caso de que los propios diputados de UCD votaran contra su propio texto cuando se trataba de aprobar el tiempo sindical que podían disfrutar los delegados de los trabajadores. Bajo el franquismo eran cuarenta y siete horas mensuales, y el texto inicial las mantenía. Aquella ley acabó siendo la ley de los empresarios, pero no la de los trabajadores. Estaba claro que UCD, Convergencia y Unió y Alianza Popular encontraron su punto de unión al defender los intereses de los empresarios. Frente a aquella ley, trescientos mil delegados de los trabajadores y responsables sindicales nos encerramos en toda España durante los días 22 y 23 respondiendo al llamamiento de CCOO y UGT.
El XXXI Congreso de la UGT comenzó el 25 de mayo y fue un congreso en el que se evidenció un cambio. A diferencia de Comisiones, que tendimos a reforzar la independencia sindical frente a todos los partidos, incluido el PCE, la UGT se orientó, después de nuestro avance en las elecciones sindicales, hacia acuerdos como el AMI (Acuerdo Marco Interconfederal), a utilizar al máximo el éxito electoral del PSOE y a acelerar su subida al poder. Era otra forma de recuperar la hegemonía y para ello buscaban cualquier ocasión para mostrar su alejamiento de la unidad sindical.
«No deja de ser preocupante», dice Nicolás Redondo en este congreso, «los llamamientos realizados continuamente por el PCE y CCOO en favor de la unidad con la UGT. Mientras, los ataques al PSOE se multiplican instrumentalizando a CCOO y a través de llamamientos falsamente unitarios a UGT. La estrategia del PCE tiende a restar al PSOE su base sindical y, en consecuencia, marginarlo de las masas trabajadoras que tradicionalmente le han venido apoyando».
Para Nicolás, entonces, la unidad iba para largo. En el esquema de control del poder ideado por el PSOE, fotocopiando a la socialdemocracia alemana, estaba una UGT hegemónica que le garantizase la paz y la concordia social. En la Asociación de la Prensa, Felipe González anunció su abandono del marxismo y eso era considerado el paso previo para ser un candidato a La Moncloa aceptable para la Iglesia, para el ejército, para las finanzas y para la Corona, un candidato aceptable para los poderes fácticos.
Solo los éxitos de CCOO en las elecciones sindicales se salían del esquema diseñado para el ascenso del PSOE. Muchos franquistas renunciaron al franquismo. Carrillo renunció al leninismo (en los EE UU). Felipe renunció al marxismo. Nicolás Redondo, después en el XXXI Congreso, afirmaba que la unidad sindical iba para largo. Por esa vía, en el fondo, unos y otros, renunciaban a la transformación en profundidad del sistema heredado, simplemente lo asumían. Renuncias y asunciones que han dejado pendientes numerosas cuestiones en el avance de la democracia española.
A lo largo del año proliferaron las reuniones de UGT, de acuerdo con la CEOE, para aplicar el AMI en cada centro de trabajo, y CCOO, por el contrario, trató que los tres mil convenios a negociar superaran lo que consideramos «puntos negros» del Acuerdo Marco Interconfederal. Detrás de esta división aparentemente táctica, CCOO considerábamos que había dos actitudes a seguir ante la crisis económica. Una, la escogida por UGT junto al Partido Socialista, era la cogestión de la crisis a favor de que el gran empresario restableciera sus beneficios a cambio de unas migajas. Fue la conocida teoría —que nunca aplican— de que los beneficios de hoy, son la inversión de mañana y los puestos de trabajo de pasado mañana. Por el contrario nosotros tratábamos de imponer una estrategia que permitiera, con transformaciones profundas, como las que proponíamos en el Plan de Solidaridad Nacional, superar la crisis y el paro y democratizar las estructuras.
Terminamos el año 1980 con las elecciones sindicales. En aquel mes de diciembre los resultados entre Comisiones y UGT se aproximaron, pero no llegaron a sobrepasarnos a pesar de todos los esfuerzos que hicieron. Habían creado un marco de relaciones laborales en el que dejaban fuera a Comisiones siempre que podían. Para ello contaban con los acuerdos CEOE-UGT sobre el Estatuto del Trabajador y AMI, más la Ley de Empleo de UCD-CEOE. La gran patronal, la CEOE, y el Gobierno utilizaron toda clase de recursos facilitando en las empresas públicas el ascenso de UGT y, como siempre, echándonos en cara los acontecimientos de Polonia con Gdansk y Solidarnost. Como si con nuestra historia algo tuviéramos que ver con lo que sucedía en otros países del Este. Nos echaban de nuevo encima el miedo a los comunistas edificado por el franquismo. El dinero fue utilizado a manos llenas. Todos los medios de información y de deformación se usaron contra CCOO.
Pero con el mismo rigor debemos analizar crítica y autocríticamente nuestro descenso en porcentaje. No prestamos suficiente atención a las elecciones en las pequeñas y medianas empresas. En ese grupo de empresas fue donde crecieron UGT y ELA-STV. En esas empresas el fraude era muy fácil de realizar. Bastaba con que un equipo llegase a la puerta de una pequeña empresa y plantease las elecciones, para que sin cumplir plazos ni respetar candidaturas, en un mismo acto, eligieran al delegado correspondiente y al tiempo lo apuntaran a su sindicato. Entregamos al Ministerio de Trabajo y al IMAC un dossier con la denuncia de multitud de irregularidades que pasaron al Fiscal del Reino. Nosotros obtuvimos el treinta y tres por ciento de los delegados y UGT el veintinueve por ciento. Habíamos bajado un punto mientras que UGT subió siete. Para elegir un delegado o miembro del comité de empresa, se necesitaban, en las grandes empresas de hasta siete mil trabajadores, doscientos votos. Mientras que en las pequeñas con seis trabajadores se elegía uno. Esto supone que tiene más representatividad a efectos oficiales no la central que tiene más votos sino la que tiene más delegados. Lo que favorecía a UGT.
La crisis económica era un hecho evidente para todos y en el debate político y sindical estaban claras las opciones. Se decía: «Hay que elegir entre un mayor nivel de empleo o salarios». Nos ofrecían el «salario del miedo». Parecía como si el paro hubiera aumentado en los últimos años porque los salarios hubieran crecido, o como si la actualización de los salarios fuera la causa fundamental del desempleo. En consecuencia, la fórmula para acabar con la crisis y el paro, era reducir año tras año la capacidad adquisitiva de los salarios. Semejante simplismo ha sido pregonado durante muchos años y se ha dado como válido en la política económica marcada por UCD, pero también después por el PSOE. Con esa filosofía se elaboró el programa económico del Gobierno de UCD que consistió fundamentalmente, en lo laboral, en aplicar el Estatuto y el AMI. Con ambas cosas el despido fue más fácil y más barato, no hubo revisión salarial y los salarios perdieron capacidad adquisitiva. La división y la insolidaridad obrera protagonizaron la acción sindical y las huelgas descendieron a la mitad. Para colmo, el Gobierno de UCD, con el apoyo de toda la derecha, gratificó al gran capital con la Ley de Empleo, que redujo a la mitad el tiempo de prestación del seguro de paro. Con aquella política hablaron de crear mil puestos de trabajo diarios —y crearon mil parados más por día—, de reducir el coste de la vida y de reactivación económica. Fueron palabras huecas para esconder una política dura contra los trabajadores.
