Capítulo 2
Las primeras noticias de la sublevación de Franco en Marruecos nos llegaron por la radio del factor De Pablo. En la estación de La Rasa había tres factores: uno se encargaba de las mercancías en el muelle, otro de la circulación durante el día, y el tercero del turno de noche; además, estaba el jefe de estación. A nadie sorprendió aquella intentona militar porque se sabía que algo preparaban y ya lo había anunciado tanto la prensa de izquierda como Mundo Obrero, que había insistido muchas veces en el peligro de un golpe de Estado contra la República. La prensa que recibíamos, El Socialista y La Libertad, también informó del posible levantamiento. En el ambiente del país flotaba un golpe militar porque se conocía el auge del fascismo apoyado por la derecha, y además en los últimos meses se habían vivido momentos muy críticos. El discurso plagado de amenazas de Calvo Sotelo en las Cortes, el asesinato del teniente Castillo, y después del propio Calvo Sotelo por los guardias de asalto compañeros de Castillo fueron acontecimientos que elevaron la tensión y prepararon el terreno para que el general Mola acelerara la conspiración y Franco se decidiera a sublevarse.
En los primeros días pensamos que el golpe militar no podía triunfar, aunque allí en Soria lo consiguió desde el principio y La Rasa quedó dentro de esa zona.
Supimos que las tropas de Franco aprovechaban la vía del tren para tomar la provincia y que los sublevados se dirigían desde Valladolid a Ariza en un tren militar que debía pasar por La Rasa. Llamamos a Madrid y desde allí nos mandaron un telegrama de la dirección de la compañía y de los sindicatos, en el que nos pedían que hiciéramos todo lo posible para obstaculizar el avance de las tropas fascistas y defender la República. A las pocas horas del golpe, en la estación, entre los ferroviarios había muchas dudas, nervios e indecisión; se temía, ante todo, que interviniera la Guardia Civil. En La Rasa había un pequeño cuartel con cinco guardias civiles que trasladaron en un principio a El Burgo de Osma y que luego concentraron en Soria. Se temía que estas fuerzas ya concentradas pudieran venir para hacerse con el pueblo, que era conocido por su militancia de izquierdas.
Estas concentraciones de fuerza las realizaron en los primeros momentos de la sublevación. Eran conscientes de que la dispersión de sus efectivos les exponía a ser completamente inutilizados o dominados por un pueblo que se resistía al golpe militar. Por esa razón los concentraron y crearon, a partir de guardias civiles aislados, unas fuerzas de intervención que, una vez organizadas militarmente, volvieron a las mismas zonas para eliminar los pequeños focos de resistencia y reprimir a los conocidos por su militancia de izquierda. Por eso los cinco guardias que había en el cuartel de La Rasa se fueron hacia El Burgo y de allí a Soria siguiendo las órdenes que tenían.
Las horas pasaban y los trabajadores, en el despacho del telégrafo, en la estación, discutían qué hacer con las instrucciones recibidas. Intervine en aquella discusión varias veces diciendo que había llegado el momento de demostrar que éramos antifascistas, que había que defender la libertad y la República, allí y en ese momento, porque luego sería demasiado tarde. No es fácil, cualquiera se lo puede imaginar, tomar decisiones de esa clase aunque la situación te empuje a ello, porque, conociendo la ideología que predominaba en los pueblos de alrededor, sabíamos lo que se nos venía encima. Muchos falangistas no iban a dudar en lanzarse tras de nosotros en cuanto llegaran las tropas sublevadas. Yo era joven, tenía dieciocho años, era soltero y, aunque mi padre y yo teníamos que dejar la familia, no lo dudamos porque sabíamos que en casa nos darían el apoyo necesario. A los demás les ocurría lo mismo, ellos deberían marchar y las familias se quedarían.
La gente reaccionó bien, sobre todo el factor Andrés Herrera, y la decisión de cortar la vía la tomamos entre todos, aunque mi intervención y el apoyo de Andrés fueron muy importantes frente a los que vacilaban en ese instante decisivo. Ya decididos, nos preparamos para cortar la vía y salir después hacia Ariza los que quisieran escapar a Madrid. Yo no trabajaba aún en la estación, solo era un aprendiz, pero decidí seguir la misma suerte que el resto; quería ir voluntario a defender la República. Fui a mi casa a coger algunas cosas, entre ellas mi escopeta y también mi pájaro, ya que como siempre tenía uno enjaulado. Mi segunda madre y mis hermanas no dejaron que me lo llevara.
