Capítulo 5
Pasamos la noche en una sala de pasajeros de tercera clase, donde había instaladas unas hamacas, y por la mañana el barco entró en el puerto de Alicante. Desde la cubierta intentamos distinguir a mi padre y a mi hermana entre la gente que esperaba, siempre con las dudas de reconocerlos porque hacía catorce años que no los veía y ellos aún no conocían ni a Josefina ni a los niños. Al final los localizamos y desde la cubierta del barco, como es costumbre, los saludamos con un pañuelo. Todavía no se habían resuelto todos los problemas, y aún pensábamos que al pasar la aduana podía haber algún contratiempo; sin embargo no fue así, y después de una hora pudimos abrazarnos.
En el barco trajimos todo lo que pudimos embarcar; en una gran caja de madera embalamos la vajilla, el colchón, la radio e incluso algunas sábanas y toallas. En cuanto a dinero, todo nuestro capital ascendía a 12 000 pesetas, que era lo que pudimos ahorrar en los años que vivimos en Orán. Las dificultades que se podían presentar para la incorporación al país eran imprevisibles, y por eso habíamos decidido cargar con lo poco que teníamos.
Después de pasar un día en Alicante esperando la salida del tren, partimos hacia Madrid y, una vez allí, recogimos los enseres que habíamos facturado y estaban en la estación de Atocha. Al abrir aquella caja comprobamos que nuestros deseos se habían frustrado, porque la mayor parte de la vajilla estaba destrozada a causa del mal trato que le habían dado en el desembarco. Lo cierto es que no quedó ni un plato entero y tan solo se salvaron los cubiertos, una olla a presión y la radio, mi inseparable compañera.
Después de desembalar las cosas, que dejamos en la casa de mi prima Felisa, nos fuimos todos a La Rasa para ver a la familia. Con la excepción de la apariencia física del pueblo, todo había cambiado porque la gente no era la misma y muchos habían emigrado en busca de trabajo. La estación del ferrocarril había quedado relegada a un tercer orden ya que, al desaparecer la industria allí y en El Burgo de Osma, eran pocas las cosas que se cargaban y descargaban en sus muelles. La Rasa había sufrido ya un duro golpe en su actividad económica cuando desmantelaron la fábrica de azúcar antes de la guerra, en 1933, estando yo todavía en el pueblo. Ahora la mayoría de los habitantes trabajaban en el campo y solo un pequeño núcleo de ferroviarios permanecía en el pueblo. En la actualidad tras el cierre de la línea del ferrocarril de Valladolid-Ariza, no queda desde 1985 ningún ferroviario en La Rasa.
La familia seguía viviendo en la casilla, junto al paso a nivel, porque, aunque mi padre estaba jubilado, mi segunda madre continuaba trabajando de guardabarrera. Mi padre no pudo volver a su puesto de guardagujas porque el reúma y la artrosis se lo impedían. Por su afición a la caza había pasado muchas horas a la intemperie, y también habían agravado su enfermedad su estancia en la cárcel de Soria y el frío que allí pasó. Aquella jubilación no le supuso nunca más de setecientas pesetas al mes, y por esa razón, en esa época, trabajaba descargando vagones por lo que le quisieran pagar los días que había descarga, que no eran muchos. Ya no tenía huerto, no había caza y aquella Rusia Chica de 1930 no era la misma, porque no solo la desertización industrial, sino también el miedo, como una fina tela de araña, había cubierto el pueblo.
En La Rasa, leyendo el Heraldo de Aragón, vi un anuncio en el que pedían fresadores para la Empresa Nacional Elcano, en Manises. Inmediatamente les escribí y me contestaron a vuelta de correo ofreciéndome el billete de ida y vuelta en tren para hacer la prueba, que además me pagarían de acuerdo con los salarios oficiales de entonces. Incluso me ofrecieron una vivienda, si pasaba la prueba, ya que era uno de los principales problemas a la hora de instalarse en cualquier ciudad.
No solo La Rasa, también la España que nos encontramos era diferente de la que años atrás habíamos dejado. Después de casi catorce años se habían producido importantes cambios, incluso mi propia forma de ver los problemas, lógicamente, era distinta. Eran años en los que se iniciaba un desarrollo industrial acelerado, sobre todo en Madrid, y se vivía el final de la autarquía que mantuvo a España económica y políticamente cerrada al mundo exterior. No solo se había acabado la reconstrucción que siguió al fin de la guerra, sino que además se había hecho la acumulación de capital imprescindible para una nueva etapa de desarrollo. En 1953, a raíz de los acuerdos con EE UU, se vivió el principio de la apertura al exterior y la entrada de capital extranjero. Eso no quiere decir que antes no hubieran llegado inversiones foráneas, lo que ocurrió es que en esos años se hicieron abiertamente, al amparo de los acuerdos. En este período no solo se produjo la acumulación primitiva, casi originaria, en el desarrollo capitalista de España, sino que surgieron nuevas generaciones de obreros y trabajadores en general.
Cuando volví, Madrid ya no era una ciudad administrativa, sino una ciudad industrial, y con ello emergió una nueva clase trabajadora que empezó a entrar en liza en el país. Por razones económicas, generacionales, y por el propio desarrollo de Madrid, aparecieron nuevas condiciones de las que surgieron luchas y actividades sindicales.
En Orán tuve un amigo, Claudio Moreno, que se había refugiado también allí y que, por aquellos años, residía en París. Él me dio la dirección de su cuñado, que tenía un taller de mecánica en Madrid. Un día fui a visitarle para ver la forma de encontrar trabajo, y consultando las páginas amarillas de la guía telefónica, en «Talleres», conseguimos varios números e hicimos algunas llamadas mediante las que concreté una prueba en siete u ocho empresas. Había bastante demanda de mano de obra cualificada, y no era difícil encontrar trabajo; hice varias pruebas en talleres de Madrid y de otras provincias; me escribieron de la Empresa Nacional Elcano y de la Land Rover ofreciéndome trabajo y vivienda en Linares. En una ocasión fui a una empresa que hacía engranajes para Barreiros y cuando terminé la prueba me ofrecieron sesenta pesetas diarias. Entonces el salario de un oficial de primera era de cuarenta y tres pesetas, y les dije que con ese dinero no podía mantener a mi familia; me pagaron los días de prueba y me marché. También estuve en la Empresa Nacional de Hélices para Aeronaves, y en esta me ofrecieron también sesenta pesetas pero, esta vez, les pregunté antes de hacer la prueba y rehusé por los mismos motivos. Entonces fui a Perkins, donde hice la prueba para oficial de primera; normalmente para esta prueba exigían hacer una pieza que lleva ocho o diez horas de trabajo, un examen teórico y además otra prueba que llaman de rendimiento, que dura quince días. Terminados todos los exámenes y pruebas me ofrecieron ochenta pesetas diarias, que era casi el doble del salario que se pagaba oficialmente. Había unos puntos familiares muy altos y podía sacar de ese «subsidio familiar» casi cuatro mil pesetas, y como además se hacían dos horas extraordinarias cada día, el salario que sacaba era bastante bueno; me quedé en Perkins y empecé a trabajar. Los primeros días tuve algunas dificultades idiomáticas, ya que el oficio lo había aprendido en Orán en empresas francesas, y la terminología que utilizaba era francesa y no correspondía con la jerga del taller.
No teníamos otra opción, y nos fuimos a vivir con mi prima, Felisa del Valle, en la calle Amparo, en la misma casa donde habían vivido mis hermanas en la posguerra. Allí, en una vivienda de poco más de cuarenta metros cuadrados, nos reuníamos los cuatro de la familia y, además, mi hermana Vicenta, Felisa y su hijo, Antonio, que trabajaba de taxista por la noche. La situación era verdaderamente difícil, porque como Antonio dormía durante el día, Josefina tenía que marcharse a la calle con los niños para que no le molestaran. Iban a pasear por El Retiro o por el Jardín Botánico; y en invierno, cuando hacía mucho frío, los llevaba al cine Olimpia, en la plaza de Lavapiés.
Así transcurrieron dos años y medio y, aunque mis primos se portaron excelentemente, había momentos difíciles debido a esa convivencia tan comprimida. Buscamos una vivienda aunque fuera realquilada, o incluso un cuarto con derecho a cocina, pero a pesar de ser caro —se pagaban hasta tres mil pesetas— cuando decíamos que teníamos dos niños, se negaban a alquilarlo.
Mi hija Yenia padecía de estrabismo y tuvimos que operarla rápidamente porque con el paso del tiempo empeoraba. La operó, en el dispensario de la Cruz Roja de Tirso de Molina, un sobrino del doctor Barraquer. La operación fue muy bien, pero el oftalmólogo nos recomendó que, para una buena recuperación, debería estar en lugares donde hubiera luz natural con el objeto de que el nervio óptico se recuperara normalmente, ayudado además por unos ejercicios que debía realizar con un aparato especial.
La casa de mi prima era muy oscura y estaba en un edificio que tenía dos escaleras, una exterior y otra interior. Nosotros vivíamos en el interior, en el primer piso, y la luz eléctrica estaba puesta constantemente. Era y es una casa del Madrid antiguo, y sus ventanas daban a patios interiores e incluso tenía alguna habitación sin ventana. Aquellos patios eran tan pequeños que casi se podía dar la mano al vecino de enfrente, y al primer piso no llegaba la luz natural, ni mucho menos el sol. Los médicos nos dijeron que allí no la podíamos dejar, y que teníamos que llevarla a otro lugar en el que hubiera más claridad. Por eso empezamos a buscar vivienda ya de forma apremiante, pensando incluso en adquirirla en propiedad. La primera a la que optamos era de una promoción de Sindicatos que estaba en el barrio de Manoteras. Era de renta limitada pero, según las previsiones que tenían, tardarían al menos dos años en entregarla y no podíamos esperar tanto. Después localizamos otra vivienda de promoción privada pero protegida por el Ministerio de la Vivienda que tenía sesenta y un metros cuadrados de superficie habitable. Debíamos dar una entrada de sesenta y cinco mil pesetas y otro tanto en cinco años, el resto quedaba aplazado a treinta años con una hipoteca del Banco Oficial de Crédito a la Construcción. Estaba en lo que se llamaba Puerta Bonita, que es un barrio del distrito de Carabanchel Bajo, un barrio que estaba en plena construcción y en donde sin orden ni concierto se elevaron en aquellos años cientos de edificios, pero que comparado con el lugar donde vivíamos nos parecía el paraíso. ¡El sol entraba por las ventanas!
Entre unas cosas y otras habíamos logrado ahorrar treinta mil pesetas, y junto a otro tanto que nos prestaron unos amigos, Ricardo Segurana y sus hermanas, con quienes desde la evasión de Marruecos mantuvimos la amistad, dimos la entrada para aquel piso, en el que seguimos viviendo. Nos trasladamos el 6 de enero de 1960, el día de Reyes; había unas camionetas «piratas» que salían de Atocha; los cobradores gritaban «¡A Carabanchel, a Carabanchel!», y disputaban sus viajeros a los escasos y repletos tranvías que hacían el mismo recorrido. Sin luz eléctrica, sin haber conseguido aún la cédula de habitabilidad, nos trasladamos con solo unos colchones y una mesa, lo imprescindible para dormir en el suelo y bajo techo. Marcel y Yenia corrían por la casa porque les parecía un palacio y, además, no había nadie que les exigiera silencio a todas horas. Josefina peleaba en la cocina por encender aquel fogón de carbón que tenía que darnos el agua caliente para ducharnos, algo que hasta entonces teníamos que hacer en los baños públicos de la glorieta de Embajadores.
Aunque mi prima nos había acogido en su casa y con lo único que tenía, lo cierto es que, como ya dije, aquel espacio era tan reducido que provocaba roces inevitables. Hubo momentos en los que Josefina se planteó la vuelta a Orán si no podíamos salir de aquellas condiciones de vida. Porque en esa casa de escasos cuarenta metros, mi prima Felisa dormía en la misma cama que su hijo ocupaba por el día; Josefina y yo a duras penas podíamos pasar a un dormitorio con una cama de un metro y diez centímetros, Yenia dormía en un diminuto comedor en una cama mueble, y Vicenta y Marcel dormían en el pasillo de la entrada, uno a los pies de la otra, en una cama mueble de ochenta centímetros. Si esta era la situación por la noche, y por el día no se podía estar en la casa, era evidente que había que salir de allí. También se entiende por qué a Yenia y a Marcel la nueva casa les parecía un palacio, aunque en realidad solo tenía veinte metros cuadrados más.
Tardamos dos años y medio en cambiarnos porque no era fácil ni ahorrar dinero suficiente ni encontrar una casa de alquiler. Durante ese período toda la familia nos esforzamos por conseguir los mayores ingresos posibles. Aparte de trabajar doce horas en Perkins, hice traducciones del francés, algunas de ellas de libros técnicos para el Instituto Americano de Madrid, entre otras las de una bomba de inyección para una escuela francesa de enseñanza por correspondencia. Entre algunos de los libros de Ediciones Paraninfo se encuentran traducciones mías.
La derrota de la República, el 28 de marzo de 1939, supuso no solo la pérdida de las grandes conquistas sociales obtenidas durante el período de 1936 a 1939 en la zona republicana, sino también otras más limitadas conseguidas en épocas anteriores. Terminada la guerra, fueron disueltas las organizaciones sindicales de clase UGT y CNT, incautados sus locales, perseguidos sus militantes y la huelga considerada como delito de sedición. Fusilados o desaparecidos gran parte de los dirigentes sindicales; encarcelados, perseguidos o exiliados los restantes, se inició una época terriblemente difícil para los trabajadores. Simultáneamente, la represión física se completó con la liquidación del espíritu de clase, creando los sindicatos verticales, la CNS. La dictadura franquista trató de domar a los obreros y obreras poniéndoles una doble camisa de fuerza, material e ideológica.
El preámbulo de la Ley de Bases de la Organización Sindical de diciembre de 1940 decía: «Cuantos con un servicio de producción contribuyen a la potencia de la Patria, quedan así, como consigna de nuestro Movimiento, ordenados en milicia».
Como puede verse es la misma filosofía de la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini. La Central Nacional de Sindicatos y los Sindicatos Nacionales eran la base de encuadramiento social, y así lo establecía la ley:
«Constituyen el fondo de encuadramiento y disciplina en el que se inserta la articulación de los intereses económicos de los que son exponentes los Sindicatos Nacionales».
El artículo 1.º de esta ley señalaba: «Los españoles, en tanto colaboran en la producción, constituyen la Comunidad Nacional-sindicalista como unidad militante en disciplina del Movimiento». El artículo 2.º decía que la jefatura de esa comunidad la asumía la Delegación Nacional de Sindicatos de Falange, y el artículo 19 determinaba: «… todos los mandos de los Sindicatos recaerán, necesariamente, en militantes de Falange Española Tradicionalista y de las JONS». Esta cláusula del artículo 19 fue derogada en 1953, cuando se alcanzaron los niveles económicos de 1935, se firmaron los acuerdos sobre la instalación de las bases militares de los EE UU y acabó el período de autarquía.
Sin embargo, aunque derrotados como clase, los trabajadores no nos sometimos fácilmente, luchamos desde el interior unos, y desde el exilio otros. Las guerrillas que se mantuvieron al terminar la guerra fueron desarrolladas y estimuladas especialmente por los comunistas, mientras otras fuerzas, que esperaban ser llamadas al poder por los aliados occidentales después de terminar la Segunda Guerra Mundial contra el nazifascismo, practicaron una especie de «pasividad». Ambas posiciones, guerrilla y pasividad, aunque radicalmente diferentes, constituyeron dos ejes fundamentales de la proyección político-social que se caracterizaron, en la práctica, por una subestimación de la lucha de masas hasta 1948.
Los hombres que estaban en la lucha guerrillera eran los militantes más destacados y a ella se dedicaban también la mayor parte de los recursos económicos de que se disponía, ya que esta lucha armada se consideraba fundamental y decisiva en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Los que creyeron que los aliados los iban a restablecer en el poder, simplemente esperaron; practicaron el más puro «attentismo», la pasividad, creyendo que el final de la guerra supondría automáticamente la desaparición de las diferentes formas de dictadura fascista o filofascista. Lo uno y lo otro conducía a subestimar la acción sindical como base esencial de la lucha de masas. Por supuesto, el juicio que la Historia reserva es radicalmente distinto para los que actúan que para los que permanecen pasivos.
Los trabajadores conservábamos vivo el sentimiento antifascista; habíamos sido derrotados, pero no ganados para la dictadura y sus sindicatos verticales. Por eso, y pensando en la restauración de las libertades, tratamos de reconstruir las viejas organizaciones de clase, UGT y CNT, mostrando así nuestra repulsa a los sindicatos del régimen. Se consideraba indignos o traidores a quienes actuaban en ellos con alguna responsabilidad, aunque fuera mínima, ya que como decía la ley todos los mandos debían ser militantes de Falange, algo que modificaron después.
En los primeros momentos la represión se abatió sobre los que pretendieron continuar la acción de los sindicatos desde la clandestinidad. Maso Riera, secretario general de la CNT, fue fusilado a finales de 1939, y tres años más tarde Pallarols; otros comités nacionales fueron también desarticulados. Se produjeron igualmente numerosos intentos de reconstruir la UGT y otras organizaciones, como sucedió en Valencia cuando Martínez Amutio organizó unas Alianzas Obreras. A la ejecutiva de UGT la detuvieron varias veces, la primera de ellas en 1944. En el exilio, en esas fechas, hubo paralelamente dos ejecutivas de UGT; una con Trifón Gómez y Rodolfo Llopis en cabeza, mayoritaria en el exterior, y otra dirigida, después de la dimisión de Largo Caballero en la guerra, por su antiguo secretario general, Rodríguez Vega, acompañado por Amaro del Rosal y otros. Estas ejecutivas reprodujeron las divisiones surgidas con la Junta de Casado en el mes de marzo de 1939 en la zona republicana. Yo militaba en esta última hasta que, en 1957, pasé a la Oposición Sindical Obrera (OSO) antes de que nacieran las Comisiones Obreras.
Igualmente se reconstituyó la CNT en el exilio en 1944, pero al optar una parte por colaborar con los partidos de izquierda, llevaría a sus filas la división entre los que se denominaban políticos y los apolíticos, división que ya existía en el exilio en México y que aún arrastran en nuestros días, aunque actualmente con escasa o nula influencia entre los trabajadores.
Hasta 1951 los españoles no recuperamos el nivel económico que teníamos en 1935, antes de la Guerra Civil, y esa recuperación se hizo sobre la base de una superexplotación contra la que no cabía la menor oposición. La resistencia en aquellos años fue heroica porque los peligros que se corrían eran enormes. Hubo numerosas huelgas y luchas obreras en este período, en 1945 y primer semestre de 1946, pero fue el Primero de Mayo de 1947 en Bilbao y Euskadi el que pasó a la historia por ser el acto más amplio y más profundo de todas las protestas de este período. Fue convocado unitariamente por UGT, STV, CNT, las fuerzas políticas de la oposición y el Consejo de la Resistencia y, aunque no fue secundado en el resto del país, durante varios días el desafío del proletariado vasco y de los antifranquistas de Euskadi mantuvo en jaque a las fuerzas de la dictadura.