Había otra forma de abordar la crisis de forma solidaria, repartiendo las cargas. Nosotros propusimos negociar un plan de solidaridad que nos llevara a democratizar el mundo económico. Una propuesta que presentamos a Ferrer Salat, presidente de la CEOE, y a Leopoldo Calvo Sotelo, vicepresidente del Gobierno. En nuestro país, el problema de problemas era y es el paro. Asegurar el trabajo, nos planteábamos en el plan de solidaridad, era el objetivo número uno y, mientras eso se alcanzaba, extender el seguro de desempleo a todos cuantos carecieran de trabajo. Era necesario un esfuerzo nacional en el que participaran no solo los trabajadores. Entonces teníamos un millón de parados, y en la actualidad la cifra se dobla.
Luchar contra el paro es una necesidad de la clase trabajadora, y no solo por el grave problema humano que se plantea sino porque, además, la clase se divide entre los que tienen trabajo y los que no, y a su vez los «privilegiados» que tienen empleo temen perderlo y paralizan su acción sindical. Este conjunto de circunstancias, y algunas más que podríamos enumerar, impiden que los trabajadores puedan dar su peso y su talla como clase en la sociedad y avanzar en democracia hacia el socialismo en libertad. El Plan de Solidaridad Nacional contra el Paro y la Crisis fue una propuesta que no quisieron debatir ni mucho menos negociar. Se impuso la otra vía, que fue la insolidaria que condenó al paro a miles de trabajadores y que abrió nuevas brechas de desigualdades sociales.
Al no haber existido ruptura democrática, existían dos poderes paralelos, uno el democrático y otro el aparato del Estado procedente del franquismo que frenaba la transición. Conocíamos el riesgo de un golpe pero no las fechas en las que pensaban actuar. También era evidente la incapacidad de UCD para controlar estos reductos del franquismo. Los «almendros», las «galaxias», y otras conspiraciones entre los militares y elementos de ultraderecha aparecían en los periódicos.
Hacía solo unos días que había dimitido de mi escaño. Escuchaba por la radio el debate parlamentario de la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, cuando Tejero y el grupo de golpistas que le acompañaba entraron en el hemiciclo. Estaba en el local de la Confederación Sindical de CCOO en la calle Fernández de la Hoz e, inmediatamente, convoqué a los miembros del secretariado confederal y a los secretarios de las federaciones que estaban en la sede. La gravedad de la situación no se le escapaba a nadie porque el Gobierno y los parlamentarios estaban secuestrados por los sectores más ultras y existía la posibilidad de que hubiera otras operaciones militares, algunas de las cuales íbamos conociendo a medida que pasaban las horas. Propuse a los compañeros una serie de medidas que comenzaron por, en primer lugar, crear una delegación que, con algunos miembros del secretariado a la cabeza, se fueran a otro lugar. Desde allí, en caso de que nos detuvieran a nosotros, podrían continuar la defensa de la democracia; en segundo lugar, reunimos urgentemente con UGT; en tercer lugar, establecer mecanismos para mantener el contacto con toda la organización, federaciones y uniones regionales, que a las siete de la mañana estarían a la espera de las acciones a llevar a cabo; en cuarto lugar, proponer inmediatamente una huelga de dos horas en todas las empresas del país cara a una huelga general al día siguiente si la situación se agravaba. Al tiempo nos pusimos inmediatamente en contacto con el «Gobierno» de subsecretarios, con Laína y con la Jefatura del Estado, así como con todos los partidos que se oponían al golpe, en primer lugar con el PCE y el PSOE.
De acuerdo con los compañeros de UGT decidimos, sobre las diez de la noche, establecer un centro de dirección de las dos ejecutivas en un local de UGT, no muy conocido, cerca de la plaza del Callao. Allí fui con una delegación que junto con otra de UGT, con Zufiaur y otros compañeros, estuvimos hasta las dos de la madrugada orientando a las dos organizaciones en todo el Estado, dispuestos a apoyar a las fuerzas armadas y a las instituciones fieles a la democracia. Regresamos a las respectivas sedes después del mensaje del Rey con el que pensamos que la situación estaba controlada. Aquella noche fue una prueba de fuego para el rey Juan Carlos, así como para el general Gabeiras y los subsecretarios. Por nuestra parte es justo reconocer que CCOO estuvo constantemente a la cabeza de los trabajadores y, conjuntamente con UGT, preparamos una huelga general al día siguiente para rechazar el golpismo y apoyar la defensa de la Constitución y de la democracia.
Un millón de personas en la manifestación del 27 de febrero dieron la respuesta más contundente al golpismo. Marché a la cabeza portando la pancarta junto con la mayoría de los líderes de los partidos políticos. A mi derecha estaba Fraga, aquel que en su día dijera, cuando la detención de marzo del 76, que los miembros de Coordinación Democrática «éramos sus prisioneros». El 7 de marzo participé en un masivo mitin del PCE en la Plaza Mayor de Madrid. Fue un saludo «al Madrid rompeolas de la libertad», que siempre resistió y combatió al fascismo.
A petición de CCOO celebramos una reunión con el PSOE; acudieron Felipe González, Javier Solana y Joaquín Almunia, y por nuestra parte fuimos Sartorius, Corell, Ariza y yo. El objeto de este encuentro era presentarles nuestro proyecto de Plan de Solidaridad Nacional contra el Paro. Hubo acuerdo sobre las grandes líneas y Almunia señaló que debía existir un control entre el Gobierno, centrales sindicales y patronales, y que ese control sería más eficaz con la participación socialista en el Gobierno; esto se decía el 26 de marzo de 1981.
«La crisis, el paro y el hambre que golpean a los trabajadores no son una maldición; en España seguimos viviendo momentos graves, peligran la libertad, el trabajo y el pan», decía en la intervención del Primero de Mayo unitario que volvimos a celebrar con UGT y los demás partidos obreros. El 8 de mayo todos los trabajadores paramos dos minutos, en silencio, para protestar contra el terrorismo. En las palabras que dirigí a los compañeros que trabajábamos en la confederación, después del 23-F, les decía: «Cuando van a sonar las campanas, cuando van a dejarse oír las sirenas de las fábricas, es que sucede algo grave; es lo que podríamos llamar el toque a rebato de toda la sociedad española en un momento crítico de su vida nacional».
El 9 de junio, las centrales sindicales UGT y CCOO, la patronal CEOE y el Gobierno firmábamos el Acuerdo Nacional de Empleo, cuyas negociaciones se iniciaron en la reunión que el 20 de marzo mantuvimos en La Moncloa Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del Gobierno, Carlos Ferrer Salat, presidente de la CEOE, Nicolás Redondo, secretario general de UGT y yo como secretario general de CCOO. El ANE establecía un compromiso del Gobierno por el que el paro no aumentaría al finalizar el año y para lo que habría que crear 350 000 nuevos puestos de trabajo. Los aumentos salariales estarían en 1982 entre el 9 y el 11 por ciento. Se ampliaría la cobertura de desempleo, las prestaciones médico-farmacéuticas incluirían a los parados. Se pondrían en marcha una serie de medidas de fomento del empleo, de consolidación sindical, etcétera.