Con el capataz y los obreros de Vías y Obras fuimos a levantar los raíles sobre una alcantarilla que había a dos kilómetros. Desde la misma estación el maquinista de la 531, Francisco Urda, abrió el regulador y la máquina emprendió sola su marcha con lo que, a toda velocidad, fue a empotrarse en la alcantarilla. Cuando llegaron los fascistas tuvieron que esperar casi una semana para poder reabrir el servicio en la línea. Aquel golpe de Estado que pretendía triunfar en unas horas, a lo más unos días, se vio obstaculizado por muchas pequeñas acciones de este tipo, y lo que pensaban que duraría unos días se prolongó durante casi tres años. Aquellas acciones espontáneas se transformaron primero en milicias populares y después en un ejército regular, transformación en la que los comunistas jugamos un papel muy importante.
Con otra máquina de tren y cinco vagones nos fuimos desde La Rasa hacia Ariza, en sentido contrario al que venían los fascistas. Las mujeres nos despidieron en la estación, algunas aún sin poder creer lo que sucedía y, algo más alejada, la gente de derechas del propio pueblo se reía de nuestra fuga; queríamos llegar a Madrid, pero no lo conseguimos. Las únicas armas que teníamos eran nuestras escopetas de caza y unos cuantos cartuchos. Un banderín rojo, de los que se usan para hacer señales, abría la marcha de aquella locomotora, un banderín que colocamos como símbolo de la toma de partido que habíamos hecho. Después de algunos kilómetros, cuando pasamos por un pueblo, Morón de Almazán, un pequeño grupo de gente nos apedreó desde un puente. No tuvimos otro problema hasta llegar a Ariza, en donde a las pocas horas apareció una columna de soldados sublevados que venían de Zaragoza al mando del comandante Michino. Con la artillería que traían dispararon unos cuantos cañonazos por encima de las casas al tiempo que hacían otro tanto con las ametralladoras. En Ariza no había ninguna posibilidad de resistencia y la columna del comandante Michino ocupó el pueblo sin problemas, ya que allí no había tropa alguna. Por vía férrea no podíamos continuar, porque la tenían controlada, tanto hacia Guadalajara como hacia Valladolid, y por esa razón decidimos dispersarnos en pequeños grupos que pudieran pasar más desapercibidos y tratar de llegar a zona republicana como mejor pudiera cada uno.
Mi padre, mi primo Casiano y yo decidimos volver a La Rasa, para lo que tuvimos que andar cien kilómetros que recorrimos de noche, escondiéndonos de día en las casillas abandonadas, porque la Guardia Civil y los falangistas patrullaban las carreteras y vigilaban los puentes. En Berlanga, junto al Duero, estuvimos refugiados en una de esas casillas y allí la hermana de mi primo Casiano nos llevó comida. El río bajaba muy caudaloso ese año y no había otra forma de cruzar más que por el puente del tren, así que con la ayuda de nuestros familiares observamos las horas en las que los falangistas realizaban los relevos de la guardia y resultó que, aunque el puesto de guardia lo tenían en el puente, el relevo lo hacían en la estación, que se encontraba a menos de un kilómetro. Aprovechamos el momento en el que fueron a hacer su relevo y agazapados cruzamos el puente. De esta forma nos evitamos pasar el Duero a nado, que por allí era además bastante profundo y peligroso.
Dos días tardamos en volver, siempre siguiendo la vía, y cuando llegamos esperamos en una zona a la que sabíamos que mi tío llevaba sus corderos. Cuando apareció por allí, nos contó que los falangistas nos buscaban y que por las noches iban a la casilla porque pensaban que iríamos a dormir. Estaba claro que debíamos escondernos a ver si las cosas se calmaban y, en cualquier caso, esperar hasta conocer lo que sucedía en el resto del país. Nos alejamos unos cuatro kilómetros y nos quedamos en una pequeña colina que hay cerca de un pueblo llamado Ines, al otro lado del Duero. Construimos un pequeño escondrijo en un pinar y desde una encina, rodeada de un espeso matorral, divisábamos el pueblo. Un día la aviación republicana apareció por encima de las montañas de la sierra madrileña que se veía al fondo en el horizonte y, pasando casi sobre nosotros, descargó sus bombas en la estación. Con mi tío acordamos que, cada dos o tres días, nos dejara una cesta con comida en una viña suya, junto a una higuera. Mi primo Casiano y yo bajábamos cuando ya había anochecido, a veces a las tres de la mañana, para recoger la comida. Cruzábamos el río andando por una chorrera del Duero, en un lugar llamado la Ciñuela, y luego íbamos hasta sus tierras. Algunas noches mis primos, que iban con las ovejas, esperaban para poder hablar con nosotros y contarnos lo que pasaba por el pueblo. Supimos, a través de un pariente que era dinamitero en las canteras, que la Guardia Civil había minado el puente sobre el Duero próximo a Navapalos, para volarlo en el caso de que avanzaran las tropas republicanas. Era un puente situado a menos de dos kilómetros de donde estábamos escondidos. También supimos entonces que este pariente había enterrado a algunos muertos de aquellos que dejaban en las cunetas de las carreteras próximas al pueblo.
