Capítulo 6

A pesar de que el juez de Orden Público, Sr. Garralda, bajo la presión de setenta mil metalúrgicos en huelga que pedían nuestra libertad nos la concedió sin multa ni proceso, hubo a los pocos días una contraorden del Gobierno y ese mismo juez, el 15 de febrero de 1967, me procesó en el Sumario 47/67 y me dejó en libertad provisional. Pero, trece días después, el 28 de febrero, el presidente del Tribunal de Orden Público, José Hijar Palacios (que según creo al comienzo de la transición fue magistrado del Tribunal Supremo), dictó auto de prisión, retirándome la libertad provisional que tenía por el Sumario 178/66, del 28 de junio de 1966. El argumento que empleó en aquel auto decía que se me encarcelaba «mientras no cesara el actual estado latente de anormalidad laboral». La lucha de los trabajadores por la justicia social y la libertad crecía y la dictadura me encarceló como rehén del franquismo.

No sé si fue por imprevisión, supongo que no por inexperiencia, pues se trataba de la policía, pero lo cierto es que se presentaron el mismo día 28 al anochecer en mi casa para cumplir el auto de prisión del TOP, pero no pudieron detenerme. Cuando ellos llegaron yo todavía no estaba y, al cabo de un rato, los policías que estaban en mi casa bajaron un momento a la calle para hablar con otro que se había quedado en el coche. Josefina, mi compañera, aprovechó esa breve ausencia, o descuido, para avisar a la vecina, Dolores Cabrerizo, y a su familia, que vivían en el piso contiguo. En esos escasos segundos les contó lo que sucedía y ellos quedaron en que si podían me avisarían de la presencia de la policía.

Efectivamente, estuvieron vigilando y por una de las ventanas de su casa que da a la misma calle me vieron llegar. Su hija Lola, que entonces tenía dieciocho años, bajó las escaleras, descalza para no hacer ruido, y me informó, cuando me disponía a abrir el buzón de las cartas justo en el portal, de que la Brigada Político Social estaba en mi casa. Salí inmediatamente por la misma calle que había venido sin que me detuvieran. ¿Por qué?

Un vecino que al igual que yo tenía el pelo blanco, el señor Parra, me contó, más tarde, que uno le siguió un rato por la calle, hasta que al volverse y verle la cara, vio que no era yo.

¿Inexperiencia? ¿Imprevisión? ¿Interés del régimen porque pasara a la clandestinidad o me fuera al extranjero? Ninguna de las respuestas podía descartarse. Después de alejarme del barrio y reflexionar, decidí ir a la calle de Feijoo número 14, vivienda y despacho de mi abogada, María Luisa Suárez, y de su compañero Fernando Ontañón, donde cené y dormí.

Con ellos conversé largamente y estudiamos los pros y los contras en los planos sindical y político y en el terreno jurídico. Era evidente que la dictadura, ante el ascenso del movimiento obrero, representado casi exclusivamente por Comisiones Obreras, no solo acentuaba la represión sino que necesitaba empujarlo hacia las catacumbas, necesitaba aislarlo además de reprimirlo. Para no facilitarle esa operación, había que ser consecuente e ir a la prisión con todas sus consecuencias, incluidas las de una posible condena no breve. Incluso desde la cárcel podía continuar la lucha y mantenerme firme aunque fuera entre barrotes. En mi caso, miembro del movimiento obrero en su doble vertiente, sindical de Comisiones Obreras, y del PCE en el plano político, podía seguir siendo un punto de referencia en la lucha antifranquista si con mis compañeros mantenía una actitud firme y flexible, humana, combativa y equilibrada; podía ser un punto de referencia para la solidaridad con nuestra lucha por la libertad sindical, por la justicia social y por las libertades democráticas, así como con los presos político-sociales y nuestras familias. Es decir, lejos de debilitar la respuesta de los amplios sectores democráticos, podría ampliarla.

Sin duda aquella fue una noche larga, pero a pesar de todo conseguí dormir. No podría decir que entonces pensara que mi estancia en la cárcel fuera a prolongarse casi una década, pero sí sabía que aquello no iba a terminar pronto. La alternativa personal era vivir en la clandestinidad o emigrar de nuevo al extranjero, y aquello se me presentaba como una rendición y una vuelta atrás en el trabajo que habíamos realizado. Tenía que asumir responsablemente hasta el final las consecuencias de nuestra lucha, que tarde o temprano nuestra acción por la libertad daría sus resultados. El aspecto más difícil era la familia, con la que ya no pude convivir durante muchos años. A mí me esperaba la cárcel, pero ¿qué les esperaba a ellos? Me tranquilizaba contar con la fortaleza de Josefina y saber que la solidaridad de los compañeros de la fábrica no les abandonaría, como así fue en todo el período que estuve en la cárcel. Yo di muchos años de mi vida en las cárceles, pero la solidaridad de los trabajadores siempre compensó esos sacrificios de mi familia y míos.

Marcel tenía entonces catorce años, y Yenia diecisiete; sin duda eran edades en las que necesitaban de su padre, no solo de su presencia física sino también de su apoyo moral. Pero yo creo que a medio plazo hubiera sido peor que hubieran tenido un padre inconsecuente con sus ideas. La ausencia se vio compensada por la fortaleza de las ideas y ellos crecieron en ese clima no solo porque yo les hiciera indicaciones sino porque aquella experiencia pasó a formar parte de su propia vida. No hay educación mejor que la experiencia propia. Ellos aprendieron las lecciones no porque yo se las dictara sino porque la realidad se las enseñó; yo lo que añadía era mi propio comportamiento, y en ese momento tampoco podía ni con mis hijos ni con Josefina tener otro que presentarme ante el juez al día siguiente.

Fui al Tribunal de Orden Público acompañado de mi abogada y buena amiga María Luisa Suárez Roldán. Eran las diez de la mañana del día 1 de marzo de 1967. María Luisa habló por teléfono con Josefina y le explicó la decisión que había tomado, y a ella también le pareció la más correcta. Esa actitud de mi compañera me dio más tranquilidad y aumentó mi firmeza. No hay que olvidar que muchos compañeros, buenos compañeros, flaquearon en sus convicciones porque sus compañeras y sus familias no les apoyaron en los momentos más críticos, pero ese no fue mi caso.

Al presentarme directamente en el Tribunal evité el paso por la Brigada Político Social y la Dirección General de Seguridad donde se utilizaban las presiones y amenazas, cuando no las palizas, para sacar «declaraciones» a los detenidos. De las oficinas del Tribunal me bajaron a los calabozos y, en la tarde de ese mismo día, me llevaron en un furgón a la Prisión Provincial de Hombres de Madrid en Carabanchel. Nada más entrar en la cárcel lo primero que me hicieron fue el «cacheo», que consistía en poner sobre una mesa todas las pertenencias que pudieras llevar encima y además desnudarte completamente en presencia de los funcionarios; es algo que se hace habitualmente con los presos que ingresan en prisión. Miraron lo poco que llevaba y se quedaron con el cinturón y algunos de los objetos personales. Aquellos «cacheos» eran para impedir la entrada de objetos cortantes, cuchillas de afeitar, cuchillos o navajas para evitar las agresiones entre presos, pero también se quedaban con cosas como el papel carbón o los libros «no autorizados», es decir aquellos que la censura de la cárcel consideraba que no se debían leer.

Y por si eso fuera poco también te retiraban cosas que se vendían en el economato de la prisión, porque así te obligaban a comprarlas allí, lo que les dejaba pingües beneficios. Me cambiaron el dinero por unas tarjetas que son como una especie de vales. Se quedaron con la documentación y me tomaron las huellas dactilares. Cuando terminaron me dieron un colchón de esparto, las mantas y los cubiertos, es decir una cuchara, un plato y un vaso de aluminio. Al cabo de unas cuatro horas cargué con todo y me llevaron a la parte central de la bóveda, al «centro», que es donde confluyen las galerías de la cárcel de Carabanchel. Justo bajo la bóveda hay una oficina acristalada que domina las cuatro galerías que salen de allí en forma de brazos. De nuevo me tomaron las huellas dactilares y me hicieron otra ficha. Después me llevaron a la séptima galería, que era donde se pasaba el período de aislamiento, entonces de diez días.

Este aislamiento lo justificaban como un período de observación sanitaria, pero, en realidad, no tenía otro objetivo que someter al preso echándole la cárcel encima, con sus ruidos de personas anónimas y gritos de funcionarios y de cabos de galería, con los golpes de los cerrojos en las puertas de las celdas, o la permanente mirilla, el «chivato», por donde de vez en cuando asomaba un ojo anónimo, para ver qué hacías, o los constantes recuentos en los que pasaban lista y había que contestar «presente». No se respetaban los más elementales derechos humanos y se imponía un reglamento durísimo, con el ánimo de que perdiéramos la personalidad y pasáramos a ser el número de recluso que te asignaban y con ello manejarnos fácilmente para no causar ningún problema. Para eso servía el llamado «período», ya que no tenía nada de período sanitario (al médico se le veía dos días más tarde), y además las condiciones higiénicas de la cárcel son siempre peores que las de las casas más míseras. Las celdas tenían unas condiciones pésimas: los cristales estaban rotos, el retrete atascado, no había agua corriente y te la daban en cubos, las mantas estaban tan sucias que a veces parecían sostenerse de pie solas.

Al terminar el período de aislamiento me llevaron a la sexta galería, donde permanecí hasta que me condenaron y me trasladaron a un penal. La sexta era una galería que quedaba al final de la cárcel en la parte más próxima al Hospital Psiquiátrico. Se accedía por el final de la quinta galería, donde se dividía en dos más pequeñas, la cuarta, que era la enfermería y el reformatorio para los presos comunes menores de veinte años, y la sexta, donde estábamos los presos políticos y sindicales. En la planta baja del reformatorio estaban los talleres y los patios de las dos galerías separados por un muro. Al director de la prisión, don Leoncio, que había sido jefe de servicio en el penal de Burgos, los presos políticos le apodamos «Sisí», porque a cualquier reivindicación que le planteábamos decía que sí, aunque luego no solía cumplir lo prometido. Este funcionario, que era tratable, me llamó un día para informarme de los cursillos de promoción profesional obrera que iban a impartir en los talleres. Él estaba contento por esta posibilidad de formación que empezaba dentro de la cárcel; pero aunque la experiencia era buena, en realidad aquellos talleres trabajaban para la calle y los presos estaban superexplotados por la administración de prisiones. Además, cuando los jóvenes del reformatorio salían en libertad, con un certificado de peones especializados, tenían que ir a empresas que les exigían experiencia laboral y certificados, y no les empleaban si venían de la cárcel. Hasta ocurría, y ocurre, que algunos empresarios se aprovechaban de los ex presidiarios para pagarles menos. El resultado final es que el paro les vuelve a llevar a la cárcel porque esta sociedad no asume su reinserción. En una ocasión, de acuerdo con los funcionarios de la galería, hicimos una encuesta y comprobamos que la gran mayoría volvía a la cárcel porque la sociedad los rechazaba y retornaban al «medio», a la delincuencia.

Las galerías estaban regidas por un jefe de galería, funcionario del Cuerpo de Prisiones, y por uno o varios cabos que eran presos comunes de confianza de los funcionarios. Los cabos, continuadores de los antiguos «cabos de varas», hacían, en algunos casos, con los presos comunes un verdadero tráfico de todo lo prohibido, desde la prostitución y las violaciones, hasta las drogas. Al que llegaba allí le saqueaban, le hacían vender todo lo que tenía por cuatro perras gordas cuando no «darlo gratis». Esto sucedía en el reformatorio, donde estaban los menores de veinte años, con cierta tolerancia por parte de algunos funcionarios y jefes de servicio que, como mínimo, no querían enterarse de lo que sucedía. En su opinión, era cosa de los presos y allá ellos mientras no les perjudicase, y, además, esa situación ayudaba a someter a los más rebeldes.

Yo fui el primer preso de Comisiones Obreras que llegó a la sexta galería donde, en ese momento, solo había presos del PCE. Los políticos estábamos todos juntos en la sexta y salíamos a un mismo patio, solo para nosotros, hasta que a finales de 1968 la dirección ya no permitió la entrada de nuevos presos políticos. A los que llegaron a partir de entonces los llevaron a las celdas del primer piso de la tercera galería. Así, en la sexta cada vez se fue reduciendo más el número de presos políticos hasta el extremo de que en noviembre de 1973, cuando se hicieron importantes obras para la reconstrucción de esta galería, a los seis que quedábamos nos trasladaron a la tercera y después a unos y a otros a los penales de cumplimiento. El objetivo de esta separación fue impedir que transmitiésemos la madurez y la experiencia política y sindical que nosotros podíamos tener a los cientos de trabajadores y estudiantes que pasaban por la cárcel. Es curioso que, mientras a los dirigentes de otras fuerzas políticas los tenían mezclados con todos, a los dirigentes pertenecientes al Partido Comunista de España y a CCOO, los mantenían aislados del resto.

Aparentemente la cárcel es un lugar donde se recluye a los presos, a los comunes para reducir la delincuencia y —entonces— a los políticos o a los sindicales con la intención de retirarlos de la lucha. Se trataba no solo de apartarnos de la actividad, del papel de dirección que en la calle tuviéramos, sino que además, aislados en la prisión, intentaban anularnos, doblegar nuestra voluntad. Como veremos más adelante, en las cárceles del régimen no consiguieron ni lo uno ni lo otro.

Allí teníamos una actividad constante porque la vida estaba organizada hasta en sus más pequeños detalles. La lectura, el ocio, todo tenía su tiempo y no por ello se convertía en rutinario; había una gran conciencia entre todos los presos políticos de que aquella estancia sirviera para adquirir una formación ideológica, profesional o cultural para luego utilizarla en la calle. Pero también se pensaba en participar desde la propia prisión en la vida y la lucha de la calle. Esos eran los dos grandes objetivos de aquella racionalización del tiempo.

La jornada diaria se iniciaba con el toque de diana, generalmente a las seis y media en verano o las siete en invierno. Cuando te abrían la celda hacían un primer recuento que luego se repetía a las ocho y media de la mañana, cuando hacían el relevo de la guardia los funcionarios. Entre las seis y media y las siete, yo hacía media hora de gimnasia, de tipo sueco, con ejercicios de extremidades superiores, inferiores y tronco, combinando todos ellos con otros respiratorios. La hacía en la galería o en el patio, según la estación del año, y después de dar alguna pequeña carrera para no enfriarme, me iba a la ducha, de agua fría, porque caliente no la había. A continuación se desayunaba y justo después hacían el segundo recuento.

A partir de las ocho y media se organizaban las actividades de la mañana. Hasta las once y media que llegaban los periódicos, normalmente nos dedicábamos al estudio, bien de forma individual o colectiva a través de seminarios o charlas. El interés por la información me ha acompañado a lo largo de toda mi vida y en la prisión siempre fui yo, de forma voluntaria, el encargado de ir a buscar la prensa; generalmente la tenía el jefe de servicio o el jefe de centro y mi tarea consistía en localizarlos. Cuando éramos pocos en la galería yo era el primero que los leía; después, en la tercera galería, cuando ya éramos muchos los interesados por los periódicos, hubo que buscar otros métodos como leerlos en voz alta. En nuestra comuna me presentaba voluntario y era interesante porque, al leer en voz alta, retenía mejor las informaciones más importantes.

Después comíamos y había otro recuento al salir de los comedores. Después nos reuníamos en una celda de tres veinte por dos cincuenta metros donde tomábamos café y jugábamos alguna partida de ajedrez, en una especie de tertulia que era uno de los ratos más agradables que pasábamos todos los compañeros; luego estudiábamos o dábamos algún paseo, que consistía en unas vueltas al patio o a lo largo de la galería para hacer algunos kilómetros de marcha. Eso dependía de cada uno. No dejaba de ser curioso detenerse a observar a aquellos grupos por la galería: unos a paso rápido y con una viva discusión, otros más pausados y deteniéndose a veces para explicar mejor lo que se debatía. Los había, también, que paseaban simplemente solos o leyendo algún libro. Pero aquellos grupos andábamos y andábamos, cruzándonos en el recorrido, y cambiando de tertulia y grupo cuando queríamos contar algo a otros. También había compañeros que preferían un rato de soledad o que iban a las celdas de los pisos más altos para mirar las casas que se veían a lo lejos y que estaban a más de un kilómetro.

Por la tarde había otro recuento al finalizar el estudio o la lectura y luego pusieron otros a mitad de la mañana y de la tarde. A las seis y media o las siete, dependiendo de cuándo oscureciera, subíamos del patio para ir a cenar. Había que montar un turno para ir a buscar la comida a la cocina. Nosotros comíamos la mayoría de las veces la comida que nos pasaban las familias, porque la de la cárcel era verdaderamente mala. El Ministerio de Justicia destinaba a cada preso dieciocho pesetas por día, con lo que se debía pagar no solo los alimentos sino también el combustible necesario para cocinarlos. Una de nuestras continuas reivindicaciones fue el aumento de la asignación por preso.