Una vez más los trabajadores tuvimos que movilizarnos convocados conjuntamente por UGT y CCOO, para exigir el cumplimiento del ANE a los pocos meses de su firma. El Gobierno incumplía lo pactado y la CEOE obstaculizaba el acuerdo abandonando incluso la comisión de seguimiento. En diciembre de 1981 centenares de miles de trabajadores volvieron a salir a la calle sintiéndose engañados por el Gobierno. Finalmente el ANE se vio distorsionado por la convocatoria de elecciones el 28 de octubre de 1982. De todas formas, mientras la población activa descendió de enero de 1980 a junio de 1981 en 564 300, desde junio de 1981 hasta diciembre de 1982 solo descendió en 80 000 empleos.
Lo referente a la cobertura del desempleo se cumplió tras múltiples dificultades, pero no se evitaron los muy negativos efectos de la Ley Básica de Empleo. Tuvo elementos de fortalecimiento sindical: presencia institucional, subvenciones y cierto desbloqueo del patrimonio sindical. Fue importante el papel de la comisión de seguimiento como caja de resonancia de las denuncias de los sindicatos. Pero Comisiones Obreras consideró inaceptable el balance final del ANE.
Cuando se veía llegar la convocatoria de nuevas elecciones parlamentarias, UGT preparaba el programa económico con el PSOE, en lo que fue una luna de miel que duraría hasta casi 1988. Como había anunciado, dimití del comité ejecutivo del PCE, pero permanecí de todas formas en el Comité Central. La victoria del PSOE y el descenso del PCE en las elecciones al Parlamento andaluz, transformaron completamente el panorama político y el panorama sindical. El PSOE abrió su abanico a derechas y a izquierdas para recoger todo el voto decepcionado del PCE y todo el voto del centro perdido por las peleas de UCD. Tanto el PSOE como UGT dedicaron todos sus recursos y todos sus militantes a las elecciones generales, que estaban cerca, y a las sindicales que se estaban celebrando. UGT empezó por utilizar el éxito del PSOE, y en ese abrir el abanico acentuó su moderación y sus lemas pasaron a ser «Vota UGT, sindicato socialista», «UGT es el voto útil», frente a la imagen que descaradamente impulsaron de CCOO como un sindicato con problemas internos. Felipe no quería una política sindical crispada de cara a las elecciones generales del otoño, y así se lo dijo a los líderes de las federaciones de UGT, con los que mantuvo una reunión.
De una manera dura UGT rompió otra vez la unidad con un comunicado el 17 de junio de 1982, en el que trataba de presentar mi dimisión del Parlamento como un enfrentamiento con Carrillo eludiendo lo que eso significaba de reforzamiento de CCOO. Ocultaban, por una parte, mis declaraciones al ser elegido por primera vez al Parlamento en 1977, en las que dije que cuando se hicieran las leyes más importantes para los trabajadores dimitiría. Algo que reafirmé en 1979 y en 1980, cuando se elaboró el Estatuto del Trabajador. En su comunicado del 17, afirma la UGT:
Estamos asistiendo a una batalla política entre comunistas dentro de CCOO. Llama poderosamente la atención que el secretario general de CCOO no haya planteado ante la ejecutiva ampliada de su organización las razones de su propia dimisión del PCE. La sustracción de dicho tema indica, más que un signo de independencia sindical, el intento de evitar que trascienda a la luz pública la profunda división entre las distintas corrientes del PCE en el seno del secretariado de CCOO.
Se trataba de aprovechar el voto PSOE, mostrar que es un voto útil porque va a gobernar, pero necesitaba además presentar unas CCOO rotas por las luchas entre los comunistas y para ello qué otra cosa mejor que presentar mi salida del ejecutivo del PCE, no como la continuación de la dimisión iniciada en el Parlamento, que reforzaba la independencia de CCOO, sino como la división de los comunistas. Las diferencias mías con Carrillo eran ya viejas y conocidas, pero bien es sabido que mis discrepancias no sirvieron nunca para generar división ni en el PCE ni en Comisiones. No se trata de negar que esas tensiones no nos crearan problemas en el interior de CCOO, que aunque actúan y actuaron con plena independencia, no se pueden a veces desdoblar o anular repercusiones de tensiones fuera de la confederación.
En realidad el debate no estaba en Comisiones Obreras, el debate estaba en lo que haría el Partido Socialista, con el apoyo de UGT, cuando estuviera en el Gobierno. En cuatro artículos publicados en diferentes medios, en 1982 y 1983, planteé esa cuestión. En el primero, publicado el 18 de noviembre, abordaba la cuestión de «El cambio posible y el cambio necesario». El segundo, que publicaron el 13 de febrero de 1982 una quincena de periódicos regionales o provinciales, trataba de los «Aliados posibles y aliados necesarios». El tercero apareció, el 3 de octubre de 1983, en un semanario del PSOE, Magazin Actual, y se titulaba «Constataciones de un sindicalista, al acercarnos al año del gobierno» y el cuarto, cuando se nos acusa por el Gobierno de que nos endurecemos, de nuevo en El País el 12 de octubre de 1983, aparecía como «Comisiones no se endurece: se ablanda el Gobierno». Estos cuatro artículos reflejaron la evolución de los acontecimientos, con un Gobierno socialista que no llevó adelante el cambio que prometió.
Nadie negaba que partíamos de una transición larga y difícil, con un complot permanente contra la libertad, un paro heredado de un dieciséis por ciento, con la casi bancarrota del sistema financiero y con un Gobierno, el de UCD, asentado en la debilidad. Por eso, el 28 de octubre de 1982, el pueblo español votó el cambio. La segunda gran esperanza podía terminar como una segunda gran desilusión.
Estaba claro que el poder fáctico, el poder real, seguía en las manos del aparato del Estado, de la gran banca y de la Iglesia, y con estos sectores no hay alternancia fácil. Cualquier democratización que afectara a esos poderes reduciendo sus privilegios, encontraría —como la historia nos demuestra— su oposición más enérgica. Pero con el poder político y una más que amplia mayoría se podían realizar muchos cambios, entre otros democratizar las relaciones laborales dentro de las empresas y vencer las resistencias de la patronal. El riesgo estaba en que ante las dificultades puestas por los poderes fácticos el PSOE se olvidara de sus promesas y de su programa. Si eso ocurría, en lugar de alcanzar el cambio necesario, nos quedaríamos en el cambio posible, es decir, lo que dejaran hacer los poderes fácticos En uno de aquellos artículos decía:
La Confederación Sindical de CCOO no quiere ser notario del fracaso de la gran esperanza de cambio que se abre después de cuarenta años. Sería una mezquindad nacional, indigna de CCOO, sería una mediocridad política y económica, social y sindical, la de apostar por el desgaste. La altura de la obra histórica a emprender nos exige un apoyo sin reservas, aunque consideremos el programa electoral del PSOE insuficiente para hacer frente a la crisis y al paro.
A pesar de ello cualquier partido debe saber que un sindicato de clase y democrático no puede en ningún caso ni fundirse ni confundirse con el aparato de un Gobierno. Este sindicato siempre debe dar su apoyo a cualquier paso adelante, pero desde la independencia sindical. Las diferencias, grandes o pequeñas, pueden surgir con cualquier formación.