Un día mi tío se presentó a caballo donde estábamos escondidos y nos dijo que los franquistas y la Guardia Civil estaban dando batidas; se habían enterado de que nos escondíamos por allí e intentaban capturarnos. Tal y como se ponían las cosas, y después de llevar en el monte casi un mes siguiendo como podíamos los acontecimientos, decidimos marcharnos inmediatamente. Mi tío nos traía un trozo de jamón y una hogaza con la recomendación de que nos fuéramos cuanto antes, y al mediodía salimos, sin esperar a la noche, siempre eludiendo los pueblos. Pasamos a la izquierda de Ines y fuimos por el monte a cierta distancia de Fresno Caracena y Cobarrubias. Salimos de la provincia de Soria y atravesamos la de Segovia; pasamos cerca de un pueblo que se llama Campisálabos, donde los campesinos —era el mes de agosto— estaban segando los campos. Después de algunas dudas decidimos hablar con ellos para enterarnos de quién dominaba esa región, porque entonces las líneas de separación de ambos bandos eran muy fluidas y aún no había frentes definidos.
—Oiga, ¿han pasado tropas o gente armada por aquí? —les preguntamos.
—Ha pasado un grupo armado preguntando si había por aquí «revolucionaristas». Les dijimos que no y se fueron —nos contestó uno de ellos.
Aquel comentario fue suficiente para comprender que por allí había pasado un grupo de falangistas, porque nadie de la zona republicana utilizaría ese término de «revolucionaristas» cuando se tratara de nombrar a los franquistas, y con estas conclusiones optamos por pasar de largo sin entrar en el pueblo. No muy lejos de aquel lugar, que está muy cerca de las estribaciones de Somosierra, al lado del pico Cejón y próximo a Valverde de los Arroyos, dormimos aquella noche refugiados en un corral que había junto a un arroyuelo. Todo aquello estaba lleno de jara y grandes matorrales que nos servían para ocultarnos y caminar con tranquilidad. Era tal la espesura que, en algunos lugares, no había otros caminos que los abiertos por los jabalíes y los lobos. Estábamos rendidos y decidimos dormir en aquel corral que estaba en una hondonada. Nos pusimos turnos de guardia para que no nos sorprendieran, pero yo dormí toda la noche y no desperté hasta el amanecer, sin afectarme para nada los aullidos de los lobos que estuvieron merodeando a nuestro alrededor toda la noche y que no dejaron dormir ni a mi primo ni a mi padre. No se trataba de frialdad ante el peligro, sino de la serenidad y el carácter tranquilo que me han acompañado siempre, incluso en los momentos más difíciles.
En Valverde de los Arroyos decidimos entrar en el pueblo para comprar algunas cosas. En una tienda conseguimos unas latas de conserva y un pan de hogaza, de esos que hacían para ocho o diez días, pero el que nos vendieron estaba duro como una piedra, tanto que tuvimos que meterlo en un arroyo para que se ablandara un poco y poder comerlo. No había manera de hincarle el diente. Allí nos encontramos solo con los vecinos del pueblo, pero nos dijeron que habían pasado milicias republicanas, con lo que dedujimos que estábamos ya en nuestra zona, y entonces nos dirigimos, siempre caminando, hasta Almiluete, donde ondeaba la bandera roja en la torre de la iglesia, y la republicana en el Ayuntamiento. Unos kilómetros más allá, en otro pueblo, Tamajón, se encontraba el comandante Mármol de las milicias republicanas y, en uno de sus camiones, nos marchamos a Madrid. Tardamos escasamente dos días en llegar a Tamajón y, en esos dos días, anduvimos unos cien kilómetros, sin duda a buen paso.
Esa capacidad de hacer tantos kilómetros en una sola jornada era, en aquella época, más habitual de lo que es hoy en día. Los cazadores de entonces se hacían varios cientos de kilómetros en pocas jornadas buscando las mejores zonas para las perdices. Precisamente por eso buena parte de aquella región la conocíamos, especialmente mi padre, pero la orientación la tomamos después de comprobar la ruta que seguían los aviones de la República cuando bombardearon la estación. Aquellos aviones, algunos de fabricación francesa, vinieron desde Madrid por el pico Cejón, por eso, en nuestra marcha, siempre nos guiamos por ese pico que además, sin ser el más alto, se distinguía perfectamente en el conjunto de montañas de la sierra madrileña.