La comida que pasaban las familias era imprescindible si se quería estar mínimamente alimentado. La mecánica para pasar estos «paquetes» suponía un serio sacrificio para las familias y no pocas peleas debido a dificultades que ponían muchos funcionarios. Josefina fue sin duda la que más abasteció a la sexta galería con aquellas enormes ollas en las que hacía comida para veinte personas. Mi familia pasó muchas horas pelando guisantes o preparando otras verduras para que pudieran cocinarse a las cinco de la madrugada de tal forma que cuando sobre las doce llegaban los primeros cubos a la galería, la comida aún estuviera caliente. Para llegar a la cárcel con aquellas ollas tan pesadas Josefina tenía que ir en coche, a veces de amigos, otras en taxi, que no siempre aceptaban llevar aquella carga. También hubo taxistas amigos que se ofrecieron a llevarla como gesto de solidaridad y algunos otros que se negaban a cobrarle cuando Josefina decía que iba a visitar a un preso político.

Una vez en la cárcel de Carabanchel, que no está lejos de mi casa, aquellas ollas había que meterlas dentro de unos cubos de plástico con unas tablillas atadas en las que se anotaba el nombre del preso y la galería. Aún conservamos algunas. Los funcionarios revisaban el contenido de los cubos, y más de una vez, rechazaron algunos productos que no podían revisar o que arbitrariamente declaraban «prohibidos». La ropa se metía en unos talegos grandes en los que se escribía el nombre y el número del preso. Los libros, periódicos y revistas, sin embargo, había que llevarlos a la secretaría de la dirección porque, antes de entregarlos, pasaban la censura.

Aquella sección de la cárcel se llamaba «Paquetes», y allí trabajaban varios funcionarios y algunos presos comunes que luego en angarillas transportaban la comida y ropa hasta las galerías. En cada cubo se ponía una lista de todo lo que contenía, y de esa forma los funcionarios y nosotros podíamos comprobar que estaba todo lo que las familias habían metido por la ventanilla de «Paquetes». Con todos estos trámites no hay que esforzarse mucho para comprender la tarea que soportaban Josefina y la familia, dos y hasta tres veces por semana. No solo cocinar, además esperar en aquellas largas colas para pasar los paquetes y cubos y luego, de nuevo, apuntarse en una lista para solicitar la comunicación, es decir, la visita de ese día que duraba veinte minutos escasos. Para eso la familia podía estar fácilmente cinco horas a la puerta de la cárcel esperando en invierno o verano, hiciera frío o calor.

Había épocas en las que la comida era abundante porque la solidaridad de amigos y compañeros llegaba; también hubo momentos más difíciles en los que solo ayudaban los más constantes, pero en la sexta galería Josefina siempre aseguró un plato en la comida. Se puede comprender que tener un plato cocinado fuera era allí algo inestimable, porque cuando no era así nos veíamos obligados a comer parte del «rancho de don Leoncio», el director, consistente en huevos fritos, duros y fríos, o guisos de carne, cuando aparecía, más dura que la suela de un zapato. Conseguimos tener una celda para cocina, donde calentábamos la comida y algunos compañeros, en un tiempo Arce y Hoyos, hacían lo que podían para «rehabilitar» aquellos guisos de don Leoncio. A uno de ellos lo llamaban Coalición de ternera socialista con vaca reaccionaria y consistía en una especie de guiso al que se le ponía la carne dura de los filetes de la cárcel y además unas latas de carne en conserva que enviaron una vez de los países del Este.

En nuestra galería funcionaba una sola comuna o comunidad, y en ella todo el dinero que recibíamos de las familias, al igual que los paquetes de comida, se repartían de una manera igualitaria entre todos. Elegimos democráticamente un administrador que decidía lo que se compraba en el economato. La comuna estaba más abastecida cuando la mayoría de los presos éramos de Madrid, pero si había más presos de otras regiones había más escasez. En 1967, cuando estaban en la sexta Gerardo Iglesias, Colás, Otones y Tino, compañeros de la Comisión Obrera Provincial de los mineros de Asturias, hicimos una asamblea de la comuna porque teníamos poco dinero y poca comida para complementar la de la cárcel. El administrador de la comuna había planteado reducir el gasto en tabaco y la cuestión se sometió a votación; por mayoría se acordó no reducir el dinero asignado al tabaco de los fumadores y sí el destinado a la comida.

Por la mañana teníamos dos ejemplares de Ya, dos de ABC y uno de Arriba, y por la tarde había dos de Pueblo y otros dos de Informaciones. En la tercera galería éramos unos ciento cincuenta presos políticos y, a partir de octubre de 1973, nos dividimos en dos comunas. Cada una se llevaba un ejemplar y luego distribuíamos los que teníamos. Siendo tantos y tan pocos periódicos, decidimos hacer una lectura colectiva y yo era el que, normalmente, leía en voz alta para nuestra comuna aunque algunas veces también se sumaban de otras comunas. Seleccionábamos lo que nos interesaba desde un punto de vista político, social, económico o cultural y en una hora hacíamos esta lectura, en la que había siempre algún que otro comentario. Después de la cena subíamos a ver el telediario e inmediatamente después nos llevaban a las celdas y nos encerraban. Ya «chapados», que es como se dice en el argot carcelario cuando te encierran en la celda, estudiábamos o leíamos un par de horas y sobre las once de la noche nos apagaban la luz.

Una parte fundamental de nuestra actividad en la cárcel se centraba en las conocidas charlas, que no eran otra cosa que una especie de seminarios donde se estudiaban y debatían una serie de temas que iban desde la filosofía o la historia hasta el sindicalismo o la economía. Yo he pasado por todas las charlas que se daban y me encargué muchas veces de la referente al movimiento obrero. Nada más llegar a Carabanchel los camaradas me pidieron que preparara una de ellas y, en adelante, siempre que había un núcleo amplio de presos, se organizaban aquellas charlas.

No eran seminarios como se pueden entender los que se organizan o se dan en las universidades. De aquellas discusiones salieron muchos de los principios y programas que más tarde se incorporaron a la esencia de Comisiones Obreras. Allí participábamos todos y, poco a poco, fuimos puliendo y concretando la esencia de nuestras experiencias, tan diversas y novedosas en relación a la tradición del sindicalismo histórico. Yo siempre tuve la precaución de guardar mis apuntes de aquellas charlas, que aún conservo, y que contienen además las anotaciones sobre los debates que se realizaban a continuación. Algunas de estas charlas que yo di fueron editadas en 1974 por la editorial Ebro en París, después en 1976 por la editorial LAIA y otras editoriales extranjeras también las publicaron traducidas al francés, inglés, alemán, griego, yugoslavo, húngaro, portugués e italiano, siempre bajo el título de Charlas en la Prisión.

En aquellas charlas abordábamos los orígenes del movimiento obrero explicando los antecedentes del sindicalismo tradicional en España y su división en varias tendencias, y de aquella experiencia histórica intentábamos extraer unas conclusiones que considerábamos como los principios del movimiento obrero sindical, todos ellos plenamente vigentes en la actualidad aunque sin duda renovados y ampliados por las transformaciones de la sociedad. Estudiábamos también el período de la guerra y el comportamiento, entonces, del movimiento obrero sindical, el nacimiento, más tarde, de Comisiones Obreras y los planteamientos más novedosos que se habían aportado, en esta última fase, a los principios tradicionales de la lucha obrera. Hablábamos de Comisiones Obreras como movimiento sociopolítico, un término acuñado por aquellos años y que hacía referencia a la trascendencia política que en última instancia siempre tenía cualquier movimiento reivindicativo.

Estas charlas sirvieron para que muchos militantes obreros, que habían sido detenidos en alguna acción y que pasaban pocos meses en la cárcel, adquirieran en ese tiempo una formación básica que luego les permitiría desenvolverse mejor en la calle. No solo se hablaba del sindicalismo y sus principios; las charlas de historia, filosofía y economía daban una formación política global a los militantes obreros y también a los numerosos estudiantes que por ellas pasaron. Las charlas tenían además un efecto en aquellos que las dábamos, y es que nos obligaban a profundizar en nuestro estudio para poder exponer y debatir mejor nuestras tesis. Aquellos coloquios carcelarios fueron en muchas ocasiones verdaderamente apasionantes, y dieron lugar a discusiones importantes entre las diferentes tendencias ideológicas que convivíamos en la cárcel.

Aquello era una verdadera universidad obrera. En general, allí por donde pasaban los presos políticos siempre sucedió lo mismo. Al terminar la guerra, porque estaban encarcelados los intelectuales más brillantes de la República y ellos enseñaron a muchos trabajadores; en el franquismo, porque era un núcleo de debate sobre la situación política que se vivía y la constante polémica de cómo acabar con la dictadura escogiendo las mejores tácticas. No cabe duda también de que para los que no habíamos tenido la oportunidad de ir a ninguna universidad, la cárcel no podía ser un lugar de espera en el que el tiempo transcurriera monótono y vacío hasta que llegase la libertad. Había que aprovechar el tiempo, había que estudiar y formarse, luchar por la libertad y participar en la lucha de la calle a partir de la situación de preso.

En Carabanchel, y en todas las cárceles, se daban además de las charlas sobre cuestiones políticas y sindicales, otras que eran simplemente de asignaturas como matemáticas, historia o, en general, casi todas aquellas materias de ciencia política y económica. Los que más conocimientos tenían sobre la materia que se fuera a tratar eran los responsables de aquellas asignaturas. Cada grupo de estudio se formaba por el solo hecho de que varios compañeros quisieran abordar un tema específico. Yo me he ocupado de varios temas, pero esencialmente de lo referente a sindicalismo o economía. Cuando la dirección de la cárcel nos aisló en la sexta galería a unos pocos, los que ellos consideraban principales dirigentes, su propósito fue el de acabar con esta «universidad», terminar con aquellas charlas. Por supuesto que no acabó con ello, porque entre otras cosas no dependía solamente de nosotros, ya que el estudio fue siempre una preocupación de todos los presos políticos y, además, teníamos copias de los guiones y apuntes, con los que reanudaban sin problemas las charlas.

Personalmente he aprovechado el tiempo y he estudiado en la cárcel todo lo que he podido. Lo que más me ha gustado siempre ha sido la economía; yo creo que si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de estudiar alguna carrera universitaria hubiera optado por la de Ciencias Económicas. Pero he estudiado también historia del movimiento obrero, matemáticas, tecnología, sociología, psicología, filosofía, y, por supuesto, he leído también bastante literatura y poesía, aunque siempre me he concentrado más en los libros de texto. Mi objetivo era ampliar y profundizar en conocimientos en la medida de lo posible a través de los libros de texto, y como tránsito de unos temas a otros, utilizaba la literatura para descansar. Siempre he apreciado mucho a los grandes escritores humanistas franceses como Victor Hugo, Zola, Guy de Maupassant, Stendhal; los soviéticos Ilia Ehrenburg, Sholojov, Dostoievski, Chejov; de los españoles me atraían Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Pío Baroja, y otros, aunque en la cárcel no podía leer a todos porque algunos estaban prohibidos por la censura de la dirección.

Para el estudio teníamos una biblioteca que estaba a disposición de todos los compañeros. Al principio no había muchos libros, pero cada preso que pasaba por allí iba dejando algunos y otros los compraba la propia comuna. En los últimos años en Carabanchel, nuestra biblioteca era, sin duda, mejor que la de la propia prisión. Además de esta biblioteca, que teníamos instalada en una celda, cada uno personalmente disponía de sus libros particulares. La única limitación que teníamos era la que nos imponía la censura de la cárcel, y es curioso porque había una gran cantidad de libros que estaban autorizados en la calle y que allí no te dejaban leer. Teníamos la censura de la calle más la censura arbitraria de la dirección, que ejercían a su antojo el director de turno, el funcionario que hacía de maestro y el cura. Censuraban no solo los libros sino también cualquier publicación que entraba en la prisión, incluidos los periódicos que a veces nos llegaban recortados o tachados, y especialmente las cartas que escribíamos a la familia. Yo tuve una auténtica lucha contra esta censura que retenía mis cartas y las «extraviaba», lo que en realidad significaba que las habían dado a la policía o al Ministerio de Justicia.

De una manera o de otra se conseguía tener libros, prensa e incluso un receptor clandestino, al menos CCOO y el PCE en la cárcel teníamos lo autorizado y lo no autorizado; siempre había medios para tener casi todas las cosas, esa era la realidad. Nosotros, con una larga experiencia en las prisiones, utilizábamos múltiples recursos legales e ilegales para pasar los materiales y documentos de todos los grupos políticos que se editaban clandestinamente en la calle.

Esta actitud nuestra de lucha, de estudio, de comunidad y convivencia permitió resquebrajar el sistema penitenciario, en el que se produjeron cambios importantes. Yo he conocido funcionarios después de terminar la guerra que eran ex combatientes, ex cautivos o camisas viejas de Falange, y que desde luego suponían para nosotros un verdadero calvario. Nos traían a maltraer. Desde el trato de los funcionarios en la posguerra a los funcionarios que había en la última etapa se había recorrido un buen camino. En general, en el último período empezaron a comprender que ellos eran unos trabajadores más y que naturalmente el preso político merece todos los respetos, ya que es un hombre que está allí por luchar por unos ideales humanistas, de justicia social y libertad, que son justos. Se daba el caso de que cuando un director daba órdenes extremadamente rigurosas llegaban muy debilitadas abajo porque el funcionario no las cumplía al pie de la letra; mantenían por su parte una resistencia pasiva a cumplir esas instrucciones. Sin embargo, todo ha tenido sus deshonrosas excepciones y, más de una vez, tuvimos que denunciar a algunos funcionarios e incluso a algunos directores, incluido el último de Carabanchel, señor Alonso, por el trato vejatorio que querían imponer a los presos políticos.

Pero no todo era estudio y discusión, también en la cárcel teníamos nuestros ratos de ocio en los que jugábamos al ajedrez y a otros juegos. El lugar donde se jugaba entonces más al ajedrez en España era en la cárcel. Yo jugaba bastante bien, pero sentía que me consumía mucho tiempo.

También teníamos un frontón y había compañeros bastante buenos en el juego de pelota, sobre todo los vascos. En 1968, Aya Zulaica y otro compañero ganaron el campeonato que la prisión de Carabanchel organizaba para el día de la Virgen de la Merced, patrona de los presos.

Después de comer y de cenar teníamos media hora. Era particularmente agradable la distensión que se producía cuando nos reuníamos a charlar con los compañeros en el «Café de Chinitas», una celda con unas mesas que era nuestro «café». Permitía una convivencia fuera del plan de trabajo habitual. En la cárcel, como en todas partes, estos ratos son importantes porque ayudan un poco a superar las dificultades, sobre todo cuando se lleva mucho tiempo encerrado.

Esa celda para el café y el ajedrez, el «Café de Chinitas», permitía una convivencia más abierta. Pero solo fue posible mientras estuvimos un número considerable de presos políticos en la sexta galería; sin embargo, cuando solo quedamos nueve y luego aún menos, la convivencia se hizo más cerrada, más limitada. Estar con un compañero años, viéndole desde que te levantas hasta que te acuestas, sin ver gente nueva, es un problema, pero por lo general lo superamos sin grandes traumas.

Los hombres que por allí pasaron eran de gran valor. Muchos con una larga experiencia carcelaria como Lobato, Horacio, Cardiel, Sandoval, Gerardo, Otones y todos los del 1001. En general nos hemos llevado bien, aunque siempre encuentras compañeros con los que congenias más que con otros, como en la calle, y eso es natural. Alguien con quien he paseado y conversado mucho ha sido con Timoteo Ruiz, también con Víctor Díez Cardiel y con Horacio Fernández Inguanzo. En tanto tiempo, con todos hubo ocasión y tiempo para charlar en aquellos paseos de galería. Yo he cumplido la mayor parte de las condenas en Carabanchel, aunque también he pasado temporadas en los penales de Soria y Segovia y en Zaragoza estuve ocho días. En la prisión de Carabanchel era donde más movimiento de presos había, ya que además de los procedentes de Madrid, venían trasladados otros muchos para asistir a los juicios del TOP. Por esta razón he conocido a muchos de los compañeros que pasaron por la prisión.

En la cárcel siempre tuvimos que defender día a día las conquistas que otros habían alcanzado en años anteriores. Puede resultar sorprendente para aquellos que no hayan vivido esa situación, pero también dentro de las prisiones había que reivindicar nuestros mínimos derechos y, cuando esa lucha se extendió, aquellas reivindicaciones, aquellos derechos, los reunimos en lo que se llamó Estatuto del Preso Político. Los presos políticos estaban reconocidos en la Ley de 1873, entonces todavía vigente, que establecía un tipo de tratamiento penitenciario diferenciado; salvo la privación de libertad y un mínimo de disciplina, imprescindible para la organización interna, ninguna otra privación debería aplicarse.

En esa lucha y a lo largo de los años, incluso en los más difíciles de la posguerra, se han conseguido bastantes objetivos. Antes estábamos mezclados con los presos comunes, se nos obligaba a formar, a ir a misa a la fuerza y había toda una serie de prácticas carcelarias que eran evidentemente vejatorias y destinadas a destruir la personalidad, con lo que pensaban destruir también la rebeldía. Nuestra lucha siempre se encaminó a conseguir que se respetara nuestra dignidad como personas. Luchábamos para que se comprendiera que éramos presos políticos porque en el país no había libertad, ya que de otro modo nuestra actuación y nuestras actividades políticas y sindicales serían legítimas como en la mayoría de los países democráticos, de acuerdo con los derechos humanos establecidos y tipificados por la Organización de las Naciones Unidas.

La censura se cebó especialmente en las cartas que yo escribía a mi familia. Sin duda mis cartas no eran comunes, porque no me sometía callando las injusticias que con nosotros cometían. Además aquellas cartas servían para conocer en detalle nuestra situación cuando algunos periodistas acudían a ver a Josefina y ella se las enseñaba. Al salir del «período» pude escribir a la familia, y especialmente a mis padres, que estaban en el pueblo a la espera de noticias.

