Capítulo 9

Mi asistencia al pleno del Comité Central en Roma fue la excusa para que la prensa más ultra, como Arriba y alguna revista reaccionaria pseudoliberal como Guadiana, atacara mi militancia como comunista y mi condición de miembro del Comité Central y del comité ejecutivo del Partido Comunista simultánea a mi responsabilidad en el secretariado de Comisiones Obreras. Se inició un nuevo ataque para llegar a las mismas o parecidas afirmaciones que en su tiempo hacía el Tribunal Supremo declarando a Comisiones Obreras «organización filial del Partido Comunista de España» y a los dirigentes obreros poco menos que «agentes del PCE» infiltrados en CCOO; «hipócritas, agentes del extranjero, de la masonería y el comunismo», decían. En el diario Arriba, el 23 de agosto de 1976, se podía leer: «El destape en Roma del líder de CCOO como miembro del comité ejecutivo del PCE ha sido una bofetada en el rostro de cuantos españoles luchan por una convivencia democrática». Sin ningún pudor, aquel órgano fascista del franquismo, se permitía hablar de convivencia democrática. Nosotros nunca ocultamos nuestra militancia a los demócratas, pero sí la ocultamos a los perseguidores de la libertad y a la policía, por una razón tan sencilla como no sumar más años de cárcel. Con los que nos echaban por defender la libertad sindical ya teníamos suficiente.

La reunión de Roma supuso un gran esfuerzo por salir a la superficie, por conquistar día a día, paso a paso, la legalidad que se nos negaba, aceptando naturalmente todos los riesgos que ello suponía. Decidimos salir de la clandestinidad sin estar todavía reconocidos legalmente. Durante la reunión de Roma mantuvimos Santiago Carrillo, Dolores Ibarruri y yo una entrevista con el presidente del Parlamento y el del Senado italianos. En el acto de clausura, en el Teatro Lírico de Roma, intervinimos Dolores Ibarruri, Santiago, López Raimundo, Ormazábal, Pilar Brabo y yo. Expuse fundamentalmente los problemas sindicales trazando, en líneas generales, la situación socioeconómica española. La reunión del Comité Central se realizó en la Escuela de Cuadros del Partido Comunista Italiano.

En los jardines de aquella escuela estábamos sentados en un banco Fernando Soto y yo, cuando se nos acercó Ignacio Gallego para contarnos que Santiago Carrillo había pensado en la incorporación al Comité Central de Paco García Salve. Nosotros quedamos sorprendidos ante aquella propuesta, no por la persona de Paco, sino por lo inusual. García Salve hacía solo tres meses que había ingresado en el PCE y además su procedencia de jesuita reciente en aquel período podría significar variaciones en el futuro inmediato. Años más tarde sería también Carrillo quien propondría la marginación de Paco. El asunto no tendría mayor interés si no fuera porque en el fondo yo creo que Carrillo lo que quería era tener un cura en el Comité Central. Para él se trataba de un problema de imagen política, con eso parecía como si el PCE fuera más europeo, más abierto que el propio PCI. ¿Pensaba acaso que eso ayudaría a la legalización del PCE? Cabría cualquier suposición, pero incluso esas suposiciones no son lo más importante; lo que se desprende de aquella propuesta es su carácter personalista y tacticista.

El 8 de diciembre de 1976 asistimos a una reunión del comité ejecutivo del PCE, en un hotelito en las afueras de Guadarrama que era de Diego Carrasco Masdeu y Josefa Motos, abogada procuradora. Allí analizamos cómo se iba desarrollando la transición y la forma de acelerar la salida a la superficie de Santiago Carrillo, que se encontraba ya en Madrid pero de forma clandestina.

Había entrado y salido de España varias veces y normalmente, cuando estaba en el interior, era para acudir a alguna reunión excepcional. En aquella reunión informé de los resultados de las luchas obreras y de la huelga del 12 de noviembre. Yo estimaba que después del avance de estas luchas y junto con el desarrollo de la unidad de la oposición al incorporarse a Coordinación Democrática también las regiones y nacionalidades, la situación podría permitir acelerar el proceso de nuestra legalización y la del resto de los partidos.

Santiago Carrillo era sin duda un gran tacticista, en el lenguaje deportivo diríamos que era un maestro del regate. Con la rueda de prensa había colocado hábilmente entre la espada y la pared al Gobierno de Suárez, que de lo contrario no se hubiera planteado su caso concreto, que era, además, el de todos los comunistas. Suárez estaba obligado a optar entre detenerle o no, pero se rompía aquella grotesca situación en la que todo el mundo sabía, y más la policía, de la presencia de Santiago en Madrid, aunque nada se hacía. Era el doble juego que se mantenía: por una parte negociando con la oposición y por otra apaleando a los manifestantes cada vez que protestaban.

Nada más conocerse la detención de Santiago, el PCE convocó, con el apoyo de amplios sectores, importantes manifestaciones y actos de protesta en toda España; muchas de ellas sucedieron espontáneamente entre los propios militantes y simpatizantes. Numerosas organizaciones internacionales también se movilizaron en el extranjero. El 30 de diciembre los detenidos fueron puestos en libertad, sobre las dos y media de la tarde, Santiago unas horas antes que los demás. El objetivo se había cumplido y se venció aquel pulso con el Gobierno. Ahora Carrillo y los comunistas andaban por las calles madrileñas sin esconder sus señas de identidad; aparentemente podría parecer un pequeño paso, pero no lo era. Los círculos próximos al partido festejaron aquel fin de año con cientos de cotillones organizados en muchísimos locales de los barrios. En mi opinión, y la mayoría coincidíamos en ello, se había acelerado el camino hacia la legalización del partido y se avanzaba en la consolidación de la democracia.

Empezamos a hablar de ruptura pactada y terminamos considerando que aun siendo partidarios de la república y de la elección democrática de los jefes de Estado, la forma no tenía una importancia decisiva en esta circunstancia histórica. Además hubo repúblicas que fueron verdaderas dictaduras fascistas, como Portugal o Chile, con dictadores de la misma calidad que el nuestro y, por el contrario, monarquías como la de Inglaterra, Suecia y otras con sistemas democráticos. Suárez, como tantos otros, incluidos algunos demócratas, no estaba de acuerdo con legalizar al PCE ni tampoco a CCOO. Cuando vieron que era inevitable la legalización del PCE, entonces, a través de Mario Armero, contactaron directamente con el partido y en algunas reuniones que mantuvieron se plantearon aceptar la monarquía y la bandera. No se plantearon muchas objeciones entre los militantes. En realidad, los que habíamos luchado en los movimientos de masas no dábamos gran importancia a los símbolos, lo que nos preocupaba era conseguir unas libertades reales y no ficticias.

Aquel Sábado Santo en el que el PCE fue legalizado el entusiasmo entre los militantes, simpatizantes y amigos fue enorme aunque prudente y miles de camaradas recorrimos todos los barrios madrileños. Centenares de compañeros se concentraron ya el domingo 10 en la calle Peligros. A las cinco de la tarde una gran pancarta con PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA apareció en la fachada. A los pocos minutos, junto a camaradas y amigos que estábamos allí, apareció una gran fila de taxis que ocupaban la manzana. Ya desde el día anterior hubo un fluir constante al local del partido. Tuvimos el mismo día 10 una reunión del comité ejecutivo de la que sacamos un comunicado que titulamos: Un gran triunfo para la democracia y la reconciliación.