Aquellas luchas eran, en cierta medida, explosiones heroicas, pero en gran parte residuales del potencial obrero anterior. Era la protesta desesperada porque los aliados no cumplieron sus promesas de restablecer la libertad sindical, y las libertades democráticas, expulsando, como lo hicieron en otros países, a los regímenes fascistas que apoyaron a las potencias del Eje. También eran consecuencia de la difícil situación económica de los trabajadores y de las ansias de libertad del primer pueblo que no se resignó y luchó contra el fascismo.
Pero la represión desarticuló las viejas organizaciones sindicales, que se sumieron en la clandestinidad más absoluta y, sin contacto con los trabajadores, el sindicalismo tradicional acabó por desaparecer de la escena, con la excepción de algunos núcleos aislados de UGT en Asturias o en Bilbao, por ejemplo. Aquí terminó una primera fase, a la que la dictadura puso su broche de oro con los acuerdos para la instalación de las bases militares norteamericanas en España que dieron paso al fin del aislamiento político y de la autarquía.
Pasada la primera etapa y durante un largo período de represión, hubo un reflujo del movimiento obrero sindical. La gravedad de los riesgos que había que asumir condujo a que la masa de trabajadores sin partido no ingresara en los pequeños grupos clandestinos de UGT o de CNT por temor a las represalias. Perdido el contacto con las amplias masas de asalariados, esos pequeños núcleos sindicales fueron condenados al estado de hibernación, como mínimo, y a veces incluso a su desaparición definitiva. Fue preciso reflexionar y hacer un análisis profundo de las causas originarias de este estado de postración, así como de los principios del movimiento sindical y de su táctica en las condiciones de regímenes de carácter fascista. Lo que estaba claro era que con los métodos y organizaciones propias de una sociedad democrática, en una situación de clandestinidad no se podía hacer un trabajo de masas.
La jerarquía de la Iglesia instalada en la práctica institucional del nacionalcatolicismo, confortable en lo material aunque con riesgos cara al futuro, inició, impulsada también por un sector aperturista y progresista, y más tarde por el Concilio Vaticano II, una operación de despegue de los sindicatos del régimen, a los que apoyaba desde el final de la guerra. En 1946 crearon la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y, un año más tarde, la Juventud Obrera Católica (JOC), concibiéndolas, tal vez, como instrumentos de penetración en una clase obrera hostil y alejada, más que como medios de acción misionera. Lo cierto es que, en aquel contexto, ambas organizaciones y también los Grupos Obreros de Estudios Sociales (GOES), fueron positivas para las luchas de los trabajadores. Tú, su periódico, denunció muchas injusticias y llegó a tener una tirada cercana a los 50 000 ejemplares en 1949, aunque en 1951 la jerarquía prohibió su publicación a petición del Gobierno. Más tarde los jesuitas crearon las Vanguardias Obreras Sociales, y antes otro sector de la Iglesia puso en marcha las Hermandades del Trabajo. Hasta el Concilio Vaticano II, su orientación correspondía en lo esencial a la de la jerarquía, aunque es justo reconocer que la HOAC y la JOC, primero, y las Vanguardias Obreras Sociales (VOS), después, con el Concilio, empezaron a distanciarse de la jerarquía e iniciaron el despegue hasta su inserción real en los movimientos sindicales de clase.
El objetivo de la Iglesia jerárquica en aquel período con estas organizaciones de apostolado obrero era el de sustituir a los dirigentes falangistas desde dentro; controlar y apoderarse de los sindicatos verticales a partir de la legalidad vigente en aquellos momentos. La colaboración capital-trabajo y la negación de las clases y de su lucha eran las orientaciones que daban. Sin embargo, las organizaciones de base abandonaron esta línea, estimuladas por las primeras luchas que anunciaban el final del reflujo del movimiento obrero sindical. Sería injusto no reconocer la ayuda que aportaron a la lucha sindical estos sectores de la Iglesia que abandonaron el nacionalcatolicismo; con ellos el movimiento obrero tuvo un apoyo logístico, sobre todo después del Concilio Vaticano II.
En octubre de 1948, una amplia reunión de cuadros dirigentes del PCE y del PSUC, después de un profundo análisis, consideró necesaria la disolución de las guerrillas. Esto, dicho de esta manera, puede parecer sencillo, sin embargo significaba todo un cambio de táctica que la organización y sus militantes debían asumir reconociendo el fracaso de los métodos anteriores. En su lugar, el partido se orientó hacia la lucha de masas y la reconciliación nacional. Para la lucha de masas había que utilizar todos los medios al alcance sin puritanismos estrechos, y para construir un futuro estable era necesario acabar definitivamente con la división del país en dos bandos. Había que reconciliar al país. Unos y otros debíamos mirarnos frente a frente sin que las diferencias nos condujeran a contiendas nacionales. Trabajo de masas en la clandestinidad y reconciliación fueron dos ideas básicas que los comunistas asumimos rápidamente.
En las condiciones de una dictadura de carácter fascista, solo la combinación de la lucha legal con la lucha ilegal permitía a los trabajadores defender con cierta eficacia sus intereses y movilizarse. Esa fue la enseñanza de las primeras luchas victoriosas de los trabajadores en aquellos años, y recogiendo esa experiencia el partido decidió organizar la Oposición Sindical Obrera (OSO). Esta organización supuso un importante paso hacia adelante para que, al tiempo que se protegía la estructura clandestina, sus militantes estrecharan su vinculación con los trabajadores y a su vez encabezaran sus luchas reivindicativas, sin miedos ni prejuicios a la hora de participar en las elecciones sindicales y en la utilización de las magistraturas de Trabajo.
De todas formas, los comités de OSO aún tenían una gran parte de su estructura en la clandestinidad y para los trabajadores el riesgo de la represión era aún muy alto; además su estrecha vinculación con el PCE impedía que llegara a ser un amplio movimiento de masas. De cualquier manera, aquella organización nos aportó una nueva experiencia y pudimos aprender sobre la marcha. Hubo compañeros extraordinarios en los comités de OSO, entre otros Víctor Díez Cardiel o los abnegados luchadores del sector de panaderos en Madrid, entre los que OSO tuvo una influencia decisiva. Pero aun así el anticomunismo, muy fuerte todavía en los medios católicos, el temor a la represión, y también el reflejo en su propaganda de un cierto sectarismo más propio de etapas anteriores, frenó su penetración en los centros de trabajo.
Por otra parte, y al margen del esfuerzo sincero de búsqueda de nuevas formas, se arrastró un poco el pecado original y en cierta medida se trasladaron, un tanto mecánicamente, las experiencias de 1935-1936, cuando al ingresar la Confederación General de Trabajo Unitario (CGTU), orientada por el PCE, en la UGT, se crearon los grupos de Orientación Sindical Revolucionaria (OSR). Se olvidó que en 1935, la UGT era una organización de clase y democrática y, aunque nuestro objetivo era darle una orientación más avanzada, se trataba del cambio desde dentro. Pero en la década de los cincuenta, los sindicatos oficiales no eran de clase sino fascistas, y no era posible cambiar los sindicatos verticales sin acabar previamente con la dictadura porque las libertades sindicales y las democráticas son inseparables. Nuestro objetivo no fue instalarnos y conquistarlos desde dentro, sino aprovechar la acción legal para la lucha de masas y destruir los sindicatos verticales y la dictadura con la conquista de las libertades democráticas.
Durante este largo período, en el que la economía se recuperó de las destrucciones de la guerra y lentamente se acumulaba lo necesario para salir de la autarquía y entrar en un proceso neocapitalista semejante al de Europa occidental, las generaciones que no habían hecho la guerra empezaron a tener un peso decisivo en la clase obrera. De sus propias experiencias se desprendían lecciones importantes que se sumaron a las históricas del conjunto del movimiento sindical. El propio verticalismo modificó el sistema de elección de enlaces, vocales jurados y de secciones sociales para los que ya no se necesitó ser de Falange, a partir de 1953, cuando derogaron el artículo 19 de la Ley de Bases de la Organización Sindical de 1940.
Así, de cárcel a cárcel, reivindicación a reivindicación, huelga a huelga, se produjeron en nosotros mismos los cambios necesarios para combinar la lucha legal con la ilegal, «extralegal» como decíamos entonces. Aunque el nuevo movimiento obrero sindical nació espontáneamente como un instrumento para defender las reivindicaciones de los trabajadores, la generalización repetitiva de su práctica permitió deducir una serie de principios, no dogmas, que se sumaron a las experiencias de otros períodos históricos. No fue algo que se produjera de la noche a la mañana, ni que se elaborara en una mente privilegiada, fue simplemente el criterio de una práctica sindical a la que con un análisis acertado se dio estabilidad y organización.
Entre los principios clásicos del movimiento sindical se encontraba su definición como reivindicativo y de clase, en el sentido de partir de reivindicaciones concretas para lograr la emancipación y acabar con la explotación del hombre por el hombre. También debía ser de masas, porque su fuerza se encuentra en su lucha unitaria y masiva; una minoría difícilmente podría conseguir sus objetivos por medios pacíficos. Movimientos de masas que debían saber adaptarse a las circunstancias y dotarse de formas organizativas flexibles y democráticas.
Y a estos principios tradicionales la experiencia añadió otros nuevos, porque en el contexto de una dictadura similar a la franquista, el movimiento obrero en lo táctico-organizativo debía combinar la lucha legal, elecciones sindicales, magistraturas, convenios colectivos, etc., con la extralegal, huelgas, manifestaciones, protestas de todo tipo, etc., subordinando lo legal a lo extralegal, es decir, a la acción de masas que estaba prohibida.
No es concebible la existencia de ninguna organización de masas en la clandestinidad, y menos aún en las condiciones del fascismo. La clandestinidad implica graves riesgos y, además de asumirlos, exige conocer las reglas de la conspiración, y esto jamás será un atributo de las masas. Las catacumbas, la clandestinidad, la no utilización de todas las posibilidades legales, el no pegarse al terreno y utilizar al máximo cualquier medio de protegerse en el avance, era condenarse de antemano a quedar reducido a pequeños grupos, a siglas sin incidencia real en las masas obreras y a la pérdida del contacto con ellas en las condiciones del fascismo. De la misma forma hubo que combinar, en los métodos de trabajo y de dirección, como hizo CCOO, la máxima legalidad o apertura, impuesta por la base en las asambleas, con la máxima clandestinidad en la estructura organizativa y en el aparato de propaganda; especialmente cuanto más cerca se estaba de los órganos de coordinación general.
La protección relativa que se pudo conseguir para los dirigentes obreros, solo fue posible bajo la dictadura con el apoyo de una gran mayoría de trabajadores. Los peligros de represión siempre existirán para todo militante que reivindique, que luche; la diferencia es que los grupos clandestinos y sus militantes menos conocidos, no están respaldados por las masas y son más vulnerables. No utilizar los accidentes naturales del terreno, y las posibilidades legales, avanzar a pecho descubierto, solos, bajo el fuego enemigo, es exponerse a perecer.
Debo decir que cuando volví a España, los camaradas con los que contacté me propusieron centrar mi militancia en el partido; la verdad es que por mi condición de hombre de taller, me sentía más a gusto en las fábricas, entre las masas, que en pequeñas reuniones clandestinas; soy, por mi carácter, extrovertido, comunicativo. Por otra parte, y con mucho respeto para los permanentes de los sindicatos y del partido, que dejaron buenos salarios a cambio de grandes riesgos para su libertad y a veces para su vida, debo decir que siempre he sentido cierta aversión hacia los profesionales de la política y del sindicalismo. Creo que si se hace de esta actividad una profesión, están abocados ellos y la organización a graves riesgos, uno de ellos tan importante como la pérdida de la autonomía necesaria para enjuiciar. De ahí se puede, con facilidad, llegar a formar parte de grupos o clanes que permitan mantener seguro el puesto.
En Madrid había surgido una industria nueva con trabajadores jóvenes sometidos por el miedo al régimen fascista. Sin libertades, sin derechos de asociación, reunión, manifestación y huelga, vivíamos psíquicamente encorvados. El miedo a una detención o al despido nos inmovilizaba. Entonces, ¿qué debía hacer un militante maduro, de mis características, en esta situación? ¿Esperar un milagro, u organizar y unir para defender nuestros intereses y conquistar nuestras libertades? ¿Por dónde debíamos empezar?
Primero había que conocer bien a los compañeros con los que trabajábamos, porque tenían que ser los artífices de los cambios necesarios y posibles. En muchas empresas industriales, sobre todo las de reciente creación, como Pegaso, Enasa, Seat, Empresa Nacional de Rodamientos, Barreiros, Isodel, Empresa Nacional de Hélices, Perkins, etcétera, una gran parte de los trabajadores no cualificados procedía del campesinado pobre de las provincias de las dos Castillas, de Andalucía y Extremadura. En Madrid, en Barcelona, en Bilbao, se instalaron inicialmente en los barrios obreros o en chabolas —los distintos Pozos del Tío Raimundo de cada lugar—. En Madrid encontraban empleo, aunque con salario bajo, como peones no especializados; tenían trabajo todos los días, más un seguro de enfermedad para la familia, de lo que antes carecían; era un paso hacia adelante y necesitaban un aprendizaje en todos los aspectos; pero no se querían arriesgar a perder lo poco que habían conseguido. Instalados en la urbe y en el tipo de vida que arrastra, pronto se insertaron en el medio y empezaron a sentir las carencias y, en consecuencia, la necesidad de cubrirlas. En Perkins, nos orientamos hacia la formación profesional y las reivindicaciones más simples. No era fácil ir a la escuela de formación profesional de La Paloma, por falta de plazas, y como yo era el encargado inicialmente de poner en marcha las fresadoras, reducía mi tiempo de comida y todos los días ayudaba a la formación teórica para que los compañeros que de mí dependían, pudieran pasar a oficiales de tercera. Después reivindicaríamos escuelas con plazas suficientes, y el cumplimiento de las obligaciones legales que tenían los empresarios acerca de la formación profesional.
Nuestra segunda tarea era quitar el miedo para que el que vivía encorvado psíquicamente comprobara, con su propia experiencia, que era posible luchar bajo la dictadura e incluso ganar no pocas reivindicaciones. Era vital comprender que para la toma de conciencia, sobre todo en la primera etapa, «de fogueo», del nuevo trabajador, era preciso elegir bien los objetivos. A ser posible no plantearse más reivindicaciones que aquellas que se pudieran ganar. La pérdida de las primeras batallas desmoralizaría a los que empezaban, a los bisoños; esto sin contar con posibles despidos y represión, en caso de perder las luchas.
Cuando entré en Perkins, la empresa solo contaba con treinta trabajadores y yo era oficial de primera fresador; hice varios cursos por correspondencia, lo que me permitió ampliar mi formación profesional, y cuando dejé la empresa por mi detención era jefe de taller con la categoría de ayudante de ingeniero. Cuando la empresa empezó a ampliarse participé en la puesta a punto de las nuevas líneas de producción, especialmente de las fresadoras, junto a un ingeniero; primero fabricamos algunas máquinas-herramientas especiales y otras destinadas al montaje, y después pusimos en marcha la producción en serie con varios equipos de trabajo.
Perkins, que ahora ha sido absorbida por Nissan Motor Ibérica, era una empresa creada por accionistas españoles pero para fabricar un motor de patente inglesa. La licencia la tenía Talleres Diesel de Zaragoza, con un grado de dependencia y limitaciones en cuanto a unidades, mercados a cubrir y tipos de motores a fabricar. Utilizaban la empresa para camuflar el contrabando de motores, en una coyuntura en la que las importaciones estaban contingentadas y era difícil obtener licencias. En la primera etapa, fabricaban algunas piezas que justificaban la venta de un número mayor de motores Perkins que los importados legalmente con las licencias. En el consejo de administración figuraban, entre otros, los ex ministros franquistas Arburúa y Cabestany. Tuvieron problemas, ya que los cupos de importación se redujeron drásticamente y quedó al descubierto la parte que se importaba de contrabando. Algunos accionistas aprovecharon también para traer ilegalmente chapa de acero inoxidable, que era muy difícil de conseguir en el mercado. Cuando fueron descubiertos se les abrió un procedimiento judicial y encargaron su defensa a don Joaquín Ruiz-Giménez Cortés, ex ministro de Educación y catedrático en Madrid. Así fue como Ruiz-Giménez entró en contacto con la empresa, de la que llegó a ser presidente del consejo de administración durante un corto período de tiempo porque en realidad tenía más madera de profesor de Derecho que de hombre de negocios, y le tocó vivir una situación delicada en el plano social y en el económico.
Cuatro meses después de empezar a trabajar en Perkins como oficial de primera, en diciembre de 1957, se eligió un enlace en las elecciones sindicales y recayó sobre mí la elección. Cuando la plantilla de la empresa se incrementó y además redujeron el número mínimo de trabajadores por empresa para constituir un jurado de empresa, hicimos elecciones a jurado. Siempre fui elegido como representante de los trabajadores hasta mi detención en 1966.
Cuando Perkins empezó a fabricar la mayoría de las piezas del motor y habíamos doblado la producción, los trabajadores y trabajadoras, y a su cabeza los elegidos como sus representantes en el jurado de empresa, pedimos que nos doblaran la prima ya que habíamos aumentado el rendimiento al cien por cien. El director gerente entonces era Jaime Suárez, un abogado que había trabajado en el despacho de Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco y ex ministro de Asuntos Exteriores, y que había sido director general de la Cadena Azul de Radiodifusión. De tecnología, de fabricación no conocía nada, sus métodos de dirección eran totalitarios y sus relaciones humanas y sociales incomprensibles. Transformaba cualquier diferencia o discrepancia en problema de autoridad primero, seguidamente en conflicto y en enfrentamiento después. Reclamamos aquella prima de productividad pero el gerente se negó en redondo y entonces recorrimos todos los organismos que había, como los sindicatos verticales y la Delegación de Trabajo. También iniciamos las primeras acciones de presión como negarnos a hacer horas extraordinarias y, posteriormente, trabajo lento.
En los talleres pusieron un comunicado del director gerente en el que se decía que la protesta no era más que el producto de los «agitadores extranjeros», a los que se tendría que aplicar el peso de la legislación; aludía especialmente a mí, ya que era el único en la fábrica que había estado en el extranjero. Los enfrentamientos con el director gerente fueron en aumento y se cerraban las posibilidades de alcanzar un acuerdo. En varias asambleas decidimos pedir una reunión extraordinaria del jurado de empresa que según la legislación franquista debía estar presidido por el presidente del consejo de administración.
Los compañeros me encargaron que me entrevistara con Ruiz-Giménez para pedirle que convocara el pleno del jurado de empresa y que participara personalmente, ya que, normalmente, delegaba en el director gerente u otro representante de la empresa. Nosotros le considerábamos un hombre honesto capaz de jugar un papel de árbitro. Catedrático de Filosofía del Derecho, había sido ministro de Educación, después de embajador de España en el Vaticano. Liberal en su ministerio, se caracterizó por intentar modernizar la enseñanza todavía terriblemente arcaica. Su actuación muy sensible en la Universidad había levantado fuertes críticas en los medios tradicionalistas que aprovecharon las manifestaciones de 1956 para conseguir que Franco le cesara.