Nicolás Redondo señaló a finales de 1982 que UGT no aceptaría debate alguno sobre la política de empleo presentada en el programa electoral del PSOE, que la central socialista elaboró con el Partido Socialista, apoyaba y asumía. El mismo día, en El País, José María Aguirre, presidente de Banesto decía: «Si la interpretación que yo doy al cuadro macroeconómico que presenta Felipe González es acertada, opino que no hay ningún cambio y que todo va a seguir como en los últimos tiempos».
Comenzamos 1983 con una entrevista con el presidente Felipe González. Fue una primera toma de contacto cordial pero nada nos concretó sobre cómo y en qué plazos pensaba cumplir el programa electoral. Nosotros le planteamos nuestros temores respecto a la política económica anunciada por Miguel Boyer; los primeros nombramientos de su equipo, seguidores de Claudio Boada, el grupo del INI, el propio Mariano Rubio, no eran signos esperanzadores para el cambio económico esperado. Las dificultades en la negociación de los convenios en empresas públicas y entre los funcionarios eran iguales o mayores que con anteriores gobiernos, y así se lo planteamos.
La lucha contra el paro exigía un plan de solidaridad de clase y nacional, el control democrático del sistema financiero, y además hacer que la democracia penetrara en los centros de trabajo. También se lo dijimos, y aunque Felipe González escuchaba mi intervención, en realidad nuestras propuestas estaban muy alejadas de sus propósitos. Ellos andaban confiados en la locomotora americana que iba a tirar de nuestra economía, en realidad se estaban preparando para llevar adelante una política de ajuste duro y reconversión salvaje, que sabían que iba a aumentar sensiblemente el paro. No contemplaban una salida solidaria de la crisis.
También le planteamos cómo se estaba primando el tratamiento a UGT desde televisión. La entrevista de Ernest Lluch, ministro de Sanidad, con Redondo un día antes de las elecciones sindicales en la Seguridad Social, fue un escándalo. El telegrama del IMAC central a los IMAC provinciales planteando que se computaran solo las elecciones celebradas desde el 15 de marzo hasta el 31 de diciembre de 1982, era otra grave discriminación. Le recordamos que el Consejo de Estado había enviado al Gobierno, el día 11 de noviembre anterior, un dictamen sobre la necesidad de hacer el cómputo de las elecciones sindicales desde el 1 de enero de 1982 hasta el 31 de diciembre de 1982, y que, sin embargo, ni el Gobierno anterior ni este habían tomado ninguna decisión concreta. Esto significaba reducir el porcentaje de CCOO, que en los tres primeros meses del año llevaba fuerte distancia a UGT. Así se lo planteé a Felipe González, intentando recobrar el hilo después de cada una de sus interrupciones.
Muchas personas tienen una imagen de Felipe que corresponde a la que se da en televisión; sin embargo, este hombre en las conversaciones que yo he tenido con él, no las informales cuando hemos coincidido en algunas recepciones, sino cuando íbamos a discutir y debatir asuntos a negociar, siempre intentaba rodear de un clima informal y populachero la discusión. Sus interrupciones eran muy frecuentes e intentaba pasar por encima de los desacuerdos con algo así como una palmadita en la espalda, y cuando la discusión se tomaba difícil siempre salía con un gesto autoritario.
De aquel encuentro no sacamos nada concreto, solo buenas palabras de las que esperábamos hechos que no llegaron. De nuevo, con un Gobierno socialista, perdimos la confianza y también de nuevo asumimos que nada se nos iba a regalar y que habría que conquistarlo.
Ese año negociamos con la decisión firme de UGT de llegar solo a un acuerdo interconfederal. Una negociación que quedaba limitada ya que, según sus dirigentes, «UGT no admitirá un nuevo ANE, ni la negociación del programa laboral del PSOE, la jornada, la jubilación, las vacaciones, la presencia de los sindicatos en la empresa, la cobertura de los parados…». Como puede observarse, poca cosa más que los salarios quedaban para negociar en conjunto por CCOO y UGT con los empresarios. Finalmente, el 5 de febrero de 1983, CCOO, UGT y la CEOE firmamos, después de un debate de decenas de miles de delegados, el Acuerdo Interconfederal.
A los cien días de gobierno, Felipe González dijo que no había que poner trabas para que los empresarios se atrevieran a «contratar», y para ello había que flexibilizar la contratación. Unos meses antes, Manuel Chaves, en Cambio 16 del 7 de junio de 1982, cuando era de la ejecutiva de la UGT, refiriéndose a Calvo Sotelo dijo: «El Gobierno tiende a la flexibilización de plantillas, sustituyendo a los trabajadores fijos por temporales. La aplicación de decretos en este sentido supondría que, en pocos años, no habría contratos indefinidos. Además pueden afectar sensiblemente a la afiliación sindical y a los cuadros sindicales, que pueden verse marginados».
Chaves, ya ministro de Trabajo, se olvidó de estas palabras cuando impulsó la flexibilización de la contratación defendida por Felipe. Siete años más tarde el treinta y cinco por ciento de los empleos son precarios gracias a las dieciséis modalidades de contratación temporal que crearon.
Por primera vez, el 11 de abril de 1983, el Rey recibió a una delegación de la Confederación Sindical de CCOO, entre la que me encontraba, y a otra de UGT. En la de CCOO íbamos los compañeros de la comisión ejecutiva, miembros del secretariado. A los siete años de la muerte del dictador, éramos recibidos por el Jefe del Estado, lo que sin duda era una señal de cambio. Los partidos políticos habían pasado ya en varias ocasiones por La Zarzuela. Los sindicatos seguíamos siendo los parientes pobres de la democracia y se constataba a veces hasta en los más mínimos actos de protocolo. El Rey nos dijo que las puertas del palacio de La Zarzuela estaban abiertas para los sindicatos españoles. El encuentro fue muy cordial y abierto. No descubro nada a nadie si también afirmo que el Rey es una persona abierta y bien informada. Hablamos del paro, de la crisis financiera y política que sufre el país y de la necesidad de hacer un esfuerzo solidario para superar esta situación. Le expresamos nuestro apoyo por lo que había hecho y estaba haciendo por la convivencia y por las libertades en nuestro país. Unos meses más tarde, firmado por el Rey y por el ministro de Justicia me concedieron la Gran Cruz del Mérito Civil.
Personalmente ya le había saludado varias veces en recepciones oficiales, y este viejo republicano que soy, reconoce y valora su aportación a la democracia, incluso su sencillez y la de la reina. Más de una vez hemos comentado Josefina y yo, que en ocasiones asistíamos juntos a algunas recepciones, de protocolo, la sencillez de los reyes comparándola con la actitud de otros reyes o la de presidentes como Giscar d’Estaing y su esposa, a los que conocimos en estas recepciones. Para muchas de aquellas personalidades de la aristocracia o del mundo de las finanzas vernos a Josefina y a mí en aquellos actos constituía una sorpresa. La distancia entre unos y otros era considerable. No solo por las ideas sino por la vida de opulencia de ellos y la más bien ajustada nuestra. Los impresionantes modelos que lucían aquellas damas de sociedad contrastaban siempre con los sencillos vestidos de Josefina. Sin embargo, ella siempre atrajo el respeto de muchos de aquellos que nos miraban con cierta curiosidad.