[…] El PCE expresa su reconocimiento al conjunto de la oposición, a la Comisión de los Diez por su respaldo a nuestro derecho […] y reiteramos que participaremos activamente en las elecciones para ganarlas para la democracia.

Hubo encuestas a personajes destacados de las que informó la prensa y, siempre, las respuestas positivas superaban a las negativas. Entre estas últimas estaba la de Fraga: «La legalización del Partido Comunista es un verdadero golpe de Estado». Se le había parado el reloj en 1974.

Algunos militares de los tres ejércitos estaban sobresaltados y el ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga, presentó su dimisión irrevocable. El teniente general Gutiérrez Mellado, que se encontraba en Canarias, volvió a Madrid, junto a Suárez, para serenar a los uniformados y, por primera vez en la transición, jugó fuerte en defensa de la instauración de las libertades. El 14 de abril, aniversario de la llegada de la Segunda República, nos reunimos el Comité Central del PCE en un restaurante de la calle Capitán Haya, para tratar del reconocimiento de la monarquía y de la bandera. De los ciento ochenta miembros del pleno ampliado del Comité Central, ciento sesenta y nueve votamos a favor y el resto fueron abstenciones. Había algunas nostalgias de viejos símbolos y también matices para aquella política de gestos. En un momento de la reunión escuchamos ruido de camiones y nos asomamos a ver qué pasaba. Apareció cerca de allí una numerosa patrulla de marinos armados que nos causó una gran alarma, pero no pasó de eso.

El PSOE tardó más tiempo en asumir la nueva realidad, sin embargo nosotros fuimos asumiendo con naturalidad los sucesivos pasos. Lo esencial era la democracia, aunque sea evidente que la nuestra ha avanzado en lo político, pero no lo ha hecho tanto en lo económico-social ya que no consiguió entrar en los centros de trabajo. El rey Juan Carlos facilitó la transición pacífica a la democracia y detuvo a los golpistas; esto lo reconoce y valora uno que defendió la República y que sigue pensando que es la forma de gobierno y de organización del Estado más democrática ya que el Jefe del Estado es elegido en las urnas.

En una de las reuniones del pleno del secretariado de CCOO, discutimos cuál iba a ser la actitud de CCOO ante las primeras elecciones generales. No se trataba de un simple acontecimiento en el transcurso de la transición. De los resultados que se obtuvieran iba a depender en buena medida el alcance de la democracia, porque aquellos diputados deberían forzar la situación para que se elaborase una constitución auténticamente democrática. Había aún grandes resistencias del aparato franquista, que estaba intacto y era operativo. Dominaban la radio, la televisión, mantenían los consejos del Movimiento, que trataban de camuflar cambiando de nombre, y el primer Gobierno de Suárez provenía de la dictadura. Aquellas Cortes debían ser constituyentes y por eso los trabajadores y el movimiento sindical no podían permanecer indiferentes. Yo tenía claro que no solo se dilucidaba el asunto de establecer las libertades con su marco legal; además en el país había una grave crisis económica que pretendían resolver con cierre de empresas y miles de trabajadores despedidos. Si eso se hacía sin un marco legal que protegiese los derechos de los trabajadores, todo el peso de la crisis iba a caer sobre nuestras espaldas. En el Parlamento iba a estar buena parte de la lucha por conseguir una legislación favorable. Por esta razón, propuse al pleno del secretariado que ratificara la posición de la Comisión Permanente que dejaba en libertad a cada uno de los miembros de CCOO para que participara en las elecciones con el partido que le pareciera más conveniente, pero no presentar candidatos en tanto que Confederación Sindical de Comisiones; propuesta que se aprobó.

En una reunión del Comité Central del PCE me propusieron como segundo en la lista al Congreso de los Diputados por Madrid, candidatura que encabezaba Santiago Carrillo. No consideraba conveniente que los sindicalistas figurásemos en las listas electorales, pero aquellas no eran unas elecciones normales, eran las primeras y además debían ser constituyentes. Por esa razón consideré que, en ese momento, debíamos estar en el Parlamento los hombres y mujeres más caracterizados del país.

Aprobadas las candidaturas, de acuerdo con el programa y el plan de la campaña electoral, como los demás, me lancé de lleno a recorrer el país y especialmente las zonas obreras. En uno de aquellos viajes fui a Alcoy, centro industrial de importante historia en el movimiento obrero donde se fundó la primera central sindical española en 1870, la Federación Regional Española, «La Internacional» como se la llamaba. Allí hablé en un masivo mitin electoral con Linares, uno de los compañeros históricos de CCOO de allí y del partido. Terminamos el acto cerca de las doce de la noche, y cenamos y dormimos en casa de la familia Linares. Como siempre sucedía, la cena era copiosa y larga, y la sobremesa se prolongó hasta las tres de la madrugada. Al día siguiente, salimos a las ocho y media de la mañana para otro gran mitin que se iba a celebrar por la noche en Puertollano.

El viaje lo hacíamos en un coche Simca 1200 que conducía un buen compañero, José María Galán, Felipe, como familiarmente le llamábamos. Fuimos vía Albacete y continuamos hasta Manzanares, donde nos paramos a comer. La ruta que llevamos era de Alcoy a Albacete, Ciudad Real y Puertollano; teníamos que atravesar la carretera general de Andalucía a Madrid por Manzanares, en el kilómetro 172,9. El 20 de mayo, sobre las dos de la tarde, Galán estaba cansado por tantas horas de carretera y, al no parar en un stop, chocamos con un coche que venía a bastante velocidad y que conducía Fernando Carbonell, profesor no numerario y sobrino del dueño de Aceites Carbonell. Con él iba Juan Carbonell y ambos resultaron heridos de consideración. Felipe se fracturó un brazo y tuvo otras heridas de menor importancia. El que estaba peor era yo. Hundimiento y fisura de costillas, fractura de rótula, rotura de ligamentos en la zona del menisco, pérdida de líquido sinovial y alguna herida más en la frente. Un coche se llevó rápidamente a la Residencia de la Seguridad Social a Galán para operarle. Yo había perdido el conocimiento, sangraba abundantemente y me dejaron allí para atender primero a mi compañero. Según me dijeron después, el primer conductor que pasó no me recogió porque temía manchar el coche. Un viajante se detuvo y me llevó inmediatamente al hospital donde llegué sin conocimiento. Me desperté después de que me operaran y al cabo de unas horas, cuando llegó Josefina, estaba ya leyendo el periódico.

No es una broma, ni siquiera una anécdota, pero tres días después, estando ya en una clínica de Madrid, me informaron de que la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, ocho años después, confirmaba la sanción que me impuso la Junta de Régimen de la prisión de Carabanchel. Eran treinta días incomunicado en celdas de castigo que cumplí en mayo de 1969, por una huelga de hambre en la que pedíamos que nos reunieran en la tercera galería con los otros presos políticos y solicitábamos que nos aplicaran el Estatuto del Preso Político. ¡Como se ve, un tratamiento eficaz y rápido de la Justicia del tardofranquismo!