Conforme a nuestros deseos Ruiz-Giménez decidió convocar el jurado y presidir su reunión. Yo recuerdo esa jornada como si fuera ayer. La sesión se celebraba en la gran sala del consejo de administración de la sociedad y mis compañeros del jurado del colegio obrero y yo entramos juntos a la hora fijada. Los otros miembros del jurado de empresa estaban ya allí al igual que Ruiz-Giménez que estaba sentado en un extremo de la gran mesa de reuniones, en el sillón del presidente; a su derecha estaba Jaime Suárez, el director gerente, que se movía sin cesar, nervioso. Cuando entramos nosotros este último me lanzó una mirada feroz, mientras que Ruiz-Giménez nos decía con una voz neutra, suave: «Señores, siéntense ustedes».
Inmediatamente después, sin esperar, Suárez tomó la palabra en un tono amenazante para recordar que existía en la fábrica una situación inadmisible a la que convenía poner fin inmediatamente. Y añadió, dirigiéndose a nosotros y especialmente a mí: «Hemos aceptado reunir al jurado para colocarles a ustedes frente a sus responsabilidades. La lucha que ustedes llevan, no hacer horas extras, trabajo lento, equivale a un sabotaje de la producción. Es un acto ilegal que afecta y depende de las autoridades policiales; si ustedes no dan inmediatamente la orden a sus compañeros de cumplir con su trabajo de una manera normal, voy a pedir a la Dirección General de Seguridad que nos envíe a la Policía Armada. Por otra parte hay aquí, entre nosotros, un agitador que es un agente del extranjero». Después mirándome fijamente terminó con: «Yo no tengo la intención de tener la menor discusión con ustedes mientras él esté aquí».
Su intervención había durado diez minutos escasos y yo veía a mis compañeros que me miraban preguntándose cuál sería mi reacción. Para todos, aquello podía ir lejos pues se trataba de la batalla más importante librada hasta entonces. Me encontraba en la arena, pero no solo, observando a aquel hombre furioso y me preguntaba cuál sería su fuerza real y al tiempo reflexionaba sobre cómo actuar. Por un lado, estaban mil doscientos obreros comprometidos con coraje en una acción justa; enfrente, la dirección de una sociedad anónima apoyada en el edificio de la fuerza franquista y sus ministros, los dueños. El juego parecía desigual pero cuanto más escuchaba al director gerente, más entendía su rabia como una posición de debilidad y comprendí que debía dar a mi intervención como portavoz del jurado y de mil doscientos compañeros y compañeras, una imagen y un tono completamente diferente. Yo representaba a los trabajadores que sin agresividad, sin odio, reclamábamos una petición justa. No hay que olvidar que en aquel período, por el exceso de pedidos, casi todos los viernes empezábamos a trabajar en los talleres a las siete de la mañana y terminábamos el sábado a la una del mediodía. ¡Treinta horas seguidas!
Mi comportamiento y el de todo el jurado debía ser reflejo de esta posición, impasibles, en una actitud de cortesía, sin dejarnos presionar. Me daba cuenta de que cuanto más hablaba Suárez, más perdía el dominio sobre sí mismo. Su rostro se ponía morado, se agitaba y golpeaba con el puño en la mesa. Cuando terminó, pedí la palabra al presidente Ruiz-Giménez. Me dirigí a este, en lugar de responder al director general, y comencé a explicarle de forma detallada cómo habíamos aumentado la producción, cómo los trabajadores habíamos hecho un trabajo por el que la empresa debía estarnos agradecida y, por el contrario, cometía una gran injusticia de carácter social. Y precisé aún más: «Los trabajadores de Perkins son serios y se esfuerzan por cumplir con pleno rendimiento. Estamos dando infinidad de pruebas. Jamás hemos hecho nada que nadie pueda caracterizar como sabotaje, al contrario. Es por eso que la dirección de Perkins debería valorar y reconocer el esfuerzo efectuado por nosotros y comportarse equitativamente aumentando la prima de producción». No quise extenderme más sobre la exposición injuriosa de Jaime Suárez.
Apenas había terminado mi intervención cuando el director general, sin pedir la palabra al presidente Ruiz-Giménez, volvió a atacarme. Retomó sus anatemas volviendo a acusarnos de «sabotaje, atentado al orden público, actitudes sancionadas por la ley, así como tentativas de presión sobre la dirección para conseguir ventajas». En ese momento saqué la impresión de encontrarme más que ante un director de una fábrica ante un policía. Le respondí con calma, pero era inútil, había perdido el control, hubo un momento que parecía que me iba a agredir. Mis compañeros, con sus miradas, aunque callados, me estimulaban a seguir con ese tono y actitud. En el fondo nuestra postura firme y serena se imponía. Él tenía la fuerza económica y policial, pero nosotros teníamos razón.
El final llegó de una manera inesperada. Ruiz-Giménez, que hasta ese momento había permanecido como espectador, se levantó y tomó la palabra. Su intervención fue breve y cortante: «¿Es verdad que la producción ha doblado en los últimos meses, lo que no solo es beneficioso sino importante para la empresa? ¿Es cierto que eso ha sido obtenido gracias a un esfuerzo particularmente importante de los trabajadores? ¿Es verdad, igualmente, que ese esfuerzo no ha sido correctamente remunerado? Según lo que acabo de conocer es eso lo que ha pasado. Así pues, a partir de ahí, se plantea otra cuestión que tendremos que discutir en otro lugar, en el consejo de administración, y ver si nuestra empresa está en condiciones de tener en cuenta esta situación. En consecuencia, yo decido terminar la reunión del jurado de empresa y llevar la cuestión al consejo de administración de Perkins».
Suárez, al verse desautorizado se puso amarillo e intentó contestar que frente a la situación de fuerza creada por los trabajadores no se podía responder más que con la fuerza, sin la cual se acababa con la autoridad de los empresarios. Ruiz-Giménez le respondió: «En mi cátedra de la universidad yo explico que cada vez que aumenta la productividad, debe aumentar el nivel de vida de los trabajadores. No me es posible mantener una actitud como profesor y otra como presidente de un consejo de administración». Suárez intentó resistirse diciendo: «Yo soy el director de la fábrica. Es a mí solo al que pertenece el derecho de resolver los problemas que se plantean aquí».
La discusión se desarrolló entonces entre los dos hasta que Ruiz-Giménez la cortó secamente: «Según la Ley, el jurado es presidido por el presidente del consejo de administración y en su ausencia por la persona que designe. Desde el momento en que estoy presente no delego en nadie. Soy yo el que preside el jurado. Decido terminar la discusión y levantar la sesión». Después, dirigiéndose a mí añadió: «Voy a reunir el consejo de administración. Estudiaremos sus peticiones y les daremos nuestra respuesta en los próximos días».
De esta manera obtuvimos el éxito para nuestras reivindicaciones y ganamos nuestra primera batalla aunque había sido dura. Se comprobó nuestro acierto al elegir una forma de actuar relativamente moderada. Estábamos contentos y no solamente por el aumento de ingresos sino también porque algo importante había sucedido: los trabajadores aprendimos que era posible ganar batallas de cierta envergadura… El muro del miedo que nos había frenado desde hacía tiempo comenzaba a agrietarse y, además, algo de cierto relieve se había producido: cada obrero sentía que él personalmente había contribuido al éxito, porque, gracias a las decisiones en las que había tomado parte, se había alcanzado la victoria; había sido un protagonista activo. Una nueva etapa se había franqueado. A su vez los que estaban silenciosos a la expectativa, empezaron a hablar y no eran los menos exhuberantes. Se había producido una soldadura entre el sector activo y el pasivo; un sentimiento de solidaridad de clase se forjó con aquella acción.
Aquel primer éxito pertenecía a todos los trabajadores de la empresa pero tampoco dejamos de comprender lo que significó el carácter profundamente humano de Joaquín Ruiz-Giménez. Su condición de intelectual destacado no encajaba con el hombre de negocios, duro, cuando no implacable, con el llamado «hombre de empresa» y su situación se hizo muy difícil con los principales accionistas y con Suárez. Por otra parte, él no había invertido en Perkins y, según creo, las únicas acciones que tenía eran con las que le gratificaron, que no pagaron, la forma en la que accedió a la presidencia y las batallas en las que participó a causa del egoísmo insaciable de los grandes accionistas. Lo uno y lo otro le llevaron a presentar su dimisión.
El jurado de empresa propuso a todos los trabajadores y trabajadoras hacerle un homenaje como despedida. Lo hicimos en las Hermandades del Trabajo en la calle de Juan de Austria y consistió en un acto y la entrega de un pergamino que firmamos todos los trabajadores de Perkins. Recuerdo que a este acto asistió el también catedrático Manuel Jiménez de Parga, que vino desde Barcelona donde se encontraba entonces. La amistad que Ruiz-Giménez y yo mantenemos se inició entonces. Después colaboré en Cuadernos para el Diálogo que él fundó y que también jugó un importante papel en la lucha por la democracia. En esta revista publiqué varios artículos sobre, entre otras cosas, el análisis de la metamorfosis que se estaba produciendo en Madrid, destacando cómo, a ojos vista, la capital de España se transformaba de un centro administrativo, comercial y el típico «Madrid de las modistillas», en también y sobre todo un Madrid de la nueva clase obrera industrial, el de «los obreros, estudiantes e intelectuales» de 1968. Pasó a ser el lugar de referencia en el que nacería el nuevo movimiento obrero y no por casualidad. Como tampoco fue solo el azar el que llevó a Ruiz-Giménez, presidente de Perkins, S.A., a asegurar mi defensa en el Sumario 1001 y a Defensor del Pueblo después. Pero de esto hablaremos más adelante.
Durante varios años en el seno del consejo de administración de la fábrica hubo discusiones y disensiones entre los partidarios de la importación, de una manera u otra, de los motores de Inglaterra y los que creían que los intereses nacionales exigían fabricar totalmente el motor en la carretera de Aragón de Madrid, donde estaba la sede de Perkins Hispania, S.A. En esta lucha participó de forma destacada el ingeniero aeronáutico Enrique Guzmán, al que apoyamos el jurado de empresa y el conjunto de los trabajadores y trabajadoras de la empresa. A Enrique Guzmán, técnico superior y organizador extraordinario, aquella posición firme le obligó a abandonar su puesto de director de la fábrica y después la empresa.
Fue una peculiar circunstancia aquella en la que coincidimos el director de fábrica, los trabajadores y sus representantes, así como un grupo de accionistas, frente al sector del capital más parasitario. El jurado de empresa, del que formaba parte, tuvo una reunión con Enrique Guzmán y decidió apoyar plenamente sus proyectos de hacer fábrica y no contrabando. El jurado, en otra reunión, aprobó una resolución dirigida al consejo de administración de Perkins, en la que nos pronunciábamos netamente en esa dirección.
Después este valioso ingeniero fue presidente del consejo de administración de Renfe, subsecretario en un ministerio y presidente del consejo de administración de Construcciones Aeronáuticas, S.A. (CASA). En esta empresa su tradicional postura, desde la racionalidad de un buen técnico aeronáutico y desde la defensa de los intereses nacionales, le llevó a enfrentamientos con un teniente general y con el Gobierno a la hora de comprar los setenta y dos aviones F-18 norteamericanos, lo que le costó otra vez una presidencia del consejo de administración.
Lo cotidiano de la lucha sindical no solo se centraba, y se centra también en la actualidad, en la defensa de los intereses globales del conjunto de los trabajadores. Conseguidos los derechos, vía legalidad o vía convenio, luego había que defenderlos uno a uno porque la empresa, frecuentemente por la vía de negarlos a un trabajador concreto, intentaba recuperar el terreno que había perdido. En esa defensa de compañeros concretos o grupos de trabajadores también estaba buena parte de nuestro trabajo sindical en el jurado de empresa. En muchas ocasiones tuvimos que presentar demandas ante la Delegación de Trabajo porque negaban los derechos adquiridos. El 30 de abril de 1966 demandé a la empresa porque nos habían concedido a todos los jefes de taller la categoría de asimilado a ayudante de ingeniero y tres meses más tarde me la retiró a mí solo. Era una especie de venganza por mi actividad sindical y para demostrarme que profesionalmente no iba a progresar si continuaba en mi actitud. Esa es una práctica habitual con los técnicos de cierto nivel de dirección porque las empresas no consienten que se les escapen de su influencia y pasen a defender al conjunto de los trabajadores.
Junto a la demanda presenté los certificados de las nóminas y el censo de las elecciones sindicales donde ya constaba mi nueva categoría. La Delegación de Trabajo estimó mi reclamación y obligó a la empresa a reconocerme como asimilado a ayudante de ingeniero desde diciembre de 1965. Esto que me sucedió a mí era frecuente en la fábrica porque la línea de los derechos conquistados había que defenderla a diario. Unas veces ganábamos, como en mi caso, pero otras muchas, la mayoría, la Delegación de Trabajo y la Magistratura fallaban a favor de la empresa.
La unión de las reivindicaciones más concretas a los objetivos generales de lucha por la libertad sindical fue una de las claves para el desarrollo del movimiento obrero bajo la dictadura. Las organizaciones clásicas CNT y UGT, no aplicaron esta táctica de lucha que como en el caso de Perkins nos permitió, además de defender las revindicaciones más elementales, avanzar en la organización sindical y en la conciencia de clase. Por eso fueron incapaces de cualquier acción de masas y casi desaparecieron de la escena sindical en los últimos veinte años de la dictadura. El nuevo movimiento obrero sindical apareció como un proceso de superación de esta incapacidad de creación, audacia, flexibilidad y firmeza de las viejas organizaciones de clase.
Hasta que no se promulgó la Ley de Convenios Colectivos del 24 de abril de 1958 los salarios y sueldos eran fijados por el Gobierno a través de las Ordenanzas Laborales. Las categorías profesionales tenían una retribución fijada, según fueran de peón u oficial y dentro de esta si era de primera, de segunda o de tercera; igualmente para niveles más altos venían dadas, aunque había más flexibilidad. Esto frenaba la productividad en lugar de estimularla, y cuando la producción se abría a la competencia interior y exterior, con el final de la autarquía, fue preciso una mayor participación y estímulo de los trabajadores.
El objetivo fundamental de los convenios colectivos para la patronal y el Gobierno era ese, estimular la productividad con primas y convenios que, sin desmontar el sistema verticalista, permitiera una mayor competitividad en el mercado que se abría.
La posibilidad de negociar directamente con los empresarios las retribuciones nos permitió un marco de lucha nuevo y la posibilidad de combinar nuestra movilización por sectores de industrias, algo que hasta entonces no podía hacerse. Las reivindicaciones comenzaron a surgir primero en cada empresa, después en sectores enteros por provincias y más adelante también a nivel nacional. La posibilidad estaba ahí pero los trabajadores estábamos indefensos con los sindicatos verticales oficiales que estaban al servicio de la dictadura y de los empresarios o con los restos de los sindicatos viejos, CNT, UGT, que habían desaparecido en la práctica. La alternativa estaba clara: o aceptábamos esta indefensión, o creábamos nuestros propios instrumentos de autodefensa como todo cuerpo vivo.
Los elementos más progresistas de la JOC y de la HOAC, conjuntamente con las Vanguardias Sociales, y ciertos sectores de la jerarquía, comprendieron que había que constituir sindicatos al margen del sindicato vertical y abandonar su táctica anterior de transformarlos desde dentro. Y así, a partir de los años 1959-60, apareció la Unión Sindical Obrera (USO), surgida especialmente a partir de la JOC; la Acción Sindical de Trabajadores (AST), que después se integraría en CCOO, nació a partir de las Vanguardias Sociales y los jesuitas, mientras que un sector de la HOAC, a partir de la editorial XYZ, intentó en vano crear una especie de anarcosindicalismo cristiano. También apareció otro grupo encabezado por Alejandro Guillamón, llamado Federación Sindical de Trabajadores (FST). Algunos hombres de origen falangista pusieron en marcha la Unión de Trabajadores Sindicalistas (UTS) y el Frente Sindicalista Revolucionario (FSR). Mientras en Toulouse (Francia) UGT, CNT y STV (Solidaridad de Trabajadores Vascos), crearon la Alianza Sindical, como parte de la Alianza de Fuerzas Democráticas en torno al gobierno republicano en el exilio.
La Alianza Sindical Obrera (ASO), se creó en octubre de 1962; intervienen en ella militantes de UGT y CNT de Cataluña, pero sobre todo militantes de SOCC (Solidaridad de Obreros Cristianos de Cataluña), una organización surgida poco antes y con escasa implantación. Los militantes de UGT se separaron pronto de aquella alianza que al parecer estaba subordinada a los sindicatos norteamericanos, AFL-CIO, algo al IG-Metal de la RFA y financiada por los servicios especiales USA; tenía también algunos dudosos contactos con medios oficiales franquistas; todo ello junto con nuestra denuncia les llevó a una rápida extinción. La ASO tenía instalado un aparato burocrático de coordinación y propaganda porque editaba boletines como El Metalúrgico, El Ferroviario, etcétera; publicaciones de sedicentes federaciones que en realidad no existían.
Esta lluvia de siglas en la mayoría de los casos vegetaba en la semiclandestinidad y aunque de origen católico eran más toleradas y tenían algunas coberturas semilegales; salvo USO, ninguna llegó a arraigar o a actuar con cierta fuerza. Era un momento propicio para que cualquier grupo intentara su propia experiencia pero, temiendo llegar demasiado tarde o impulsados desde el exterior, calculaban mal o hacían planteamientos ajenos a la realidad que se vivía; lo cierto es que si bien era un momento especial para un nuevo movimiento obrero, tendríamos que librar todavía duras batallas en nuestra larga lucha por las reivindicaciones y los derechos de los trabajadores, por la libertad sindical y las libertades democráticas, inseparables ambas; una dura prueba que no resistieron la mayoría de aquellas siglas. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, continuaron las luchas obreras y a las de 1951 y 1952 de Barcelona, el resto de Cataluña y otros lugares del país siguieron en 1962 y los años siguientes las de Asturias, Madrid, Valencia, Andalucía, Ferrol, etc. Prueba de estas luchas fueron los datos que recogió de 1963 a 1972 la Oficina Internacional del Trabajo (OIT): 1 702 822 trabajadores participaron en 4709 huelgas en las que se perdieron 4 214 904 jornadas de trabajo.
El movimiento obrero español recorrió tres etapas en lo fundamental, hasta la aparición de los sindicatos. La primera la de la creación de las sociedades mutuas o montepíos; otra intermedia la de las Comisiones de las Clases Obreras y una tercera la de las Sociedades de Resistencia y los Sindicatos Obreros, con el nacimiento de la Federación Regional Española en 1870 y la UGT en 1888. La etapa intermedia, la de las Comisiones de las Clases Obreras, se desarrolla a mediados del siglo XIX. Durante un cierto período de tiempo estas Comisiones, sobre todo en Cataluña, toleradas pero no legales, movilizaron a los trabajadores combinando formas de lucha abiertas y cerradas, ilegales.
Las condiciones y limitaciones de aquellas Comisiones fueron muy distintas a las que se vivieron en las décadas de los sesenta y los setenta; sería erróneo trasladar mecánicamente los acontecimientos de una época a otra, pero, igualmente, sería incorrecto no ver que la repetición de determinadas formas de lucha indica que ciertos fenómenos repetitivos responden a una regla válida para situaciones idénticas. Ellos realizaron acciones como recoger treinta mil firmas que entregaron a Espartero. En junio de 1966 hicimos lo mismo entregándoselas al ministro de Trabajo.
Fueron acciones de los trabajadores en diferentes períodos históricos que respondieron a esa combinación de lo legal y lo extralegal. Buena parte del porqué nacieron las Comisiones Obreras se encuentra en esa historia aún poco explorada.