Mi primera carta fue retenida por escribir cosas como:

… con todo el respeto para la magistratura, ¿es posible que habiendo decretado el juez mi libertad provisional, con una petición fiscal insignificante como condena (aunque para mí sea injusta) el Tribunal de Orden Público sin oírme a mí o a mis abogados, sin más pruebas que dos informes de la Dirección General de Seguridad (que jurídicamente jamás constituyen una prueba), decrete mi prisión incondicional «mientras no cese el actual estado latente de anormalidad laboral» como indica el Auto del Tribunal? Más bien parezco un rehén de una política de bloqueo de salarios, que un hombre que ha incurrido en infracciones a una legislación vigente…

Conservo la mayoría de las cartas que he escrito desde la prisión así como las numerosas instancias y denuncias que puse para defender los más elementales derechos. Esta carta que hoy no dice nada especial, en aquella época fue suficiente para que la censura de la cárcel la remitiera a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias y no llegara nunca a mis padres. Lógicamente en aquellas líneas, que escribía varias veces por semana, nunca limité mis juicios sobre la situación que atravesaba el país y la censura tuvo bastante trabajo reteniendo y haciendo desaparecer buena parte de mi correspondencia.

En la prisión el censor era el funcionario que leía la correspondencia de los presos políticos y, en algunos casos como el mío, además pasaba por el jefe de servicio y por el propio director de la prisión. Las cartas que les parecía las mandaban a la dirección de Instituciones Penitenciarias que era la que en última instancia decidía sobre su destino final, que no era otro, la mayor parte de las veces, que la simple desaparición sin explicación de ninguna clase. Hubo ocasiones en las que me devolvieron solo el sobre y el sello sin la carta, lo que era el colmo de la desfachatez.

En Carabanchel tuve serios problemas para poder escribir a mi familia de Toulouse. La ignorancia de aquellos hombres de la censura y de la dirección de prisiones era tal que llegaron a pensar que las cartas que me enviaba mi suegro Sebastián desde Toulouse estaban cifradas. Él me escribía todas las semanas y yo no recibí casi ninguna durante los primeros años. Lo que sucedía era que mi suegro no había ido a la escuela y escribía tal y como hablaba, es decir, todo seguido. A eso se sumaba que después de tantos años de vivir en territorio francés en realidad hablaba un medio castellano afrancesado, y era como escribía. Él, por ejemplo, decía «trotoiro» cuando se refería a la acera que en francés se escribe trottoir. Por ello, para descifrar aquellas cartas había que saber algo de francés, cosa que ignoraban los de la censura. Presenté muchas instancias solicitando que me dieran las cartas o, al menos, que se las entregaran a Josefina. También por ello les denuncié al juzgado de guardia en varias ocasiones, y por supuesto en ninguna de ellas conseguí mi propósito, lo más que logré fueron promesas incumplidas.

En abril de 1967 ingresaron en la prisión de Carabanchel procedentes de la prisión de Oviedo a disposición del TOP los compañeros José Celestino González (Tino), Manuel García González (Otones), Gerardo Iglesias, Martín Fraga y Nicolás (Colás), todos ellos miembros de la Comisión Obrera Provincial de Asturias, de la Minería. Habían realizado una importante y masiva asamblea en el Sindicato Vertical Comarcal de Mieres, y habían acordado convocar una huelga el 1 de febrero para conseguir una serie de reivindicaciones: instalación de industrias, creación de empleo, readmisión de despedidos, revalorización de pensiones, y también libertad sindical. Con las detenciones, la huelga se generalizó en la minería y se sumaron importantes empresas del metal y de la construcción.

Este fue uno de los primeros expedientes de Comisiones Obreras; luego vinieron otros muchos hasta poder decir que de los presos por motivos sindicales el noventa y cinco por ciento eran de Comisiones Obreras. Lo que reflejaba que éramos la primera y fundamental oposición al régimen. En general, en los últimos casi diez años que he estado en las cárceles, del total, más del setenta por ciento éramos militantes de CCOO o del PCE. No era una represión a ciegas sino selectiva. En los últimos años del franquismo aumentaron algo los presos de ETA, del PCE m-l, algún estudiante de la Liga Comunista Revolucionaria y algunos de CNT, como Edo y otros cinco compañeros, incluido Jaime Pozas que era estudiante. Cada partido, organización o grupo funcionaba dentro de la cárcel.

Aun permaneciendo en prisión nadie podría decir que estábamos al margen de lo que sucedía en la calle. Nuestros abogados, nuestra familia, también esas cartas que, llenas de análisis políticos, dirigíamos a la familia para que las remitieran a los compañeros eran útiles en la lucha fuera de la cárcel. El régimen lanzó una contraofensiva en lo sindical, viendo sobre todo que aquello se les iba de las manos, y que Comisiones Obreras dominaba muchas fábricas importantes. Montaron el «Congreso» de los sindicatos oficiales en Tarragona, y allí José Solís, ministro de Sindicatos, la sonrisa del régimen que nos había llevado a la cárcel, anunció una nueva Ley Sindical con la intención de confundir a la opinión pública, nacional e internacional, y de lavar un poco la cara sin tocar el fondo franquista. En aquella ley no aparecían por ningún lado los derechos fundamentales de expresión, asociación, reunión y manifestación.

Comisiones no solo se manifestó contra aquella nueva maniobra de los hombres del régimen sino que pasó a movilizar a los trabajadores. En mayo del 67, los compañeros de Madrid celebraron una asamblea en el barrio de Orcasitas a la que asistieron un millar de representantes de fábricas. Se sometió a discusión y votación un anteproyecto de ley sindical alternativo, que allí se llamó Documento de los Quinientos, dado a conocer bajo el título de Proyecto que las Comisiones Obreras proponen a los trabajadores ante la nueva Ley Sindical. En él se hacía un análisis de la situación de los trabajadores y se planteaban no solo las reivindicaciones más inmediatas sino también otras como la realización de un Congreso Constituyente, para crear un sindicalismo unitario y, además, la liquidación del sindicato vertical y el traspaso de sus bienes al nuevo sindicato.

Nadie puede pensar que porque nos dedicáramos, con la intensidad que lo hacíamos, a la defensa de nuestras ideas, fuéramos máquinas, ni tampoco hombres de acero que todo lo sacrificábamos sin pestañear. Eso no puede decirse ni aun en el caso de los que siempre mantuvimos firmemente nuestras posiciones a sabiendas de que sacrificábamos nuestra libertad y llevábamos el sufrimiento a las familias. Dentro de nosotros siempre ha estado presente ese sacrificio, y algunos compañeros lo hemos sobrellevado mejor que otros. Pero lo cierto es que no se puede negar el dolor que nos producía estar en la cárcel cuando se sucedían los cumpleaños, los aniversarios, cuando veíamos crecer a los hijos o desaparecer a seres queridos. Pero ese sufrimiento no podía servir para derrumbarnos sino para renovar nuestras ideas haciéndolas más sólidas, para confirmar la justeza de nuestra lucha y para aumentar nuestra confianza, que a mí nunca me faltó, en el éxito de nuestra lucha por la libertad. Cuando, años más tarde, llegó esa libertad, nadie mejor que nosotros supimos apreciarla en todo lo que valía. Este espíritu de confianza era lo mejor que podía yo aportar a la familia, cuando el sentimiento humano podía hacerte flaquear. Las cartas eran el único medio para comunicarse en privado con un ser querido, siempre que prescindiéramos del censor que todo lo leía.

Prisión de Carabanchel, 1 de mayo de 1967 Querida Josefina:

Por primera vez en muchos años este 8 de mayo, cuando te despiertes, no te encontrarás con un beso amoroso, seguido de los cuarenta tradicionales tironcitos de orejas de mi Castilla natal. Sí, querida Josefina, los fabricantes de novelas policíacas, los repetidores de viejos clichés, los que nada han aprendido, ni olvidado (su uniformado cerebro desfasado o fosilizado) seguirán hablando de hombres fríos, calculadores, maquiavélicos y no sé cuántas cosas más.

Para su desgracia, ciegos en su egoísmo no verán hoy que en el mundo que se mueven empiezan a no creerles, mundo del que se van alejando, y que no acepta ni su léxico, ni sus nostalgias, en espera de una puesta al día. ¿Quién puede hacer creer a quienes solo los balances de sus cuentas corrientes interesan, que esos hombres y mujeres, esos militantes sindicalistas, endurecidos por tantas llamadas a la Brigada Político Social, por tantos encarcelamientos o conflictos laborales, pueden tener tiempo para recordar el cumpleaños de su esposa y hasta sentir como el corriente y moliente mortal, el no poder abrazarte al despertar cuando el próximo día 8 cumplas 40 años?

Desde mi celda de la sexta galería pasan lugares ante mi memoria, tu infancia de hija de obreros que me contaste, y sobre todo estos —pronto— 19 años de matrimonio feliz. Con sus penas y con sus glorias, con la espera del primer hijo, que es una hija, y después con la llegada de Marcel. Con la gran ilusión de verles crecer y educarse en nuestra patria, con la esperanza lógica también de que estudiaran, de que fueran más allá que nosotros…

En todas las épocas de la Historia, cuando se ha querido calumniar a unos hombres fieles a su condición de trabajadores, fieles a su patria y al progreso, siempre se les colocó el mismo sambenito: «Estaban a sueldo o recibían no se qué consignas del extranjero».

Hora es ya de que se pregone que si a algo pueden compararse esos militantes sindicalistas, es a los «primeros cristianos» de las catacumbas, y ello aunque no practiquemos la religión.

Me acuerdo de un director que conocí y que cada vez que teníamos algún conflicto y los trabajadores me apoyaban, me echaba en cara aquello de que «quería que me subieran en hombros al camión». A lo que yo le respondía, «no deseo ni que me suban en hombros mis compañeros al camión, ni que me conduzca la Guardia Civil. Mi deseo es subir en el autocar tranquilo y abrazar a mi esposa, a mis hijos y a mi hermana». Su espíritu de bunker no le permitía razonar normalmente.

Y esto, esta vida humana corriente, me agradaría hacerla año tras año, feliz con mi familia. Pero nunca mi egoísmo personal me llevará a olvidar que hay otras familias peor instaladas que yo. Y aun con todos los riesgos que supone esta actitud, un hombre sencillo, obrero e hijo de obreros, irá hasta donde humanamente sea posible para que los trabajadores dejemos de ser extranjeros en nuestra propia patria. Que dejemos de ser menores de edad.

En fin, mami, que cuando repases tú también nuestra vida de matrimonio pienses que hoy como siempre, pero más que nunca te quiero entrañablemente, y deseo retornar a nuestro hogar querido que tú has hecho tan sencillo, tan cálido y tan amoroso. «¡Qué tonto…!» que esta familiar expresión tuya, te acompañe en tu 40 aniversario, ya que no estaré yo. Sí, señores detractores de los trabajadores; como los demás mortales nos amamos y hasta alguna rara vez poníamos «morrillo»…

A los cuatro días mandaba una nueva carta, casi una repetición de la anterior porque temía que la censura la hubiera retenido, y la única forma de asegurarme de que llegara la felicitación era enviando una nueva. Esa era la situación que vivíamos de lucha permanente contra «doña Anastasia», que era como llamábamos a la censura.

En el mes de junio de 1967 se reunió la primera Asamblea Nacional de Comisiones Obreras. Significó no solo la consolidación de los programas y objetivos sino también de la organización que ya llegaba a prácticamente todas las ciudades más importantes y más industrializadas. En cada una de estas reuniones, y analizando sus comunicados, se puede constatar cómo se iban precisando los rasgos fundamentales que también hoy presiden la acción sindical de Comisiones. En el comunicado de esta primera reunión nacional, en la que participaron cuarenta delegaciones de las diferentes provincias y regiones, se destaca el carácter de movimiento independiente, reivindicativo, de masas frente a clandestino, unitario y democrático. Allí también se resumieron las principales reivindicaciones, las conocidas tablas reivindicativas, que recogían desde las libertades sindicales hasta las trescientas pesetas de salario mínimo con escala móvil.

En aquella reunión uno de los asuntos debatidos fue la represión iniciada por el régimen franquista y la solidaridad que había que impulsar, como queda reflejado en esta resolución de la Asamblea:

Tras comprobar el auge y desarrollo del movimiento democrático en nuestro país —como prueban las múltiples acciones de la clase trabajadora, la lucha de los estudiantes, de cuya amplitud da idea la creación y actuación del Sindicato Democrático de Estudiantes, las protestas campesinas, las denuncias y manifestaciones de sacerdotes, la toma de posición cada vez más extendida de la intelectualidad ante los problemas del país, etc.—, la Asamblea ha constatado cómo, en razón de ello, el sector «ultra» del régimen trata, hasta donde le es posible, de ampliar las medidas represivas. Esta represión se refleja en los múltiples casos de encarcelamiento, detenciones, palizas, procesos, postergaciones, destierros y deportaciones, desposesiones de cargos sindicales, despidos y otras sanciones en las empresas, lock outs, multas de diversa cuantía, registros, amenazas, aporreamientos en la vía pública, organización de bandas de pistoleros, porristas y somatenes que en alguna acción han llegado incluso hasta el asesinato, como ha ocurrido recientemente en Asturias, intimidación a través de los medios de difusión, etc. Por lo que respecta particularmente a la clase trabajadora, los encarcelamientos de dirigentes sindicalistas, como Marcelino Camacho, Valeriano Gómez, David Morín, Manuel Otones y Ángel Rozas entre tantos otros. Ante la situación analizada, la Asamblea ha adoptado diversas medidas encaminadas a frenar la ofensiva de la represión desencadenada por el sector «ultra» del régimen que, al darse cuenta de su cada vez más profundo aislamiento, intenta resucitar el clima de guerra civil en beneficio de sus exclusivos intereses personales.

Muchos periodistas extranjeros y nacionales seguían teniendo mi casa como referencia de Comisiones Obreras. Allí acudían cuando venían a España, a informarse de lo que sucedía en la calle y también de la situación dentro de las cárceles. Josefina les dio muchas de las cartas que yo escribía como una forma de denuncia cara a los países democráticos para intentar frenar al régimen cuando aplicaba medidas carcelarias más duras. Algunas agencias y periódicos ultras se «inventaban» declaraciones mías para deformar nuestra lucha por las libertades sindicales y democráticas. Ellos tenían un interés obsesivo en identificar a Comisiones Obreras como una filial del Partido Comunista. Era la forma para declararnos ilegales y aplicar duras condenas por organización ilegal. Nosotros no teníamos una estructura organizada al modo de los partidos ni tampoco una vinculación con ellos; además frente a la clandestinidad absoluta de los partidos nosotros estábamos permanentemente abiertos y expuestos a la represión.

A Jaime Capmany, director de la agencia Pyresa, y a Manuel Blanco Tobío, director del diario Arriba, les denuncié ante el juzgado el 11 de julio de 1967, y de ello se ocupó el abogado y amigo Mariano Robles Romero-Robledo. Tanto la agencia como el diario, ambos portavoces del sector más ultra del franquismo, recogieron una noticia el 6 de junio de 1967 bajo el epígrafe «Dirigente de las Comisiones Obreras. Carta de Camacho a un periódico soviético, Viena, 5 Pyresa»:

El periódico TRUD, en el que se dice que el órgano de los Sindicatos Soviéticos ha publicado una carta del dirigente de las llamadas «Comisiones Obreras», Marcelino Camacho, que se encuentra detenido en España a consecuencia de su participación en la organización de disturbios y alteraciones de orden público. La carta, dirigida a sus «queridos camaradas y amigos», expresa la confianza de Marcelino Camacho en la solidaridad internacional a través de la campaña montada al efecto y promover la actuación del Comité Central de la URSS y de la que informa el propio periódico. También Radio Moscú ha aludido en sus emisiones a la carta cursada desde la cárcel de Carabanchel (Madrid) por Marcelino Camacho, a quien califican de «nuestro hermano y camarada».

En la denuncia pedí que se rectificara aquella información ya que era simplemente falsa, no ya que pudiera publicarse en unos u otros medios extranjeros, sino que yo mandase una carta con ese «queridos camaradas» que para ellos era evidencia de algo político y que recordaba a aquello de agentes extranjeros. Querían por todos los medios que fuéramos considerados por la opinión pública como algo externo, como los comunistas que en la película siempre son los malos y, en muchos casos, los representaban con cuernos y rabo cuando la realidad decía lo contrario, pues nos encarcelaban a nosotros que éramos los que luchábamos por la libertad. Por supuesto aquella denuncia fue archivada por el juzgado y mi rectificación no apareció nunca.

Reconozco que tanto los censores como los juzgados debieron conocerme bien por el gran volumen de cartas y denuncias que, mientras estuve en la cárcel, les presenté. No había caso que yo considerara injusto sobre el que no presentara una denuncia o una instancia a la superioridad carcelaria. Mi libertad provisional la pedí siempre que creí que tenía derecho a ello, pero era tal el interés que el Tribunal de Orden Público tenía en mantenerme en prisión que hasta mis propias solicitudes, además de denegarlas, las remitía al juzgado de guardia por si encontraban algo nuevo para procesarme. Así ocurrió con la instancia que el 27 de septiembre de 1967 dirigí al presidente del Tribunal de Orden Público y a los magistrados del mismo. El auto que me notificó el presidente del Tribunal, José Hijas Palacios, concluía así:

VISTOS los preceptos legales pertinentes. NO HA LUGAR a la petición de libertad provisional solicitada por el procesado MARCELINO CAMACHO ABAD y remítase testimonio de su escrito, fechado en 27 de septiembre del corriente año, al Juzgado de Guardia de esta capital a los efectos procedentes. Así lo pronunciaron, mandaron y firmaron los señores de la Sala, doy fe.