A pesar del accidente acudí a algunos actos de la campaña electoral. Con una pierna escayolada y envuelta en un plástico fui al mitin de Torrelodones desafiando la lluvia que convirtió en un barrizal toda la explanada donde estaba previsto realizar aquel acto. Un buen amigo nos prestó un coche algo más grande, porque en el que quedaba disponible no podía entrar con la pierna escayolada.

El 15 de junio fuimos a votar muy temprano, Josefina y yo, como posteriormente siempre hemos hecho. La noche electoral la pasé en el local del partido esperando los resultados. Obtuvimos veinte diputados y yo salí elegido como se esperaba. El porqué de aquel resultado no se encuentra en una sola explicación, pero no cabe la menor duda de que el miedo estuvo siempre presente. Muchos orientaron su voto a aquellos partidos que consideraron serían mejor tolerados por el ejército, buscando la forma de asegurar la transición; un planteamiento erróneo, porque los golpistas siguieron tejiendo su trama.

Aquel resultado no modificó en nada mis actitudes. Aunque personalmente sí los esperaba mejores, sin infravalorar la institución parlamentaria, nunca vi mi actividad futura en el terreno parlamentario y muchas pruebas hay de que siempre dije que no permanecería mucho tiempo en el Congreso. Cuando me entregaron el acta de diputado —lo dije en aquellos días— tenía la sensación de ser un espectro huido de las cárceles y refugiado en el Palacio de las Cortes. Costaba imaginarse, a no ser porque era real, que nos sentábamos en los mismos asientos en los que unos meses atrás se habían sentado los procuradores que me habían encarcelado a mí y a tantos otros. Para muchos políticos de la transición que se sentaban en aquellos bancos el cambio no había sido tan grande. Algunos ya habían estado sentados allí mismo con la dictadura, sin embargo nosotros veníamos directamente desde los catres de las celdas de Carabanchel. Sin duda para nosotros la libertad era mucho más valiosa.

En mi actividad parlamentaria me marqué el objetivo de participar en todo lo que tuviera relación con los problemas sociales, y el primer paso era conseguir la amnistía. Formé parte de la comisión parlamentaria que debatió la proposición de Ley de Amnistía presentada por nuestro grupo parlamentario. En su nombre, hice la explicación de voto y hablé de la amnistía como la llave que podía cerrar definitivamente el pasado. No solo una amnistía política sino también una amnistía laboral, la readmisión de aquellos que fueron despedidos por motivos sindicales o políticos. Y pedía el voto favorable también a los bancos de Alianza Popular, donde se sentaban muchos hombres del franquismo.

No pasé de incógnito por el Parlamento y a mis actividades como secretario general de CCOO tuve que sumar las de diputado, que no fueron pocas. La actividad parlamentaria es muy diversa y la preparación de leyes o interpelaciones requiere mucho trabajo previo, porque no solo se trata de expresar allí unas ideas coherentes; además, cuando esas ideas tienen que transformarse en leyes hay que asegurarse de que jurídicamente estén bien planteadas. En la última semana de enero y la primera quincena de febrero, en nombre del grupo parlamentario comunista, dirigí tres interpelaciones al Gobierno sobre la huelga y posteriores sanciones contra los trabajadores de Santana Land Rover, en Linares, y por el retraso en la elaboración del Código de los Derechos de los Trabajadores, así como de los intentos del Gobierno por generalizar la flexibilidad de plantillas o precariedad del empleo.

Otra de mis intervenciones la realicé a propósito del decreto que preparó el Gobierno de UCD para recortar las pensiones. Cuatro millones de ancianos vivían en la soledad absoluta y la injusta miseria. Las degradaciones físicas y sociales hacen del anciano un ser marginado por el individuo y por la propia sociedad. Los jubilados, que han pasado la vida trabajando, carecen de medios de presión y están indefensos contra la inflación. Las limitaciones presupuestarias, siempre a la busca de recortar gastos, de donde primero tiran es de las clases pasivas. El Gobierno de UCD no cumplió el punto VI de los acuerdos de La Moncloa sobre la reforma de la Seguridad Social, que incluía un incremento de la masa presupuestaria de las pensiones en un treinta por ciento.

En enero de 1978 el partido abandonó el leninismo como definición ideológica que aparecía en sus estatutos. Fue en una reunión del Comité Central en la que estuve sentado en la presidencia junto a Dolores Ibarruri. Santiago explicó allí su decisión y cómo esta fue hecha pública durante su visita a Estados Unidos sin que lo hubiéramos discutido antes en los órganos de dirección del partido. Nadie de los que habíamos vivido decisiones mucho más importantes en la historia del PCE, como fue la condena de la invasión de Checoslovaquia, pusimos en cuestión aquella orientación, pero algunos discutimos estas decisiones personales de Carrillo. En aquella reunión se manifestaron ya algunas tensiones fuertes entre dos sectores que se perfilaban claramente. Uno el de los llamados «superrenovadores», y otro el de los «prosoviéticos».

El Partido Comunista de España se definió como un partido marxista, democrático y revolucionario. No se abandonó la idea de lograr un Gobierno de concentración. Pero la verdad era que la dirección del Partido Socialista no pensaba en ninguna alianza de la izquierda; en realidad solo pretendían llegar al poder, y no ya para transformar la sociedad, sino solo para gestionarla. La táctica del PSOE era llegar al poder municipal o del gobierno, fagocitando a sus aliados y no desarrollando la democracia y el pluralismo; una especie de PRI mexicano a la española, como veríamos después.

El centralismo democrático, otro de los grandes principios del leninismo, se mantuvo intacto. Aquella formulación sirvió en épocas revolucionarias y a nosotros bajo la dictadura para mantener, por encima de todo, cohesionada la organización. En esos momentos predominaba el centralismo sobre la democracia interna, pero ya en libertad aquel centralismo no tenía sentido o cada vez lo tenía menos. Cierto es que no había por qué abordar los cambios de forma precipitada, pero no lo es menos que aquel centralismo democrático sirvió para dividir al partido cuando antes había servido para mantenerlo unido. Un mismo instrumento en poder de una sola mano, entonces la de Carrillo, que alejado de la realidad, rodeado de un grupo burocrático, acababa siendo un instrumento para la autocracia del secretario general. Los cambios planteados por Santiago atendían, también en esta ocasión, a cuestiones tácticas, como cuando el caso de la aceptación de la monarquía y la bandera, pero no contemplaban los cambios más profundos que la realidad estaba demandando.

En el IX Congreso del PCE, Carrillo presentó un extenso informe que suscitó una amplia discusión, así como las tesis. Aún en «olor de santidad» las grandes discrepancias que existían no se manifestaron agudamente. Por un lado se fotocopiaba el «eurocomunismo italiano», o más bien el intento italiano de alcanzar el poder, no con una política de alianzas de izquierdas y sectores progresistas, sino a través de un acuerdo con la democracia cristiana. Ese eurocomunismo aquí se tradujo en una propuesta de Gobierno de Concentración Nacional. A nivel interno, sin embargo, se era incapaz de tener esa apertura y flexibilidad con aquellos que se proclamaban leninistas o prosoviéticos y tampoco con los renovadores o sus derivados. Ya desde entonces comenzaba a perfilarse una política de dureza contra las tendencias que llevaría a las conocidas expulsiones con las que yo nunca estuve de acuerdo.