Con la subida al poder del PSOE, la dirección de UGT cambió aún más su actitud hacia nosotros. El Primero de Mayo se negó, por primera vez, a acudir conjuntamente a la manifestación. Era el primer Gobierno de izquierdas y no íbamos juntos. Nosotros nos preguntábamos si es que ya a los sindicatos nos les quedaba nada por reivindicar. Parecía como si aquella fecha hubiera perdido el contenido reivindicativo y ahora se tratara solo de «festejar» en la Casa de Campo, con buenas palabras y verbenas. Trescientos mil trabajadores se manifestaron en Madrid y centenares de miles más lo hicieron en toda España, a pesar de que el peso de la convocatoria cayó sobre Comisiones en solitario.
Estaba claro que en importantes estamentos de UGT se quería forzar una política sindical que supusiera una relación privilegiada y excluyente de ese sindicato con el Gobierno del PSOE y, por tanto, una marginación de la Confederación Sindical de CCOO de los niveles de diálogo y entendimiento con el Ejecutivo. Todos entendieron el Primero de Mayo, después de las elecciones y con el Gobierno del PSOE, como un pulso o un test. En Diario 16 Nicolás Redondo decía:
Marcelino Camacho ha llamado a todo el mundo del PSOE para presionarnos y conseguir que cambiásemos de opinión porque de lo contrario las críticas se iban a radicalizar mucho más. ¿Cuál es la razón? Pues que ellos están más preocupados que nosotros. Antes sus problemas internos quedaban tapados con nosotros, pero ahora sus contradicciones saldrán a la luz en la manifestación. Y vamos a ver qué pasa con su poder de convocatoria. Nuestra decisión a nivel confederal ha sido la de levantar la voz y decirles que hasta aquí hemos llegado.
Todos los medios de comunicación reconocieron que CCOO superó con mucho el nivel de convocatoria de UGT a pesar de que contaron con la presencia del nuevo Presidente del Gobierno.
El 6 de abril de 1984, nos reunimos con Galeote, Chaves y Múgica en un encuentro formal con la dirección del PSOE. Discutimos las cuestiones que nos enfrentaban, sin llegar a ningún acuerdo; el propio tono de aquella reunión reflejaba las diferencias, porque la frialdad y la distancia presidieron aquel encuentro. Nosotros exponíamos nuestras posiciones y ellos hacían su propio discurso, sin ninguna voluntad de acercamiento y, mucho menos, de formular vías de negociación.
Galeote comenzó diciendo que tenían un especial interés en verse con nosotros porque las relaciones no habían sido buenas y que las diferencias sobre los temas económicos eran mayores ahora que con anteriores gobiernos. Su argumentación se centraba en que a la derecha la tratábamos mejor. Sin duda él no recordaba las duras batallas que habíamos mantenido con la derecha franquista y no franquista. Le respondí que dieciséis meses después de ganar las elecciones, lo esencial de su propio programa, el del PSOE, en relación con los trabajadores no se había cumplido. Solo sacaron adelante la reducción de la jornada a cuarenta horas, y con un buen retraso respecto a lo prometido, y algunas otras pequeñas cosas.
Se había acentuado el rearme y la atlantización, con el proyecto FACA y el proyectil Roland. En 1983 aumentaron los parados en cerca de trescientos mil, más del veinte por ciento de la población activa estaba en paro, en lugar de los 800 000 puestos de trabajo prometidos. Además se había generalizado la contratación temporal. La reconversión salvaje que estaban practicando tenía como consecuencia más paro y una continua desindustrialización, ya que no existían planes serios de reindustrialización. Pero una de las claves estaba en que no se negociaba, se hablaba desde la prepotencia y la arrogancia.
El día 26 de ese mismo mes, Felipe González, ante la patronal de Madrid, y lo repitió al día siguiente ante periodistas de información laboral, dijo aquello de que «el sistema capitalista es el menos malo de todos los conocidos y el que mejor funciona». Palabras acogidas con gran regocijo entre los empresarios, pero muy mal medidas si se hubiera pensado en los sindicatos y en la izquierda en general.
El 26 de julio de 1984 nos volvimos a reunir con el Presidente del Gobierno, una nueva reunión que vino a ratificar las diferencias con un Gobierno que mató sus promesas y quería que asistiéramos a su entierro, como le dije literalmente. El Gobierno del PSOE había abandonado su programa electoral, igualmente fracasaba la política económica aplicada y solo pensaba en sucederse a sí mismo. Había estimulado la desintegración primero de UCD, después del PCE, y aún trataba de dividir y enfrentar al resto de las formaciones políticas y sindicales. La cúpula dirigente del PSOE, su «oligocargocracia», al no aplicar su alternativa de cambio, se orientó a mantenerse en el poder e impedir la alternancia.
No querían el bipartidismo, sino el hegemonismo felipista, un nuevo PRI (Partido Revolucionario Institucional, mexicano) a la española. Un serio peligro para la democracia y para la honestidad, porque de ese modelo político a la corrupción no hay más que un paso. Este planteamiento lo manifesté muchas veces en reuniones y en actos como el Primero de Mayo, aunque a muchos compañeros les costaba asumir que esto fuera así. Tardamos en comprender, sobre todo en el PCE, pero también en Comisiones Obreras esta realidad, que iba camino de concentrar todo el poder no ya en un partido, el PSOE, sino en unos cargos cuyo vértice era el propio Felipe. Como acuñaron los mexicanos del PRI y repetía aquí Guerra, «el que se mueva no sale en la foto».
Los únicos que parecían moverse con facilidad eran los sectores parasitarios y especuladores del gran capital, donde esta «cargocracia» del PSOE tenía mucho interés en poner a sus propios hombres. Una teoría según la cual desde el Gobierno se podía controlar toda la sociedad, no solo partidos políticos, fomentando su debilidad, sino también sindicatos e incluso los resortes fundamentales del aparato financiero, el mundo de la gran banca en el que también introducían a sus hombres abriéndoles las puertas a los consejos de administración. Como consecuencia de este rodillo totalizante de la «oligocargocracia», inevitablemente se caminaba hacia la corrupción, que en algún momento se destaparía.
Me costó no pocas discusiones con compañeros, incluido el propio Gerardo Iglesias, porque quizá pensaban que exageraba mis posiciones, pero la realidad al cabo de pocos años confirmaba mi tesis. Y los casos Juan Guerra y otros aparecieron también en las filas del PSOE, porque en la derecha ya eran conocidos en este y otros períodos históricos. En CCOO, Julián y su grupo nunca comprendieron o no quisieron comprender que si bien el PSOE procedía del área de la izquierda, hoy estaba realizando una política de derechas; solo había que atenerse a su política económica y social. Mientras el felipismo haga la política económica de la derecha, no será posible reconstruir el viejo espectro de la izquierda; desarrollar Izquierda Unida era y es fundamental para cualquier giro interno del propio PSOE.