Josefina, Yenia, Marcel y Vicenta, mi hermana, venían a visitarme dos veces por semana para «comunicar» veinte minutos en cada ocasión. Era un tiempo que se pasaba sin darnos cuenta contando las cosas de la familia y la información de lo que sucedía en la calle. Mientras hablábamos, y cuidando de que no nos vieran los funcionarios que vigilaban, pasábamos canutillos de papel finamente liados con informaciones de Comisiones o del PCE. Pacientemente, comunicación tras comunicación, se habían abierto algunos agujeros entre las mallas, pero solo en algunos de los puestos de las «comunicaciones». Cuando se entraba en la sala había que coger aquellos sitios si queríamos poder pasar nuestras notas. El tiempo pasaba y sin darte cuenta sonaba un timbre ensordecedor que indicaba el final de los veinte minutos. Mis hijos no podían venir más que los domingos que teníamos «comunicación» especial. Marcel, con quince años, estaba al final del bachillerato, que cursaba en el instituto San Isidro, y Yenia, que estaba estudiando para ingeniero técnico-químico en la Escuela Oficial de Ingenieros Técnicos de Embajadores, al detenerme se puso, además, a trabajar en una empresa de asfaltos. La fase de juventud de mis hijos me preocupaba por lo que pudiera repercutir en ellos mi estancia en la cárcel. Poco a poco me di cuenta de que ellos estaban sólidos en sus ideas y su apoyo constante me confirmaba en mis propias posiciones.

Como se puede ver por las cartas que siguen, lo que no nos daba tiempo de discutir en las «comunicaciones» lo hacíamos por correspondencia cuando nos dejaban. Los cumpleaños eran ocasión para expresar afecto y abiertamente, sinceramente, opiniones de todo tipo. Con motivo de su decimoctavo cumpleaños, escribí a Yenia:

En estas fechas, los padres tenemos tendencia a recordaros mucho en los momentos iniciales de vuestra vida: cuando nacisteis, cuando echasteis la primera sonrisa o el primer diente o cuando disteis el tambaleante primer paso. Esto se queda más en nuestra mente que las etapas posteriores.

Quizá por ello un egoísmo fraternal, humano —aunque no justo— nos lleva a consideraros eternamente niños y a aplastaros, a veces, con nuestros experimentados consejos.

Aunque consideremos la existencia como un devenir, no siempre es fácil de comprender en la práctica que ese proceso se desarrolló ante nuestros ojos y en nuestros propios hijos; hasta que se ve que han crecido mucho, que razonan bastante, hasta ponernos en un aprieto; que son sensatos y dignos de tener voz y voto en el capítulo, a partes iguales. En ese momento se produce lo que quizá debiera producirse antes: el Consejo de Ancianos se transforma en Consejo de Familia pura y simplemente.

A través de mis cartas y de las «comunicaciones» traté de seguir la evolución de mis hijos en esas edades, en las que como me sucedía a mí mismo de pequeño, cada día te levantas con nuevas ideas. Me preocupaba que esas ideas en alguna ocasión fueran desencaminadas y con ello se perdieran inútilmente años de su propio esfuerzo. No era así, desde luego, y Josefina siempre me lo decía cada vez que hablábamos de ello. A Marcel le gustaba escribir, y en mis cartas yo le daba mi opinión sobre sus versos.

Sr. poeta, tu creación, me parece bien en el fondo, quizá, como te digo, un poco amontonada. ¿Por qué no intentar ordenar un poco, e incluso hacer alguna que no sea libre, que rime? Recuerda lo que te indicó aquel amigo. No es malo practicar ambos estilos; aprender la técnica de la poesía es vital cuando se dan los primeros pasos. Después escoge lo que te guste… Siempre lo fundamental fue el fondo, pero atención a la belleza de las formas… Conste que mis palabras tienen un valor relativo, pues no domino el tema y tampoco pretendo ser como el maestro Ciruela, que no sabía leer y ponía escuela.

En el otoño llegó a la prisión de Carabanchel Julián Ariza, que había sido detenido durante las acciones del 27 de octubre de 1967. Julián y yo estábamos procesados por el TOP en el Sumario número 47/67 por las manifestaciones del 27 de enero de 1967. Comisiones Obreras lanzó en aquel octubre una contraofensiva para demostrar que, a pesar de la represión, el movimiento obrero contaba con fuerza suficiente para reorganizarse, aunque las manifestaciones que se convocaron no tuvieron la misma repercusión que las de enero, entre otras cosas porque la policía actuó aún con más dureza e impidió como siempre que los manifestantes pudieran concentrarse. En aquel momento detenían con días de antelación a los que consideraban los dirigentes más destacados con el objeto de impedir que cuajaran las acciones.

La segunda Asamblea Nacional de CCOO, que se celebró en diciembre de 1967, dedicó también especial atención a la represión y a la solidaridad con los detenidos. Por aquellas fechas el número de dirigentes obreros encarcelados había crecido sensiblemente. Casi todos los que de una forma u otra habíamos participado en la primera etapa para organizar Comisiones en las diferentes regiones y nacionalidades habíamos sido detenidos y encarcelados. En prisión estaban Otones, Gerardo Iglesias, J. Celestino González y Martín Fraga, de Asturias; Martínez Ojeda, Roda, Faus, Rosas, Adonio González, López Bulla, López Aguilar, Blázquez, Sánchez Martín y Jerónimo Vázquez, de Cataluña; Jaime Montes y Bernal, de Sevilla; Ariza, Trinidad García, Luis Hoyos y yo, de Madrid; Muñoz Jabonero, de Guadalajara; Sánchez Cortázar, de Pamplona; Ibarrola y Morín, de Vizcaya, y otros muchos que junto a ellos habían sido detenidos.

Durante los meses transcurridos, a través de los abogados, familiares y multitud de medios, conseguimos mantener una relación permanente con las direcciones del partido y de Comisiones Obreras, y para algunas decisiones importantes los compañeros pedían nuestra opinión. En general, recibíamos todos los materiales del partido y de CCOO. En la tercera Asamblea Nacional que se celebró en el mes de julio, Comisiones Obreras, además de valorar las convocatorias del 30 de abril y 1 de mayo, indicó también el rumbo a seguir en las acciones de los trabajadores: «Nuestro camino es la huelga general». En ese debate también participamos nosotros. «La concebimos como la generalización de una serie de conflictos parciales, que pueden empezar por una empresa, rama o localidad e irse extendiendo como una mancha de aceite por todo el país».

Durante mi largo encarcelamiento, los compañeros y amigos de Perkins hacían una colecta todos los meses, cuyo importe mandaban a mi compañera y a la de Julián Ariza y que ambas utilizaban para comprar comida y cosas para los presos. También debo decir que fueron los compañeros más conscientes los que continuaron con una aportación sistemática hasta que salimos de prisión.

En aquellos meses la sexta galería se llenó de sindicalistas que esperaban un juicio, y como éramos muchos nos ponían a dos o más en cada celda. En la número doce estábamos Ernesto Caballero y yo. Él era un militante del PCE, nacido en Córdoba y hoy parlamentario en el Congreso de los Diputados elegido por la candidatura de Izquierda Unida. Le conocí en el VII Congreso del PCE, celebrado en el distrito de Ivry de París en 1965, donde él también fue elegido miembro del Comité Central. En la cárcel estuvo varios meses, porque no localizaron su militancia política y salió en libertad. Hicimos una gran amistad porque los dos éramos igual de pacientes, aunque yo un poco más enérgico en los debates; además, nuestra coincidencia de opinión fue muy frecuente. Hay que tener en cuenta que en la cárcel la convivencia es muy estrecha y aunque los roces no eran frecuentes, los había alguna vez. Se añadía la dificultad de que si dos compañeros reñían no podían alejarse ni dejarse de ver. Las riñas solían ser generalmente por cosas menores, una pequeña trampa en el juego de pelota o en cualquier otro juego carcelario, por ejemplo. Las cartas no las permitieron nunca, ni siquiera el dominó; solo el ajedrez, del que había entre los presos políticos verdaderos expertos.

El 21 de enero cumplí los cincuenta años dentro de la prisión. En los aniversarios permitían una «comunicación» especial que se hacía en unos locutorios distintos a los generales y a los que normalmente acudían los jueces y los abogados para ver a los presos. En esas ocasiones nos dejaban estar cuarenta minutos con la familia en aquella habitación dividida por una reja y una tela metálica. Esa era la mayor intimidad que podía conseguirse, y siempre bajo la mirada atenta de los funcionarios. A pesar de ello, para todos era una alegría verse así de cerca, sin el griterío que había siempre en los locutorios generales. Ese día, como en todos los cumpleaños que pasé en la cárcel, que fueron ocho en este período, hubo comida especial que mandaba Josefina y también alguna ropa de estreno y algún libro interesante que Yenia o Marcel se encargaban de regalarme.

Pero los hombres del régimen no tuvieron nunca tregua en su acoso. Para ese mismo cumpleaños recibí la carta de felicitación de mi familia de Toulouse un día más tarde. Como siempre, el sobre abierto por la mano de la censura y dentro las líneas habituales de mi suegro, pero no las de mi cuñada Isabel que escribía normalmente en francés. Debió ser que el traductor de la censura olvidó volver a colocar el original en el sobre. No permitieron nunca que mis cartas pasaran normalmente la censura, que siempre vigilaba y medía mis palabras por si podían de nuevo procesarme y sumar así más años a mi condena. No por eso dejé de decir lo que tenía que decir. «A veces trato de hacer esfuerzos», decía en una de esas cartas, «y meterme en el mono —como dice Valle en el Manual del Contramaestre— para comprender qué es lo que haría si me encontrara en el lugar de mis perseguidores y censores, para explicarme de alguna manera racional algunas actitudes; pero os aseguro que no hay manera de ver claro».

El Mayo francés de 1968 lo viví intensamente; sorprendido agradablemente en cuanto al carácter de la protesta y de los objetivos que parecían perfilarse con aquel «prohibido prohibir» de los Cohn Bendit y los rasgos libertarios que caracterizaron ese período. Un poco preocupado porque el movimiento obrero y especialmente la CGT y el PCF, sindicato y partido comunista francés, tardaban en reaccionar; fueron los estudiantes los que, después de paralizar y ocupar la Universidad de Nanterre fueron a Renault y conjuntamente con grupos de obreros, extendieron las protestas a otras empresas. Más tarde se incorporó la CGT y, finalmente, en los primeros meses de 1969 consiguieron algunas conquistas positivas en los acuerdos de Grenelle con el Gobierno francés.

¿Era un movimiento «gauchista» (izquierdista) solamente, o era una explosión de protesta que reflejaba algo más? Esa fue la cuestión que más debatimos ya que no comprendíamos por qué la izquierda tradicional francesa no estaba al frente de aquel movimiento. Discutimos mucho sobre aquello cuando fuimos obteniendo información, vía Comisiones, partido, a través de familias y abogados o incluso del aparato de radio —miniatura— que tenía y que me permitía escuchar emisoras extranjeras en castellano y en francés.

Era un aparato japonés que habían pasado los abogados y que normalmente ocultábamos tras uno de los azulejos de mi celda, bajo la cama. Quitábamos un azulejo, vaciábamos parte de la pared, y allí guardábamos el aparato y las pilas; luego colocábamos de nuevo el azulejo pegándolo con un poco de engrudo hecho a base de harina, o en su defecto con miga de pan. Eso le daba a la junta un aspecto blanco que no se distinguía del resto en el caso de que hicieran un cacheo general y miraran debajo de la cama.

En España, la repercusión del Mayo francés llegó más tarde, pero entre los detenidos que ingresaron en prisión hubo algunos estudiantes españoles que habían estado en París en el momento de los mayores movimientos. Ellos aportaron muchos datos nuevos a nuestro análisis. Cuando entraba un preso nuevo, se le sometía a un minucioso interrogatorio. No se trataba de ningún control, ni mucho menos, ni siquiera de saber de qué tendencia podría ser, era simplemente algo tan sencillo como la necesidad que teníamos de saber lo que sucedía fuera, lo que había vivido y sus experiencias. Porque los años pasaban y la realidad cambiaba y, aunque los periódicos, familiares y abogados nos mantenían al día, nada era mejor que lo que contaba un compañero que hubiera vivido las experiencias de aquellas luchas. Con el Mayo francés apareció claro al final que el llamado Estado de Bienestar o Benefactor, el Welfare State, a pesar de que desde el Plan Beveridge —nombre del ministro inglés que al final de la Segunda Guerra Mundial inició una seguridad social, asistencia sanitaria y pensiones de cierto relieve en Inglaterra— y de que más tarde, sobre todo en Europa, hubo avances sociales importantes, la verdad es que, con la excepción de los países desarrollados, no se extendió al resto del mundo. Mostró su incapacidad de ir más lejos e, incluso, con la crisis empezaron los ataques a lo conseguido mientras aumentaba el paro y la juventud veía peligrar su futuro. Este modelo había entrado en crisis y fueron los jóvenes universitarios franceses los primeros que lo contestaron abiertamente.

A la prisión de Carabanchel llegaban cada vez más universitarios. La mayoría de ellos no permanecían mucho tiempo pues generalmente cumplían el arresto sustitutorio a las multas gubernativas que les habían impuesto por participar en huelgas y manifestaciones universitarias. En la sexta galería estábamos entonces en plena actividad de charlas y cursos, pero el Gobierno tomó medidas para evitar que estos centenares de estudiantes y obreros pudieran consolidar su preparación y que en lugar de salir escarmentados de la cárcel salieran por el contrario más dispuestos a seguir la lucha. Muchos de ellos, que entraban como simples manifestantes, salían como militantes de las organizaciones políticas o sindicales organizadas en la prisión. A partir de octubre del 68 la dirección empezó a aislar en la sexta a los presos más formados y a los nuevos los destinaban a la tercera galería. Entre unos y otros no había posibilidades de comunicación.

Sin duda, el Ministerio de Justicia fue informado por la dirección de la prisión del intenso trabajo de formación político-social, técnica y cultural, que veníamos realizando. El diario parisino Le Monde publicó un reportaje en el que se mencionaba esta actividad en la prisión de Carabanchel. Marcel Niedergang, enviado especial y responsable en el periódico de la información sobre España y Latinoamérica —el corresponsal en España era Antonio Novais—, escribió que en Madrid «la sola universidad que funcionaba era la de Carabanchel», refiriéndose a los cursos que dábamos nosotros en la prisión. Desde entonces se comenzó a hablar de la prisión madrileña como la Universidad de Carabanchel. Se decía «he hecho un curso en la Universidad», refiriéndose a que se había pasado una temporada en la cárcel. El régimen quiso impedir que el movimiento pudiera extenderse y consolidarse precisamente desde las cárceles y por ello comenzó a hacer una selección y nos dividió en diferentes galerías no solo en Carabanchel sino en todos los penales.

La Primavera de Praga suscitó igualmente un gran debate e interés en la cárcel. Dubcek y el desarrollo de la democracia en general se veía con simpatía no solo por la gran mayoría de los presos político-sociales, sino igualmente por los comunistas. Seguíamos los acontecimientos, especialmente con nuestro pequeño aparato de radio porque la prensa tenía la mordaza de la censura. Las discusiones sobre el Pacto de Varsovia nos preocupaban y la intervención generó algún enfriamiento dialéctico con compañeros más sectarios. Los miembros del Comité Central fuimos informados con amplitud de las discusiones tenidas en Moscú con el PCUS, de la justa posición de Dolores Ibarruri y de la dirección del PCE condenando la intervención del Pacto de Varsovia, así como de la opinión de los camaradas que residían en aquellos momentos en Praga. Manifesté mi total acuerdo, sumando mi voto a la condena. Aquel debate interno del partido supuso uno de los «giros» más destacados de su historia, reafirmando su rechazo al estalinismo y configurando más la idea de un socialismo democrático y plural.

Más tarde leí el estudio de Radovan Richta, La Civilización en la Encrucijada, que fue reeditado en París pero que vio la luz, por primera vez, en Checoslovaquia, antes de los acontecimientos de agosto de 1968. Este filósofo checoslovaco coordinó esta obra colectiva de un grupo de profesores de la Academia de Ciencias que participaron en la Primavera de Praga. Debo decir, en honor a la verdad, que ejerció una influencia muy importante en mi formación sobre todo para comprender que, con la revolución científico-técnica, la ciencia pasaba a ser una fuerza productiva directa que modificaba la estructura interna de la clase obrera. Como consecuencia de esta revolución científico-técnica aparecían nuevas capas y estratos y se modificaba su forma, aunque no su esencia de clase desposeída de los instrumentos de producción. Es un estudio riguroso que sin duda ofreció una dimensión de futuro al socialismo pero que fue frustrada con la intervención soviética. Muchos de los cambios que entonces no se emprendieron pueden ayudarnos a comprender, en una gran medida, los acontecimientos que en el último período se han vivido en los países del Este europeo. Si el Mayo francés fue el reflejo del agotamiento del Estado del Bienestar, la Primavera de Praga igualmente demostró la crisis del modelo socialista único, centralista y burocrático, y hoy vemos con claridad que ambos modelos, neoliberal capitalista y burocrático centralista, están en crisis y necesitan más democracia social, política y económica.