A nivel sindical, el informe de Santiago y las tesis eran válidas, pero las diferencias se agudizaron en los años siguientes, diferencias que me llevaron a dimitir del Parlamento y del comité ejecutivo. Mi intervención, en un momento en el que CCOO estaba ganando las elecciones sindicales, se refirió al movimiento obrero y sus conquistas inmediatas. Sin embargo, ya estaba presente la polémica, abierta unas veces, o soterrada otras, sobre las relaciones entre partido y sindicato. Nosotros defendíamos la independencia como marco natural y otros, el grueso del aparato, gustaban más de la correa de transmisión.

Mientras tanto, en el Congreso de los Diputados continuaban los debates y votaciones del articulado de la Constitución. El 11 de julio de 1978 se votaron los artículos que afectaban a las actividades sindicales y me correspondió a mí, en nombre del grupo comunista, explicar nuestro voto. Dentro de aquel texto había aspectos que constituían importantes conquistas y otros que no nos satisfacían plenamente. Pero nuestro objetivo era hacer una reflexión que no subestimara ni sobreestimara lo alcanzado, para los que pensaban que con lo que se obtenía no merecía la pena dar el sí al consenso y para los que pensaban que conducía directamente al socialismo, que de todo había no solo en el hemiciclo sino fuera. Desde aquella decisión del TOP de encarcelarme, el 1 de marzo de 1967, como un rehén «mientras no cese el actual estado latente de anormalidad laboral», como decía el Auto de Prisión del Tribunal de Orden Público, pasando por los veinte años de condena en el Sumario 1001 el día que mataron a Carrero, hasta la fecha en que, entre los diputados, participaba en la votación de la Constitución, habíamos recorrido un importante camino.

En una carta que los del 1001 dirigimos al teniente general jefe del Alto Estado Mayor el 4 de febrero de 1975, una semana antes de pasar ante el Tribunal Supremo para revisión, le decíamos: «A los trabajadores no nos gusta la ilegalidad, la clandestinidad, el carácter masivo de nuestro proceder choca con lo secreto-conspirativo, buscamos con ahínco la legalidad […]»; y eso mismo les dije a los diputados de aquellas Cortes constituyentes. Era un SI a una Constitución que considera como valores superiores LA LIBERTAD, LA JUSTICIA, LA IGUALDAD Y EL PLURALISMO POLÍTICO, y que recoge los derechos de ASOCIACIÓN, REUNIÓN, EXPRESIÓN, HUELGA, las libertades públicas, y además abría el camino a las Autonomías. ¿Qué habría sucedido si la crisis económica, con las manifestaciones y huelgas que en defensa del nivel de vida y del empleo que se desarrollaban, se hubieran producido en vida del dictador y de la dictadura? Los muertos se habrían contado por centenas, los despedidos y encarcelados por decenas de miles. Así se lo expuse a los parlamentarios, porque aunque no todo se recogiera según nuestros deseos, sin embargo, con la Constitución los trabajadores conseguimos un nuevo equilibrio de fuerzas que nos era más favorable. Pero a aquellos diputados también les dije que era necesario «que los textos sean realidad. Hemos votado el derecho al trabajo y hay más de un millón de parados. Y nosotros nos negamos a instalarnos en una “normalidad” que parta de millón y medio de parados. Hay cosas en esta CASA QUE VA A SER DE TODOS que no nos gustan, pero trataremos de cambiarlas sin derribar el edificio». Así informé al Congreso del voto afirmativo que el grupo comunista dio a los artículos referentes a cuestiones sindicales.

En un país que ha sufrido treinta y dos meses de guerra y treinta y siete años de dictadura fascista a la franquista, son muy importantes los pasos que hemos dado: hemos construido una Casa Grande, en la que estamos todos; ya no resolvemos los problemas a base de guerras civiles, de dictaduras militares, y eso no tiene precio ni medida. Pero junto a ello hay que decir que las mejores habitaciones las ocupan los de siempre, los mismos de ayer. Los trabajadores ocupamos los sótanos y las buhardillas, los parados y marginados se quedan a la intemperie. Esta democracia no debe ser la casa donde quepa la injusticia y la marginación, y esto aún sucede porque lo permiten las leyes y las mayorías parlamentarias que las aprueban.

En octubre se votó la Constitución y en diciembre el pueblo español la aprobó en referéndum. Uno de los objetivos que nos habíamos marcado en el sindicato y también en el partido, el de que aquellas cortes fueran constituyentes, se había cumplido y en un plazo relativamente breve. El Consejo de Ministros tuvo que frenar las dimisiones en cadena que se producían entre los mandos militares y, al mismo tiempo, respaldar a Gutiérrez Mellado, cabeza visible en el ejército de la defensa de la democracia. Por aquellos días los ultras se manifestaron con motivo del asesinato del general Ortiz; ellos y algunos militares de paisano gritaban contra el Rey, contra el Gobierno y contra el teniente general Gutiérrez Mellado. El 6 de enero de 1979 Suárez ponía firme a un comandante que le negaba la mano. Al día siguiente era Gutiérrez Mellado quien tenía que hacer lo mismo con un grupo de oficiales y jefes con el general Atarés en cabeza. Luego tuvo que ser el propio Jefe del Estado quien pusiera firme y recordara sus deberes a un sector importante de altos jefes. En ese ambiente el Gobierno convocó las elecciones generales y municipales, para los días 1 de marzo y 3 de abril de 1979. Con aquellos ruidos de sables, con el terrorismo y los problemas económicos de fondo, esa decisión no era muy afortunada.

De nuevo fui propuesto por el Partido Comunista en mi agrupación y en el Comité Central para ir como candidato en la lista de Madrid, en el segundo puesto. Participé en el acto de presentación de la lista, asumiendo como es lógico, además del programa del PCE, las reivindicaciones de los trabajadores, planteadas fundamentalmente por CCOO. De nuevo recorrí el país, de mitin en mitin, lo que me ha servido para conocer a las gentes de un sitio y de otro. Los resultados de aquellas elecciones generales no modificaron sustancialmente la relación de fuerzas en el Parlamento. Todos coincidimos en que el nuevo, o viejo, Gobierno de Adolfo Suárez nacía débil, herido al nacer y con las alas cortadas. Suárez, que no mostró nunca gran afición a los debates parlamentarios, ni a los temas económicos, rehuyó el debate sobre el programa de gobierno a la hora de la investidura. Mientras, en los convenios colectivos firmados por tres millones de trabajadores, habíamos conseguido desbordar los topes salariales, situando las subidas entre el dieciséis y veintitrés por ciento sobre las tablas salariales, y un sesenta por ciento de los convenios mejoraban los derechos sindicales.