Mientras tanto, en el pueblo, los falangistas y la Guardia Civil perseguían a los que consideraban responsables del corte de la vía, buscando a los que habían regresado como nosotros y se habían escondido en sus propias casas. El Valentinejo, que trabajaba en Vías y Obras, se ocultó en una chimenea y allí estuvo los tres años de la guerra. Cuando por fin salió no sabía andar, estaba medio ciego y tuvo que entregarse a los pocos días antes de que le denunciaran los falangistas. Le juzgaron por el corte de la vía y le condenaron a doce años de prisión. Rangil, el guardagujas, también se escondió en una trampilla camuflada en su casa. Los falangistas debieron enterarse y, como hicieron siempre por Nochebuena en las casas de los que nos habíamos escapado, fueron a ver si acudía a cenar con la familia y así le detuvieron.
La estación se quedó sin ferroviarios y, cuando reanudaron la circulación de trenes, obligaron a punta de pistola a mi segunda madre, Isabel, que era la guardabarrera, a que hiciera los cambios de agujas. En las primeras semanas, conocidos derechistas de El Burgo que pertenecían a las familias pudientes, iban todos los días a La Rasa para ver si nos cogían. Amenazaban a mis hermanas y a mi segunda madre con cortarles el pelo al cero y darles aceite de ricino. A las siete de la tarde, cuando acababa su servicio mi segunda madre, las obligaban a abandonar la casilla y a dejar la llave en la estación. Tuvieron primero que ir a dormir a casa de mi tío y después sacar todos los muebles y dejar la casilla, que fue ocupada por los soldados alemanes destinados allí. Al iniciar el trabajo a las siete de la mañana, la esperaban para registrar la casa por si estábamos dentro. Mi segunda madre subía encañonada, siempre ella por delante, a la buhardilla, y de este modo registraban toda la casa.
La casilla se la quitaron cuando, en noviembre de 1936, acabó la construcción de un aeródromo que sería utilizado por la aviación alemana, por los conocidos Junkers de la Legión Cóndor. Ocuparon, además de la casilla, las casas de la Sociedad y un tren de coches-cama con dos locomotoras siempre encendidas para darles luz y calefacción. Los aviones alemanes salieron de allí para ir a Zaragoza y luego a Vitoria, desde donde partieron para bombardear Guernica. Con frecuencia mis hermanas tuvieron que escapar por las ventanas de la casilla, en la que estaban durante el día, porque los aviadores alemanes volvían borrachos y, acompañados por algunas chicas de familias de derechas que presumían de salir con los pilotos, iban a divertirse amenazando y acosando a una familia «roja».
Por aquel aeródromo pasaron escuadrillas de aviones Fiat italianos y tropas de infantería que eran trasladadas al frente de Guadalajara. También pasó por allí un grupo de prisioneros del frente de Teruel que, en un batallón de trabajos forzados similar al que años más tarde fui destinado, reconstruyeron el seminario de El Burgo. Bajaban hasta La Rasa para recoger la piedra de la antigua fábrica de azúcar, y la transportaban en carros que ellos mismos arrastraban. Mi familia pasó muchas dificultades en aquellos tres años, no solo por el acoso de los falangistas sino también por los escasos recursos económicos de que disponían. A mi segunda madre le daban solo una peseta diaria, y Vicenta y Pepita hacían gorros militares y otros trabajos de costura para poder salir adelante. Ni mi padre ni yo teníamos forma de enviarles nada; de hecho en los casi tres años de guerra no tuvimos noticias los unos de los otros.
En el pueblo, a pesar de las amenazas de los grupos de falangistas, no hubo ajustes de cuentas como en otros lugares. No sabemos lo que hubiera ocurrido si nos hubieran cogido en los primeros momentos —casi con toda seguridad nos habrían dado «el paseo»— pero es cierto que el cura, don Feliciano, intervino para que no se hicieran barbaridades. En la Rusia Chica, durante la República —tampoco antes— jamás hubo acciones o presiones a los vecinos de derechas; no había viejas rencillas y la izquierda allí nunca fue anticlerical. Eso no quiere decir que en los años de guerra no aparecieran en las cunetas cadáveres de otros pueblos y que algunos hombres no quedaran tirados sin enterrar, quién sabe si muertos, rematados o moribundos. Aquellos grupos de falangistas actuaron impunemente durante toda la guerra y también en los años que siguieron. Ya desde los primeros días supimos lo cruel que puede llegar a ser una guerra civil.