A primeros de octubre escribí a mi hija una de mis habituales cartas semanales felicitándola por su cumpleaños y dándole mi criterio sobre los últimos acontecimientos del Mayo francés y las transformaciones que se vivían rápidamente en la sociedad.

Pero cuando las vacas sagradas, junto con los viejos fetiches, son echados al fuego y devorados, cuando la desmitificación alcanza lo que parecía intocable, algo profundo está sacudiendo las entrañas de las capas medias, bajo la presión de los monopolios. Observar lo que pasa con sentido crítico, ver una juventud en movimiento acelerado, en una sociedad cuya revolución científico-técnica exige que todas «las construcciones» se sometan a los bancos de pruebas de hoy. Sin duda esto no contradice la necesidad de unas bases en la sociedad, de la organización y disciplina necesarias a los hombres para edificar, pero niega los viejos dogmas. La quietud aparente puede llevar a creer en una desaceleración, cuando en las profundidades, como dijera Galileo, Eppur si muove! (Prisión de Carabanchel 4 de octubre de 1968).

En aquellos años bajo el franquismo existía una técnica especial para escribir entre líneas. Se acudía al doble sentido del lenguaje para buscar una comunicación que se negaba de forma directa. Esto sucedía en esta carta, y otras muchas, donde me refería a las construcciones socialistas y a la necesidad que los modelos sean permanentemente enfrentados con la realidad. Los cambios van transformando la sociedad, a pesar de que los dirigentes de un signo o de otro se nieguen a reconocerlo, y si no son capaces de ponerse a la cabeza de esos cambios, la realidad tarde o temprano les supera. De este modo, «entre líneas», continué por carta un debate apasionante que con mis hijos y Josefina manteníamos en los escasos veinte minutos de «comunicación».

En esos días el Gobierno había decretado el estado de excepción en Guipúzcoa y unos meses más tarde lo extendieron al resto del Estado. A finales de octubre iniciamos una huelga de «comunicaciones» negándonos a aceptar los nuevos locutorios en los que habían instalado un sistema con micrófonos para controlar nuestras conversaciones con la familia. El sistema era tan malo que, efectivamente, ellos podían grabar lo que decíamos, pero nosotros a duras penas podíamos escuchar a la familia. Habían reformado la gran sala donde se «comunicaba» y, en lugar de los tradicionales pasillos enrejados que separaban a presos y familias, pusieron una especie de cabinas donde solo había una reja pero además unos plásticos dobles. Tenían a un lado y otro agujeros que no coincidían para impedir el paso de notas, pero, además, entre esos dos plásticos había otro más fino. El resultado era que se oía mucho menos que antes y el griterío en la sala era insoportable.

Desde que iniciaron la instalación del sistema, meses antes, habíamos planteado a la dirección nuestra negativa a «comunicar» en aquellas condiciones. Hicimos una escalada de acciones que fueron desde no coger el vino hasta la huelga de hambre. Cuando pusieron en marcha aquellos locutorios, se les podía oír incluso cuando rebobinaban cintas en una especie de centro de control que habían instalado. La huelga de «comunicaciones» consistió en ir a los locutorios el día que nos tocaba «comunicar», ver a la familia, saludarles con la mano a distancia y volver a la galería.

Querida mami, hijos y hermana: recibí la vuestra del 28 hoy a las 13 horas. Tienes razón querida Josefina cuando indicas que ninguna prueba por dura que sea nos alejará, más bien al contrario, nuestro cariño crecerá con la dificultad. Como no somos de esos tipos de demagogos irresponsables, que los explotadores y sus genízaros tratan de pintar, es justo señalar que hoy es la primera carta que te escribo después de la incomunicación; a que nos tienen sometidos la instalación de micrófonos y la escasa audición de los nuevos locutorios. Honestamente, nosotros pensábamos que siendo tan justa nuestra demanda, el encontrar una solución sería cuestión de horas. Desgraciadamente esto no ha sido así y desde este momento reemprendo las cartas como única forma de comunicación con vosotros…

Solo nos quedaron las cartas como medio de comunicación, y con aquellos seis meses de lucha conseguimos que mejorara un poco la audición pero no suprimieron el control de los micrófonos a todas luces vejatorio.

La censura, la retención y el retraso de las cartas se acentuó en aquel período. Las cartas de mis suegros desde Toulouse tardaba más de veintiún días en recibirlas y la mayoría de las que yo les remitía no les llegaban. El 5 de noviembre le explicaba en una carta a Josefina que yo seguía escribiéndoles todas las semanas; ellos la última mía que habían recibido era del mes de septiembre.

¿Qué es lo que pretenden? Si es desmoralizarnos se equivocan, si es que renunciemos a escribir sobre las lacras e injusticias, no me conocen. Prefiero el silencio acusador a la inmoralidad, cómplice de cantar loas a una oligarquía putrefacta en su agonía. ¿Habéis leído el suelto propio de Arriba, en el que habla sobre los locutorios? Aunque nos suponemos que los inspiradores no hay que buscarlos en el magnífico edificio que, en la avenida del Generalísimo 142, han levantado con el dinero de los que pagamos impuestos, hoy con la firma unánime de los 71 presos político-sociales que residimos en la suntuosa mansión llamada Sexta Galería Prisión Provincial de Madrid, hemos demandado al director del citado diario ante el juez de guardia para que rectifique sobre lo que nosotros estimamos falta a la verdad e insultos sobre las viejas y consabidas acusaciones de hacer el caldo gordo a sectores bien clasificados del exterior… ¿Han pensado alguna vez —los que nunca se vieron en la cárcel por pedir aumento de salarios o un sindicalismo obrero— lo que moralmente supone tener —en una comunicación de 20 minutos— que establecer preferencias o turnos rotativos, entre padres, esposas, hijos o hermanos?

El 14 de noviembre, a las ocho y media de la tarde, me convocaron al equipo psicotécnico donde me esperaba el subdirector de la prisión. Me plantearon iniciar los trámites de clasificación que precedían al traslado a un penal. Con ese examen trataban de establecer tu nivel de peligrosidad y, en función de ello, destinarte a una prisión u otra. Mi traslado era absolutamente ilegal, pues los presos preventivos, mientras no tuvieran una condena en firme, es decir, no hubieran agotado todas las posibilidades de recurso a tribunales superiores, debían permanecer en la prisión de Carabanchel. Yo ya tenía una condena en firme por el Sumario 178/66, el de la entrega de las 30 000 firmas al Ministerio de Trabajo, de dieciséis meses que ya había cumplido. Otra sentencia del Sumario 47/67 —el de la detención de enero del 67, cuando las marchas a Madrid— del mismo tribunal me condenó a un año, pero esta sentencia la tenía recurrida ante el Tribunal Supremo. En ese momento no tenía ninguna condena en firme y por ello el traslado era ilegal. Mandé instancias a la Dirección de Instituciones Penitenciarias del Ministerio de Justicia, también al presidente del Consejo de la Abogacía, y con copias a mis propios abogados Joaquín Ruiz-Giménez y María Luisa Suárez. La misma que días más tarde remití al Ministerio de Asuntos Exteriores y a la OIT, a la que pedí una entrevista con el grupo de trabajo que visitaría España para analizar el respeto a las libertades sindicales en nuestro país.

En la prisión de Carabanchel nos habíamos puesto de acuerdo los presos político-sociales de distintas ideologías y habíamos acordado que, en el caso de no concedernos una serie de reivindicaciones, empezando por el Estatuto de Preso Político, iríamos a una huelga de hambre como medio de presión para conseguirlo. Parece ser que la dirección de la prisión consiguió informarse de la preparación de esta y trató de impedir que se llevara a cabo. Para ello, a partir de la vieja teoría de que no hay problemas sino «cabecillas agitadores», empezó por trasladarme a mí a la cárcel de Soria, el día 19 y, una semana más tarde, hicieron lo mismo con Xavier Aya Zulaica, José Luis Etxegarai Gastearena y Roberto Lotina Gastearena; estos miembros de ETA y condenados en firme por asaltar un local de los verticales en Euskadi; tal vez pensaron que con los traslados impedirían que la protesta que se preparaba en Madrid llegara a realizarse. Al contrario, nada más llegar a Soria, donde me trasladaron, me puse al habla con los compañeros del PCE y de CCOO, primero, y después con los otros grupos, entre ellos con el PCE m-l cuyo secretario general entonces era Paulino García Moya, y con el que se encontraban su hijo Ramón García Cotarelo, Lorenzo Juana Gómez y Luis Prieto, también del PCE m-l. Ramón García Cotarelo, ahora catedrático en la órbita del PSOE, no hizo la huelga de hambre, que fue casi unánime, durante diez días.

Las condiciones en la prisión de Soria eran difíciles. En nuestras celdas con frecuencia estábamos a dos y tres grados bajo cero. Solo había agua caliente dos veces por semana, y yo me duchaba todos los días con agua fría, y haciendo antes como era habitual un poco de gimnasia. Las cartas comenzaron a llegar más regularmente aunque solo podíamos escribir un folio y medio. Si las famosas 18 pesetas que la administración destinaba para la alimentación de cada preso eran insuficientes en prisiones como Carabanchel que reunía a miles de presos, en un penal como el de Soria, con escasos sesenta presos, suponía un presupuesto diario para todos que no alcanzaba las 1500 pesetas. Con eso poco se podía hacer, pero como éramos nosotros mismos los que cocinábamos le añadíamos 20 pesetas diarias cada uno y así lográbamos tener una comida, aunque escasa, al menos bien condimentada. A eso le sumábamos los paquetes que mandaba la familia, más escasos porque no había nadie que residiera en Soria y tenían que desplazarse muchos kilómetros.

Pese a la escasez de medios económicos, el trato que allí se daba a los presos políticos, prácticamente todos los que había en el penal, era bastante mejor que en Carabanchel. Teníamos una buena biblioteca propia y se nos daban más facilidades, siempre dentro del reglamento. En Soria, el director de la prisión era una excelente persona; cuando le informé de que mi padre estaba grave y le pedí que me autorizaran a visitarle, hizo todas las gestiones para pedir dicha autorización a la Dirección General de Prisiones.

Mi padre seguía viviendo a cinco kilómetros de El Burgo de Osma, en Osma-La Rasa, y mi intención era ir a verle pero llamando previamente por teléfono a la familia para ver cómo se encontraba. Así lo hice y cuando me dijeron que ya había salido de la gravedad desistí de hacer la salida para visitarle.

He conocido a directores de prisión de todo tipo. El de Soria, Sr. Menéndez, fue una gran persona y se portó bien con nosotros, incluso en un momento difícil durante la huelga de hambre. Al final tuvo que pedir la excedencia del Cuerpo de Prisiones porque por su posición humana le hacían la vida imposible y le degradaron, mandándole de subdirector creo que a Palencia. Ahora está, al parecer, de subdirector de una caja agrícola. Al último que conocí fue a Rodríguez Alonso, en Carabanchel, que venía del penal de Santa María y pretendía volver al sistema penitenciario de los años de la posguerra. Por la actitud de este hombre hubo muchos conflictos en Carabanchel en la última época. Era una persona intransigente con la que difícilmente se podía dialogar. Por lo general, cada director de prisión nuevo que llegaba pretendía imponer sus métodos y acabar con lo que teníamos.

Por primera vez desde que se creó el Tribunal de Orden Público, un tribunal militar condenó a sindicalistas de Comisiones a penas entre ocho y once años de prisión. Aquellos compañeros canarios, Antonio Gallardo y su hermano José Luis, José Montenegro, Manuel Morales García, Juan Quesada, Jesús Redondo Abuín y Manuel Vizcaíno fueron trasladados desde el archipiélago hasta Soria. Los detuvieron en Sardina del Norte (Gran Canaria) y en estas Comisiones había desde escultores de gran talla como Tony Gallardo hasta un letrado sindical como Manuel Morales, un pequeño propietario de una cantina como José Luis o portuarios como Quesada, empleados o un antiguo minero. Si toda su actividad fue pacífica, ¿por qué les juzgó un tribunal militar y por qué condenaron a penas tan elevadas a militantes de CCOO? Sin duda querían evitar a cualquier precio que aquella experiencia se generalizase en el archipiélago, pero con aquel proceso el efecto fue el contrario.

Las compañeras y familiares de los canarios se encerraron en la iglesia-catedral de Las Palmas para protestar contra las duras condenas y por lo que suponía trasladarlos tan lejos y a un lugar tan frío como Soria. Aquel encierro tuvo una gran repercusión nacional e internacional y fue el primero al que siguieron otros muchos en diferentes iglesias del país, especialmente en Madrid. Con ellos, las esposas, madres y familiares participaron también en la lucha de los presos por sus reivindicaciones y sacaron a la calle el problema de las cárceles que los medios de comunicación ocultaban bajo la mordaza de la censura. Al mismo tiempo lograron otro objetivo, que fue poner cara a la pared a la propia jerarquía de la Iglesia, que se vio obligada a definirse sobre el problema cada vez que autorizaba o no el desalojo de las mujeres encerradas en una iglesia. Las mujeres unidas en defensa de sus familias, de sus maridos, adquirieron una fuerza que sorprendió al régimen, que además no supo cómo reprimirlas. En muchos otros países las mujeres han protagonizado luchas de este tipo; baste solo recordar el ejemplo de las madres de la Plaza de Mayo, en Argentina. Años antes, las madres y esposas de los presos políticos españoles reclamaron la libertad encerrándose en las iglesias y haciendo huelgas de hambre dentro de ellas, por lo que algunas fueron maltratadas por la policía, detenidas y procesadas.

Los canarios fueron unos compañeros excelentes y muy combativos. Con Tony mantengo una buena amistad, aficionados como somos los dos a esa dialéctica que disputa hasta el más pequeño matiz. Junto a ellos tuve que mantener, en la misma prisión, frente a otros camaradas y compañeros, no pocas discusiones: sobre todo con ciertas tendencias pasivas de las que fue un paladín Luis Antonio Gil López, antiguo estudiante de Derecho.

Cuando llegué a Soria planteé a los compañeros que allí estaban, unos eran camaradas del PCE y otros no, los criterios que en la prisión de Carabanchel se habían adoptado en relación a la lucha de los presos por alcanzar un Estatuto del Preso Político Social, además de las reivindicaciones de aumento de la asignación alimenticia y la reunificación en una sola galería de todos los presos políticos. Esta orientación no fue comprendida por todos los presos; había algunos que pensaban que las acciones solo nos traerían nuevos procesos y prolongarían nuestra estancia en la cárcel al impedir, por las duras sanciones que se ponían, que se redimieran las penas. Luis Antonio Gil era miembro suplente del Comité Central, nombrado en 1965, y él encabezaba esa tesis «pasiva». La discusión se planteaba respecto a si sumarse o no a la huelga de hambre que pretendíamos se realizara en todas las prisiones en las que hubiera presos políticos, fundamentalmente en Carabanchel, Soria y Jaén. También planteamos una serie de acciones intermedias que nosotros siempre agotábamos antes de la huelga de hambre. En Carabanchel estuvimos, en una ocasión, seis meses sin ir al cine como protesta porque lo habían subido de precio; año y pico sin coger vino porque querían que hiciésemos cola (nosotros no recogíamos cada uno su propio vaso sino lo que correspondía a toda la comuna). Hemos estado mucho tiempo sin ver la televisión o sin «comunicar» con la familia antes de llegar a acciones más duras. Las instancias al director pidiendo y reclamando nuestras reivindicaciones suman varios centenares. Yo las conservo casi todas.

Qué duda cabe que una huelga de hambre era algo duro de asimilar, pero se podía hacer aún más duro si las posiciones ideológicas eran débiles. Hay anécdotas de algunos compañeros que por desconocer lo que era una acción de esa clase, en aquella primera ocasión, antes de decidir si se sumaban o no, se plantearon hacer una prueba; entre ellos estaba Julián Ariza. Ingenuamente, unos días antes de la huelga de verdad, dejaron de comer durante dos días para ver cómo era aquello. En la práctica hicieron dos huelgas de hambre, la de prueba y la de verdad. Sin duda los seres humanos somos contradictorios y además nos vamos midiendo con nosotros mismos en los acontecimientos difíciles que nos toca vivir. Nadie puede pensar que una situación como aquella era fácil, sino todo lo contrario. En una huelga de hambre lo que se pone en juego es la propia vida, lo último que le queda al ser humano para reclamar su libertad, no hay otra cara de esa moneda. Son comprensibles las dudas y las vacilaciones; también es comprensible que todas las fachadas que los seres humanos crean en torno a sí mismos, se derrumben ante una realidad tan dura como perder la propia vida, no accidentalmente, sino conscientemente. Otros, por el contrario, en esas dificultades se crecen más, se reafirman y salen de ellas más fortalecidos. Claro está que nadie pensó nunca en llegar con nuestras acciones al extremo de perder la vida, pero tampoco se podía asegurar que de aquellas huelgas no se derivaran lesiones importantes si se prolongaban demasiado. Pero además no solo estaba la huelga de hambre en sí, luego seguía una sanción de la dirección que consistía en veintiún días de celdas de castigo incomunicados.