El PSOE, con sus ciento dieciocho diputados, que deberían haber servido para no dejar a la UCD y a los grandes empresarios avanzar en sus leyes antiobreras, dejó a la zorra para guardar las gallinas. No vieron los peligros de las distintas «galaxias», ni siquiera de las consecuencias de su actitud que facilitaba directa o indirectamente el rechazo o incumplimiento de los aspectos sociales de los Acuerdos de La Moncloa. Ellos mantenían su obsesión de imitar a Bonn y tomar cuanto antes el relevo. Es verdad que Carrillo seguía obstinado en frenar las movilizaciones de masas pacíficas y sobre todo obsesionado con el Gobierno de Concentración Nacional que cada vez aparecía más inalcanzable. El PCE, ante los temores, reales algunos, de involucionismo militar, con un despegue de las bases sociales y ciudadanas, caía en el juego de una política institucional y abandonaba la política de masas. Las visitas a palacio y los encuentros con el Presidente eran muy bien vistos y de ellos se sacaba la mayor parte de los análisis, pero mientras tanto el movimiento ciudadano era cada vez más débil y la capacidad de acción del PCE se reducía paso a paso.

En esta legislatura se produjo el debate y votación del Estatuto de los Trabajadores. Ya en la anterior el grupo comunista había presentado una propuesta que hizo suya pero que fue elaborada por Comisiones Obreras. De nuevo fue presentada en esta legislatura, pero fue rechazada con la abstención del PSOE. Al tiempo el Gobierno presentó su propio proyecto hecho a medida de las necesidades de la patronal. Reforzaba el intervencionismo exacerbado de la Administración, favorecía el despido y, por lo tanto, aumentaba el paro, establecía la mayor jornada de trabajo de toda Europa con cuarenta y tres horas semanales, mantenía el salario mínimo por debajo del coste de la vida, anulaba muchos derechos de acción sindical en la empresa, reducía los ámbitos de negociación de convenios y, en general, daba más facilidades a la contratación temporal.

Frente a la política económica y al Proyecto de Estatuto de los Trabajadores del Gobierno, CCOO organizó ya una primera movilización el 11 de julio, en la que participaron dos millones y medio de trabajadores con media hora de paro, asambleas y manifestaciones, a pesar de las amenazas de sanciones y despidos realizadas por la CEOE y el Gobierno. Un día antes de estas movilizaciones los empresarios y UGT anunciaron el Acuerdo Básico Interconfederal (ABI) que contenía fundamentalmente acuerdos políticos que fueron plasmados en el Estatuto de los Trabajadores. Allí se intentaba que la negociación de los convenios estuviera en manos de las secciones sindicales y no de los comités de empresa.

El ABI marcó un hito en el cambio de estrategia de UGT y en las relaciones entre los sindicatos. Se abrió una profunda división entre CCOO y UGT. Ferrer Salat, presidente de la CEOE, hizo unas declaraciones en una reunión de los empresarios del Transporte que publicó Cinco Días el 18 de diciembre de 1979, en las que decía:

[…]se firma el ABI o nos cargamos a UGT […]. En abril, en vista de las circunstancias, UGT comenzó a cambiar de estrategia. Firmó el acuerdo con nosotros (ABI) rompiéndose de esta forma completamente el frente sindical. El panorama está cambiando. Cuando hay una huelga ya no es el capitalista empresario explotador sino Nicolás Redondo quien denuncia a CCOO. Entonces la central comunista se ve acorralada ante el país.

Nicolás Redondo calificó de ligereza e irresponsabilidad las declaraciones de Ferrer. El Acuerdo Marco Interconfederal (AMI) lo firmarían CEOE y UGT. USO se adhirió posteriormente. Estos eran ya pasos decisivos que UGT iba dando en apoyo del esquema socialdemócrata alemán.

Nuestras movilizaciones tendrían el punto culminante el 14 de octubre con la gran concentración en el anfiteatro de la Casa de Campo de Madrid, a la que asistirían más de 400 000 trabajadores. Pero aquella reunión-mitin debería haber sido el primer paso para una jornada de huelga general porque la concentración en sí era insuficiente. La división sindical que ahora se agudizaba con el cambio de estrategia de UGT, pero también las resistencias políticas que provenían del propio Partido Comunista, especialmente de Santiago y algunos compañeros de la dirección del PCE, impidieron que este proceso culminara con una huelga general.

En aquella concentración había un enorme entusiasmo, y a pesar de la lluvia persistente, resistían con aquel eslogan que gritábamos: «Aunque se moje, Comisiones no se encoge», y el de «Huelga general». Se realizaron numerosas acciones, pero con una cierta dispersión en el tiempo y en el espacio. Eran movilizaciones parciales, una huelga general en Granada (unitaria con UGT), paros generalizados de dos horas el 29 de noviembre en Madrid, Cataluña, Sevilla, Cádiz y otros lugares, en los que participaron alrededor de un millón y medio de trabajadores. También se celebraron manifestaciones masivas el 13 de diciembre. Desgraciadamente estas movilizaciones no fueron suficientes para conseguir que la democracia penetrara en los centros de trabajo, con un Estatuto progresista y a través de mayores derechos sindicales. De todas las formas, conseguimos que los comités de empresa no se vaciaran de contenido y fueran participativos, con asambleas y referéndums unitarios a pesar de las divisiones sindicales por arriba.

Buena parte de la responsabilidad de que no avanzáramos en la línea de llegar a una huelga general fue de Santiago Carrillo y de algunos compañeros como Julián que ya se había colocado a su lado de forma incondicional. No veían claro y se oponían a la idea de la huelga general, aunque fuera por veinticuatro horas o menos, por los riesgos reales de golpe de los sectores involucionistas y por no poner dificultades a un posible Gobierno de Concentración Nacional. Creo que menospreciaban la importancia de una acción de masas para frenar a los ultras o conseguir ese Gobierno. De aquí partió la idea del «golpe de timón» que, en realidad, era un golpe de freno, más que de timón. Celebramos una reunión del Comité Central del PCE en el hotel Convención en 1979 en la que el informe de Santiago, así como la discusión, se centró en la huelga general. Decía Carrillo en ese informe:

Algunos camaradas siguen pensando con ideas viejas y creen que en este país no ha cambiado nada y que todo sigue igual. Siguen pensando en la movilización y en la huelga general. Siguen pensando en el carácter socio-político que hemos dado a la política sindical en el pasado, olvidando que estamos en democracia y en libertad. Hay que tener presente el papel reivindicativo del sindicato en las fábricas, pero cada vez más hay que ir olvidando el carácter socio-político, dejar de pensar en la vieja idea de la huelga general política.

Después hablaba de los riesgos de involución.

Algunos de los que asistíamos a aquellas reuniones no podíamos salir de nuestro asombro ante tamaño desconocimiento de la lucha sindical. Los trabajadores no podemos renunciar jamás a ningún tipo de huelga; por supuesto, siempre es necesario situarlas en el contexto de defensa de la democracia. Pero no se podía consentir que la democracia fuera solo un acontecimiento electoral y que dejara fuera de discusión las relaciones dictatoriales que se producían en el interior de las empresas. En cuanto a la huelga general política no es preciso ser un lince para comprender que el calificativo de «huelga política» no depende solo de nosotros. Los empresarios para desprestigiarlas siempre o casi siempre las definirán así. Nadie discute que las huelgas, cuando se generalizan y son un éxito, ponen en tela de juicio la política económica, aunque sean por reivindicaciones puramente sindicales. Lo mismo sucede en sectores como la sanidad o la educación, por citar alguno. Las huelgas, cuando se generalizan, aunque los que las organizan o los que las hacen no tuvieran conciencia de ello, automáticamente cobran un carácter político, son socio-políticas. Renunciar a ellas es renunciar a transformaciones profundas, constitucionales incluso. Desde aquel «golpe de timón» asumí algo que ya sabía, es decir, las diferencias que como sindicalista tenía con aquella dirección del partido. Y eso me llevó a una segunda reflexión y era la de garantizar la independencia del sindicato, marcando para ello incompatibilidades concretas, que por supuesto tenía que aplicarme a mí mismo en primer lugar.