En 1985 ingresamos en la CEE. La negociación que se llevó a cabo no fue buena porque allí contaron muy poco los intereses de los trabajadores y mucho los del gran capital. Además el PSOE aprovechó aquella circunstancia para consolidarse electoralmente, aunque ese aspecto era entre todos el que menos importancia tenía. Detrás de aquel ingreso se fraguó el atlantismo español que los EE UU perseguían con fuertes presiones. El gran cambiazo que dio el PSOE en su posición sobre la OTAN clarificó mucho las características de los socialistas que manejaban el Gobierno. Aquel referéndum fue uno de los mayores fraudes de la historia y también un ejemplo de cómo se puede manipular a la opinión pública. El Gobierno no se planteó transformar la sociedad como decía en su programa electoral, sino simplemente gestionarla. Su incapacidad de movilización social le ha llevado a apoyarse en los poderes fácticos nacionales e internacionales. Nuestra incorporación a la OTAN ha sido seguramente el acto con menos perspectiva de futuro realizado a nivel internacional. Precisamente cuando la guerra fría acababa, cuando todo indicaba ya los cambios que se producirían y la más que probable desaparición de los bloques militares, nosotros, siguiendo el sueño belicista de la «guerra de las galaxias» diseñado por Reagan, nos encaminamos a una política de rearme, gastando un dinero que no teníamos y sacándolo de otros lugares donde hacía más falta, como las prestaciones sociales, donde poco o casi nada se ha avanzado. Para ello no hay más que darse una vuelta por los hospitales de la Seguridad Social y ver lo escasos que están de presupuestos. Todo ello sin hablar de los bajos salarios y del paro.
En el secretariado de CCOO defendí una resolución —que propuse y aprobamos—, a diferencia de lo realizado por el grupo comunista en el Parlamento, diciendo que se debía haber defendido más y mejor nuestra industria, nuestra agricultura y nuestra ganadería antes de ingresar en la CEE, que quedaban en una situación delicada. Entrar en la CEE sí, que entre la CEE en nosotros no. Afirmé que nuestra balanza comercial, y en consecuencia la de pagos, se resentiría por aquella mala negociación. En 1985, antes de ingresar en la CEE, teníamos un superávit en la balanza comercial de 290 000 millones de pesetas, y a finales de 1988 tuvimos un déficit de 900 000 millones. Es decir, los productos europeos nos invadían y nosotros no teníamos capacidad de aumentar nuestras exportaciones. Total, nuestro ahorro se iba para Europa en lugar de invertirse aquí. Algo que sigue sucediendo hoy a pesar de que los altos tipos de interés atraigan capitales extranjeros y se viva una irreal euforia económica, que podría terminar en un momento, cuando ese capital encuentre mejores ofertas que no puedan ser mejoradas por el Banco de España.
La huelga general del 29 de junio, contra los recortes de pensiones y la degradación de la Seguridad Social, fue precedida de la Asamblea Nacional de Delegados y Comités de Empresa que celebramos el 24 de mayo en la Plaza Mayor de Madrid. El objetivo, explicaba en este acto en nombre de la comisión ejecutiva, era preparar bien la huelga de veinticuatro horas, ya que UGT, aunque criticaba las medidas del Gobierno, decidió no secundarla.
De nuevo UGT y CCOO volvieron a caminar juntas, aunque no revueltas. Hicimos una importante manifestación conjunta, el 4 de junio, en la que aparecíamos con dos cabeceras. En una iba la dirección de UGT con Nicolás Redondo en cabeza, y dos metros detrás otra en la que íbamos la dirección de CCOO. Aquí ya iniciaba UGT un ligero despegue del Gobierno. Hicimos esfuerzos por hacer una sola cabecera, pero tropezamos con el no de los compañeros de UGT. El recorrido fue de Estrecho a Cuatro Caminos.
Es aquí donde, por primera vez de una manera neta, salen a la calle los compañeros de UGT para protestar contra la política antisocial e insolidaria del Gobierno que habían apoyado, votado e incluso elaborado con él su programa económico social.
El referéndum sobre la OTAN del 14 de marzo, las elecciones generales del 22 de junio y las elecciones sindicales en los últimos meses hicieron de 1986 un año repleto de actividad. Me tocó recorrer por tres veces toda la geografía del Estado explicando por qué debíamos votar «NO a la permanencia en la OTAN», porqué votar a Izquierda Unida en las elecciones generales y a Comisiones en las elecciones sindicales. En medio de esta actividad intensísima, el 18 de mayo participé en Madrid, con dirigentes políticos, sociales, artistas, en la carrera contra el hambre y la miseria que organizó Unicef. Por supuesto no llegué de los primeros, pero logré terminar el recorrido que empezaba en Chamberí y terminaba en el Ayuntamiento de Madrid. La carrera la encabezó un campeón mundial, el sudanés Omar Khalifa. A mi lado corrían y en algunos momentos paseaban María Cuadra, Paco Valladares, Nadiuska, Emiliano Rodríguez y otros muchos.
Para aquellas elecciones sindicales, el PSOE y la UGT pusieron todos los mecanismos en marcha para alcanzar una hegemonía total. Concedieron 4144 millones de pesetas, como pago del patrimonio histórico a UGT, solo unos días antes del comienzo de las elecciones. Fernández Marugán y Paulino Barrabés, el 27 de septiembre de 1986, se reunieron con cuatrocientos alcaldes y concejales del PSOE para planificar estas elecciones. «El PSOE no puede tener la responsabilidad absoluta de gobernar [decía Marugán] si no tiene la apoyatura social que la UGT le puede dar».
La política antidemocrática, totalizante del Gobierno, necesita una UGT domesticada, hegemónica, antiunitaria, no independiente. Comisiones obtuvo más votos pero menos delegados, aunque el dominio de la acción sindical nos seguía perteneciendo al ganar en las grandes empresas. Estos resultados tenían mucho más valor ya que habían hecho todo lo posible por acabar con el sindicalismo de CCOO y habían fracasado: desde movilizar aparatos y recursos económicos hasta una normativa-reglamentación electoral concebida para facilitar el fraude en las empresas de menos de cincuenta trabajadores, donde los sindicatos no teníamos organización. Incluso redujeron la elección de miles de delegados en empresas públicas y semipúblicas, pensando quizá que eso les beneficiaría. Se eligieron ochocientos delegados menos en Renfe, así como centenares menos en Telefónica, Aviación Civil y otras. No permitieron hacerlas en el Insalud, donde en 1982 teníamos una mayoría neta. Tampoco se pudieron contabilizar los votos de otros centros porque las elecciones se habían hecho fuera del plazo marcado por ellos. Aunque el hecho fundamental era que la ley exige doscientos votos por cada delegado en algunas grandes empresas y solo seis votos en las pequeñas. En septiembre ya decíamos que en estas pequeñísimas empresas, el «pucherazo» estaría a la orden del día; lo pudimos reducir, pero no evitar, lo que nos llevó a hacer cinco mil denuncias ante los tribunales.
Con estas elecciones tampoco pudieron reducir la presencia de CCOO. Quedó perfectamente claro que el panorama sindical no variaba en lo fundamental, y a partir de entonces los sueños hegemónicos se dispararon. En cuatro años de Gobierno del PSOE —que no socialista— nuestro país, lejos del cambio prometido, era cada vez más el paraíso de los especuladores de dentro y de fuera. La coincidencia de ambas situaciones nos llevó, a partir de la negociación de los convenios de 1987, a avanzar en la unidad de acción.
El 10 de septiembre, después de dos años sin reunimos, nos volvimos a ver Nicolás Redondo y yo. Estuvimos dos horas y media analizando la situación. Después de un intercambio de cartas UGT nos propuso formar un frente común contra la patronal, a lo que contestamos positivamente pero si se extendía a la política económica del Gobierno, que era la misma.