Generalmente las celdas de castigo estaban en los sótanos con la luz de una bombilla como única compañera, ni un libro, ni una sola conversación, solo los recuentos y los toques en la pared con los compañeros que habían encerrado en la celda contigua. Para hablar entre nosotros vaciábamos el agua residual que queda en la taza del retrete y aprovechábamos las cañerías para comunicamos con las celdas cuyos retretes desaguaran en la misma bajada.

El 21 de diciembre, y al no obtener respuesta a aquellas reivindicaciones, los presos políticos de la prisión de Soria decidimos declararnos en huelga de hambre. Se lo comunicamos al director de la cárcel y además nos dirigimos al director del diario Madrid transcribiendo una demanda de conciliación dirigida al juzgado de guardia de Soria para su transmisión al decano de los juzgados municipales de Madrid. En ella pedíamos una rectificación al ministro de Justicia que en unas declaraciones había negado nuestro carácter de presos políticos y, por lo tanto, nuestro derecho a ser tratados como tales. Además, en aquella demanda, que firmábamos los presos político-sociales de Soria, pedíamos desde la aplicación del Estatuto del Preso Político hasta un aumento de la asignación diaria. Por el texto de esta demanda nos abrieron un nuevo sumario que no llegó a juicio.

Solo Ramón García Cotarelo, hoy catedrático universitario y asiduo articulista con el nombre de Ramón Cotarelo, no firmó aquel escrito, y tampoco participó en la huelga de hambre que siguió, en un claro distanciamiento de su padre que sí era partidario de las acciones. Los diez días que duró nuestro total ayuno se desarrollaron normalmente, y aunque dos compañeros tuvieron que ser hospitalizados y alimentados con suero, el resto nos mantuvimos bien; incluso Timoteo Ruiz, que tenía una úlcera de estómago y al que todos pedimos que no participara, nos decía al final que se le había curado la úlcera con el ayuno.

Generalmente perdíamos un kilo de peso por día de abstinencia. Vino el médico de la prisión de Burgos, para dirigir, con el de la cárcel de Soria, la asistencia a los huelguistas de hambre y nos prestaron una atención con escasos medios pero no muy mala. No nos aislaron en celdas de castigo como era habitual cuando iniciábamos una huelga de hambre. El director, Sr. Menéndez, nos reunió y nos distribuyó en dos dormitorios, lo que hizo más llevadera nuestra protesta.

En el dormitorio en el que yo hice la huelga estaban también los hermanos Gallardo. Uno de ellos, Luis, que tenía una pequeña cantina, nos contaba, con indudable humor masoquista, las diferentes formas de guisar la langosta y la sabrosa vieja, magnífico pescado que se cría en las costas del archipiélago, sobre todo en Lanzarote. No quiero relatar lo que pasaba por nuestros estómagos después de una semana de ayuno, al oír aquellas historias culinarias.

Más tarde, a mediados de 1969, cuando el TOP pidió la pena de muerte para Arrizabalaga, David Morín, Lalo, Eduardo López Albizu y yo hicimos una huelga de hambre en solidaridad, que mantuvimos hasta que se la conmutaron (fue mi tercera huelga de hambre). Entonces los médicos amigos, incluso el propio médico de la prisión de Carabanchel, me comentaron una especie de reglas a seguir: primero, evitar las tensiones nerviosas, dominarse; segundo, beber bastante agua a pequeños sorbos, unos tres litros por día, para reducir la acetona que suele aparecer al segundo o tercer día —generalmente, por una especie de reflejo condicionado, a las horas habituales de la comida se notaba apetito, y para «engañarlo», en ese momento había que beber más—; tercero, no malgastar energías a partir del tercer día y pasar muchas horas en la cama acostado; no hablar demasiado para no agotarse. Lo cierto es que el hambre se siente solo los primeros tres días, entendiendo por hambre los conocidos dolores de estómago, y es entonces cuando se debe tomar más agua para evitar esos dolores y posibles lesiones en el estómago. Después el agua sigue siendo necesaria para evitar una deshidratación, lo que podría provocar una muerte más rápida. Los días sucesivos prevalece el estado de debilidad general sobre el hambre; de hecho, cuando se retoma la comida hay que recuperar el apetito, algo que se consigue en un solo día. Hay que empezar a comer primero solo caldos, después puré, es decir una alimentación gradual para evitar los riesgos de colitis, gastroenteritis, o daños más importantes en el estómago e intestino. Naturalmente hay que complementar lo que sea necesario, porque lógicamente suelen aparecer anemias a los diez días, y si no hay complicaciones la recuperación es total.

Llevaba seis días sin comer cuando la Dirección General de Prisiones dio la orden de que se me trasladara de nuevo a Carabanchel, lo que significaba que daban la razón a mi abogado Sr. Ruiz-Giménez en que el traslado había sido ilegal. Habían fracasado al creer que con ello impedirían la huelga de Carabanchel ya que, por el contrario, se extendió a Soria. Pedí al médico y al director que se suspendiera el traslado a Madrid hasta que terminara la huelga de hambre y me recuperara durante una semana. El médico, que era el que, en último término, debía dar la autorización, dado mi estado físico aceptó mi propuesta, por lo que hasta el 8 de enero de 1969 no salí para Madrid. Sin embargo, en aquella conducción tuve un incidente porque, sin darme explicaciones, me mantuvieron una semana en Zaragoza, primera etapa de mi viaje. Las explicaciones las encontré cuando llegué por fin a Madrid. Detrás de todo ello hubo una absurda maniobra dirigida a abortar un encierro de mujeres de presos políticos en el que se encontraba en esos momentos Josefina, que lo explica así:

Cuando la huelga de locutorios quisimos que la opinión pública se enterara de lo que estaba pasando en Carabanchel; las mujeres ya no sabíamos qué hacer, habíamos escrito tantas cartas…, habíamos visitado a tanta gente…, pero nada nos había dado resultado inmediato y nadie hablaba de la situación de los presos políticos. Entonces, pensando, decidimos encerrarnos en una iglesia y lo hicimos en la de Serrano, una iglesia de jesuitas frente a la embajada americana. Ese fue uno de los motivos que dimos a la prensa nacional y extranjera para hablar de la situación de los presos políticos. Aquello fue el comienzo de la lucha por la libertad de los presos políticos, por la amnistía, ya a un nivel público y abierto.

Nuestros maridos estuvieron en huelga de hambre y a raíz de esa huelga fueron a celdas de castigo. El cardenal vino a la iglesia a hablar con nosotras para pedirnos que saliéramos; nos prometió que nuestras peticiones iban a ser atendidas. Era víspera de Nochebuena. Dijeron de darles una tregua a los presos para que salieran a «comunicar» por las fiestas y además los sacaron de las celdas de castigo, pero cuando «comunicamos» nos dimos cuenta de que los micrófonos estaban funcionando. Entonces de nuevo empezamos la huelga de «comunicaciones».

Nos ayudó mucho, moral y materialmente con lo que podía, el padre Llanos. Él llevaba nuestros mensajes, y junto con Ruiz-Giménez, gestionó las entrevistas con monseñor Morcillo y con varias personalidades. El padre Llanos fue el que vino el último día con monseñor Morcillo. Nos facilitaron la salida para evitar las detenciones, nos pusieron coches para que nos llevaran a cada una a nuestra casa. Llanos nos acompañó hasta casa a algunas de nosotras, se portó admirablemente, como siempre. Celebró una misa y fue la primera misa que he escuchado de ese tipo y que a mujeres muy creyentes que había allí les gustó mucho. Nosotras le escuchamos con mucho respeto porque además era un gran amigo nuestro.

La iglesia estuvo abierta al público tres o cuatro días. Los periodistas y la gente del barrio nos llevaron comida hasta que el quinto día la cerraron. Estuvimos prácticamente sin comer porque no dejaban que nos llegase la comida, salvo el último día en que los curas nos hicieron una sopa que nos sentó de maravilla. Además pasábamos mucho frío porque de día calentaban la iglesia pero no de noche. Así terminó nuestro primer encierro. A pesar de todas las dificultades conseguimos sacarlos a ellos de las celdas de castigo; para nosotras eso era ya bastante, y sobre todo que la prensa se hiciera eco de la situación.

Hicimos varios encierros. Otra vez nos metimos en la de San José en la calle de Alcalá; allí fuimos amenazadas por los guerrilleros de Cristo Rey, un grupo de ultraderecha. El párroco de la iglesia nos tuvo que meter en la sacristía y cerrar la puerta. Desde el primer día cerraron la iglesia y nos encontramos incomunicadas y sin comida. El único que pudo colarse fue el padre Gamo. Cuando llegó a su casa y se enteró de que estábamos encerradas y aisladas en la iglesia, metió en una bolsa toda la comida que tenía en su casa y la llevó a la iglesia. Esa noche pudimos comer cada una medio huevo, un poco de queso, un poco de pan, es decir, el hombre había cogido todo lo que tenía en su armario de cocina. La policía quería que saliéramos por hambre; después, como vieron que eso les fallaba, utilizaron otros métodos hasta llegar a las porras.

En esos días de aquel primer encierro teníamos un problema en casa. El abuelo estaba bastante enfermo y nos preocupaba su salud. Murió al poco tiempo. Allí en la iglesia recibí un telegrama a mi nombre que decía: «Marcelino gravemente herido. Se encuentra en la tercera planta de La Paz». En ningún momento perdí la serenidad. Inmediatamente pensé que algo había pasado porque ese mismo día trasladaban a Marcelino de la cárcel de Soria a Madrid. Había llamado por teléfono a la cárcel para ver si había llegado pero me dijeron que no, que no sabían nada. Es seguro que la policía conocía el traslado de Marcelino.

Todo el mundo estaba preocupado. Un sacerdote mayor se ofreció para ir a La Paz a enterarse de lo que pasaba. Luego, recapacitando, descarté la posibilidad de que a Marcelino le hubiera pasado nada, porque él no sabía que estábamos encerradas en una iglesia, más bien pensé que había ocurrido algo en casa. Entró el sacristán y me dijo que estaba mi cuñada en la puerta y que le había dicho que el padre seguía bien y que los críos y todos estaban muy bien. En ese momento cogí el telegrama, lo metí en el bolso y les dije: «Tranquilos todos, que aquí no ha pasado nada». Yo estaba preocupada más bien por mi hijo que a veces también le llamaban Marcelino, pero como me dijeron que todos estaban bien, comprendí inmediatamente que aquello se trataba de algo montado por la policía para sacarme de allí y de paso, si podían, a todas las demás.

Llevábamos mucho tiempo sin «comunicar» y Marcelino tenía una gran preocupación por los hijos, pensando cómo se desenvolverían, si serían capaces de afrontar las circunstancias por las que atravesábamos en casa. Decía que estaba preocupado por su hijo, porque, claro, cuando a él lo detuvieron Marcel tenía catorce años. Era una etapa bastante difícil y Marcelino tenía la sensación de que su hijo se había encerrado en sí mismo, que no salía con amigos. Le daba la impresión de que su hijo estaba muy afectado por la detención de su padre. Y efectivamente, estuvieron muy afectados los dos, Yenia y Marcel.

Solo a través del abogado podía yo contar estas cosas. María Luisa Suárez, su abogado, me dijo que él decía que le dijéramos que saliera con otros chicos y que se divirtiera. Le dijimos que le dijera que no se preocupara, por su hijo, aparte de que hubiera estado más o menos afectado por la detención de su padre, no se había encerrado en sí mismo. Yo estaba segura de que ellos eran abiertos, hacían su vida y comprendían perfectamente la situación de la casa. A pesar de tener la dificultad de la ausencia de su padre en esos mejores años, que son los propios donde se establece una comunicación distinta a los momentos de la infancia, ellos escogieron bien su camino. Hasta tal punto fue así, que a los pocos meses de aquel encierro mi hijo, Marcel, fue detenido. Esto fue durante el estado de excepción. Pasó casi tres meses con su padre en la misma celda.

El 17 de enero, ya en la prisión de Carabanchel, de regreso de Soria y Zaragoza escribí a la familia; la enfermedad que causó la muerte pocos días más tarde a mi padre era ya evidente:

Me encuentro en período, en la séptima galería, todavía no comprendo bien las causas de mi permanencia en la prisión de Zaragoza. Allí estuve solo en una celda, bastante húmeda por cierto —como casi todas las celdas bajas de la cárcel de la capital de Aragón—, se me sometió a un régimen de aislamiento absoluto, si bien el trato fue correcto en lo que a los funcionarios se refiere. Cuando iba al patio iba solo, cuando iba a la peluquería o bien me llevaban en el momento que no había nadie o les echaban. Voy a tratar de que el médico me haga un reconocimiento general, creo que la humedad de Zaragoza no me ha caído bien, pero en fin, no os preocupéis, creo que si fuera necesario aquí me atenderían rápidamente y con lo necesario. Repito, no os preocupéis. Cuando hablé con mi abogado dejamos en reserva la posibilidad de otras atenciones médicas. A Zaragoza fueron a visitarme dos abogados y sentí el calor de la calle. Con una causa justa como es la de la justicia social y el sostén masivo, somos invencibles.

¿Cómo sigue el abuelo? Vicen, creo que debes, si es necesario, no ir unos días a trabajar y procurar que los médicos le hagan los electrocardiogramas, etc. Josefina, cuídate.

Que el Gobierno hubiera impuesto el estado de excepción no fue algo casual. En la situación política fueron confluyendo un conjunto de demandas de libertades que venían de los sectores más dispares. Cuando llegué de Soria conocí los resultados de la asamblea del Colegio de Abogados de Madrid. En ella Joaquín Ruiz-Giménez, Manuel Villar Arregui, Jaime Miralles, Manuel Jiménez de Parga y otros destacados abogados presentaron unas ponencias en las que se exponían las condiciones de los presos políticos y se reclamaba el Estatuto del Preso Político y la mejora de las condiciones de todos los presos en general. Sin duda en aquel colegio había posiciones resueltamente diferentes pero en la asamblea se demostró que la discusión democrática era posible, algo que se negaba al conjunto del país. Hablando de ello, mandé una instancia-carta al decano del Colegio de Abogados de Madrid y también presidente del Consejo de la Abogacía de España, José Luis del Valle Iturriaga.

Mis juicios fueron una gran farsa donde las sentencias estaban establecidas de antemano y venían determinadas claramente por el Ministerio de la Gobernación y el propio Gobierno. El primer sumario que me abrieron en este período fue el de la detención del 28 de junio de 1966, cuando, con manifestación incluida, íbamos a entregar la carta con treinta mil firmas al Ministerio de Trabajo, pidiendo un conjunto de reivindicaciones. Nos procesaron a diecisiete en el Sumario 178/66 del TOP y finalmente dividieron el sumario para juzgarme aparte, supongo que por presión de los abogados de Ceferino, Hernando y Martínez Conde, a los que juzgaron el 18 de mayo de 1968. No querían que yo fuera juzgado en la misma causa para evitar que a los otros les pusieran condenas mayores. Cuando se celebró mi juicio, el 15 de agosto de 1969, un año más tarde que el otro, ya tenía cumplida la petición fiscal de cuatro meses por organización ilícita y un año por manifestación. El Tribunal de Orden Público tenía la intención de ampliar la pena a doce años. Esto a sabiendas de que la manifestación había sido pacífica y sin incidentes, salvo las cargas que habían ordenado a la policía y Guardia Civil para impedir la concentración delante de los Nuevos Ministerios. Precisamente un fiscal, creo que Carlos Hernández Gil, recomendó a mis abogados que hicieran lo posible por conformarme con la pena, que ya tenía cumplida, porque el tribunal tenía la intención de aumentarla. De acuerdo con mis abogados Ruiz-Giménez y María Luisa Suárez, efectivamente me conformé con la petición fiscal, con lo que el juicio público no llegó a celebrarse y me condenaron a dieciséis meses.

El 2 de abril de 1968 se celebró el juicio del Sumario 47/67 por la detención del 28 de enero de 1967, cuando habíamos convocado la Marcha sobre Madrid. En ese mismo sumario estaban procesados Julián Ariza y algunos compañeros más. La verdad es que, durante la vista, el presidente del tribunal, Mateu Cánovas, no me dejó contestar a las preguntas de mi abogada María Luisa Suárez; cortó todas las preguntas con el «no procede» y no me dejó responder. En un momento los guardias se levantaron y avanzaron hacia mí en el banquillo, al decir el presidente: «Dada la actitud inconveniente del acusado nos vemos obligados a expulsarlo de la sala». Entonces, le respondí: «Y yo me veo obligado a denunciar al Tribunal de Orden Público como un tribunal de excepción al servicio de una dictadura que se hunde. ¡Vivan las Comisiones Obreras! ¡Viva la libertad!». La sala estaba llena y respondió con «¡Viva, viva!» y unos aplausos fenomenales. Desalojaron la sala, incluso detuvieron a alguna gente y a mí me bajaron a los calabozos. Después, por este suceso, el Juzgado de Orden Público me abrió otro sumario, el 183/68, acusándome de desacato al tribunal. El 5 de abril, tres días más tarde, el tribunal dictó sentencia:

Condenamos a los procesados Julián Ariza Rico y Eulogio Marcelino Camacho Abad como responsables, en concepto de autores, directores, de un delito de Manifestación no Pacífica, sin circunstancias modificativas a sendas penas de un año de Prisión Menor y multa de 15 000 pesetas, con arresto sustitutorio de dos meses para el supuesto de impago.

Con nosotros hubo otros procesados a penas menores, que en su mayoría no llegaron a ir a prisión para cumplirlas, entre ellos Jorge Martínez-Cava, mi yerno.