Cargados del progresismo de moda y no queriendo ver lo que sucedía en las empresas, los diputados avanzaban en su Ley de Estatuto. En la Comisión de Trabajo, antes de pasar por el Pleno del Congreso de los Diputados para ser votada y enviada al Senado, algunos se echarían las manos a la cabeza cuando, dirigiéndome al centro derecha y también al grupo socialista, les dije: «Tenemos una Constitución que crea jurídicamente una democracia que debe ser avanzada, y un Estatuto de los Trabajadores regresivo que ustedes han hecho. Cuando el país exige altura voláis a ras de tierra porque lleváis plomo en las alas, el plomo de vuestro egoísmo de clase y de vuestra crisis económica. Cuando el interés nacional exige cambios en lo económico como lo hicimos en lo político, vosotros os bunkerizáis con un Estatuto regresivo».

Antes de que el 10 de marzo se promulgara como Ley tuve duras discusiones, sobre todo con Santiago Carrillo, porque no estaba de acuerdo con su criterio poco firme contra el Estatuto. Yo participaba en las discusiones en la Comisión y, junto a Cipriano García, antes en la ponencia. La situación se agravó cuando empezamos la discusión en el Pleno porque, aunque en ponencia y sobre todo en Comisión durante los trabajos se coincidía en parte, los tacticismos del secretario general del PCE entonces impedían que nuestra posición quedara neta ante los trabajadores. Artículo por artículo intentamos mejorar la propuesta inicial, pero en conjunto mi valoración era negativa y pensaba que había que dejar clara nuestra oposición. Cuando las leyes son ordinarias, se votan las enmiendas pero no hay una votación global, porque uno puede estar de acuerdo con algún artículo pero pensar que la ley es regresiva en su conjunto, como lo era el Estatuto de los Trabajadores.

Las dificultades que tenía con Santiago se evidenciaban en la Comisión de Trabajo, porque en realidad se estaban haciendo dos discursos diferentes. Alguna vez comentamos José María Bandrés y yo esta situación. Él mantuvo una buena posición en la ponencia y en aquella Comisión de Trabajo de la que también formaba parte. La situación llegó a tal extremo que a veces en el propio hemiciclo tuve algunas discusiones muy duras y estuve a punto de dimitir entonces, en 1979.

Cuando volvía a casa, llevando seguramente en la cara la tensión que estaba viviendo, Josefina me decía que les dejara. Pero no podía hacerlo y finalmente dije a la dirección del partido que si no se adoptaban posturas más netas y firmes iba a dimitir de inmediato. Se convocó una reunión especial en el local del grupo parlamentario en la calle Marqués de Cubas, a la que asistimos los que éramos diputados, los miembros del comité ejecutivo del PCE y algunos camaradas miembros del secretariado de CCOO. La discusión volvió a ser dura, muy dura, más que la que viví en la cárcel de Segovia en 1970. Cipriano García, que coincidía conmigo en la Comisión de Trabajo, empezó a vacilar. Nicolás Sartorius estaba «entre Pinto y Valdemoro» y Julián, que siempre esperaba a que quedara vacante la secretaría general de CCOO, tuvo una intervención hiriente, agresiva hasta en lo personal. Carrillo estaba insoportable, con su soberbia y personalismo conocidos, aunque se protegiera con Jaime Ballesteros, que siempre hizo de escudero dentro del «aparato». Entre uno y otros me acusaron de todo.

Aun así me mantuve firme y de aquella tempestuosa reunión salió la decisión de desmarcarnos más enérgicamente del Estatuto de los Trabajadores y de luchar más netamente contra sus aspectos negativos, para que más allá del Boletín Oficial de las Cortes, donde se reflejaban las votaciones, nuestra repulsa llegara a la opinión pública. De nuevo se reforzó mi idea de que había contradicciones importantes entre mi condición, por un lado, de secretario general de CCOO, y por otro, de diputado comunista, sujeto a la disciplina del grupo parlamentario del PCE. Una disciplina que, en general, terminaba casi siempre, menos en este caso, con la última palabra del secretario general que ejercía el poder real.

No dudo de la visión global de la sociedad que tiene un partido político, en este caso el PCE; pero no solo la posee él, y no siempre es la más acertada. Junto a eso el movimiento sindical debía ser reivindicativo, de clase y de masas, pluralista y unitario, democrático e independiente de todos los gobiernos, de todos los empresarios y de todos los partidos. Y esto rezaba en nuestros estatutos no por una cuestión formal, sino porque era la forma de asegurar un auténtico sindicato al servicio de los trabajadores. No cabía, en ese momento de discrepancia con las actitudes de la dirección del PCE, mantenerse al margen o pasar por alto aquello y resignarse. Por eso, a pesar de que se resolvió la cuestión del Estatuto, anuncié mi decisión de dimitir como diputado antes de terminar los dos años de la segunda legislatura. Y me mantuve ese tiempo porque aún quedaban algunas leyes de gran contenido social y porque el plazo para poder ser sustituido por el siguiente de la lista, que era Sartorius, acababa a los dos años de ser elegido. Salí del Congreso de los Diputados el 10 de febrero de 1981, unos días antes del golpe de Tejero. En el siguiente congreso de CCOO, a propuesta mía, modificamos los estatutos para establecer la incompatibilidad entre ser miembro de los aparatos más ejecutivos —realmente los secretariados de los partidos o ser diputado en el Parlamento— y las responsabilidades en el secretariado de la Confederación. Junto a la independencia también defendíamos que pudieran existir dentro del sindicato corrientes organizadas, algo que siempre había estado vetado en el partido. Prueba de ello fue la incorporación al sindicato de algunos compañeros que provenían de USO. Se llamaron Corriente Socialista Autogestionaria y estaba liderada por José Corell. Esta corriente y otras que se pudieran formar exigían nuevos hábitos, más autonomía, más pluralismo, aceptar las discrepancias como un hecho natural, el respeto y la no discriminación de las minorías.

Las actitudes eurocomunistas que Carrillo mantenía para fuera no se correspondían con su personalismo y dominio casi absoluto dentro. Además, la permanencia mucho tiempo en el cargo, sobre todo de los secretarios generales, si estos tienen ciertas tendencias al personalismo, les lleva con mucha facilidad no solo a ser burócratas y a colocarse por encima del control democrático de afiliados y órganos, sino que pueden terminar como auténticos autócratas. Y a esa situación se llegaba en buena medida también por un cierto y pasivo hábito en bastantes de sus compañeros de dirección. Y no trato con esto de negar el mérito a muchas de sus actuaciones pasadas. Ese era mi criterio y por eso pensaba que la secretaría general del PCE debía cambiar de manos.