La comisión ejecutiva había acordado casi unánimemente proponer al Consejo Confederal del 17 de marzo una huelga de veinticuatro horas y me encargó presentar la propuesta. Esta fue rechazada por setenta y dos votos contra setenta y uno. La propuesta que obtuvo la mayoría fue hecha por José Luis López Bulla, de las Comisiones Obreras de Cataluña, apoyada por Ariza y su grupo, más la Corriente Autogestionaria. Consistía en un conjunto de movilizaciones y medidas, pero descartando la huelga general. De aquella reunión salió un llamamiento a UGT para proponerle una movilización general y la asunción por ambos sindicatos de un conjunto de reivindicaciones en una plataforma común. En cierta medida los catorce puntos que proponíamos como programa reivindicativo y la huelga de veinticuatro horas que se rechazó fue, en lo esencial, lo que se recogió en la Propuesta Sindical Prioritaria y sus veinte puntos, después de la gran huelga general del 14-D.
El 28 de mayo de 1987 me entrevisté de nuevo con Felipe González. Tres días antes se lo habíamos pedido por carta. Las cosas cambiaban en lo esencial tan poco que el mensaje que le llevé podría ser el mismo que en las primeras entrevistas. Repetíamos aquello de que los sindicatos dejemos de ser los parientes pobres de la transición y del cambio de política económica. En torno a cinco ejes se desarrolló la discusión, además de la negociación colectiva —que tenía fuertes dificultades en Hunosa, CASA, INH, Juntas de Obras del Puerto, Aeropuertos Nacionales y Personal Laboral de la Administración— y la reconversión. Planteamos la creación de empleo, la mejora de las rentas salariales, el aumento de la protección social, un mayor poder sindical, la situación de los trabajadores españoles en la CEE y la necesidad de reforzar el contenido social.
La entrevista duró más de dos horas y media y Felipe utilizó el conocido argumento de las «cuentas del Reino». «Este es el dinero que hay», decía, y con ello defendía esa política económica neoliberal, que inició con Boyer y continuaría con Solchaga. Fue un mano a mano largo, a veces tenso, en el que por mi parte, con datos, le demostraba que cambiando la política económica —incluso con su programa del 82 que había abandonado— era posible avanzar en una política económica más racional, más nacional y más progresista. Le indicaba que los gastos militares se habían disparado, con programas especiales, y que si fuéramos capaces de tener pleno empleo, conseguiríamos crear una riqueza de 7,5 billones de pesetas cada año, resultante de multiplicar los tres millones de parados existentes por la media de riqueza que con tecnología baja crea cada trabajador, que es de 2 500 000 pesetas. Ningún acuerdo concreto salió de aquella reunión salvo el ponernos al habla con los ministros respectivos.
La impresión que yo saqué de aquella reunión fue negativa, no solo en lo político sino en lo humano, algo que nunca había contado antes.
Es verdad que aunque la reunión fue tensa siempre estuvo dentro del marco de atención y respeto por ambas partes. Cierto también que el Presidente trataba de que psicológicamente me sintiera cómodo, de no crear más distancias, pero observaba también que había un cierto aire de populismo y no por tutearnos, cosa que hacíamos desde siempre, sino por otros gestos.
En el curso de la entrevista me llamó mucho la atención que, en un momento dado, me señalara que si cinco o seis mil personas influyentes nos pusiéramos de acuerdo, podríamos hacer el programa que nos pareciera. Algo que, aunque dicho relajadamente, yo interpretaba como un cierto menosprecio hacia las formas democráticas y hacia el pueblo. Algo así como que los «jefes», los «listos» podríamos decidir, con cierta habilidad, no importa qué cosa. Otra cuestión que me preocupó fue cuando me dijo que le llamara cuando creyera conveniente y fuera necesario, cosa que me pareció bien. Pero inmediatamente agregó que nunca debe hacerse a iniciativa del jefe del Gobierno. A él le solicitan entrevistas y él no llama porque rebaja el rango o la autoridad que representa. Fue entonces cuando comprendí por qué habiéndonos invitado el 30 de abril, durante una de sus apariciones en televisión, Javier Solana dijo que CCOO no habíamos escrito pidiendo esa entrevista. Suponíamos que alguien de su gabinete llamaría por teléfono o pasaría un telefax. Error por nuestra parte, ya que «el jefe del Gobierno no pide entrevistas, se las piden a él». Guardando el respeto debido a la persona y a lo que cada uno representa, pide una entrevista aquel que lo necesita en un momento dado, sin necesidad de que eso rebaje ningún rango a nadie. La última vez que me entrevisté con Felipe fue el 16 de julio, esta vez en una reunión tripartita, a la que acudimos el presidente de la CEOE, José María Cuevas, el secretario general de la UGT, Nicolás Redondo, y yo como secretario general de CCOO.
El paréntesis histórico de enfrentamientos entre UGT y CCOO por la hegemonía sindical, se cerró en 1987. Doce años y las elecciones sindicales de 1986 crearon una correlación de fuerzas un tanto estable y unos sindicatos cada vez más conscientes de su papel de clase, al margen de todos los poderes establecidos. Los avances hacia la unidad de acción fueron a partir de entonces más rápidos. Un importante acuerdo de CCOO y UGT, con once puntos para hacer un frente común cara a la gran patronal y obligar al Gobierno a dar un giro social, se puso en marcha después de la reunión del 15 de febrero de 1988. Las comisiones ejecutivas de CCOO y UGT acordaron el 12 de noviembre una serie de movilizaciones que debían culminar en un paro general de veinticuatro horas el 14 de diciembre y con manifestaciones, el 14 en unos sitios y el 16 en Madrid. Las acciones de CCOO y UGT, a las que se adhirieron las otras centrales de clase, pretendían que el Gobierno cambiara su política económica y social y tuviera en cuenta las reivindicaciones de los trabajadores, incluida la de impedir que saliera adelante el plan de empleo juvenil, un plan del Gobierno para convertir a los jóvenes en mano de obra barata y sumisa.
Como toda la confederación, participé en una intensa campaña de asambleas y mítines. Antonio Gutiérrez y yo dirigimos una carta personal firmada por los dos a todos los trabajadores en la que exponíamos la situación y hacíamos un llamamiento a la acción del día 14. Decíamos:
Los días 14 y 16 de diciembre son la culminación de estas movilizaciones. Pero habrá que pensar en su continuidad, hasta conseguir esos cambios, hasta conseguir que el Gobierno tenga en cuenta las reivindicaciones de los trabajadores.
El paro fue no solo general, sino total, comenzando por RTVE, prensa y cerca de ocho millones de trabajadores que participaron en él. A estas cifras hay que sumar el apoyo ciudadano de sectores que van desde intelectuales y artistas hasta los futbolistas. La solidaridad de organizaciones sociales, hizo del 14 de diciembre una jornada grandiosa y democrática en la que la inmensa mayoría de la sociedad, unida a los trabajadores, exigió el cambio social. Más de un millón de personas participamos en las manifestaciones, más de seiscientas mil solo en Madrid. Organizaciones sindicales y democráticas de todo el mundo nos saludaron.
El Presidente reconoció el 14 de diciembre el éxito total. Todos afirmaban que España se paralizó de forma pacífica en la mayor huelga general de toda su historia. El 26 de diciembre se reunirían los secretarios generales de CCOO y UGT. Antonio Gutiérrez comentaba: «Da la impresión de que el Gobierno no considera suficiente apoyo la gran expresión social, la voluntad expresada el día 14 para decidirse a hacer una auténtica política más social». Nicolás Redondo añadía: «La responsabilidad del Gobierno es orientar su política hacia la solidaridad y descansar en sus aliados naturales que serán siempre las organizaciones de los trabajadores».