Los trabajadores, como cuerpo vivo en una sociedad enferma de dictadura, creamos nuestros antivirus, nuestros anticuerpos, para conquistar la libertad sindical y las libertades democráticas; de esa necesidad histórica nacieron las Comisiones Obreras que en su origen surgieron espontáneamente. Sin caer en un mecanicismo estructuralista o fatalismo determinista y sin negar el papel que algunos militantes pudimos jugar, el proceso económico-social fue decisivo. Así en la mina, en la obra, en la fábrica o en el campo, en las oficinas, en los servicios, cuando los asalariados tuvieron que plantear alguna reivindicación, fuera mejora salarial o de condiciones de trabajo, eligieron o designaron, previa asamblea o consulta, según las condiciones de cada centro, una comisión.
Esa comisión planteaba las reivindicaciones al patrón y después daba cuenta de la gestión. Espontáneamente, los trabajadores crearon los embriones del nuevo movimiento obrero, como una necesidad para defender sus intereses de clase, inmediatos y mediatos. En este proceso podríamos distinguir una primera fase espontánea, concreta, y una segunda consciente, en la que impulsadas por los militantes comunistas, las comisiones pasan a ser permanentes y a través de una autocreación constante van coordinando luchas y elaborando los instrumentos de organización, las bases y los programas alternativos de acción socio-política, imprescindibles para la acción sindical.
En el tiempo se podrían situar estas dos fases o etapas desde el nacimiento de Comisiones Obreras entre 1956 y 1964, la primera, y desde entonces a nuestros días, la segunda.
A caballo entre 1956 y 1957 surgió y desapareció, en un plazo breve, una comisión en la mina asturiana La Camocha, para defender una asignación de carbón a los mineros. De esta comisión formaron parte obreros sin afiliación, comunistas, socialistas, el cura y el alcalde falangista del barrio obrero de La Camocha. Otras funcionaron en diversos lugares como Euskadi, Cataluña, Valencia, Andalucía, etcétera, siempre de forma fugaz y variada composición.
Estábamos creando las condiciones para pasar a la segunda etapa, y sin negar otros lugares, es en la capital del Estado donde aparecen ya definitivamente con carácter permanente y por diversas razones que los que fuimos principales protagonistas no elegimos. Los militantes comunistas de Comisiones Obreras tuvimos varias reuniones dentro y fuera de España, algunas en Francia, en las que constatamos que las CCOO eran la nueva forma que tomaba el movimiento obrero democrático y de clase en las condiciones de la dictadura y que había que hacer todo lo posible por consolidarlas; por ello decidimos abandonar la Oposición Sindical Obrera (OSO), y concentrar todo nuestro esfuerzo en las CCOO, en cuyo nacimiento habíamos participado.
En Madrid se inició una nueva fase de Comisiones Obreras que se caracterizó por el carácter permanente de esas comisiones elegidas en asambleas. Fui elegido en la primera Comisión Obrera que se llamó Comisión de los Trece del Metal, también Comisión de los Miércoles y Comisión Provincial de Enlaces y Jurados del Metal.
Desde hacía dos años habíamos decidido los comunistas de OSO servirnos de la Escuela Sindical de Enlaces, Jurados y miembros de Secciones Sociales de La Paloma, como un medio para conocernos y extender nuestros contactos sobre todo con las grandes empresas del metal. En aquella escuela el Sindicato Oficial del Metal tenía un aula exclusivamente para metalúrgicos. Con los profesores, que eran abogados y economistas de los verticales, teníamos fuertes polémicas porque generalmente eran falangistas y con nuestra presencia más que su escuela aquello se transformó en nuestra escuela.
Allí hicimos varios llamamientos conjuntos y se decidió el 10 de abril de 1964 bajar todos el mismo día, los miércoles, al local del Sindicato Provincial del Metal en Gran Vía, 69 (entonces avenida de José Antonio). Decidimos en una reunión dirigirnos a las diferentes fábricas del metal para convocar una reunión en la mencionada escuela. En la negociación del Convenio Provincial se había llegado a un acuerdo entre la Sección Social (trabajadores) y la Sección Económica (empresarios) de un aumento del veinte por ciento en los salarios. Sin embargo, una vez firmado este acuerdo, por orden del Gobierno no se homologó el aumento, con lo que quedó sin validez alguna. Entonces, para vencer la resistencia del Gobierno, hicimos un llamamiento a los trabajadores en el que convocamos una manifestación frente a la Delegación Provincial de Sindicatos.
Al mismo tiempo que se celebraba la manifestación el 2 de septiembre de 1964, unos seiscientos enlaces y jurados entramos en el sindicato y nos reunimos en una habitación del tercer piso donde estaba el Sindicato del Metal. Estaba lleno el local, llenos los pasillos y las escaleras. En la reunión estuvieron Zahonero, empresario, que entonces era presidente del Sindicato Provincial del Metal; Bañales, peón especializado de Hierros Madrid, que era presidente de la Sección Social del Metal; también estaba Figueras, abogado, vicepresidente de Ordenación Social; estaban prácticamente todos los jerarcas del sindicato. Nosotros estábamos en la sala entre todos los compañeros, yo en la parte más alta cerca de la presidencia. Planteamos que, frente a la negativa del Gobierno a dar lo que se había acordado y firmado con la patronal, tendríamos que ejercer algún tipo de presión como único medio para conseguir nuestras reivindicaciones. Allí también se discutió el desarraigo de la Sección Social del sindicato con las fábricas y decidimos que fueran los mismos trabajadores los que decidieran la actitud a tomar. Expusimos que de alguna manera había que crear una comisión allí mismo que fuera la que desarrollara ese apoyo y gestionara todas las decisiones que los trabajadores tomaran en ese asunto del veinte por ciento.
Figueras, vicesecretario de Ordenación Social, que luego fue delegado de Sindicatos en Burgos, se dirigió a nosotros en un plan un poco jactancioso: «Bueno, vamos a ver esos valientes que hablan, que levanten la mano los que quieran formar parte de esa comisión para respaldar la posición de la Sección Social y hacer esa presión». Entonces, recuerdo que levantamos la mano trece; formamos parte de esa comisión los que quisimos, aunque algunos estábamos de acuerdo en asegurar la ligazón con las fábricas, gestionar esa presión y poner en marcha Comisiones. Entre los trece se encontraba Matorra a cuyo padre, falangista, lo habían matado los republicanos en la cárcel Modelo de Madrid durante la guerra. Se recogieron los nombres de todos y se leyeron allí abiertamente y se aprobaron por unanimidad. Así surgió la primera comisión obrera del metal de Madrid, bajo el nombre de Comisión Provincial de Enlaces y Jurados del Metal y que después sería Comisión Obrera Provincial del Metal de Madrid. Esa comisión la formaríamos enlaces y jurados, entre otros, Doroteo Peinado de Pegaso-Enasa, Andrés Martín de Eclipse, Culebras de Flabesa, Romero de Osram, Chafino de Standard, Nacarilla de CASA, Matorra de Marconi, Julián Ariza y yo de Perkins, Magaña de Femsa…
Es necesario detenerse ante algunas características que esta primera comisión tuvo desde su nacimiento, porque una gran parte de ellas conformaron, en lo sucesivo, los rasgos fundamentales de Comisiones Obreras. En primer lugar esta comisión no desapareció cuando acabó el problema inicial que le dio vida, sino que siguió funcionando, primero en el propio sindicato vertical, y luego fuera de él. En segundo lugar fue elegida por los trabajadores en asamblea. Tercero, esa elección se hizo en el mismo sindicato aprovechando las posibilidades legales. Cuarto, era unitaria e independiente de los partidos políticos, empresarios y Gobierno y en ella participamos comunistas, católicos independientes y hasta falangistas de los llamados de izquierda.
Durante un tiempo nos dejaron un local en la tercera planta del Sindicato Provincial del Metal de la Gran Vía; era una pequeña habitación donde se reunía la comisión. La llamábamos también la Comisión de los Miércoles, porque nos reuníamos todos los miércoles. Es preciso situarse en aquellos momentos iniciales en que los grados de organización y militancia eran débiles, había que justificar de alguna manera los contactos con otros compañeros sin que te acusaran de organización ilegal y el hecho de fijar una hora, un día y un lugar para vernos era ya un elemento básico para contactar y cambiar impresiones sobre diferentes asuntos. Nos fue muy útil el que en la Sección Social provincial hubiera compañeros de las Vanguardias Sociales (creada por los jesuitas), como Traba, Goicoechea y otros. Sin ninguna duda lo más importante fue la ayuda aportada por la OSO y el PCE en los que militábamos los más activos.
A aquel pequeño local venían los trabajadores de las fábricas para consultarnos los problemas que tenían y después de un mes o mes y medio ya nadie iba a la Sección Social presidida por los jerarcas. De hecho la comisión compuesta por los trece enlaces y jurados suplantó prácticamente a la Sección Social del Sindicato del Metal. Cuando se dieron cuenta de lo que sucedía tomaron las primeras medidas contra nosotros cerrando el local y prohibiendo las reuniones; pero a pesar de ello en los primeros días, a falta de otros medios, lo seguimos haciendo en los pasillos, abiertamente, delante de todo el mundo. Como vieron que no nos marchábamos recurrieron a las Escuadras Negras, cuyos responsables eran Manuel Cuerva, Ángel Gaspar Climent Linares y Francisco Galindo Quiroga a las órdenes de Bañales y de Zahonero, presidente de la Sección Social del Sindicato del Metal y presidente del Sindicato del Metal respectivamente; ellos condujeron la provocación con el objetivo de amedrentarnos y echarnos del sindicato. Estos pistoleros llegaron a agredir a Monge, secretario del jurado de empresa de Perkins, y a algunos otros compañeros.
Aunque habíamos decidido resistir aquellas provocaciones, los miércoles se transformaron en una batalla que se resolvía a empujones y que hacía imposible la tarea que nos planteábamos; por eso nos buscamos un local donde poder reunimos fuera de la organización sindical. Denunciamos las agresiones de los pistoleros en la Dirección General de Seguridad y ante el juzgado, y cuál sería nuestra sorpresa cuando no solo comprobamos que la policía les apoyaba sino que además pasado algo más de un año recibimos la sentencia del Juzgado Municipal número 19 de Madrid en la que a pesar de haber presentado nosotros infinidad de testigos y hechos probados, se absolvió a los que, como todos conocíamos, incluidos jueces y policías, formaban parte de estos grupos ultras, las Escuadras Negras, de rasgos típicamente nazis.
Los jerarcas verticalistas cuando vieron la amplitud y el carácter democrático y de clase de la Comisión de Enlaces y Jurados intentaron disolverla. La forma de su nacimiento y elección fue un tanto espontánea, pero así culminaron varios años de trabajo y experiencia de la OSO, de las comisiones de fábrica, de contactos en los mismos sindicatos y en la Escuela Sindical de La Paloma. Esta primera comisión actuó como pivote permanente y extendió su experiencia a muchas empresas de Madrid. Cuando nos expulsaron de los locales del Sindicato Provincial del Metal fuimos al Centro Social Manuel Mateo hasta que el Gobierno, por mediación de José Solís, ministro de Sindicatos, con quien Matorra, Fuentes, Ariza y yo nos entrevistamos a petición suya el 7 de enero de 1965, dio la orden de echarnos.
Uno de los hermanos Reboul, que formaba parte de la comisión y que era del jurado de empresa de Manufacturas Metálicas Madrileñas, falangista y antiguo miembro del Frente de Juventudes (su hermano había sido voluntario de la División Azul), planteó que nos reuniéramos en el Centro Social Manuel Mateo del que formaba parte. Así lo decidimos y las siguientes reuniones las hicimos en el Centro. Ciertos sectores de Falange, los que se autodenominaban de izquierdas, comprendieron que, a consecuencia de la política eminentemente reaccionaria y antisocial de los verticalistas contra la clase obrera, sus hombres más combativos se les iban de las manos. Pretendieron, entonces, canalizar con una sedicente mano «izquierda» de Falange lo que se les escapaba de la «derecha», firmemente apoyada en el gran capital franquista. Por ello permitieron, en esa primera etapa, reuniones de Comisiones Obreras en el Centro Manuel Mateo.
También aquí jugó un papel, contradictorio pero muy positivo, el secretario del Centro, José Hernando, entonces militante del Partido Socialista del Interior de Enrique Tierno y antes del Frente de Juventudes. Trataron de integrar de alguna manera a ese movimiento que no podían clasificar y que aparecía como algo nuevo con gran garra en la clase obrera, en una Falange sedicente de izquierda.
Diego Márquez Horrillo, vicepresidente del Centro, que asistió a alguna de las asambleas que allí hicimos, era además presidente de los Círculos Doctrinales José Antonio. Tanto Hernando como Márquez resistieron, en esta primera etapa de creación de CCOO, las ofensivas contra el movimiento naciente y contra el propio Centro por haberse ofrecido a darle su amparo. Aquel local, poco a poco, se transformó hasta ser el refugio y centro de operaciones de las nacientes CCOO, y desde donde se extendieron inicialmente a nivel de Madrid, primero a las distintas industrias y ramas y, después, a otras provincias y nacionalidades. Allí la Comisión del Metal entramos en contacto, en primer lugar, con compañeros como Nicolás Sartorius, Constantino y otros, del sector de Artes Gráficas y, más tarde, con Macario Barja, Tranquilino Sánchez, entre otros, de la Construcción; con estos la segunda reunión la tuvimos en el Centro Manuel Mateo que había en Palomeras Bajas.
Sobre la base de la experiencia del Metal se crearon las comisiones en las demás ramas de la industria y, al mismo tiempo, formamos una comisión que coordinaba todas la ramas y a la que acudía un representante de cada una de ellas; fue la Comisión Interramas, a la que llamamos más tarde la Inter, de la que formaríamos parte, entre otros, Tranquilino Sánchez, Ceferino Maeztu, Julián Ariza, Martínez Conde, Hernando, Nico Sartorius y yo.
Las luchas del Metal por conseguir que ese aumento del veinte por ciento fuera reconocido y homologado por el Gobierno adquirieron proporciones importantes y se realizaron varias manifestaciones ante la Delegación Provincial de Sindicatos y ante la Delegación Nacional en el paseo del Prado.
El Gobierno estaba preocupado por el carácter que adquiría aquello y a su vez quería conocer ese movimiento en el que aparecíamos comunistas, socialistas de Tierno, católicos de los movimientos HOAC, JOC, Hermandades del Trabajo, VOS, UTS y falangistas que se llamaban de izquierdas y ver si, en alguna medida, era integrable dentro del sistema. Para ello el ministro de Sindicatos, José Solís, nos convocó a una reunión a Julián Ariza y a mí, y con nosotros a Matorras de Marconi y Fuentes (de las Vanguardias Sociales) de la Empresa Nacional de Hélices para Aeronaves. Su «interés» por vernos nos llegó a través de un trabajador de Perkins. En la fábrica había un compañero que tenía una hija trabajando en la Compañía General de Seguros con Álvarez de Molina, entonces procurador en Cortes y presidente del Sindicato Nacional del Seguro de los verticales. Este hombre nos explicó que Álvarez de Molina, a través de su hija, quería convocarnos a una reunión de alto nivel, pues al parecer deseaba hablar con nosotros de algo «muy importante».
Para sorpresa nuestra cuando fuimos a aquella reunión nos encontramos a José Solís Ruiz, «el ministro», junto con Álvarez de Molina.
Efectivamente, la entrevista se realizó el 7 de enero de 1965 en el local que tenía el Comité de Defensa de la Civilización Cristiana, que entonces presidía Solís. Este local se encontraba cerca del Frontón Jai-Alai, creo que en la calle de Antonio Maura. Allí estábamos, como decía, Julián, Fuentes, Matorras y yo y nada más llegar allí, Solís, con esa característica populista que todo el mundo conoce de él, «la sonrisa del régimen», trató de olvidarse de su cargo de ministro intentando comportarse de forma más familiar. «¡Bueno, Camacho, vamos a ver, qué me estáis haciendo los del metal!». Así empezó la conversación con Solís, que actuó, pensamos nosotros, en dos direcciones. Una para ver si podía frenar las luchas del Metal que se estaban desarrollando. La otra, para conocer qué era aquello de Comisiones Obreras, hacia dónde se dirigía y ver, naturalmente, cómo hacerle frente. Nosotros le planteamos toda una serie de reivindicaciones, entre otras el derecho a reunimos libremente, el derecho a poder hacer asambleas, es decir, le propusimos, sin duda con toda la osadía del mundo dadas las condiciones que vivíamos, los elementos concretos, claros, de la libertad sindical. Aquella «sonrisa» nos dio solo promesas y como es habitual ninguna se cumplió. No se nos permitió hacer ninguna reunión ni de enlaces ni de jurados dentro del sindicato. Es decir, que el vertical continuó siendo lo que era: un obstáculo fundamental para la defensa de los intereses de la clase obrera.
No solo no se cumplieron las promesas de Solís sino que por su influencia y conociendo ya algunas de las proyecciones y características del nuevo movimiento obrero, cerró el Centro Manuel Mateo tras echarnos previamente de sus locales. Volvieron las amenazas y comenzó un largo peregrinar de las nacientes Comisiones Obreras para poder mínimamente reunirse en un local. Querían llevar las embrionarias organizaciones de los trabajadores a la clandestinidad, a las catacumbas, para impedir su desarrollo, y el Gobierno empezaba a considerar la liquidación del recién iniciado movimiento de Comisiones. En realidad, aquella entrevista con Solís no era un acercamiento o una muestra de liberalismo sino todo lo contrario, fue el principio de la más dura represión y persecución que, en mi caso y en el de otros muchos compañeros, acabó con años de cárcel.
En aquellos momentos José Hernando, miembro de la Inter-ramas, aprovechando su amistad con Ismael Medina, que era jefe del Gabinete de Prensa del ministro de Trabajo, Romeo Gorría, consiguió imprimir en el ministerio alguno de nuestros documentos e incluso por su mediación nos entrevistamos con el propio ministro. A aquella reunión que celebramos en el despacho de Romeo Gorría asistimos Ismael Medina, Hernando y yo. Como Solís, quería informarse de lo que pretendíamos aquellos enlaces y jurados de Comisiones y fueron él mismo e Ismael Medina los que nos informaron de las discrepancias que tenían con el resto del Gobierno. A diferencia de Solís, Romeo Gorría era menos populista, menos ligero, más serio, quizá menos audaz pero más partidario de cierta evolución de los sindicatos verticales; tenía una importante incompatibilidad con el ministro de Sindicatos. La lucha de los trabajadores, ya importante, agudizó estas diferencias, algunas sin ninguna duda palaciegas, pero otras reales; Romeo Gorría, con menos apoyos en El Pardo, tenía las de perder. Ismael Medina era del sector evolucionista, aunque después se pasó a posiciones más ultras; era del grupo de antiguos miembros del Frente de Juventudes que, en aquel momento, apoyaba a Romeo Gorría. Quizá el ministro de Trabajo buscaba conseguir lo que no pudo Solís y obtener así un respaldo para esa débil posición suya frente al Pardo; en ambos casos inútiles intentos, porque reivindicábamos las libertades sindicales y era algo que ninguno de los dos tenía en su mano. Pero nosotros sí supimos aprovechar esas contradicciones, por ejemplo, editando algunos documentos nuestros en el propio ministerio.