En el sumario que me abrieron por desacato, fue el mismo tribunal que me había denunciado el que me juzgó. En realidad eran juez y parte y por ese hecho planteé la recusación del tribunal, pero en todas las instancias judiciales me fue denegada. La vista se celebró a puerta cerrada y me condenaron a cinco años de prisión. No había ninguna garantía, rechacé la acusación y me negué a responder en virtud de que además era a puerta cerrada, es decir, con la sola presencia de los abogados. Recurrí, como siempre he hecho, aquella condena a cinco años y el Tribunal Supremo la redujo a tres años y medio.

Cuando respondí así al tribunal no era porque buscara un nuevo proceso, una nueva condena, sino que pensaba que ante los tribunales había que hacer algún tipo de defensa de nuestras reivindicaciones concretas y de nuestra lucha por las libertades sindicales y democráticas en general. En los tribunales teníamos unos derechos que se nos negaban, entre otros el de defendernos y explicar por qué luchábamos por los intereses de los trabajadores, explicar también lo que eran Comisiones Obreras y, naturalmente, lo que pretendíamos. Los presidentes de los tribunales impedían, siempre que se celebraba un juicio, que los acusados explicaran sus motivos. Solo querían que se respondiera sí o no, para evitar que nuestra defensa fuera una acusación contra el régimen, y el público de la sala, entre ellos los periodistas extranjeros, tomaran nota de lo que realmente sucedía. Por eso, en cada juicio, había que pelear porque te dejaran hablar y responder a las preguntas del fiscal o de la defensa, pero aquello terminaba siempre con la campanilla del presidente que te retiraba la palabra diciendo que te ciñeras a la pregunta o bien que ya estaba suficientemente contestada. En aquel juicio la campanilla del presidente del TOP, Mateu Cánovas, sonó más que nunca, frente a la desesperación de los abogados viendo cómo hacía imposible la defensa. Tenía que dar una respuesta firme y demostrar la farsa que eran aquellos juicios y aquel tribunal. Por eso cuando me expulsó de la sala le respondí.

Aquel año nos trajo duros acontecimientos, y la muerte de mi padre fue uno de ellos. Meses atrás se había manifestado ya su enfermedad y, después de una ligera recuperación, la familia decidió traerlo a Madrid para que le hicieran un amplio reconocimiento.

Yo acababa de salir de la huelga de hambre en la que había perdido nueve kilos, uno por día, y en Carabanchel seguía la huelga de «comunicaciones». Lo que me contaban tenía que ser por carta o a través de los abogados.

Trato de representarme el difícil trance en que os encontráis, nos encontramos, ante la enfermedad de mi padre. Comprendo que en estos momentos mi presencia en casa sería muy útil, pero la realidad se impone; y ella es que, a pesar de hacer veintitrés meses que me encarcelaron sin ninguna acusación seria, desde el punto de vista del Derecho positivo, aparece claro, después de las conversaciones de mis abogados con unos y otros, que no habrá libertad por lo menos en los días inmediatos. Ni qué decir tiene que el estado de excepción tampoco va a facilitar las cosas. Así pues queridos todos, tendréis que armaros de serenidad, paciencia y firmeza para afrontar solos todo lo que sea; desgraciadamente necesitaréis ideas, consejos y sobre todo soluciones, que un par de cartas mías por semana no podrán daros; deberéis suplirlo con un mayor esfuerzo. La experiencia de estos dos años de prisión me demuestra que sois capaces —precisamente en los momentos difíciles— de haceros gigantes; por eso estoy seguro de que hoy como ayer sabréis salir airosos, haciendo cuanto humanamente esté a vuestro alcance para salvar la vida de mi padre.

Así recuerda mi hija Yenia aquellos días que le dejaron una profunda impresión:

El abuelo sufría silenciosamente por el encarcelamiento de papá. Algunas veces se lamentaba de que mi padre hubiera arriesgado una situación personal cómoda y sin dificultades para entregarse de lleno a la lucha política. No porque el abuelo no compartiera los mismos ideales que eran el eje de la vida de mi padre, sino porque él era ya un hombre mayor, que había conocido la cárcel en sí mismo, en su hijo y en su hija y que veía con desesperanza los nuevos sufrimientos que nos esperaban a la familia. A mí me decía alguna vez:

«Ves, tu padre allí metido, por tonto, dando su libertad, ¿para qué y para quién?; y tú teniendo que trabajar en lugar de estar tranquilamente estudiando». Le costaba mucho visitarle en la cárcel porque era un hombre muy sensible y lo pasaba fatal. Por otra parte estaba orgullosísimo de su hijo. Seguía meticulosamente todos los acontecimientos, todas las noticias; pero él, contrariamente a nosotros, no tenía ninguna esperanza sobre un fin próximo de la dictadura. Estaba convencido de que moriría antes de que su hijo saliera de la cárcel.

Efectivamente enfermó de cáncer cuando mi padre llevaba dos años preso y murió dos meses después. Estuvo ingresado una semana en el hospital Clínico y le mandaron a casa a pasar sus últimos días. Desde que supimos que le quedaban pocos días de vida, se hicieron diversas gestiones para intentar que mi padre lo visitara, primero en el hospital, cosa que no aceptaron por temor al eco que pudiera despertar su salida. Finalmente se consiguió que lo llevaran a nuestra casa. Era una tarde de invierno y ya había oscurecido. La policía tomó, según supimos después, nuestra calle. Creo recordar que algún funcionario telefoneó para anunciarnos que finalmente iban para casa. Nadie excepto nosotros y Ruiz-Giménez sabía que saldría de la cárcel durante menos de una hora. Era condición imprescindible que no le diéramos publicidad.

En nuestra casa estábamos la abuela, la tía, mi madre, Marcel y yo. Todos esperábamos su llegada con una mezcla de ansiedad, alegría, miedo y tristeza. Al pobre abuelo le habíamos contado que usábamos su enfermedad como pretexto para tener una oportunidad de abrazar a mi padre. Él sonreía tranquilo y seguramente era totalmente consciente de que sería la última vez que viera a su hijo.

Ruiz-Giménez iba a acompañar a mi padre en un coche desde la cárcel hasta casa, cosa que naturalmente nos tranquilizaba porque en aquellas fechas no era exagerado temer «accidentes»; unos días antes ocurrió la muerte del estudiante Ruano. Por fin oímos ruido en la calle y salimos a su encuentro. Por la escalera, estrecha, de nuestra casa subían un montón de policías de paisano, los de la Brigada Político Social y de uniforme, «los grises». Mi padre iba subiendo entre ellos, ligeramente encorvado porque le habían esposado con las manos a la espalda. A mí siempre me impresionaba mucho ver a un preso así. Me parecía que añadía aún más humillación a la ya vejatoria situación de esposado. Por eso decidí evitar que el abuelo contemplara a mi padre de esa manera. Recuerdo que detuve al «cortejo» en la escalera y les pedí que le quitaran las esposas apelando a que tuvieran sentimientos humanitarios. Hubo unos momentos de discusión. Debí de ponerme muy testaruda. Recuerdo que Ruiz-Giménez me decía «niña, tranquilízate»; yo estaba totalmente serena pero firme y dispuesta a ganar esa pequeña batalla por el abuelo. Le soltaron las esposas de una mano y se las dejaron pendiendo de la mano derecha, unidas a la de un agente.

Entramos todos en casa con la policía, mientras que abajo, en el portal y en toda la calle, quedaban muchos más. Mi padre se sentó en un sillón a la derecha del abuelo. Recuerdo que en esa posición el abuelo no le veía las esposas. Todos nosotros, con Ruiz-Giménez, estábamos a su alrededor. «La social» fue ocupando las puertas y ventanas de casa manteniendo sin disimulo alguno la mano derecha junto al lugar de su chaqueta que ocupaba la pistola. La puerta de entrada estaba «custodiada» por «grises» con su fusil ametrallador sujeto con ambas manos. De este modo, pasamos media hora aproximadamente, charlando con aparente optimismo de la salud del abuelo y de generalidades. Durante la visita, alguien llamó a la puerta. Reiteramos a la policía que no esperábamos a nadie. Mi madre salió a decir a quien fuese que se marchara. Era Manolita Rivas, compañera de tantas luchas. Cuando la pobre la vio rodeada de ametralladoras se quedó petrificada. Pensó que algo muy grave estaba pasándonos y aunque mi madre intentó explicárselo muy brevemente, mientras le pedía que se fuera, ella llamó a la puerta de al lado con un ataque de llanto y de nervios y allí esperó hasta que pudo entrar en casa. Mi padre volvió a la cárcel viendo cómo los vecinos de la calle le miraban desde las ventanas a hurtadillas; solo alguno se atrevió a hacer un leve saludo.

Una semana después, el 7 de febrero de 1969, murió mi padre. El día 8 volvieron a repetirse las mismas escenas, cuando me llevaron para que le diera el último saludo, también durante veinte minutos. Murió de cáncer de páncreas, sin sufrir demasiado. El Gobierno no me autorizó ni a estar junto a él los últimos instantes de su vida, ni a asistir a su entierro. Mi abogado y buen amigo Joaquín Ruiz-Giménez, tuvo que vencer no pocos obstáculos primero para que pudiera visitarle en mi casa ocho días antes de su muerte y luego, horas después de fallecer, exigiendo siempre su propia presencia porque no nos fiábamos de la policía político-social.

Estábamos en estado de excepción, en el coche iban custodiándome tres policías, con el conductor, y me acompañaba Ruiz-Giménez. Otros policías con metralleta y Cetme nos escoltaban en dos coches más, uno que marchaba delante y el otro, detrás. Me llevaban esposado con las manos a la espalda. En el camino tuve una agria discusión con los de la Brigada Político Social y luego al entrar en mi casa. Dentro no pude estar más de quince minutos. La calle Manuel Lamela, en la que vivía y sigo viviendo, estaba verdaderamente ocupada por fuerzas de la Policía Armada; también había autocares de trabajadores de empresas para seguir al cortejo fúnebre. Los vecinos se asomaban a las ventanas y saludaban tímidamente entre los cristales.

El régimen temía que el entierro de mi padre se transformara en una manifestación. Muchos trabajadores se habían dado cita en mi calle, que estaba totalmente tomada por los «grises»; a lo largo del trayecto hasta el cementerio civil la policía obligó al furgón fúnebre a desviarse varias veces de su ruta para impedir que la cola de automóviles que seguían al cortejo aumentara. Josefina, que me relató estos momentos pues a mí me devolvieron inmediatamente a la prisión, y también mi hermana Vicenta y mis hijos, tuvieron que impedir que se enterrara a mi padre porque la policía quería acabar cuanto antes sin esperar a la gente.

Al final unos miles de personas desafiaron a la policía, que con los coches manguera y los caballos amenazaba en la puerta del cementerio, pidiendo los carnés de identidad y disolviendo los grupos. Un grupo pudo entrar hasta la humilde fosa, sin lápida, donde enterraron a mi padre. No hubo más palabras que las gracias a aquellos que a pesar de la policía, a pesar del riesgo que para ellos suponía, acudieron allí en un claro gesto de solidaridad y apoyo.

Nuestra situación familiar en aquellos primeros meses de 1969 no fue nada fácil. Un mes después de la muerte de mi padre, el 11 de marzo, mi hijo Marcel fue detenido por la policía en el propio instituto San Isidro donde estudiaba preuniversitario. La policía interrumpió la clase para detenerle ante el asombro de profesores y estudiantes. No tenían recato alguno y se permitían el lujo de detener a niños de dieciséis años. En esa misma ocasión detuvieron a otros muchachos del mismo instituto, algunos de ellos menores de edad, por lo que no los pudieron procesar. Aquella «operación niños» la maquinaron unos días antes de que finalizara el estado de excepción que decretaron en todo el país. Los muchachos del San Isidro, que ya tenían una buena tradición de lucha estudiantil, habían creado, como también se había hecho en la Universidad Complutense y la Politécnica, un sindicato democrático de estudiantes para el que eligieron delegados. Marcel era uno de ellos y su participación era muy activa. Con aquella detención quisieron acabar con aquel sindicato y les acusaron de organización ilegal y de pertenencia al Partido Comunista. Pasaron a la jurisdicción militar como muchos otros detenidos durante el estado de excepción. Así se dio la circunstancia de un proceso monstruoso a niños, de los cuales el mayor tenía diecisiete años, que luchaban por la libertad.

Estuvieron trece días en los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Fueron interrogados en numerosas ocasiones con constantes chantajes y algunos malos tratos. En los interrogatorios, Marcel negó siempre todas las acusaciones que se le hacían, pero otros muchachos no pudieron resistir las presiones y los malos tratos de la policía. A mi hijo, dada su firmeza, optaron por no interrogarle a partir del tercer día, sin embargo frente a su celda encerraron a otro de los detenidos amigo suyo, al que constantemente sacaban a interrogar, incluso de madrugada. Al cabo de varias horas en los despachos de la Brigada Político Social aquel muchacho bajaba llorando de desesperación. Como decía a Josefina en una carta, ¡no tenían bastante con tener a su padre en la cárcel sino que querían ensañarse con la familia! Y sin duda más de uno de aquellos comisarios que le interrogaban lo hacían con gusto sabiendo el daño que podían causarnos. Según cuenta Marcel, Delso, el comisario encargado de la persecución de Comisiones, le decía: «Si tu padre se enterara de lo que haces ya verías tú». Ironía, humor negro, o simplemente la falta de la más mínima humanidad. Durante los interrogatorios los de la brigada acostumbraban a pasearse delante de los detenidos para conocerles y así dedicarse mejor a la persecución para la que estaban entrenados. Así se pasearon frente a Marcel para conocer al hijo de Camacho. Manteníamos la huelga de «comunicaciones» y cuando salíamos a los locutorios solo nos mirábamos unos instantes y nos saludábamos con las manos, pero aquel viernes, tras la detención de Marcel, noté la preocupación en el rostro de Josefina; y era natural, porque en aquellos pocos meses la familia había atravesado pruebas muy difíciles. Sin embargo salimos adelante, yo creo que por la seguridad que teníamos en lo que defendíamos y además por no doblegarnos ante la injusticia.

Desde la cárcel puse una denuncia en el juzgado de guardia por aquella prolongada detención de niños de dieciséis años. Como tantas otras fue archivada ignorando hasta las más elementales razones. Sus compañeros del instituto hicieron huelgas y protestas, incluso organizaron un recital de las poesías que desde hacía unos años había escrito. Aquella detención frustró su viaje de fin de bachillerato para el que había recaudado fondos a través de bailes y rifas, pero también tuvo la compensación de que aquellos compañeros de instituto fueron a esperarlo a la puerta de la cárcel cuando salió en libertad.

A los pocos días de la detención de mi hijo, vino a visitarme a la prisión una delegación de la Organización Internacional del Trabajo. Estaba encabezada por Paul Ruegger, un alto funcionario de la OIT, diplomático y profesor de la universidad suiza, y le acompañaba Barbossa, un antiguo sindicalista, delegado de Brasil en la organización. Eran las once de la mañana del 15 de marzo y nos vimos durante más de una hora en la Jefatura de Servicios, donde el jefe de servicios intentó quedarse durante la entrevista. Yo le pedí que se fuera y me dejara solo con el señor Ruegger.

Tuvimos una amplia discusión sobre la violación de los derechos sindicales y humanos en España, la falta de libertad sindical y de libertades democráticas. Le di igualmente una amplia información sobre nuestra situación moral y material en prisión; sobre los años de cárcel y las huelgas de hambre que habíamos hecho; le expliqué la actuación de CCOO, en la calle y, en general, cómo veía la situación sindical y política.

Intenté darle algunas copias de las denuncias que, dirigidas a través de la dirección de la prisión, Ies había enviado sin éxito y me pidió que las enviara desde la calle, sin pasar por la censura, cosa que después hicimos. Le expliqué la situación del resto de los presos encarcelados por motivos políticos y no sindicales. Al despedirnos nos dimos un cordial abrazo que demostraba su solidaridad con nuestra causa y se comprometió a realizar un informe justo y eficaz incluyendo la petición de nuestra libertad.

Las organizaciones sindicales clandestinas, a través de la FSM, la CIOSL y la CMT, habían presentado denuncias en la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) por la falta de libertad sindical en España. También ante la Organización de las Naciones Unidas se pidió que se presionara al Gobierno de Franco para que frenara la represión contra los trabajadores y que se aplicaran los derechos y las libertades adoptados en la Declaración de Derechos Humanos y en la OIT. En aquellas denuncias siempre habíamos pedido que se enviara una delegación que verificase las acusaciones que hacíamos.

El 14 de octubre de 1968, a propuesta del director general de la OIT, la mesa directiva del consejo de administración decidió la formación del grupo de estudio, el cual se reunió por primera vez en Ginebra del 21 al 29 de febrero de 1969 para oír a representantes del Gobierno español y a representantes de las organizaciones sindicales internacionales, a fin de establecer un procedimiento y un programa de trabajo cuyo objetivo sería comprobar la situación de libertad sindical en España. La visita se efectuó del 7 al 30 de marzo de 1969, y el grupo de estudio se entrevistó con autoridades, con los sindicatos verticales y con ciudadanos españoles en Madrid y en diversas capitales y pueblos. Meses más tarde me enviaron desde la OIT el libro y definitivo informe. Se titulaba Situación Laboral y Sindical en España, y se presentó públicamente en Ginebra y en Nueva York. Para nuestra lucha, aquel informe supuso un importante respaldo internacional, que además fortalecía nuestras posiciones cara al interior. En su apartado 1114 decía:

En materia de amnistía o indulto de sindicalistas encarcelados, se plantea la cuestión fundamental de si puede haber un progreso importante en la evolución pacífica de la situación laboral y sindical en España mientras el encarcelamiento u otras formas de detención sigan siendo reconocidas como sanción por actividades que en otros países serían consideradas como legítimas actividades sindicales de conformidad con los principios de la Organización Internacional del Trabajo pero que conforme a la legislación española se consideran ilegales.