Cuando llegamos a Madrid, en agosto de 1936, nos encontramos una ciudad en pleno esfuerzo de lucha por su libertad. Se había aplastado la sublevación en el Cuartel de la Montaña, en Campamento y otros lugares, y los sectores más combativos, los jóvenes, los obreros y los estudiantes, los principales defensores de la democracia, se encontraban en los frentes, en la sierra y en las proximidades de Extremadura, más allá de Talavera, especialmente en el cerco del Alcázar de Toledo y también en la provincia de Guadalajara.
Nada más llegar nos dirigimos a casa de mis primos, Saturnino y Felisa, que vivían en la calle Amparo, en el barrio de Lavapiés. Al día siguiente fuimos a la estación de Atocha para presentarnos como ferroviarios e incorporarnos a las tareas que fueran necesarias, y allí encontré a algunos compañeros, entre ellos a Ramón Laguna Toribio. En la estación del Norte localicé también a González Moros, el que había sido grumete y responsable de la organización en Castilla la Vieja. A los dos planteé mi intención de incorporarme voluntario a las milicias populares, y los dos me aconsejaron que fuera a la Escuela de Transmisiones del Ejército que estaba en la calle de Amaniel. Mi primera idea fue ir a las milicias ferroviarias, a los trenes blindados, pero al final me incliné por la radiotelegrafía de transmisiones porque ya tenía conocimientos del telégrafo y además no había muchos milicianos que tuvieran esa formación. También vi a los camaradas del comité provincial del partido en Madrid, entonces encabezado por Francisco Antón. Ellos compartieron el mismo criterio, y así tomé la decisión de ingresar voluntario en las Milicias Republicanas solo a los pocos días de llegar a Madrid. Recuerdo que, por ser menor de edad, tuve que pedir la autorización de mi padre, que lloraba porque iba a combatir en la guerra cuando apenas tenía dieciocho años. Habían pasado solo unas semanas cuando pidieron voluntarios para ir al frente de Toledo y yo me ofrecí, ya que mis conocimientos del telégrafo me facilitaron el aprendizaje en el curso de radiotelegrafía que había seguido en esas semanas.
Nos enviaron al frente que estaba en el kilómetro siete de la carretera de Toledo a Ávila. El primer día que fuimos a la intendencia del Ejército en Toledo para recoger suministros tuvimos que ir por la que se llamaba calle Ancha, pero aquello era tan estrecho que tardamos un buen rato hasta que los camiones pudieron pasar. Por muchas de esas ciudades pasé por primera vez en tiempos de guerra o cuando me conducían preso de un campo a otro. En aquel frente estuve dos o tres semanas, hasta que Toledo cayó en manos de los franquistas en los últimos días de septiembre de 1936. Regresamos a Madrid dando la vuelta por Mora de Toledo y Aranjuez, y el 6 de noviembre me destinaron al frente que se había establecido en la capital de España, en la zona de Mataderos del barrio de Carabanchel Bajo. En la calle de Alejandro Sánchez, esquina a General Ricardos, estuve en un puesto de ametralladoras situado justo en lo que antes había sido un almacén de licores. Otro miliciano que había vivido en Francia me dio a probar allí, por primera vez, el Marie Brizard, un licor que había encontrado en los sótanos de aquel almacén abandonado.
Tuve un permiso de veinticuatro horas y fui a dormir a casa de mi prima Felisa. Por aquel entonces mi padre trabajaba en los talleres del ferrocarril de Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA) en la estación de Atocha. Cuando por la mañana salí para regresar al cuartel estaba todo aquello desconocido; la calle del Carmen y, en general, toda aquella zona estaba ardiendo a causa de los bombardeos de los Junkers alemanes. Madrid estaba totalmente movilizado, era una ciudad en guerra y ocurrían cosas como que del sector norte venían voluntarios los camaradas de la dirección del partido a fortificar con picos y palas la zona de Carabanchel Bajo; era frecuente comprobar cómo los que cavaban trincheras esperaban que cayera un compañero para cogerle el fusil y proseguir el combate. No es fácil describir el espíritu de aquellos madrileños y combatientes de otros lugares defendiendo su ciudad frente al fascismo; en muy pocas ocasiones he visto ese espíritu de lucha y de solidaridad entre tantas gentes empeñadas en un mismo objetivo: la defensa de Madrid.