Hice una propuesta para que se eligiera un nuevo secretario general del PCE, pensando en que nos equivocábamos al expulsar a los superrenovadores vinculados a sectores profesionales y, además, que podríamos distanciarnos de grupos obreristas por el otro extremo. Me pareció que había que proponer a un compañero que fuera un puente entre ambos sectores. Propuse a Nicolás Sartorius, abogado, periodista, miembro de la dirección de CCOO y condenado en el 1001, capaz en todos los sentidos y preparado con muchos años de lucha. Mi propuesta fue que Nicolás pasara a ser el secretario general del PCE, Santiago Carrillo presidente y Pasionaria presidente de honor. Debo decir con sinceridad que en esa línea pensaba actuar conmigo mismo en CCOO cara al III Congreso. Aquello cayó fatal en el comité ejecutivo y la gran mayoría lo consideró como una especie de «delito de lesa majestad». Nicolás, que a mí me pareció siempre una gran persona, pero indeciso en momentos de este tipo, y al que considero un buen amigo, se sobrecogió un poco e inmediatamente dijo que él no aceptaba mi propuesta en cuanto a lo que a él se refería.

En este clima se desarrolló el X Congreso del PCE del 28 al 31 de julio en el cine Quevedo. Se eligió una presidencia de la que formábamos parte un grupo de camaradas encabezado por Dolores, Santiago, Gerardo y yo entre otros, con Alberti y Amaro del Rosal. Fue un Congreso muy crítico, en el que varios superrenovadores pidieron la retirada de Santiago como secretario general. Las intervenciones de Santiago, a pesar de su «euro» hacia fuera, defendían un cerrado centralismo interno. «No seré secretario general si se reconocen las tendencias». «Los que no respeten los acuerdos del Congreso serán expulsados», decía.

Yo intervine explicando que en el cuadro de la revolución científico-técnica se modificaba la estructura interna de clase, y nuestro partido, al plantearse agrupar a las fuerzas del trabajo y la cultura, debía tener en cuenta que las tendencias estaban impulsadas por esa realidad, que lo correcto era asimilarlas, unir al partido. «[…] Muy significativa y un tanto sorprendente resultó la intervención de Marcelino Camacho», decía El País al día siguiente.

Para el nuevo Comité Central, el mayor número de votos fue para Dolores, que obtuvo 963; después iba yo con 911, Sartorius con 838, Frutos con 762 y Santiago Carrillo con 687. Cuando llegaron las elecciones generales del 28 de octubre, el PCE perdió un millón de votos.

Como había anunciado, cuando dimití como parlamentario y por las causas que señalé, me retiré como miembro del comité ejecutivo, aunque me mantenía en el Comité Central y, valorando la lucha política, señalé mi decisión de participar activamente en la campaña electoral y por eso envié una carta al no poder asistir a la inauguración. Me parecía necesario que nos vieran unidos en este caso, aunque fuera por carta, teniendo en cuenta que había dejado el comité ejecutivo del partido pocos meses antes. El 6 de noviembre se reunió el comité ejecutivo y Santiago Carrillo informó de su decisión de presentar al día siguiente, en la reunión del Comité Central, su dimisión de la secretaría general, responsabilidad que había tenido durante veinte años. Propuso como sustituto a Gerardo Iglesias, que creía continuaría su política y que incluso le permitiría seguir a él decidiendo a la sombra de la secretaría general. El fracaso en las elecciones al Parlamento andaluz y, muy especialmente, el desastre de las elecciones generales del 28 de octubre, donde pasamos de veinticuatro diputados a cinco, se sumaron a las críticas que algunos veníamos haciendo a su gestión desde los sectores más bloqueados y los más aperturistas. Una política basada en la «fotocopia del euro-italiano», lo mismo que del «compromiso histórico», le llevó —nos llevó— a su Eurocomunismo y Estado y al Gobierno de Concentración en teoría, y en la práctica a los cinco diputados y las escisiones del partido, incluida la suya.

Su tacticismo, su alejamiento de los movimientos sociales y ciudadanos, le llevó a frecuentar la vía institucional, demasiados salones y despachos por un lado, mientras que por el otro se condenaba la huelga general, se disolvían las agrupaciones profesionales del partido, o se metían en el congelador los movimientos ciudadanos. A eso se sumaba su fe en aquel Gobierno de Concentración hasta en los últimos días antes de que Calvo Sotelo convocara al electorado el 28 de octubre. En la práctica, faltos de una estrategia de más largo alcance, íbamos a remolque unas veces de UCD, otras del PSOE, no veíamos incluso que este, y su consigna de «Por el cambio», era la culminación de su preparación para pasar al Gobierno; mientras, el partido en Andalucía lanzaba el «Juntos podemos» y en todo el Estado, además, el «Porque nada se pare», dando contenido social a la democracia. Las reivindicaciones de un partido con fuerte base entre los asalariados, nos indicaban que lo social no se había puesto en marcha y que la democracia estaba detenida ante las puertas de los centros de trabajo; dentro regía la dictadura del patrón.

El Comité Central se reunió el 7 de noviembre y tal como había dicho en el ejecutivo, Santiago presentó su dimisión irrevocable y la propuesta de que le sustituyera Gerardo Iglesias. Debo decir que conocía a Gerardo desde la prisión, y como miembro de la dirección de CCOO, pero conociendo su posición intransigente en el comité ejecutivo y su apoyo total a Carrillo en este órgano, decidí seguir manteniendo mi apoyo al hamletiano y amigo Nico Sartorius. Al rechazar Nico su candidatura, tal vez también porque pensara que la mayoría la sacaría el que respaldaba Santiago Carrillo, decidí abstenerme. ¿Por qué? No por ambigüedad sino porque Gerardo me parecía un buen camarada y no podía votar negativamente. Por otra parte su actuación en el comité ejecutivo, siempre apoyando a Santiago y ahora el haber sido propuesto por él no me ofrecía la seguridad de que no continuara en el mismo camino.

Entre los miembros del Comité Central circulaba una conversación de Santiago-Gerardo en la que el primero dijo: «Gerardo, la situación es difícil para el partido. Pero si tú y yo hacemos las cosas bien y de común acuerdo te aseguro que no pasará nada». Por eso no podía votar a favor. No quedaba más salida que la abstención y esperar.

La firme decisión de Gerardo de no ser el doble de nadie, hizo que a pesar de mi voto inicial coincidiéramos después prácticamente en casi todo y apoyara firmemente sus posiciones de unidad de la izquierda en Izquierda Unida. Tengo algunas notas de la reunión del Comité Central del 7 de noviembre, muestra que da idea de cuál era el criterio predominante. Aunque a riesgo de ser esquemáticas, merece la pena recogerlas:

17.10 h. Marset (Murcia): Pide a Nico que se retire y que se vote a Gerardo.

17.17 h. Setién: Acusa a la inorganicidad de los comunistas en CCOO de haber causado serios daños en las elecciones.

17.25 h. J. Ballesteros: Nada de convocar a un congreso extraordinario y acusa a Nicolás Sartorius de tener serias responsabilidades en este proceso.

17.32 h. Cazcarra: La situación a que ha llevado al partido —se refiere a Santiago— es de desastre.