El 7 de febrero se celebró una nueva reunión sindicatos-Gobiemo en la que por Comisiones asistieron Agustín, Salce, Orentino, Jorge Aragón y Héctor Maravall, y por UGT Antón Saracíbar, Apolinar Rodríguez, Nieves y Castro. Por el Gobierno el ministro de Trabajo, Manuel Chaves, Álvaro Espina, José Borrell y Teófilo Serrano.
Estamos convencidos —decían nuestros compañeros— de que el Gobierno no quiere el acuerdo porque esto presupone el fortalecimiento de las organizaciones sindicales en nuestro país y también presupone el reconocimiento de errores que dieron pie a la convocatoria del 14 de diciembre.
El Gobierno se resistía a reconocer lo inevitable de negociar y aceptar la deuda social contraída con los trabajadores. Metiendo la cabeza en un agujero, como el avestruz, recurría al mensaje de que los sindicatos no podían condicionar lo decidido por las urnas. Buscó aliados en el Congreso, en el debate parlamentario del 14 y 15 de febrero, y allí encontró el apoyo de la derecha frente a las reivindicaciones planteadas por los sindicatos y los trabajadores. En ese contexto, yo insistía ante los compañeros en los órganos de dirección y en las asambleas que había que recordar la experiencia del propio Mayo francés y de las grandes luchas obreras que siguieron: a pesar de la resistencia inicial, las organizaciones sindicales francesas llegaron a acuerdos de importancia con el Gobierno y la patronal francesa en enero del 1969, en los famosos acuerdos de Grenelle. A menos de obtener una derrota total, los acuerdos no se producen al día siguiente. Se pasa por un período en el que hay que seguir presionando bajo diferentes formas, hasta que se obtiene lo que se pedía.
El 11 de julio de 1989, en una reunión conjunta de delegaciones de las comisiones ejecutivas de UGT y CCOO, se aprobó la Propuesta Sindical Prioritaria basada en veinte puntos, en los que se trata de empleo, protección social, rentas y derechos de participación de los trabajadores. Pero más allá de estos puntos importantes lo más valioso es que se pasa de acuerdos y hechos concretos, al acuerdo de unidad de acción a corto y, algo, a medio plazo que la nueva situación exige, incluyendo asuntos como la revolución científico-técnica, la internacionalización de la economía, la situación de los trabajadores en la Comunidad y el avance hacia gobiernos en esa misma escala. Son problemas de un futuro casi inmediato y sin duda en ese proceso la unidad no está garantizada.
Al comenzar 1990 se alcanzaron los primeros acuerdos entre el Gobierno, CCOO y UGT sobre la Propuesta Sindical Prioritaria, especialmente sobre la deuda social, revalorización de las pensiones contributivas, incremento de las pensiones asistenciales y la ayuda familiar; derecho a la negociación colectiva de los empleados públicos, revisión de salarios y pensiones de estos sectores si el IPC previsto es superado por la subida de precios real y, sobre todo, el poder conocer e impedir el fraude, al tener acceso a los contratos de trabajo escritos. La nueva situación creada por el 14-D y los acontecimientos posteriores, tuvo unos primeros resultados importantes.
La coincidencia en el tiempo de mi salida de secretario general y el acercamiento UGT y CCOO ha llevado a pensar que esta unidad no hubiera sido posible con anterioridad a Antonio Gutiérrez. Yo pienso que eso es una falsa apreciación. No es ese el factor que llevó a UGT a reencontrarse con su aliado natural. Más bien las condiciones económicas que vive el país y la respuesta que ha dado el Gobierno a muchas de las reivindicaciones planteadas, incluidos especialmente sus muchos incumplimientos, fueron los que hicieron posible el acercamiento. Ya en 1987, durante la negociación colectiva, ambos sindicatos sabíamos que nuestras relaciones tenían que cambiar, nosotros hacía mucho tiempo que lo pregonábamos a quien nos quisiera escuchar.
En una entrevista a Nicolás Redondo que publicó Cinco Días el 1 diciembre de 1988, trece días antes del 14-D, entre otras cosas, se decía:
—¿Estuvo usted esperando a que se retirase Marcelino Camacho para sellar la unidad de acción con Comisiones Obreras?
—No, en absoluto. Ha habido un proceso, y yo no me invento los problemas y ahora las dos organizaciones coinciden en defender una demanda social común a todos los trabajadores. Las circunstancias han provocado la unidad de acción de todos los sindicatos, no solo de UGT y CCOO; en el pacto están también ELA-STV, INTG, CNT y USO. Esto demuestra también que esta movilización no es por motivos políticos. Además los sindicatos se sienten agredidos. Lo peor que le puede ocurrir a este Gobierno es que los sindicatos lleguen a pensar que se trata de un problema de supervivencia y que el Gobierno ha hecho del debilitamiento sindical una de las cuestiones capitales de su política.
Como puede deducirse de los hechos, desde 1978, primer año que pudimos hacer legalmente la manifestación del Primero de Mayo, fuimos juntos CCOO y UGT, incluso USO, conjuntamente con Nicolás y conmigo, como secretarios generales de UGT y CCOO. Intervinieron en el acto de la Puerta de Alcalá los secretarios generales del PCE y del PSOE. Esta unidad en la manifestación continuó, cada año, hasta que el PSOE estuvo en el Gobierno en 1983 y UGT cambió de idea y decidió hacerlo en forma de fiesta y por separado. Nosotros, de todas formas, seguimos intentando cada nuevo Primero de Mayo manifestamos juntos. UGT entonces optó por buscar la hegemonía sindical para consolidar el proyecto socialista, pero tal proyecto no se cumplió con ese Gobierno y UGT cambió su opción. La unidad de acción es un proceso que se sitúa dentro de ese contexto, y depende de él más que de personas concretas, sin negar la influencia de estas.
Si del balance ahora sacáramos lo duro que fue para Comisiones Obreras superar el aislamiento a que quisieron someternos, haríamos un balance muy pobre. Hoy, cuando tanto se ha avanzado y la UGT precisamente, con Nicolás Redondo a su cabeza, acompañado de Zufiaur y los demás compañeros caminan en la vía de la autonomía con respecto al PSOE, de la unidad de acción, con nosotros y nosotros con ellos, repito, sería mezquino instalarse en la guerra fría sindical, producto de una época felizmente superada. Más bien de lo que se debe tratar, sin falsificar o adornar la historia, es de analizarla como proceso, sacar las enseñanzas que se desprenden y caminar consolidando los avances, pero yendo siempre más allá en esta época de la revolución científico-técnica, la concentración del capital y la internacionalización de la economía y de la política. La división o aislamiento sindical sería un suicidio de clase, en nuestra Europa y en nuestro mundo de hoy. Desde la cárcel, ya al comienzo de los años setenta, defendía la unidad sindical como estrategia, y el congreso sindical constituyente como medio para realizarla. Cierto que muchas cosas se han desarrollado de otra manera, lo que es simplemente normal porque nosotros solo éramos una parte, una parte importante, de esa realidad a cambiar.