En un primer momento el movimiento sindical de Comisiones Obreras, como lo demuestran las posiciones de los propios ministros del régimen, causó sorpresa y no supieron bien dónde situarlo. Había en Comisiones desde ex camisas viejas hasta gentes como yo que sabían, aunque no podían probarlo, que eran comunistas. Nos reunimos con Solís, con Gorría, y a algunas de nuestras reuniones en el Manuel Mateo asistió Emilio Romero. En Perkins habíamos tenido un conflicto con la empresa y el diario Pueblo había publicado una nota bastante correcta sobre el desarrollo y la justeza de nuestras reivindicaciones. El jurado de empresa del que formábamos parte Monge, como secretario, Ariza, otros amigos y yo, valoramos en una reunión del jurado esa nota positiva y acordamos bajar a Pueblo. Nos recibió Emilio Romero, que era su director; la verdad es que en vez de hablar de los problemas de Perkins, después de entregarle la nota, hablamos de CCOO, de la ASO y del movimiento sindical. En aquellos momentos no cabe duda de que había contradicciones serias entre Emilio Romero y Solís. Unos y otros querían manipular a Comisiones, ver en qué medida podían ser utilizadas en el fondo para que siguiera dominando el sistema.
La Alianza Sindical Obrera (ASO) se dio a conocer a mediados de 1963, y, por lo que nosotros supimos, estaba financiada desde Alemania; entre los que sostuvieron esta organización estaban Josefina Arrillaga y uno de los sobrinos de García Lorca, Manuel Fernández Montesinos. José Alonso, militante del Partido Socialista del Interior de Enrique Tierno y destacado miembro de CCOO, nos informó de una entrevista que había mantenido con ellos y de la poca claridad de su posición ya que mantenían incluso contactos con círculos de los altos dirigentes sindicales franquistas. Aparte de esa financiación nada clara y de su nula presencia en los centros de trabajo, se les conocía por sus entrevistas con periodistas de radio y televisión extranjeras que tenían lugar en grandes hoteles como el Palace o el Carlton, lo que nos creó, cuando nos invitaban a esos encuentros con la prensa extranjera, serios problemas con la policía.
Invitamos a Emilio Romero a una de las reuniones en el Centro Social Manuel Mateo. Asistió y pudo ver cómo se hacían las asambleas de Comisiones Obreras, cosa que relata después, yo creo que con cierta fidelidad, en el libro Cartas al Rey. Así, con el desarrollo constante del movimiento obrero, con su independencia y a pesar de estos manejos vis a vis de todas las fuerzas, Comisiones Obreras se perfiló más como una fuerza independiente al servicio «única y exclusivamente» de los intereses de la clase trabajadora. Entonces se dieron cuenta de que aquello no era manejable, que no era integrable y empezó el segundo período, el período represivo.
También en estos momentos hubo una operación retorno iniciada por el verticalismo. Intentaban integrar en su sindicato a diferentes personas de organizaciones sindicales clásicas, UGT y sobre todo CNT, como Juan López y otros. También lo intentaron con Comisiones a través de Hernando, que como se sabe fue del Frente de Juventudes. El personaje encargado de esta tarea fue Romay, que era una especie de asesor de Solís en el sindicato vertical. Él invitó a Hernando a una cena en un restaurante de las afueras de Madrid, y allí llegaron a ofrecer puestos en el sindicato y cargos en lo que entonces era ministerio de Relaciones Sindicales. Luego, cuando Hernando nos contaba las intenciones de Romay, no salía de su asombro por la cantidad de billetes que había visto manejar a los que le invitaron. Ni qué decir tiene que Comisiones no estaba en venta, ni tampoco los hombres más caracterizados que aparecíamos a su cabeza. De aquí que aquella operación de integración o de compra fracasase y la consecuencia fuera que iniciaran inmediatamente las detenciones.
Uno de nuestros primeros documentos, probablemente el más importante de nuestra historia inicial como CCOO, lo discutimos y aprobamos en la fase final de nuestra estancia en el Centro Social Manuel Mateo, antes de que nos expulsaran; lo firmamos con nombres y apellidos cien destacados militantes y lo titulamos Ante el futuro del Sindicalismo; el 31 de enero de 1966 lo difundimos masivamente entre los trabajadores. Fue una verdadera declaración de principios que asumieron las CCOO de todo el país.
De los locales del Centro Social Manuel Mateo, Comisiones Obreras pasó a los del Círculo Doctrinal José Antonio en la calle de Ferraz, y también por presiones del Gobierno se nos expulsó de allí. Luego fuimos al Círculo Marzo de la calle Barquillo controlado por estudiantes de la llamada Falange de Izquierdas, tipo Hedilla. Allí tuvimos dos reuniones y a la tercera volvieron a echarnos. Pasamos también por los locales sindicales de Usera, de Orcasitas, de Entrevías e igualmente hicimos algunas reuniones en el local del Círculo Carlista en la calle del Limón y en el de la UTS de Ceferino Maeztu en la plaza de los Mostenses aunque, en estos centros, solo podíamos reunimos una representación reducida de la Inter que llamábamos Comisión Delegada. En ninguno de los locales más o menos oficiales por donde aparecimos nos permitieron más de dos reuniones. En aquellos momentos difíciles, cuando Comisiones Obreras estuvo cercada, y su existencia puesta en peligro dado el acoso policial y la imposibilidad de reunión de todos sus miembros, fue cuando la parroquia del Pozo del Tío Raimundo significó un punto estabilizador que garantizó durante cierto período la continuidad, y superado ese momento, nuestro desarrollo posterior.
El padre Llanos, en el Pozo del Tío Raimundo, fue entonces no solo un gran amigo nuestro, sino, por su autoridad moral, decisivo para nuestra permanencia en el Pozo. Inmediatamente ingresó en CCOO donde llegó incluso a militar activamente en ese período y después, no solo en la Comisión de Artes Gráficas, sino que colaboró con la Inter. Una militancia que siempre ha mantenido incluso en la Confederación Sindical de CCOO. Si Comisiones nació de la forma ya indicada en el sindicato, tuvo su plataforma de lanzamiento inicial en el Manuel Mateo, que se transformó casi en una Casa del Pueblo durante un período, el otro centro vital que tuvieron las Comisiones Obreras, en aquel período, fue el Pozo del Tío Raimundo. El Pozo pasó a ser la nueva Casa del Pueblo sobre todo por la gran ayuda, por la comprensión del padre Llanos, al que reconocemos que en este período de nacimiento, consolidación y extensión de Comisiones Obreras fue un hombre que jugó un gran papel. Un hombre generoso y bondadoso que, en una larga vida llena de acontecimientos, unió sus esfuerzos a los de la clase obrera. Un hombre de una honestidad tal que le llevó a escribir un libro biográfico en el que él mismo, sin que nadie se lo pidiera, autocrítica sus actuaciones pasadas.
La Brigada Político Social puso en marcha una persecución sistemática contra nosotros, incluso llegaron a dedicar un comisario especialmente para Comisiones Obreras, llamado Delso; llegamos a conocernos bien, porque cada vez que había una concentración o una reunión en el sindicato, nos llamaban a la Dirección de Seguridad, normalmente a Ariza y a mí. De la misma manera que, cuando las Escuadras Negras golpearon a Monge, secretario del jurado de Perkins, pusimos una denuncia y nos citó la policía no para pedir información sobre la agresión sino para intimidarnos, así ocurrió cuando las reuniones del Manuel Mateo y después cuando las del Círculo Doctrinal José Antonio. Siempre había violencia y amenazas en el lenguaje cuando nos echaban aunque, en general, no pasaban de eso. Cuando llegábamos a un local nuevo nos permitían reunimos durante unos días, pero cuando se enteraban de quiénes éramos nos mandaban a los guerrilleros de Cristo Rey, pistoleros ultras, o a la propia policía.
En lo que se llamaba el común del Pozo, que era donde vivían el padre Llanos y un grupo de jesuitas, había unos talleres que utilizaban para dar algo de formación profesional a los jóvenes que vivían en aquel barrio de chabolas, en general hijos de emigrantes que huían de la miseria de los jornales agrícolas. En aquellos talleres hacíamos las reuniones más numerosas y, en muchas ocasiones, la policía rodeaba la zona para detenernos o simplemente para interrumpir la reunión.
En aquel año de 1964, cuando ya teníamos experiencias concretas no solo de Madrid sino también de otros lugares del Estado, los comunistas tratamos de avanzar sin prejuicios para consolidar a nivel de Estado el movimiento que estaba surgiendo. Para ello nos reunimos, en una residencia de la CGT francesa a unos cincuenta kilómetros de París, algunos de los dirigentes más destacados. Muchos de nosotros nos veíamos por primera vez, otros, sin embargo, ya habíamos coincidido en otras etapas. Estuvieron Fernando Soto y Eduardo Saborido de Sevilla, Gerardo Iglesias y Manuel González Otones de Asturias, David Morín de Bilbao y Franco de Guipúzcoa, Cipriano García y Ángel Rozas de Barcelona, otros compañeros y también por supuesto Víctor Díez Cardiel y yo por Madrid. Planteamos a la dirección las diferentes experiencias del movimiento obrero y después de algunos debates centramos la discusión en las experiencias del Metal de Madrid y en buscar la forma de extenderlas al resto del Estado.
No fue esta la única reunión que celebramos en París en plena clandestinidad; hicimos algunas más a pesar del riesgo que entrañaba. Para no despertar sospechas, Josefina y yo, y a veces también los niños, íbamos primero a Toulouse a ver a su hermana Isabel y a mi cuñado Diego y también a Marsella a casa de su hermano Juan y mi cuñada Georgette. Entre los días que pasábamos con la familia yo aprovechaba para viajar a París ya seguro de que no me seguía la policía española. Siempre salí con mi documentación y mi pasaporte, aunque había otros compañeros que pasaban la frontera con documentación falsa para evitar ser localizados.
A la segunda reunión que celebramos un año más tarde, también en París, asistió Santiago Carrillo y Dolores Ibarruri pasó a saludarnos un día mientras comíamos. Dolores siempre se emocionaba cuando podía reunirse con alguien que venía del interior, preguntaba cómo se vivía y sobre las luchas que manteníamos.
Al final acabamos cantando canciones populares y otras, que ella y los que allí estábamos, recordábamos del período de la guerra. En los debates comprobamos las dificultades para que algunos compañeros asumieran los planteamientos de lucha abierta y la utilización de los sindicatos verticales. Todavía había camaradas que consideraban aquello una traición y en muchos sitios tenían dificultades para salir a la luz pública. En esos lugares las Comisiones Obreras seguían siendo organizaciones clandestinas y vanguardistas con escasa capacidad de convocatoria.
La primera reunión a nivel nacional la celebramos en la finca de Mariano Robles Romero-Robledo en el pueblo de Guadarrama a primeros de enero de 1966. En las reuniones de la Comisión Delegada, que ya hacíamos con más cuidado para que no nos siguiera la policía, discutimos la necesidad de establecer también una coordinación a escala nacional. Hubo algunas discrepancias porque Ceferino Maeztu se opuso a crear un órgano de coordinación a ese nivel, entre otras razones, porque él había organizado un grupo sindical propio que se llamaba Unión de Trabajadores Sindicalistas (UTS). No estaba en su proyecto que las Comisiones Obreras de Madrid fueran la base de lo que con el tiempo sería la Confederación Sindical de Comisiones Obreras y trató de impedir que se creara otro grupo a nivel del Estado que pudiera entrar en competencia con el que él tenía y que era una mezcla de sindicalismo joseantoniano. A esta primera reunión nacional no asistió Maeztu a pesar de que los comunistas de la Inter habíamos puesto todo el cuidado para impedir que se alejara del proyecto de Comisiones.
Cuando los militantes comunistas de CCOO analizamos la propuesta de una reunión nacional, pensamos que podría convocarse a través del Comité Sindical Europeo, creado por aquel entonces en la capital francesa y con el que nos reunimos. Este comité estaba compuesto por la CGT francesa, sindicatos de las TUC de Escocia y la FGTB (Federación General de Trabajadores de Bélgica). A aquella primera reunión de lo que más tarde sería la coordinadora general de CCOO asistieron por la CGT francesa, Merlo, por Bélgica vino un ferroviario y por Inglaterra un minero del País de Gales de la dirección de las TUC británicas. Además de los compañeros de Madrid, asistieron también otros de Asturias, de Andalucía, de Euskadi y de Cataluña.
Estuvimos reunidos dos días sin salir de la casa y comiendo gracias a la familia de Mariano Robles. El primero en intervenir fue el compañero Merlo, que expuso la solidaridad de los sindicatos europeos con los trabajadores españoles; a continuación intervine yo, que presidía la reunión, y establecimos un orden del día que, en primer lugar, abordó la información de las diferentes zonas que allí estábamos representadas. A esta primera reunión a escala nacional siguieron otras hasta que formalmente se creó la Coordinadora General en 1967. Era una época de contactos iniciales y de extensión de las Comisiones Obreras. Ya habíamos conectado con Barcelona, Valencia, Alcoy y constituido la Comisión Regional de Valencia. Recorrimos las zonas más industriales de toda España extendiendo la experiencia reciente de Madrid que era donde Comisiones se había dado con un carácter más acabado y permanente, y recogiendo a su vez las experiencias de los compañeros de estos lugares.
A partir de este ejemplo de las Comisiones de Madrid, en las que participamos conjuntamente trabajadores con cargos sindicales electos y otros sin cargo alguno, extendimos la idea de que las catacumbas, la clandestinidad, eran la muerte del movimiento de masas y por ello era preciso combinar con flexibilidad la lucha legal con la lucha extralegal, es decir, la ilegal. Mi mayor preocupación en los primeros años fue huir de la clandestinidad, y por ello verse, reunirse en locales legales, ya fuera en la fábrica, en sindicatos oficiales, en el Manuel Mateo, en el Círculo Doctrinal José Antonio de la calle Ferraz, en el Círculo Marzo, en los locales carlistas, en las Hermandades del Trabajo, en el Apostolado Social (HOAC, JOC, VOS, etc.), o en iglesias como la del padre Llanos, o la del padre Gamo en Moratalaz, constituyó una constante de nuestra actividad.
Con otros compañeros de la Inter participé en algunas de las reuniones constitutivas de las Comisiones Obreras Juveniles y años después, entonces desde la cárcel, di mi opinión cuando los compañeros tanto de las juveniles como de la Inter, me consultaron sobre su disolución.
En la mayoría de las empresas del Metal había importantes núcleos de aprendices que contrataban por bajísimos salarios. Ellos eran un sector muy activo en las movilizaciones y algunos jóvenes como José Casado, Pepito, Nati Camacho y otros llevaron adelante la iniciativa de crear una organización específica siguiendo las experiencias que ya teníamos.
En octubre de 1966 se celebró en Villaverde Bajo la asamblea constituyente de las Comisiones Obreras Juveniles, en la que se discutió y aprobó un programa reivindicativo que marcó el norte para la lucha juvenil. Sus reivindicaciones reflejaban cuál era su situación: a trabajo igual, salario igual; sesenta por ciento del salario real durante el servicio militar; prohibición a los aprendices de horas extraordinarias y trabajos nocturnos; enseñanza gratuita hasta los dieciocho años; derecho de huelga y libertad sindical. Este programa se hizo público con la firma de veinte jóvenes, entre los que estaban los más activos y prestigiosos. A partir de entonces estuvieron presentes en las luchas más importantes contra la dictadura defendiendo sus reivindicaciones y las de CCOO. Su disolución se planteó cuando comprendieron que sus acciones se separaban cada vez más del trabajo de masas entre los jóvenes trabajadores y al cambiar de forma de lucha a otra de activismo ultraizquierdista se alejaban de los jóvenes obreros. Durante el período de represión y retroceso de la lucha de masas, protagonizaron muchos de los llamados «comandos» que actuaban como manifestaciones fugaces, difíciles de localizar por la policía, pero que en sí mismas eran minoritarias y clandestinas.
Madrid se estaba transformando en un importante centro industrial, su proletariado era joven, como su industria, a diferencia de Cataluña, Euskadi o Asturias; por su pasado de centro administrativo, era menos aguerrido, pero también sus tradiciones le condicionaban menos para innovar sin prejuicios. Por eso supo pegarse al terreno, crear nuevas formas de lucha; por eso supo combinar la lucha legal aprovechando magistraturas de Trabajo, sindicatos verticales, convenios colectivos, prensa, locales oficiales, y la lucha ilegal o extralegal de reuniones coordinadoras que marcaban la dirección global. Donde otros ponían reparos, comprensibles en los que habían conocido el pasado y el presente fascista de estos locales oficiales, la joven clase obrera, nacida en Madrid y procedente del campo, de las provincias limítrofes y de Andalucía, se entrenaba a través de muchas y simples luchas de clase; avanzaba y creaba, con sus propias experiencias, el sentimiento de que era posible luchar y vencer, aun bajo las difíciles condiciones del fascismo.
De las pequeñas reuniones de los miércoles y de las reclamaciones en las magistraturas de nuestros compañeros y abogados laboralistas, comenzando por María Luisa Suárez Roldán, a través de un proceso se pasó a las grandes acciones de masas y de fuerza, del 28 de junio de 1966, y del 27 de enero y octubre de 1967.
Deseo y espero explicar lo mejor posible la razón que me lleva a detenerme especialmente en las experiencias de Madrid, en esta fase inicial. Y es que fue en la capital donde esa transición de ciudad administrativa a centro industrial se produjo con mayor fuerza y claridad. Eso no quiere decir que en el resto del país no hubiera experiencias más o menos similares, pero fue en Madrid donde logramos darle continuidad.
Hay un documento histórico que recoge la investigación que la policía de Vizcaya realizó sobre una llamada «comisión obrera fantasma». En realidad se trataba de una experiencia similar a la nuestra pero que no logró tener continuidad ante el acoso policial.
Toda transición es el paso de una situación a otra en la que lo nuevo todavía no domina y lo viejo aún no ha desaparecido. Son momentos generalmente contradictorios, de gran plasticidad, también de creación e innovación. Durante un período coexisten lo llamado a instalarse y lo destinado a desaparecer o a modificarse profundamente. Se necesita una gran flexibilidad además de gran firmeza y una gran capacidad de integración, porque lo rígido, lo duro, no es firme en general, sino que por el contrario es débil a pesar de la apariencia. Para mi experiencia personal, este momento de cambio me aportó muchas enseñanzas. Tengo que confesar que una de mis pasiones es examinar cómo los acontecimientos van transformando la realidad, poco a poco, hasta que en un momento, el más apasionante, se desvelan los cambios; además se hacen inevitables y caen los obstáculos que impiden el progreso y el desarrollo humano. Creo que en aquel período aprendí a ser más flexible, a prestar más atención al «devenir» y ver lo nuevo aunque aún no domine y, por encima de los momentos oscuros, difíciles, a ser firme y a tener confianza en el futuro humano.
La riqueza del momento de cambio se plasmó de forma natural en la organización. En Comisiones predominaba el respeto a la diversidad de capas, personas, ideas o creencias; nos organizábamos más en torno a «coordinadoras» que a direcciones rígidas, más en torno a equipos que a individuos. A lo largo de este período, como a lo largo de toda mi vida, he luchado con multitud de compañeros y, en general, de amigos. Algunos nos han dejado porque han buscado posiciones menos difíciles en la lucha, otros, porque tal vez no hemos sabido explicarles mejor la situación, darles suficientes razones y argumentos, o escucharles y aprender de ellos. Yo creo que nunca debemos decir que no nos comprenden, sino que no nos explicamos bien. Por otra parte el contexto enormemente duro influía decisivamente, ello sin olvidar los medios que se nos negaban.