17.42 h. Geluco: Sería partidario de Nico, pero votaré a Gerardo. Hay que celebrar primero la conferencia nacional del partido y después adelantar el congreso.

17.48 h. Zamora: Hay que terminar con la indisciplina.

18 h. Javier Suárez: Es una injusticia que Santiago deje el partido en estas circunstancias —dando a entender que el cien por cien de los comunistas de Asturias apoya a Santiago y la propuesta de que sea Gerardo el secretario general.

18.09 h. Tina: Aquí está todo el pescado vendido.

18.20 h. Tueros: Duro ataque a Cazcarra y defensa de Gerardo.

18.30 h. Solé Tura: El cambio controlado necesario. Cuando cambien las circunstancias homenaje político a Santiago. El debate se está llevando a descalificaciones, sobre todo de Nicolás. Debemos dejar de ponernos nerviosos ante la prensa.

18.36 h. Julián Ariza: Existe un conservadurismo sociológico que genera la crisis. Algunos pueden ver a Nico como el que puede protagonizar otro enfrentamiento. Apoya a Gerardo y está en contra de convocar un congreso extraordinario.

18.45 h. Plá: Tenemos cita con las elecciones municipales. Que las razones de coyuntura sean las que decidan a la hora de elegir. No votaría a Nico.

18.52 h. Nicolás Sartorius: Agradece la propuesta que hemos hecho algunos y él no nos desautoriza a los que propugnábamos su candidatura para secretario general. Pero nos pide que la retiremos. No se aceptan las causas reales de la derrota, como en el caso de las elecciones. Recuperación posible pero desde la perspectiva de un congreso después de las elecciones municipales. La situación política ha cambiado aunque la transición no ha terminado. La unidad del partido está dañada. La alternativa está en ir a un congreso y analizar el fracaso y sacar conclusiones. Asumir los distintos estilos en los métodos que se apliquen. Cada vez es más difícil sentirse cómodos en el partido. Cree que es necesario que Santiago dimita. Se abstendrá, aunque de todas formas apoyará a Gerardo. No quiere ser candidato a secretario general en estas circunstancias.

Gerardo Iglesias: No es propuesto junto a un cambio de política, y eso es lo que asume. Cuando se planteó la propuesta le asustó. Le impresiona la responsabilidad. Cree que le falta capacidad. Va a ser él el secretario general y no permitirá que nadie lo sea por él. Piensa modificar no solo el equipo de dirección del partido, sino también el de la casa, el local. No va a sentir vergüenza a marchar políticamente de la mano de Santiago, pero sin ser robot. Aquí hay un cambio y no va a desaprovechar la nueva situación que se crea.

La resolución se aprobó con un voto en contra y once abstenciones y el nuevo secretario general, Gerardo, con sesenta y cuatro votos a favor, quince abstenciones, tres en contra y tres en blanco. Después vinieron las escisiones: la de los que crearon el PCPE-PCC y la de los de la Mesa por la Unidad de los Comunistas, después llamada PTE, Partido del Trabajo de España. Creo que como todos los que rompen algo, no solo lo niegan sino que encima a sus nuevas siglas le incluyen la palabra unidad, unitario o algo por el estilo. En CCOO, después de la Asamblea Nacional de Barcelona, los miembros de la ORT a su escisión la llamaron Sindicato Unitario, y los del Partido del Trabajo de España (otra escisión del PCE, llamado primero PCI y luego PTE) se disfrazaron «unitariamente», denominándose Confederación Sindical Unitaria de Trabajadores. Unos años después aquello desapareció, algunos volvieron a CCOO, otros pocos a UGT y otros ocuparon altos cargos en el Gobierno.

Es preciso dejar claro que a los seguidores de Carrillo, después de estar organizados primero como grupo, después como mesa, etc., jamás se les expulsó del partido; simplemente se les destituyó de sus cargos de responsabilidad en el PCE. Al XI Congreso se llegó con Gerardo y con la política de convergencia y, en el análisis general, se decía que de la crisis del PCE el principal responsable era Carrillo por «su megalomanía y desmedido personalismo». Ese centralismo que termina en el secretario general, lo habíamos asumido todos como una cosa normal en la clandestinidad, pero ahora sobrevivía como algo natural, no cuestionado. Eso en manos de Carrillo nos condujo a la expulsión de unos por superrenovadores y a otros por pro-soviéticos. Luego, cuando no se le permitió seguir controlando, abandonó el partido y creó el Partido del Trabajo, que continuó con la adhesión al Programa 2000 del PSOE, rechazado hasta por Izquierda Socialista y Democracia Socialista, y puede conducirle —uno tiene un último sobresalto— al PSOE, no de Pablo Iglesias, sino del clan de los Guerra, de los Solchaga y los Boyer.

En cuanto a las elecciones del 22 de junio, no podía caber duda de que aunque el PSOE estuviera situado por su historia en el espectro de la izquierda, ahora —«por sus obras les conoceréis»— era la expresión económico-social del gran capital, al tiempo que acentuaba su política antisocial y el paro. No es necesario recordar que llevaron la contratación temporal al primer puesto del ranking europeo.

«La unidad de la izquierda, Izquierda Unida», decía yo en la campaña electoral, «debe ser la opción de los trabajadores». El PSOE tuvo un fuerte descenso, aunque conservó la mayoría; un proceso de debilitamiento del felipismo a lo PRI se había iniciado. Izquierda Unida avanzó sensiblemente; de nuevo una opción de izquierda real estaba en marcha.

Dolores, Pasionaria, murió el 12 de noviembre de 1989 a los casi noventa y cuatro años; murió sencillamente, como vivió, rodeada de su hija Amaya, de sus nietos, de su camarada, compañera, amiga y secretaria de siempre, Irene Falcón, rodeada del cariño de todos. Pasó sus últimos días en la residencia Ramón y Cajal de la Seguridad Social. Allí, en una de las últimas visitas, me pedía que la lleváramos a la oficina del PCE a trabajar. Por delante de su catafalco expuesto en la sede del Comité Central del PCE desfilaron gentes sencillas y héroes de las luchas por las libertades, personalidades políticas e intelectuales así como representantes de partidos, sindicatos y delegaciones de todo el mundo.

Ella estuvo en la lucha allí, cuando hubo que sacar con la fuerza de su acta de diputado a los presos por la revolución de octubre en Asturias. Estuvo allí, en el frente, prefiriendo morir de pie a vivir de rodillas. También estuvo, frente al estalinismo, condenando la invasión de Checoslovaquia en el mismo Moscú. Estuvo en el Parlamento de la nueva democracia. Una larga vida de mujer llena de humanismo, de revolución y de lucha, llena de ideales a los que nadie nunca pudo poner precio. En la plaza de Colón cerca de quinientas mil personas dimos el adiós a Dolores; Rafael Alberti y Julio Anguita dijeron las últimas palabras. Se escuchó La Internacional cantada por ella misma cuando en los años sesenta acudía, en París, a las reuniones de los que salíamos clandestinamente; entonces también nos cantaba las letrillas de la guerra. Alberti recitó emocionadamente:

¿Quién no la quiere?

No es la hermana

la novia ni la compañera.

Es algo más: la clase obrera,

madre del sol de la mañana.