En aquellos años no solo se trabajaba en el interior del país, en el exterior también hubo una labor que, aunque menos conocida, tuvo una gran importancia para el aislamiento internacional del régimen.
Con el objetivo de dar a conocer las luchas del interior y de conseguir la solidaridad y la ayuda necesarias se creó la Delegación Exterior de Comisiones Obreras, la DECO, que dirigió Carlos Elvira, uno de nuestros más sólidos dirigentes. Había pasado veintidós años en las cárceles franquistas y después, ya en la democracia, fue secretario del departamento internacional de la Confederación, más tarde secretario de Finanzas y, hasta el IV Congreso, presidente de la Comisión Estatal de Garantías y Control. El llevó el mayor peso de la DECO, junto con Rozas y Pedro Cristóbal, un compañero procedente de la católica AST, después transformada en Organización Revolucionaria de Trabajadores. Carlos jugó un gran papel, en todos los aspectos, como representante de las nacientes Comisiones Obreras en el mundo. Se batió en el movimiento sindical internacional y en la OIT con gran tenacidad, sobre todo denunciando la represión y buscando la solidaridad de otros pueblos.
Nunca valoraremos bastante el apoyo que nos prestaron la mayor parte de los corresponsales extranjeros.
Personalmente, si quiero ser justo y honesto, tengo que reconocer y agradecer que, sobre todo en los casi diez últimos años que pasé en las prisiones franquistas, ellos mantuvieran casi semanalmente contactos con Josefina, mi compañera, y con mi hermana Vicenta. Casi todas mis cartas las utilizaban para sus crónicas cuando buscaban información alternativa a la oficial; seguían las luchas de las cárceles, además de las de los centros de trabajo y la calle.
Fueron muchos y recordaré, por no citar a todos y a todas, a Armando Puente, Divelius, del Time, José Antonio Nováis, de Le Monde y, muy especialmente, a Linda Herman, gran periodista alemana, miembro del Partido Socialdemócrata (SPD), corresponsal del National Zeitung de Basilea, del grupo Springer, y del primer canal de Televisión Alemana (RFA).
Fue en casa de Linda donde tuvimos varias reuniones con Carlos Pardo, sindicalista español emigrado y dirigente del IG-Metal de la RFA y de la DGB. Ella nos prestó una gran ayuda en los contactos con los sindicatos alemanes que seguían nuestra actividad. Linda asistió a la reunión que tuvimos José Alonso y yo en el despacho jurídico de Enrique Tierno y Raúl Morodo, en la calle Marqués de Cubas, con Hans Mathoffer, dirigente del partido socialdemócrata Alemán, el SPD, y que llegó a ser ministro en uno de los gobiernos de la República Federal Alemana.
Los socialdemócratas apoyaban nuestra lucha, pero la ayuda que ellos dieron siempre fue para el Partido Socialista y la UGT, no el Partido Socialista del Interior, donde los más representativos eran Tierno y Alonso, sino para los socialistas de Llopis que vivían en Toulouse y estaban bastante más alejados de la lucha.
Los sindicatos alemanes y el SPD estaban muy interesados en conocer Comisiones Obreras directamente porque la única información que tenían les llegaba a través de Llopis, presidente del PSOE del exterior desde Francia, y estaba claramente deformada. Entonces el Partido Socialista del Interior creado por Tierno, Morodo y nuestro compañero José Alonso, un ferroviario militante de CCOO y después uno de nuestros mejores dirigentes, se encontraba muy próximo a Comisiones. En casa de Tierno, un día que celebraban la fiesta onomástica de Encarnita, su mujer, conocí a Mario Soares, después presidente de Portugal, e intercambiamos opiniones sobre los problemas de aquí y de su país. Enrique Tierno tenía especial interés en demostrar sus relaciones con el movimiento obrero, con Comisiones Obreras que era la organización protagonista de la lucha contra el franquismo. Por su parte Soares, que vino desde Francia, donde se había exiliado después de haber sido detenido por la dictadura de Salazar, estaba también interesado por nuestra experiencia, ya que en Portugal, bajo las condiciones de fascismo, no se conocía un desarrollo de la lucha de masas como el que se había producido en España.
Cuando Joaquín Ruiz-Giménez dejó la presidencia del consejo de administración de Perkins, puso en marcha su vieja idea de crear una revista orientada a la lucha pacífica por la conquista de las libertades democráticas, entre ellas la libertad sindical. Nos pidió a Julián y a mí que escribiéramos algunos artículos periódicamente, cosa que hicimos.
Como ya mencioné anteriormente, en esa serie de artículos publicados en Cuadernos para el Diálogo analizaba el nuevo Madrid y la forma de crear la conciencia y de organizar, sin saltos bruscos pero activamente, los nuevos factores de la España que se industrializaba. En aquellos artículos además analizaba las dificultades que los jurados de empresa tenían para defender los derechos de los trabajadores, teniendo al mismo tiempo que luchar contra empresarios y contra el propio sindicato vertical. «Si son honestos con sus compañeros», decía refiriéndome a los jurados, «pueden verse en muchas ocasiones en situaciones delicadas frente a sus empresarios, sin que la Ley ni la organización sindical sea eficaz, en bastantes casos, en su defensa, ya que no les faltan medios para burlar a ambas autoridades recurriendo a los mil y un procedimientos ilegales que conocen a la maravilla […]. Si prolongamos los jurados y llegamos a la sección social», elecciones a nivel provincial, «nos encontramos con que su elección presenta serios problemas, sobre todo porque no se les conoce (por la mayoría de los electores), ni presentan ningún programa; y la información de estos vocales de la sección social, hacia los enlaces y jurados, es prácticamente imposible…».
Es en este período cuando los abogados, en nuestro caso especialmente los laboralistas, jugaron un gran papel no solo jurídico sino también militante. Todos sabíamos que, bajo el franquismo, las leyes de carácter social eran regresivas en general y, además, en no pocas empresas lo poco de estas leyes que beneficiaba a los trabajadores no se cumplía. Los buenos convenios colectivos primero hay que conquistarlos, después hay que defenderlos y, no pocas veces, hay que imponerlos frente a los empresarios que tratan de mantener o ampliar sus privilegios. Lo mismo sucede con las leyes ya que hay que obligarles también a cumplirlas.
Sin libertad, con los sindicatos verticales y con sus juristas al servicio del gran capital y de la dictadura, las abogadas y abogados laboralistas fueron un factor decisivo en esta fase para que se cumplieran los aspectos positivos de las leyes. Los trabajadores empezaban a sentirse apoyados por los jurados honestos que empezaban a elegirse, por juristas demócratas y por Comisiones Obreras.
Los primeros abogados laboralistas fueron un punto de apoyo y sus despachos locales donde hacíamos reuniones desde los obreros de las empresas hasta la dirección de Comisiones Obreras. Por respeto a la verdad y por rigor histórico, no por estrechez o por sectarismo, hay que afirmar que fueron los abogados militantes del PCE los que iniciaron este trabajo gratuitamente en su condición de juristas y de militantes por la causa de la justicia social y la libertad.
Una vez ganamos uno de los juicios ante la Magistratura de Trabajo en el que María Luisa Suárez, pionera entre los laboralistas, había defendido a los trabajadores de Perkins. Nunca antes le habíamos pagado nada, así que decidimos hacer una colecta para compensar, al menos, los gastos de las pólizas. El dinero que recogimos se lo llevamos en una bolsa de plástico a su casa, en la calle Feijoo número 14, donde trabajaba antes de tener el despacho de la calle de la Cruz 16. Sentados tres compañeros de la fábrica y yo en su comedor, volcamos en una alfombra toda la calderilla que habíamos recogido y se la entregamos. Un dinero con un valor moral más allá del monetario.
Los abogados vinculados al PCE habían participado sobre todo en la defensa de los militantes del partido detenidos por la policía en diferentes ocasiones. María Luisa también defendió a militantes comunistas junto a otros abogados como Gregorio Ortiz, en un período anterior, Amandino, Antonio Rato, Manuel López, Flórez, Carrasco, que también destacaron en procesos político-sindicales, antes de existir el Tribunal de Orden Público. Posteriormente, cuando se creó el despacho de la calle de la Cruz, se incorporaron otros abogados que se dedicaron especialmente a los asuntos laborales; uno de ellos, entre otros muchos, fue en ese momento José Jiménez de Parga, que provenía de sectores católicos pero que más tarde ingresó en el partido.
Muchos fueron los abogados que se sumaron a este proceso iniciado con María Luisa Suárez, y no solo en Madrid sino también en las principales ciudades del país. Constituyeron una aportación excepcional, histórica, al renacer del nuevo movimiento obrero y merecen nuestro reconocimiento.
De mi defensa se encargaron primero los juristas militantes del PCE y, ya en los primeros años de prisión, se incorporaría a mi defensa Joaquín Ruiz-Giménez Cortés. Después se irían sumando católicos progresistas y otros demócratas, como Mariano Robles Romero-Robledo, entonces del PSI de Tierno. Está claro que la creación de Comisiones Obreras en Madrid es la obra de un colectivo de militantes muy diversos, muy plurales, entre los que algunos podríamos destacar pero, en realidad, fue obra de todos y contó con una amplia simpatía y apoyo.
Para conocer el trabajo de los abogados laboralistas, tan importante para Comisiones y tan importante en mi propia vida durante los años de cárcel y procesos, no creo que haya nada mejor que un artículo, verdadero documento, de la primera abogada laboralista, María Luisa Suárez, titulado «La calle de la Cruz, primer despacho laboralista», y publicado en Mundo Obrero el 17 de octubre de 1985. De lo que dice, no solo yo, sino miles de trabajadores, podrían dar fe.
El PCE, durante la larga noche de la dictadura franquista, consideró necesario vigorizar su política de reconciliación nacional, cambiando su estrategia sindicalista, que hasta ese momento había sido de simple oposición al sindicato vertical. Tal cambio significó un cambio de política importantísimo.
Marcelino Camacho comenzó en los últimos años de los cincuenta a tener contactos conmigo, como abogada del PCE, y a enviarme a mi despacho de Feijoo, 14, trabajadores que precisaban asesoramiento jurídico y asistencia ante la Magistratura de Trabajo, así como también ante el TOP, que había empezado a funcionar en diciembre de 1963. Marcelino Camacho creó por esta época Comisiones Obreras; definió su contenido sindical, democrático y de clase e hizo posible que se convirtiese en la organización sindical más importante del país, porque su desarrollo fue en progresión geométrica, de tal modo que mi despacho se quedó pequeño, ya que Comisiones Obreras necesitaba una asistencia jurídica más extensa e importante.
La dirección del PCE en Madrid, al frente de la que estaba Francisco Romero Marín (diecisiete años de clandestinidad hasta su detención al final de la etapa franquista), con su gran sensibilidad política estimó primordial la creación de un gran despacho laboralista en el que Comisiones Obreras pudiera tener el asesoramiento jurídico y antirrepresivo que su desarrollo y la represión franquista hacían imprescindible. Romero Marín me comunicó que el PCE se hacía cargo de los gastos del despacho hasta que pudiéramos independizarnos.
Así nació Cruz 16, con Antonio Montesinos, José Jiménez de Parga, José Esteban y yo misma. Fue el primer despacho de y para CCOO y la clase trabajadora en general, subvencionado, clandestinamente, por el PCE a través mío. Fue una primera etapa en la que el trabajo que desarrollábamos en el despacho estaba plagado de complejidades. Nos veíamos forzados a asesorar con las leyes poco o nada sociales con las que contábamos. Teníamos que asistir a las negociaciones de los convenios frente a los representantes de las empresas, que casi no tenían en cuenta nuestra presencia, puesto que no tenían obligación de recibir al abogado particular de los trabajadores, ya que los representantes natos de ellos mismos eran los letrados del sindicato vertical y nosotros nos veíamos forzados a asistir a las conciliaciones ante ese sindicato vertical.
Había que defender también ante la Magistratura de Trabajo a los despedidos y sancionados por paros o huelgas, que siempre eran considerados ilegales por los magistrados. Aquella era la época en la que las fábricas se vaciaban por la Policía Armada o la Guardia Civil entrando a la carga contra los trabajadores. También teníamos que defender a los miembros de CCOO o del PCE ante el Tribunal de Orden Público, caminando siempre sobre el filo de la navaja, porque el Fuero de los Españoles, cuando era alegado en nuestras defensas, no servía de nada, pues el juzgador siempre lo consideraba como una «simple norma programática» que habría de tener su exacto desarrollo no se sabía cuándo: Y, por supuesto, la amenaza de un procesamiento pendía siempre sobre nuestras cabezas… ¡Cómo echábamos de menos una Constitución!
Por lo que respecta a los trabajadores que se unían a CCOO, tenían que tener mucho valor, gran vocación de lucha y una gran conciencia de clase. Sus jornadas de trabajo eran infinitas: trabajar para sostener a la familia; luchar por las libertades políticas, económico-sociales, sindicales, culturales, etc., y, como «recompensa» de todo ello, pérdida del puesto de trabajo, pasar por la policía e ir a parar a la cárcel después.
Cada dos años se renovaban los entonces denominados vocales de los jurados de empresa, y los que ostentaban tales cargos, en cuanto se destacaban por sus reivindicaciones sociales, automáticamente eran sancionados con la pérdida del empleo y en la mayoría de los casos daban con sus huesos en la cárcel. Cuántos jurados de empresa en el transcurso de los años hemos visto que sufrían tales represiones en Pegaso, CASA, Standard, Perkins, John Deere, Metro, Telefónica, EMT, etc.
Visto desde la perspectiva actual, parece imposible que esto pudiera pasar. Pero lamentablemente era así. El pertenecer a CCOO y al PCE, es decir, a la vanguardia de la clase trabajadora, exigía unos sacrificios que no todos los trabajadores estaban dispuestos a arrostrar.
Creo poder decir, sin pecar de inmodestia, que el despacho de Cruz 16, al igual que los que después se crearon, desempeñó en la medida de nuestras fuerzas una labor asistencial y antirrepresiva importante, tal como precisaba CCOO. Porque además, Cruz 16, era un punto de referencia donde los trabajadores podían conocerse, comunicarse o reunirse.
Qué cantidad de sufrimiento humano presenciábamos día a día en nuestros despachos. No era cosa de broma ver llegar a nuestros camaradas y amigos con la policía pisándoles los talones, o a sus familias para avisarnos que la noche anterior había sido detenido un ser querido, y ver qué podíamos hacer. Nunca olvidaremos la muerte del camarada Patiño…
Y aquellos «interrogatorios» a los que se acostumbraba a someter a los detenidos. Cuántas veces he defendido a camaradas ante el TOP, o los he visitado en la cárcel, después de salir de dichos interrogatorios con los tímpanos reventados o con cualquier otro tipo de secuelas.
Fueron años muy duros, en verdad, pero, sin embargo, nos sentimos orgullosos de que CCOO y el PCE, la vanguardia de la clase trabajadora, con Marcelino a la cabeza, cumplieran una etapa de la historia que nos honra a todos. Nosotros, en nuestra calle de la Cruz 16, hicimos lo que en nuestras manos estuvo, poniendo nuestros conocimientos a su servicio, como era nuestra obligación histórica.
En el despacho de Cruz 16, creamos una pequeña revista denominada Boletín de Información de Legislación Laboral, donde se ponía de manifiesto la lucha de CCOO por las libertades políticas y sindicales, así como las leyes tan entecas con las que se contaba. El primer número vio la luz en marzo de 1966, y el último en noviembre del mismo año. Habíamos sido demasiado ambiciosos y arrojados, y la dictadura nos lo prohibió. De Cruz 16, se marcharon, no mucho tiempo después de su fundación, primero, José Esteban, y después, José Jiménez de Parga. Este último para montar su propio despacho. Después se incorporó al mismo Manuela Carmena, en 1967, y Juan José del Águila, en 1969, este último cuando salió de la cárcel.
Se abrió un segundo despacho en la calle de Modesto Lafuente 18, también de apoyo a CCOO, al frente del cual estaba el inolvidable Julián Hernández Montero, ayudado por la jovencísima y siempre excepcional Cristina Almeida. Julián murió de una grave dolencia el 23 de junio de 1969, cuando acababa de cumplir veintiséis años. Fue una gran pérdida para la clase trabajadora. A su muerte, Cristina Almeida siguió al frente del despacho.
El tercer despacho de apoyo a CCOO, y también subvencionado por el PCE, fue el que se estableció en Getafe, en la calle Madrid, al frente del cual estaban José Luis Núñez y Jaime Sartorius.
Con el transcurso de los años, Cruz 16, y los otros dos despachos arriba citados nos hicimos autosuficientes, y como los problemas laborales y represivos crecían incansablemente, Cruz 16 montó el despacho de Atocha 49, con Manuela Carmena al frente de un gran colectivo de abogados. Y Atocha 49, se extendió a Atocha 55. Por su parte, Cristina Almeida, con otro gran colectivo de abogados, montó Españoleto 13.
Y Cruz 16, a cuyo frente quedó Antonio Montesinos, se amplió hacia 1971 en Alcalá 151.
Los problemas que la legalización de los partidos políticos y la libertad sindical plantea, son atendidos en la actualidad por otros procedimientos. No obstante, mientras la lucha de clases siga planteada cada vez más hondamente, puesto que abarca más y más capas sociales, seguirá siendo precisa la existencia de despachos laboralistas y de colectivos de abogados dedicados a la defensa de los derechos sociales; claro que ellos tienen ahora una Constitución en la que apoyarse y leyes que la han desarrollado con más o menos justeza.
Sin caer en una posición estrecha o sectaria es de rigor histórico reconocer que, aun partiendo del carácter espontáneo del nacimiento de CCOO, sin la combinación de la lucha legal con la ilegal, sin la política de reconciliación del PCE a partir de 1948, de la que partió la Oposición Sindical Obrera, no hubiera sido posible avanzar resueltamente en este proceso de creación de Comisiones Obreras. Del mismo modo fueron muy importantes las reuniones de responsables sindicalistas del interior y militantes comunistas en 1964, 1965 y 1966, en España y en Francia, donde generalizamos las distintas experiencias y especialmente las de Madrid. Militantes obreros responsables del PCE como Víctor Díez Cardiel, despedido de Euskalduna, o como Mario Huertas, miembro del Comité Central y conocido entonces por su nombre de clandestinidad, Luis Segundo, facilitaron el paso de OSO a Comisiones y prestaron una gran ayuda para asegurar los contactos con las empresas. Eran militantes obreros, miembros del partido que en la clandestinidad dedicaban su actividad a ayudar al movimiento sindical y, aunque ellos no aparecieran en aquella primera fase, siempre estuvieron allí asegurando nuestra conexión. Los que trabajábamos en Comisiones no teníamos militancia de base en el partido, no asistíamos a ninguna reunión y nuestro contacto se hacía con estos camaradas o en reuniones muy especiales. Con este «aislamiento» se trataba de proteger la organización del PCE porque los que actuábamos éramos muy conocidos por la policía.
En el VI Congrso del PCE, celebrado en Praga, del que detuvieron a casi todos sus participantes a su regreso a España, y después en el VII Congreso celebrado en agosto de 1965, en Yvry (París), donde me eligieron miembro del Comité Central del partido, un punto decisivo de los debates fue la ayuda a Comisiones Obreras. El VII Congreso se desarrolló en la más estricta clandestinidad, sobre todo después de la triste experiencia del Congreso de Praga. Yo salí de España legalmente acompañado de mi compañera Josefina, y en los motivos que había que señalar cuando se solicitaba un pasaporte figuraba la visita a mis suegros, cuñados y sobrinos franceses que vivían en Toulouse y Marsella.
Fuimos a París y una vez allí los camaradas me llevaron a la Escuela de Cuadros que el Partido Comunista Francés tenía en Yvry, donde se celebró el Congreso. A Josefina, que pensaban que no sabía francés, cuando la primera y única escuela que conoció en su vida fue la francesa en Orán, la tuvieron sin salir de casa, aislada en Montreuil, un barrio de París, durante ocho días. Era la vivienda del hijo del alcalde de Montreuil, que fue voluntario en las Brigadas Internacionales al lado de la República. Nino, que así le llamaban, y su compañera, recuerdo que al terminar el Congreso y llegar yo a la casa le pidieron perdón al enterarse de que hablaba francés como ellos y no había ningún riesgo de que la detectaran como extranjera. Después, por la noche, fuimos a cenar a un restaurante chino y nos reímos a mandíbula batiente por este exceso de precauciones. De París fuimos a Toulouse a pasar unos días con la familia; el regreso a Madrid se desarrolló con entera normalidad y la policía nunca conoció mi asistencia al Congreso ni tampoco mi condición de miembro del Comité Central aunque, sin duda, lo suponían.
Algunos recordarán el eslogan del franquista y populista José Solís, ministro delegado nacional de los Sindicatos Verticales, «Que gane el mejor», utilizado en la campaña para aquellas elecciones sindicales de 1966. Una frase que demostraba la gran farsa que se preparaba porque precisamente entonces, entre otros muchos, me habían destituido del jurado de empresa y anulado una elección casi unánimemente respaldada por cerca del noventa por ciento de los trabajadores de Perkins.
Para oponernos y frenar en lo posible el «pucherazo» que se preparaba en la segunda fase de las elecciones sindicales a Secciones Sociales provinciales decidimos ir a la acción el 27 de enero de 1967. Pero si nosotros habíamos decidido pasar a una lucha más activa, más amplia contra la dictadura, por su parte el Consejo de Ministros se planteó una serie de medidas para reprimir a Comisiones Obreras. Las presiones a los miembros de la Inter de origen falangista, como Ceferino y Hernando, para que dejaran Comisiones Obreras, fueron en aumento hasta llegar incluso a las provocaciones. Hernando me contó cómo pistoleros del régimen le habían amenazado de muerte, incluso llegó a enseñarme la pistola que tenía para defenderse en el cajón de su mesa en el Centro Social Manuel Mateo, del que era secretario.
Tampoco faltaron la presión familiar, sobre todo en el caso de Hernando, con los problemas de salud de su esposa, y las contradicciones ideológicas e incluso sindicales de Ceferino, que frente a Comisiones defendía su propio proyecto con la Unión de Trabajadores Sindicalistas, que ya editaba un boletín llamado El Sindicalista. El hecho es que, por diferentes medios de presión y amenazas, consiguieron alejar a ambos de la Inter y de la lucha por la justicia social. Después, cuando por el sumario 178/66 nos condenaron a todos —a mí un poco más—, a ellos les permitieron no cumplir las penas, mientras que Martínez Conde fue a la prisión de Jaén y yo permanecí en la cárcel de Carabanchel de Madrid, donde tenía otros procesos pendientes. Todavía recuerdo cuando este último pasó por la sexta galería, camino de la prisión central de Jaén; conversando por el patio me proponía pasar un poco a la «reserva» y dejar que otros ocuparan la primera línea de la lucha durante un tiempo. Unos meses después, cuando salió de la cárcel, volvió a su trabajo como periodista en Cuadernos para el Diálogo, cuando Pedro Altares y otros andaban ya cerca del PSOE y tenían un cierto peso en la redacción. Martínez Conde más adelante ingresó en la UGT, donde sin abandonar, en un plano menos activo, corría menos riesgos, en consonancia con lo que me proponía en los paseos por el patio de Carabanchel.
Eran excelentes compañeros que procedían de diferentes campos político-religiosos, uno ex camisa vieja, otro ex antiguo miembro del Frente de Juventudes, y el último ex presidente de la HOAC. Conservo y conservaré siempre de aquellos momentos, nada fáciles, que vivimos juntos en Comisiones Obreras y en sus luchas, gratos recuerdos por encima de cualquier otra consideración. Trato de comprender y creo que comprendo las posiciones que mantuvieron teniendo en cuenta los diferentes ángulos desde los que se puede analizar la conducta de un ser humano, en aquella difícil época, en aquel medio sin libertades y bajo la dictadura, y los numerosos problemas familiares que se presentaban al entregarse a una lucha como aquella.
Creadas unas mínimas condiciones de organización en Madrid y habiendo establecido contactos con importantes centros urbanos, industriales y agrícolas, llegó la hora de pasar a una fase más activa. El llamamiento de los cien «Ante el futuro del sindicalismo» ya había reunido los elementos teóricos mínimos para impulsar y homogeneizar la acción. Además en Madrid ya habíamos alcanzado un grado de organización interesante y, en ese momento, era necesario sacar a Comisiones fuera, a la calle, y darlas a conocer más ampliamente. Nos planteábamos unas reivindicaciones a nivel global con un programa que recogía los principales objetivos inmediatos de los trabajadores y, al mismo tiempo, otros no tan inmediatos reflejados en sus ansias de libertad sindical. Ya entonces nos manifestábamos contra los contratos eventuales y por el derecho a la negociación colectiva. Asumiendo todo ello, hicimos una carta para recoger firmas en Madrid y entregarlas en el Ministerio de Trabajo el 28 de junio de 1966. Con esta acción las Comisiones de Enlaces y Jurados nos saltamos los cauces del régimen para exigir que se reconociera la mayoría de edad de la clase trabajadora.
La difundimos masivamente y recogimos unas treinta mil firmas, al tiempo que convocamos una concentración de los trabajadores de diferentes fábricas a la misma hora que íbamos a entregar las firmas. Varios miles de personas acudieron frente al Ministerio de Trabajo pero no pudieron concentrarse porque la Policía Armada, a pie y a caballo, ocupó toda la zona, sin olvidar tampoco a la Guardia Civil, que también estuvo presente. Pero, a pesar de que la manifestación no pudo cuajar, este fue el primer acto ofensivo del nuevo movimiento obrero de Comisiones en Madrid, y buena prueba de ello es el tono de las peticiones que había en aquella carta a Romeo Gorría, entonces ministro de Trabajo.
Aquel día, Julián y yo nos fuimos de la fábrica tres horas antes de terminar la jornada, tomando toda clase de precauciones porque, desde hacía tiempo, nos vigilaba la policía desde que salíamos de la empresa, y para eludirlos decidimos salir antes y no ir a comer a casa. Los miembros de la Inter nos citamos en una cantina donde servían comidas y que estaba en una calle estrecha, cerca de Reina Victoria, en Cuatro Caminos. Allí, mientras comíamos, ultimamos los detalles de la entrega del escrito y de las firmas. En un principio, pensábamos que al haber convocado Comisiones Obreras la concentración para la entrega del documento, lo más apropiado era que lo llevaran los hombres más destacados, los más responsables. Es decir, que fueran los más conocidos, que ya «había que dar la barba», como vulgarmente se decía. En una primera discusión no todos estuvimos de acuerdo. Hernando, por ejemplo, decía que no debíamos ir nosotros, que no debía ir yo, porque iban a descabezar a CCOO de Madrid si nos detenían. Ceferino también tenía algún reparo. Después de una breve discusión acordamos que de todas las maneras y ante el peligro de detenciones, quedara un compañero, Julián Ariza, que permanecería al margen de cualquier riesgo. Él debía quedarse con los otros para garantizar la continuidad de la dirección de CCOO. Al final decidimos que fuéramos Hernando, Martínez Conde, Ceferino y yo los que lleváramos las firmas y la carta.
Ya en esta ocasión, la primera en que la Inter salía abiertamente a manifestarse en la calle y presentaba ante el Ministerio de Trabajo las reivindicaciones sociopolíticas de los trabajadores, insistí, con el apoyo de Julián, en destacar la importancia de nuestro carácter plural y unitario. Con los planteamientos del llamamiento de enero, el grupo que acudiera debía reflejar en las personas las ideas, las creencias y, más allá de esto, el compromiso que también pedíamos al conjunto de los trabajadores. Nuestra práctica debía corresponder a nuestra teoría, para que desde el comienzo de nuestra lucha pública no hubiera una doble lectura. Recuerdo que la compañera de un buen amigo, en privado, le decía a este: «Ya verás cómo Camacho hace como el capitán Araña, que te embarca y luego se queda en tierra». Pues bien, ese día se convenció de que nosotros éramos otro tipo de gente y desde entonces cambió su actitud antes algo hostil.
Cuando fuimos a entregar el escrito, después de terminar la reunión, bajamos desde Cuatro Caminos por Raimundo Fernández Villaverde hasta el Ministerio de Trabajo. Al llegar, casi a la altura del ministerio, nos salió al encuentro Delso, el tristemente famoso comisario de la Brigada Político Social y responsable de la persecución de CCOO. «Hombre, Camacho», me dijo, «tú por aquí. No te esperaba». Sin más explicaciones nos metieron en un Land Rover de la policía y nos llevaron inmediatamente a un patio interior del Ministerio de Trabajo. Al cabo de un buen rato, en un furgón de detenidos, nos condujeron al Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol. Por supuesto que no pudimos entregar la carta y yo la llevé encima durante todo el tiempo. En los tres días que estuvimos allí, el máximo que permitía la ley, en los interrogatorios la policía nos preguntaba constantemente sobre la carta y yo les explicaba, una y otra vez, que íbamos al Ministerio de Trabajo a entregar ese documento respaldado por treinta mil firmas. Les dije que los trabajadores queríamos defender nuestros derechos y llevábamos las reivindicaciones en las que, al mismo tiempo, pedíamos los medios y la libertad necesaria para reunimos los enlaces y jurados y, también, los trabajadores en nuestras propias asambleas. Ni a ellos ni a nosotros se nos escapaba que lo que planteábamos eran fundamentalmente las cuestiones previas a la libertad sindical.
Estuvimos tres días en la Dirección General de Seguridad separados en calabozos diferentes, y a mí me tocó la celda diecisiete. Era un espacio reducidísimo que estaba ocupado en su mayor parte por una especie de cama de cemento cubierta por una esterilla de esparto. El servicio estaba fuera y cada vez que querías ir había que llamar para que te abrieran. Siempre era una oportunidad para intentar ver a los compañeros que estaban en otra celda, pero no lo logré en ninguna ocasión. A los policías, cuando querías salir, no se les podía llamar «guardias» porque se enfadaban e incluso había algunos que no venían. Había que llamarles «agentes», algo que yo no hice, y algunas discusiones tuve con ellos por este motivo. La Brigada Político Social, a diferencia de lo que ocurría cuando eran detenidos miembros del aparato clandestino del PCE, no nos torturó, aunque nos dieran algún puñetazo. Ese cierto respeto que nos tenían no se debía, sin ninguna duda, a un gesto humanitario de aquellos policías especializados en la más dura represión. Lo que ocurría, en nuestro caso, es que la detención de los líderes del movimiento obrero siempre repercutía en las fábricas, que reaccionaban con nuevas huelgas y manifestaciones. Además, en la medida que los líderes eran más conocidos, no solo aquí sino también internacionalmente, aún les era más difícil recurrir al mal trato o a la tortura.
Al pasar de la Dirección General de Seguridad a la cárcel ocurre un fenómeno curioso. En Gobernación, por lo tétrico de los pasillos y las celdas de los sótanos, más las malas condiciones de los calabozos, incomunicados, con largos interrogatorios y, sobre todo, por los malos tratos, el que más y el que menos tenía cierto miedo, o cuando menos, inquietud respecto a lo que pudiera suceder. Cuando se salía de la DGS y te llevaban al Palacio de las Salesas, donde entonces estaba el Juzgado de Guardia, parecía que respirabas. Es curioso, sabías que ibas camino de la cárcel, porque en el Palacio de Justicia normalmente te procesaban, y, sin embargo, cuando salías de la DGS sentías como una liberación. En las Salesas te encontrabas más seguro porque los peligros de malos tratos, de torturas, habían pasado. Ante el juez de Orden Público siempre estabas preocupado, claro, porque no sabías si decretaría la libertad provisional o te procesaría enviándote a la cárcel durante unos cuantos años.
Allí estuvimos otros tres días por lo que parecía una cierta indecisión no por parte del juez sino de algún ministro que tenía en su mano nuestro encarcelamiento. Normalmente el juez decidía en el mismo día, o a lo sumo, al día siguiente, entre otras razones porque los calabozos del juzgado eran pequeños y por allí pasaban todos los detenidos. Después de comunicarnos que estábamos procesados nos llevaron a la cárcel de Carabanchel. Era la tercera vez que ingresaba en la cárcel en España. Primero fue en Navahermosa, en la provincia de Toledo, y después en Comendadoras en Madrid.
En esa prisión no había estado nunca, pero en ella pasé después largos años. Subimos al furgón en el interior del juzgado y apenas sin ver el exterior, solo un poco por una rejilla que había detrás del conductor, fuimos camino de la cárcel de Carabanchel por un trayecto que pasó frente a mi propia calle subiendo por la de General Ricardos. Al llegar, las enormes puertas metálicas y enrejadas se abrieron para dejar paso al furgón. Dentro de los muros, después de cruzar un pequeño patio, aparecieron ante nosotros las enormes galerías de Carabanchel con cinco pisos, donde se apreciaba el bullicio de la vida carcelaria.
Primero, en «cacheos», nos retiraron todas nuestras pertenencias, el dinero que nos cambiaron por vales, cordones de los zapatos y cinturones, y nos registraron minuciosamente quitándonos toda la ropa. Después nos llevaron a la séptima galería para cumplir el «período», que así se llamaba a los días de aislamiento. Según el Reglamento de Prisiones se establecía por razones sanitarias, «para no propagar enfermedades contagiosas a los demás presos», a los internos, como púdicamente les llaman. Esto significaba en 1966 diez días encerrado solo en una celda, sin «comunicaciones» y sin salir al patio, pero, curiosamente, en 1939 el aislamiento era de un mes. En realidad este «período» pretendía y pretende que el ser humano que entra preso se deje lo humano en la zona de cacheo y a partir de entonces, humillado, sea un número al que, en la entrada, se le recogen no solo sus efectos personales sino también su personalidad, su dignidad y hasta el más mínimo síntoma de rebeldía.
En Carabanchel las condiciones materiales eran francamente desastrosas: las camas eran muy malas, no había cristales en las ventanas o estaban rotos, las mantas estaban muy sucias, celdas de tres por dos metros y veinte centímetros, con el retrete dentro y, normalmente, atascado porque casi nunca había agua corriente. Menos mal que estábamos a finales de junio, comenzaba el verano y no hacía mucho frío. Entre nosotros tuvimos algunos problemas y discusiones. Ceferino Maeztu por su origen falangista tenía algunas tendencias anticomunistas y, en aquellos nueve días que permanecimos juntos en la celda de la séptima, perdió los nervios y, a gritos, decía que lo que allí pasaba es que había maniobras comunistas y que había miembros del Comité Central del PCE, refiriéndose a mí. Probablemente la policía le había insistido en mi pertenencia al Comité Central, algo de lo que no tenían prueba alguna, y, «haciéndose los buenos», intentaron desmarcarle del resto incidiendo en su anticomunismo. La policía buscaba desesperadamente vincular orgánicamente a Comisiones con el Partido Comunista, una constante de todos los procesos que nos abrieron en los que siempre se referían a Comisiones como una «filial del Partido Comunista». Era una trampa que tendían porque si Ceferino, o cualquier otro, afirmaba que yo pertenecía al PCE, era como asumir la relación de todos con el PCE y, por lo tanto, la policía tendría la base legal para abrir un sumario. Pero ya en aquella situación, fueran como fueran las declaraciones, el proceso estaba decidido de antemano.
La mujer de Ceferino estaba enferma del corazón, y esto también pesaba en su comportamiento. A Manuel Hernando, que era militante del Partido Socialista del Interior de Tierno, le ocurría algo parecido con su mujer, que le hacía reproches por mantener su actividad sindical. Martínez Conde, el compañero procedente de HOAC, intervino en varias ocasiones, como yo también lo hice, para serenar aquellos gritos y aquella desesperación. Según pasaron los días de aislamiento se fueron calmando los ánimos y comprendieron mejor la situación.
Teníamos interés en hablar con el resto de los presos políticos, pero nos dieron la libertad provisional al noveno día. Los primeros presos sindicales de Comisiones Obreras éramos nosotros, pero, en esos momentos, Víctor Díez Cardiel y un grupo de compañeros también estaban en la sexta galería de la cárcel de Carabanchel.
Al salir, todos fuimos a mi casa, que queda cerca de la cárcel, por supuesto muy contentos. El primer intento ofensivo de los trabajadores no se había saldado con una victoria neta, pero tampoco con una derrota. Aquello había sacado a Comisiones Obreras abiertamente de la defensiva a la ofensiva. Además había aparecido ante el país «una fuerza con la que había que contar», como apunté yo en el libro Charlas en la Prisión y señalaba Max Gallo en la parte de su libro relativa a CCOO.
A raíz de nuestra detención, una delegación de los sindicatos italianos, de la CGIL, UIL, y CILS, vino a interesarse por nuestra situación y, en cierta medida, también a presionar por nuestra libertad. Cuando salimos, tuvimos una comida con ellos en la calle de Campanar, sede de las Vanguardias Obreras Sociales (VOS) de los jesuitas, y luego unas reuniones de trabajo. Les dimos las gracias por la rapidez con que habían actuado y la solidaridad que nos prestaban. El hecho de que siempre estuvieran atentos a nuestra lucha y contra la represión fue algo muy importante para la repercusión internacional de nuestras luchas. No sabíamos cómo corresponder a esa ayuda moral y material que nos daban y ellos nos respondieron: «No, vosotros ya nos pagáis bastante. Vuestra experiencia de Comisiones es tan rica que realmente nos es muy útil su estudio, nos facilita el avance hacia un movimiento sindical de nuevo tipo».
A los pocos meses, a finales de 1966, se convocaron nuevas elecciones sindicales. En Perkins, los compañeros me presentaron como candidato y, sin embargo, el sindicato vertical rechazó la candidatura alegando el hecho de que estaba en libertad provisional y procesado por el Tribunal de Orden Público. A pesar de que interpusimos recurso ante el Tribunal de Amparo, no hubo manera de que admitieran mi candidatura. Pero de todas maneras los trabajadores, desafiando a Solís y al sindicato, que en su propaganda decían «Vota al mejor» pero no dejaban presentarse a los trabajadores más combativos y más capaces, me presentaron como candidato, por el grupo técnico de entonces y simultáneamente por todos los grupos, cualificados y no cualificados. Fue una especie de plebiscito frente al sindicato vertical. Por mi grupo saqué el ochenta por ciento de los votos, y por todos los grupos el noventa y dos por ciento. Es decir, me votaron el noventa y dos por ciento de los mil cuatrocientos trabajadores de Perkins, y acudieron a votar casi la totalidad. Sin embargo, el sindicato no reconoció esta votación y la anuló.
Para dar validez legal a mi elección llevamos un notario, Benjamín Arnáez, a la fábrica. Aquel hombre, ya mayor, levantó acta notarial de la votación y los resultados. La minuta por su gestión notarial nos costó cinco mil pesetas; era un hombre bastante honesto y liberal, porque seguramente otros no hubieran acudido allí. Recogimos el dinero, duro a duro, en la fábrica y con eso pagamos al notario. Por supuesto, esta acción le cayó muy mal a una parte de la dirección de la empresa, que ya era Motor Ibérica, S.A., y más a su director de personal, Echevarría, el mismo que, años más tarde, me despidió e hizo unas declaraciones a Cambio 16 que este semanario tituló en portada «Yo despedí a Camacho». Una de sus primeras actuaciones fue cuando intentó evitar la presencia del notario el día de las elecciones.
Este hombre, que fue después director general de Correos, era entonces del equipo de Fraga. Dedicado primero a Motor Ibérica, después, con la absorción de esta por los japoneses, fue presidente de Nissan Motor Ibérica. El presidente del consejo de administración, que lo fue hasta su muerte, era Salvador Merino, que también presidía el consejo de Tabaco de Filipinas. Con nosotros su comportamiento fue liberal y bastante humano, y prueba de ello fue que a Julián Ariza y a mí no nos dieron de baja en la Seguridad Social hasta que lo impuso el propio Carrero Blanco. Salvador Merino había sido uno de los primeros delegados nacionales de sindicatos (verticales) al entrar los franquistas en Madrid en 1939, pero la lucha por el puesto entre los propios falangistas le creó una grave situación. Había ejercido de notario en Palencia y, para trasladarse a Madrid, la Logia Masónica, con sede en la calle Príncipe de la capital, le dio una recomendación. Aunque era falangista, aquella carta fue entregada a los servicios especiales de represión contra la masonería y le detuvieron y condenaron a muerte. Después fue amnistiado y liberado y se dedicó a los negocios con gran éxito.
Aunque los sindicatos verticales dieron por nula la votación, en lo que a mí se refería, los compañeros de la fábrica, en virtud del reglamento de Jurados de Empresa, me nombraron asesor y, en calidad de tal, asistía a sus reuniones. Entonces la necesidad de apoyarse en la legalidad era tan fuerte que nosotros comprendimos la importancia de aprovechar aquella figura «legal» de asesor para tener alguna cobertura que me permitiera moverme por los talleres entre los compañeros. En realidad, conjuntamente con Ariza, que pasó a ser vocal titular, y algún otro compañero, fuimos los puntos claves en el jurado de empresa.
En las elecciones del año 1966, Comisiones Obreras, salvo algunos casos aislados, obtuvo una importante victoria y en bastantes grandes empresas fueron elegidos jurados honestos al servicio de los trabajadores, muchos de ellos miembros de Comisiones. Sin embargo la segunda fase de las elecciones sindicales, cuando se elegía el nivel superior de la representación para las secciones sociales provinciales, presentaba grandes dificultades. A medida que nos íbamos introduciendo en los enlaces y jurados, en la representación elegida en los centros de trabajo, la democracia en la base se empezaba a observar en las fábricas donde ganábamos. Pero si los trabajadores tuvimos algunas posibilidades en la primera fase de las elecciones, en la segunda esas posibilidades de elección democrática eran bastante más reducidas porque las maniobras, las irregularidades, las provocaciones y los manejos de la burocracia del verticalismo eran muy grandes.
Hubo numerosos casos en que los compañeros que se presentaban a la sección social como candidatos estaban convencidos de una clara victoria, porque tenían asegurado el voto de los enlaces ya que, en su mayoría, eran miembros o simpatizantes de Comisiones. En un caso concreto esos compañeros se marcharon a celebrar la victoria mientras dejaban que los verticalistas hicieran el recuento de votos. Cuando volvieron se quedaron estupefactos al comprobar que habían perdido las elecciones sobre todo en las grandes empresas, que era precisamente donde mayor fuerza teníamos nosotros. Los verticalistas habían amañado el recuento de votos, lo que era muy frecuente en esta segunda fase de las elecciones sindicales. En las fábricas era más difícil que hicieran «pucherazo» porque los propios trabajadores contábamos públicamente los votos.
Para preparar esta segunda fase de las elecciones pedimos autorización para reunimos y coordinarnos entre los enlaces y jurados ya elegidos en las fábricas. Todo se nos negó y no nos dieron permisos ni locales, sino todo lo contrario. Cuando se percataron de que podíamos copar algunas secciones sociales nos persiguieron con más intensidad y tuvimos entonces dificultades incluso para poder presentar nuestras propias candidaturas. A pesar de ello empezamos a tener una serie de reuniones con las diferentes ramas de la producción. Con el Metal celebramos una, con cerca de doscientos enlaces ya elegidos, en los locales de la iglesia del padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo. Nos encontrábamos discutiendo una carta en la que se pedían mayores garantías democráticas en las elecciones a las secciones sociales provinciales cuando, como en otras ocasiones, nos sorprendió la policía. Venía Sainz, uno de los comisarios de la Brigada Político Social, al frente de un numeroso grupo de policías de la «secreta». Este hombre fue posteriormente jefe de la policía en Euskadi. Algunos fuimos a hablar con ellos para explicarles lo que hacíamos, mientras el resto aprovechaba y seguía firmando una carta que habíamos hecho. Cuando los compañeros se fueron nos «pidieron» a Ariza y a mí que nos quedáramos. Entonces voluntariamente permanecieron con nosotros varios compañeros más, entre ellos Fernández Fuentes, jurado de la Empresa Nacional de Hélices para Aeronaves. Nos citaron para el día siguiente a Ariza y a mí a la Dirección General de Seguridad, con el propósito de atemorizarnos antes de las movilizaciones que preparábamos, a ver si de ese modo desistíamos.
Durante este período me citaron multitud de veces a la Dirección General de Seguridad. Cada vez que había una reunión, un conflicto, una concentración de sindicatos, al día siguiente tenía una citación para pasar por la policía. Fernández Fuentes, un compañero del grupo católico que militó en las Vanguardias Obreras Sociales, luego en la Asociación Sindical de Trabajadores, y al mismo tiempo en CCOO, se enfrentó allí varias veces con Sainz, antes de que nos llamara Yagüe, jefe de la Brigada Político Social. Nos preguntaban lo que hacíamos y nosotros no teníamos nada que ocultar salvo la organización interna. Al final, acabábamos hablando de algún tema político o económico, pero, sin embargo, estas citas permanentes a la DGS fueron el preludio de una intensa etapa de represión.
Con el panorama de «pucherazos» y la farsa preparada para la segunda fase de las elecciones, decidimos convocar una asamblea en Moratalaz, en la iglesia del padre Gamo. Colocamos, por indicación suya, una sábana delante del altar y desde allí Traba presidió la reunión. Primero tomé yo la palabra, en nombre de la Inter de Comisiones Obreras, y luego, Julián, y Petri de Banca, además de otros compañeros. Asistimos más de quinientas personas entre enlaces y jurados de todas las empresas. Nosotros estábamos convencidos por las pruebas que teníamos, de que se iba a manipular en gran medida la segunda fase de las elecciones, que no había garantías y que era necesario dar alguna respuesta por parte de los trabajadores para garantizar cierta libertad. Allí se manifestaron diferentes opiniones. Los compañeros de Standard intervinieron diciendo que era un momento de crisis y que si se lanzaba la huelga, que proponían algunos como acción de protesta, la dirección lo podía aprovechar para despedir a los trabajadores más destacados en la lucha sindical de la empresa. Otros decían que había que hacer una manifestación. Otros opinaban que la experiencia de las manifestaciones del 28 de junio de 1966 reflejaba que era muy difícil concentrarse si la policía ocupaba el terreno. Entre esas posiciones de huelga y manifestación yo propuse que se combinaran ambas de una manera flexible. En las fábricas en las que se pudiera hacer huelga porque existían las condiciones para ello, que la hicieran; los que pudieran hacer concentraciones, minutos de silencio dentro de la fábrica, que lo hicieran y, luego, todos, de una manera general, marchar a pie desde los lugares de trabajo, sin coger los transportes públicos ni los medios de transporte de la empresa, hasta unos puntos de concentración que eran las glorietas de Atocha, Manuel Becerra, Cuatro Caminos y el Puente de la Princesa, según las zonas industriales. Así, cada salida de las fábricas se transformaría en una manifestación, una demostración pacífica, una demostración cívica desde los lugares de trabajo hasta Madrid.
Al final se acordó que no se decidiera definitivamente nada allí, sino que se eligiera una comisión más reducida que analizara las distintas propuestas, pero el criterio más generalizado se orientaba hacia esa forma diversa, con marcha a pie. Efectivamente, se eligió esta comisión en la que estaba yo también, entre otros compañeros de casi todas las zonas. Nos reunimos unos días más tarde en el Hogar del Trabajo de la calle Campanar, local de las VOS, y allí se definió la acción y se concretaron todos los puntos de concentración y la fecha: el 27 de enero de 1967.
Tratábamos de combinar las diferentes posibilidades que teníamos. Creíamos que no era el momento de hacer una huelga generalizada, ya que no estábamos en condiciones, pero lo convenido entrenaba, preparaba y, en cierta medida, maduraba la conciencia de los trabajadores. Nos permitía hacer una demostración de fuerza además de calibrar la que teníamos sin esperar a que todas las condiciones concretas fueran las adecuadas o las más perfectas.
Aquella marcha sobre Madrid fue un gran éxito y una gran victoria. Decenas de miles de trabajadores avanzaron sobre la capital desde las zonas industriales de la periferia. Ese mismo día, al salir de Perkins detuvieron a Ariza. A mí, que iba también en la marcha, los compañeros de la fábrica me rodearon y eludí la detención por las tapias de la parte trasera de Perkins. Comunicamos a los compañeros del segundo turno, que habían entrado a trabajar, la detención de Julián y les comentamos la necesidad de ir a la huelga, cosa que hicieron después de discutirlo. De allí nos fuimos a las concentraciones convocadas y después nos reunimos para ver cómo había salido la jornada y para recoger todos los datos de participación. Por la noche, en el despacho laboralista de la calle de la Cruz, convocamos una rueda de prensa con corresponsales extranjeros y algunos periodistas españoles antifranquistas, que se prolongó hasta cerca de las cuatro de la mañana. Para evitar que me pudieran detener en el camino y que nadie se enterara de mi detención, aquella noche un periodista suizo me llevó en su coche hasta mi casa.
A las siete de la mañana volví a la fábrica, a la hora que comenzaba el primer turno, que decidió seguir en huelga. En contacto con otras fábricas, nombramos una comisión en la que había compañeros de Standard, que ya estaban en huelga, de Femsa y otras empresas y, juntos, nos fuimos a Pegaso para informar de los últimos datos y ponernos al habla con su jurado de empresa, mayoritariamente de CCOO. Estando allí, en la puerta de Pegaso, esperando a que salieran los compañeros del jurado para que se sumaran a la huelga, vino la policía y nos detuvo. Esto sucedió a las doce de la mañana, en vista de lo cual los trabajadores de Pegaso se declararon en huelga inmediatamente. Entre un día y otro había ya varios centenares de detenidos de casi todas las fábricas. Por ello la huelga se fue extendiendo como una mancha de aceite por todas las zonas industriales; setenta mil metalúrgicos pararon ese día exigiendo la libertad de todos los detenidos.
Nos tuvieron tres días en Gobernación y luego otros tres en el Juzgado de Orden Público, en las Salesas. Los trabajadores presionaban y el juez, que entonces era Garralda, fue poniendo en libertad a todos. Aquello fue una auténtica negociación entre el juez y los trabajadores de las fábricas, que mandaron numerosas delegaciones para presionar a Garralda y también al fiscal del Tribunal Supremo, que por entonces era Herrero Tejedor. En último lugar Garralda nos llamó a Julián y a mí y, con tono paternalista, nos explicó que «había que tener cuidado», que nosotros éramos «una fuerza importante y unas personas influyentes cuando sacábamos la gente a la calle, pero que no sabíamos lo que la gente podría hacer si se desmadraba, ni lo que podía pasarnos a nosotros mismos». Nos hacía unas recomendaciones más o menos humanas y políticas que reflejaban su preocupación por la fuerza en ascenso del movimiento obrero y su gran capacidad de presión.
Ante esta gran respuesta de masas tuvieron que dar marcha atrás y lo cierto es que el juez nos puso en libertad sin procesamiento y sin fianza. Más tarde, cuando cesaron las movilizaciones en las fábricas, iniciaron un proceso abierto de represión.
Después de esta detención llevé tras de mí casi permanentemente, desde que salía de la fábrica, un coche de la Brigada Político Social con una vigilancia ostensible durante toda la tarde y la noche. Desde las oficinas de Perkins, entonces situadas en la carretera de Aragón, les veían llegar y me avisaban. Hubo momentos en que los compañeros lo tomaban a pitorreo y me decían, «ya tienes ahí a tus amigos, a tu escolta». Cuando llegaba a casa, a donde volvía siempre en una furgoneta de la empresa, la policía aparcaba su Seat 1500 negro delante de mi portal y se quedaban en el bar que hay enfrente, Casa Luis, mientras yo comía —entonces hacíamos jornada continua—. Su presencia era evidente para todos los vecinos del barrio, más aún cuando, entonces, en mi acera había pocos coches aparcados y, uno de ellos, era siempre el de la policía. Después me seguían hasta que conseguía burlar su vigilancia. Lo que pretendían no era tanto detenerme como asustarme. Hernando, en cierta medida, ya se había replegado bajo las amenazas constantes que recibía y la dura represión que se avecinaba. Ceferino también se había alejado hacía un cierto tiempo, después de la detención de 1966; eran unos momentos de represión clara.
Tuve que emplear durante ese período las típicas argucias como saltar del metro, sujetando la puerta cuando se ponía en marcha, o bajarme el último de los autobuses, para poder burlar la vigilancia y para poder seguir manteniendo una actividad militante. Utilizábamos muchos trucos. Frente a mi casa había un edificio que tenía dos entradas. Una era el portal, pero por el sótano tenía otra salida que también daba a la calle posterior. Yo entraba en el edificio normalmente y los otros se quedaban esperando fuera, mientras yo me volvía a marchar por la otra salida. Naturalmente eso lo pude hacer una o dos veces, después se metían en el portal detrás de mí. Era un poco lo de jugar al ratón y al gato, pero con la Brigada Político Social.
Un día nos llamó Emilio Romero a Ariza y a mí. Su secretaria fue a buscarnos a la fábrica. Hay que decir que la Brigada Político Social, que nos seguía a todas partes, ese día que fuimos en el coche de la secretaria de Emilio Romero no nos siguió. Recuerdo que fuimos a comer y nos sirvieron unos granitos de caviar, un aperitivo, y luego un potaje sencillo. Era viernes de vigilia. Nos explicó que tenía «informaciones» acerca de un endurecimiento de la represión, porque aquellas marchas de protesta como las del día 27 de enero, por la carretera de Andalucía y otras zonas hacia Madrid, habían causado «seria preocupación» a los sectores más ultras del Gobierno, entre otros a Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación. Nos explicó que había amenazas y fuertes presiones para retirarnos de la palestra.
En este período el objetivo del régimen era obligarnos a pasar a la clandestinidad, marcharnos al exilio o, naturalmente, abandonar la lucha.
En Talleres Durán, empresa que hacía engranajes y que está situada en la, ahora, avenida de Aragón, trabajaba un compañero como contable que era miembro de CCOO y había sido de la «quinta columna» franquista durante la guerra. Una vez tuvimos una reunión de Comisiones en su casa, en la misma donde él se había reunido en la guerra con los «pacos», los de la «quinta columna». Tenía la entrada por la calle de Alcalá y la salida por la calle de atrás. A través de este compañero, monárquico, tuvimos los primeros contactos con el conde de Motrico, José María de Areilza, que nos invitó a verle en su casa que entonces estaba en el paseo de la Castellana. Nos entrevistamos varias veces y desde entonces mantuvimos buenas relaciones, hasta el punto de que nos facilitó incluso algunos locales para reunimos en Madrid. En uno de ellos, en la Gran Vía, detuvieron a algunos compañeros y en otro, una finca fuera de la capital, se celebró una de las primeras reuniones de la Coordinadora General de Comisiones Obreras.
Inicialmente, y después de hablar globalmente de la situación política, social y económica, el conde de Motrico nos invitó a una delegación a acudir en Estoril a una entrevista con el conde de Barcelona, ya que Areilza era miembro del Consejo de Don Juan, padre del rey Juan Carlos. No asistimos porque entendíamos que éramos un movimiento de carácter fundamentalmente sindical y que cualquier toma de posición neta sobre aspectos políticos correspondía a los partidos, si bien nosotros estábamos dispuestos a apoyar todo paso hacia adelante y toda lucha que tendiera al restablecimiento de las libertades y la consulta al pueblo. En su despacho tenía una foto suya junto al presidente de EE UU, Kennedy, y otra de este dedicada al conde. Ciertamente nuestra relación con la familia del conde de Motrico, ligada a la familia Garrigues, fue buena sobre todo por el papel importante de Cristina Areilza, su hija, en la ayuda a los presos y a sus mujeres. Ella llevó en su coche no pocas veces a Josefina a las prisiones de Segovia y Soria, donde yo estaba preso.
Unos amigos de José María Castiella, el ministro de Asuntos Exteriores, nos hicieron llegar a través de otros próximos al conde de Motrico lo esencial de los acuerdos que en el Consejo de Ministros se habían tomado sobre la represión, que se proponían intensificar. Alonso Vega, ministro de la Gobernación, había planteado en la reunión del Consejo la necesidad de acentuar la represión abiertamente y de detener a algunos. El acuerdo que allí tomaron se evidenció pronto, porque el 13 de febrero nos procesaron por la manifestación del 27 de enero, por la que el juez Garralda nos había puesto en libertad, sin procesamiento, con aquellas paternales palabras de «tened cuidado […] vosotros lo hacéis de buena fe […] os van a meter en un lío […]». Sin embargo, fue él mismo quien me procesó unos días más tarde en el Sumario 47/67, por la marcha sobre Madrid. Luego, por el Auto de Prisión del 28 de febrero, dos semanas más tarde, el Tribunal de Orden Público ordenó mi encarcelamiento en el Sumario 178/66, por la entrega de las treinta mil firmas ante el Ministerio de Trabajo, el 28 de junio de 1966.
Así comenzó una etapa de prisión que no cesó, salvo setenta y cinco días en libertad, durante cerca de diez años. En esos dos meses y medio que estuve en la calle en 1972 fui detenido de nuevo y procesado en el Sumario 1001/72, y desde entonces estuve en la cárcel hasta el 1 de diciembre de 1975, a las tres de la madrugada, después de la muerte de Franco. Pero a los ocho días fui de nuevo detenido y pasé una semana en la Dirección General de Seguridad y en los calabozos del Palacio de Justicia. Más tarde, el 25 de marzo de 1976, volví a la cárcel de Carabanchel hasta el 29 de mayo de 1976, como miembro de la Dirección de Coordinación Democrática, cuando Manuel Fraga era ministro de la Gobernación.