La OIT planteaba la necesidad de una amnistía que fuera ligada además a cambios que garantizasen las libertades sindicales. Este apoyo, aunque moderado en su condena a la dictadura, tenía una gran importancia; nuestra causa era justa, no estábamos solos y nos daba más seguridad en que la justicia social, la libertad y el humanismo triunfarían en España, contando cada vez con más apoyo internacional.

Aprovechamos aquellas conclusiones del grupo de estudio para solicitar nuevamente la libertad y los derechos sindicales, pero eso no significó que, en lo inmediato, variaran las posiciones de la dictadura. El fiscal del Tribunal Supremo, en un escrito del 1 de julio, «respondía» a otro mío, en el que pedía que cesaran las sanciones y detenciones ilegales conforme al Derecho Internacional y a las recomendaciones de la OIT, con lo siguiente:

En cuanto a la instancia dirigida a la OIT, fue cursada a la Secretaría General Técnica de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias con fecha 7 de abril, siendo devuelto el sobre que contenía dicho escrito para su entrega al interesado y retenido el mismo por no concurrir las circunstancias señaladas en la norma…

Métodos fascistas, buenas palabras a la OIT y luego, para colmo, me devuelve el sobre pero se queda con el escrito.

Marcel llegó a la cárcel de Carabanchel el 26 de marzo, estuvo en período en la séptima galería una noche y al día siguiente me llamó el director y me dijo que lo iban a pasar inmediatamente conmigo, como así fue. Estuvimos cerca de tres meses en la misma celda y compartimos las mismas luchas que allí llevábamos. Escribíamos a la familia en las mismas cartas compartiendo las dos cuartillas que nos permitían. Primero empezaba yo:

Querida Vicen y queridas todas: Como los varones de la familia nos encontramos en la cárcel, esta vez no tendrá más remedio Yenia que ser ella quien tire de las orejas el 1 de abril a su tía, por cumplir 48 años. Los ultras de la dictadura en su fase final, piensan que en vez de sacar al padre de la cárcel, lo mejor para estar juntos es traer al hijo de 16 años con él. Los creadores de la «literatura amarilla», a falta de otros bocados más suculentos para su estómago hitleriano, se han traído a un grupo de niños, lo que les ha permitido dar una nota de prensa sobre la subversión en Madrid; hasta la truculencia está en baja forma…

Luego continuaba Marcel:

Lo primero, ante todo, los tirones de oreja para la tía. Yenia, no te olvides. Desde la sexta te deseamos el más feliz cumpleaños, aunque estemos los varones, como por ahí decía papá, por este barrio, cosa que es de suponer mientras nieguen las libertades y torturen en los calabozos de Gobernación. Aquí la vida transcurre muy activa, y en un descanso absoluto. Me apuntaré con papá a su gimnasia matutina…

El 14 de mayo, en nuestra escalada de lucha contra los locutorios controlados por micrófonos, iniciamos una huelga de hambre. En la sexta galería quedábamos solo diecinueve presos políticos ya que desde hacía mucho tiempo, mi hijo fue la excepción, no entraba nadie directamente desde la calle. A todos los mandaban a la tercera galería. Como siempre, al declararnos en huelga de hambre, enviamos una instancia al director de la prisión en la que le exponíamos de nuevo nuestras reivindicaciones, entre otras la reunificación de las galerías de políticos, y le comunicábamos nuestra actitud de abstenernos de ingerir alimentos. Inmediatamente nos aislaron en celdas, aunque en aquella ocasión no nos bajaron a las de castigo, sino que solo nos cambiaron a las de la primera planta que estaban vacías. A Marcel le pusieron en una contigua a la mía y pudimos hablar con el truco del retrete. Él estuvo tres días en huelga de hambre, porque le llegó la libertad y salió a la calle. La despedida fue rápida ya que solo me dejaron que le abrazara y le ayudara un poco a recoger sus cosas.

Normalmente aquellas huelgas no las prolongábamos más de siete u ocho días, porque el objetivo era, además de presionar a la dirección, que nuestra protesta llegara al exterior de la prisión. Cuando terminamos la huelga y comenzamos a tomar alimentos nos aplicaron las sanciones y el aislamiento, que no terminó hasta el 10 de junio. Después de aquella larga lucha contra los locutorios, al salir de las sanciones volvimos a «comunicar» normalmente. Cambiaron algo aquellas cabinas pero mantuvieron el control. Pero tampoco salimos derrotados aunque persistieran aquellos locutorios, ya que nuestras acciones habían sacado a la luz pública la situación de los presos políticos y muchos demócratas en el mundo se movilizaron a favor de nuestra causa. Con nuestras acciones contribuimos a impedir que el régimen de Franco se legitimara internacionalmente y contribuimos a que como paso previo a cualquier integración europea fuera necesario el cambio democrático.

La cuarta Asamblea Nacional de Comisiones Obreras se celebró en abril. Su comunicado decía:

No podemos negar que el estado de excepción ha creado dificultades al movimiento obrero. Pero a pesar de ello la clase obrera ha dado un paso adelante en el desarrollo de su lucha haciendo saltar, especialmente en Cataluña y Euskadi, el tope del 5,9 por ciento que intentan poner a nuestros salarios, consiguiendo en algunas empresas aumentos de hasta el 20 y el 30 por ciento. La clara conciencia de este hecho ha de fortalecer aún más nuestra convicción de marchar decididos hacia la huelga general.

La oposición al proyecto de Ley Sindical creció más después de la resolución del grupo de estudio de la OIT. Un conjunto de circunstancias obligó a Franco a mandar un motorista comunicando su cese, como era habitual, a algunos ministros y formar un nuevo Gobierno el 29 de noviembre de 1969. Uno de los que cayó fue José Solís, ministro de Sindicatos, que fue sustituido por Enrique García del Ramal. El famoso congreso sindical de los verticales fue un fracaso y el movimiento obrero se les había escapado de las manos; para colmo un grupo de ciento treinta y un intelectuales, los más destacados y progresistas, firmaron un documento pidiendo la libertad sindical. Sin duda, Franco no se lo perdonó a Solís.

El informe de la Fiscalía reflejaba cómo el nivel de represión había crecido en 1969, un año con estado de excepción en el que se multiplicaron las detenciones, y en el que aunque dificultaron las actividades del movimiento obrero, no evitaron que durante veinte días hubiera diversas huelgas en Euskadi, en Cataluña y también en Asturias en solidaridad con los mineros silicóticos. El fiscal del Tribunal Supremo, Herrero Tejedor, en la apertura del año judicial 1969-1970 constató el aumento de lo conflictividad laboral que, traducido al lenguaje de la dictadura, significaba que ese año hubo 3066 casos de infracciones contra la seguridad interior del Estado.

El 24 de julio dirigí una instancia al fiscal del Tribunal Supremo en la que de nuevo denuncié la retención de la correspondencia con mi familia; además le comunicaba que me habían aislado en la sexta galería, entre presos comunes, donde ya solo quedábamos seis presos políticos, y solicité que nos trasladaran a la tercera donde estaba el conjunto de presos políticos.

Ni un solo día he redimido, ni un solo día de libertad condicional se me ha aplicado, ni un solo día de beneficio de sala o remisión como se hizo con Ceferino o Hernando. Esto en la práctica supone una prolongación de las condenas ya cumplidas, de un año.

Aislamiento, acoso sistemático para prolongarme la estancia en la cárcel por cualquier motivo, y la negativa permanente a concederme la libertad provisional cuando cumplía una condena y quedaba pendiente a la espera de un nuevo juicio. El 29 de octubre, junto con David Morín, López Albizo, Lalo, uno de los pocos, no llegan a la decena, socialistas que me he encontrado en las cárceles en esos años, y los compañeros de la sexta, iniciamos otra huelga de hambre para pedir que se conmutara la pena de muerte al nacionalista vasco Antonio Arrizabalaga, que hasta cuatro días antes había estado con nosotros en la galería. Le juzgaron por lo militar y le condenaron a muerte. Cuando se conoció, tres días más tarde, que le habían conmutado la pena, a continuación vinieron las sanciones y por esas sanciones mandé una instancia al Tribunal Supremo denunciando:

Que se le incomunicó desde el 29 del actual sin que desde esa fecha haya sido sacado al patio con peligro para su salud al no tomar aire ni solo la hora que el Reglamento señala.

Les pedía también que levantaran las sanciones que nos habían impuesto:

Aislamiento en celda donde permanezco 23 horas por día, incomunicación oral y escrita absoluta, con mis padres, esposa e hijos, prohibición para recibir paquetes con alimentos de la familia —cosa que no se ha modificado después de conocerse mi padecimiento de anemia—, prohibición de fumar; prohibición de leer y recibir los periódicos y revistas autorizadas, entre ellas Desarrollo, a esto hay que agregar la prohibición terminante de hablar entre nosotros, hay que hacer —según el Reglamento— lo que se llama la «rueda» que consiste en dar la vuelta al patio separados y en silencio.

Como éramos tan pocos nos obligaban a andar muy separados los unos de los otros, un círculo de hombres en aquel patio vacío con la sola presencia del funcionario y del policía que vigilaba desde su garita. Al principio no permitían que habláramos pero, a medida que pasaron los días, el castigo y la sanción fueron relajándose dependiendo siempre del funcionario de turno.

El médico de la prisión, el doctor López Baeza, me encargó que tomara nota de los que cada día quisieran pasar por su consulta y les acompañara a la enfermería. En una de las ocasiones que fui me encontré con el dramaturgo Fernando Arrabal, al que tenían en una sala de la enfermería. Si mal no recuerdo, a su regreso de París, había jugado con las palabras, y en lugar de decir «patria» dijo «pitra», que en algunos lugares se entiende como «grano» y así lo entendieron los franquistas que inmediatamente le procesaron y encarcelaron. Le saludé en nombre de los compañeros de la sexta y le ofrecimos ayuda, le subimos comida, informaciones y lo que más necesitaba. La sexta galería estaba a unos veinte metros, un piso más abajo, y los días que allí pasó mantuvimos unas buenas relaciones. Salió enseguida en libertad; la verdad es que estaba muy asustado, tal vez por su inexperiencia carcelaria, y cuando salió volvió a su exilio de París.

En mi tercera Nochebuena en la cárcel permitieron que mi sobrino Jean Louis, que vivía en Toulouse, pasara unas horas conmigo como, en ese día, era habitual con todos los presos. No permitieron sin embargo que los presos políticos de la tercera y de la sexta cenáramos juntos. La Navidad del 68 la pasamos en huelga de hambre en Soria, en lucha por la dignidad de los presos político-sociales. La Navidad del 69, aislados en la sexta galería, mientras en la calle la dictadura hablaba de «Paz navideña». Mi sobrino Jean Louis, hoy profesor en la Universidad de Toulouse, estaba tan emocionado que no paraba de llorar mientras me besaba. Luego, durante casi seis horas que pasó conmigo no cesó de preguntar y razonar seriamente como si fuera un hombre mayor. A sus diez años hacía preguntas que tiraban de espaldas. De un carácter impresionable, serio y penetrante para su edad, me decía: «¿Es posible que se encarcele a los trabajadores, todavía en España, por el único delito de defenderse frente a los que viven del sudor de los demás?». Me indicaba que esto en Francia no pasaba y se preguntaba lo que dirían los hombres, cuando suprimida la explotación del hombre por el hombre, dentro de algunos años, les contasen sus progenitores o la historia que hubo una vez quienes no solo vivían del esfuerzo y del sudor de los demás, sino que encima los encarcelaban y les hacían la vida difícil dentro de las prisiones que también construyeron los obreros, con funcionarios que también pagábamos nosotros…; entonces, a los jóvenes, les costaría trabajo creer que hubiera tanta perversidad, concluía. También ese día recibí la visita de Ruiz-Giménez. Siempre hacía un hueco para, en esas fechas señaladas, ir a la cárcel.

El 19 de febrero me comunicaron la condena impuesta por sumario del TOP 183/68, el juicio por desacato, que fue de cuatro años menos dos meses. El mismo juez Mateu Cánovas fue quien me acusó de desacato y el mismo Mateu fue el que me juzgó y me condenó en un juicio a puerta cerrada, donde me negué a contestar por falta de garantías jurídicas.

Una vez condenado, me trasladaron al penal de Segovia el viernes 13 de marzo. Allí estuvo encarcelada nueve años mi hermana Vicenta cuando, en la posguerra, la condenaron a treinta años por su militancia en el PCE. Entonces era un penal de mujeres.

El traslado, como el de 1968 a Soria, fue ilegal pues teniendo recurrida la sentencia ante el Tribunal Supremo era jurídicamente un preso preventivo. Segovia estaba considerada como prisión cerrada de tratamiento severo, lo que significaba que allí llevaban a los presos políticos más «peligrosos» junto a algunos comunes que hacían los servicios que no nos permitían hacer a nosotros. Escribo a Josefina y familia:

De mis impresiones sobre la cárcel, las primeras son francamente negativas. Como prisión es peor que Carabanchel, más vieja. Estoy en período, en una celda en la que hace un frío extremo y en la que enfermaría de continuar más días.

¿Os acordáis de Cháteau d’If, en Marsella, que visitamos cuando fuimos a ver a Jean? [Castillo de If está situado en la Isla de If, donde estuvo recluido el gran escritor francés Alejandro Dumas: Jean es mi cuñado, hermano de Josefina, que vive en Marsella]. La prisión de Segovia no está cavada en la roca, cierto, pero el espíritu que animó a los constructores es el mismo, aunque aquí varios siglos más tarde: muros de un metro, bóveda de cielo raso, una ventana de unos 50 x 20 el cristal, del piso no hablemos, del servicio, dejémoslo, etc., etc. El sol no entra jamás.

Las dificultades de la familia para poder llegar hasta Segovia, como cualquiera puede imaginarse, aumentaron enormemente y no tuvieron otro remedio que espaciar más las visitas. Podían traer mucha menos comida y solo cuando algún amigo las traía en coche venían más cargadas. En el tren era verdaderamente difícil. Muchos compañeros y abogados se ofrecieron a llevarlas en sus vehículos hasta Segovia y a la mayoría de ellos hay que agradecerles su solidaridad. Cristina Areilza, la hija del conde de Motrico, llevó a Segovia por última vez a mi familia, como lo hizo casi todos los domingos durante el tiempo que estuve en aquella prisión. Fue una gran amiga nuestra que además colaboraba con las Mujeres Democráticas en la búsqueda de ayuda para los presos políticos. Pero también hubo otros que en el último momento se asustaban y renunciaban a llevarlas, incluso cuando ya habían quedado citados. Josefina y Carmen, la mujer de Víctor Díez Cardiel, podrían contar cómo en alguna ocasión tuvieron que andar desde la estación de Segovia hasta la cárcel cargando los cubos y bolsas, porque las habían dejado plantadas. El miedo a ser señaladas por el régimen hizo que algunas personas se echaran para atrás en cosas como llevar en coche a las familias hasta las puertas de la cárcel. Sin duda es un camino que hemos recorrido arropados por la solidaridad, pero en algunas ocasiones, las menos, tuvimos que llevar nosotros solos buena parte de la carga. De eso saben bastante las mujeres de los presos políticos.

En este penal estábamos poco más de cien y nos tenían divididos en tres galerías, absolutamente separados. Esta separación correspondía a las mismas orientaciones que la dictadura había dado para aislar a los que ellos consideraban dirigentes de otros que lo eran menos. Y así había galerías de muy peligrosos y de menos peligrosos, todo ello dentro de un penal catalogado como duro. Eso correspondía a una táctica de combatir las ideas con la represión y el aislamiento, algo que constantemente se ha intentado hacer con los presos políticos, lo que siempre fue un error porque no se pueden encarcelar las ideas.

Cada galería tenía su propio patio, y al que yo salía no medía más de once metros de ancho por unos veinte de largo. Mi celda estaba en el primer piso de la primera galería, y desde mi ventana no se veían más que los propios muros de la prisión y los tejados de algunas casas. En aquella cárcel, como siempre, organicé mi tiempo de forma rigurosa, desde la gimnasia por las mañanas, la lectura de los periódicos, el estudio, las charlas y los debates y, luego en los ratos de ocio, los largos paseos por la galería conversando con los compañeros sobre cómo evolucionaba la situación política.

El 11 de junio llegué de nuevo a Carabanchel procedente del penal de Segovia pues el Tribunal Supremo aceptó mi recurso y en una resolución señaló que mi traslado a Segovia, como en 1968 el de Soria, fue ilegal. Otra vez me llevaron a la sexta galería aislado del grueso de los presos político-sociales que estaban en la tercera.

La crisis de la dictadura, que siempre se manifestó de una forma u otra, en 1970 era ya algo evidente, incluso para muchos sectores del propio régimen. La inflación se disparaba a pesar de que, apenas tres años atrás, habíamos vivido una devaluación de la peseta y el consiguiente bloqueo de rentas y salarios. En muchos empresarios catalanes cundía el desaliento, como manifestaban algunos diarios, porque las medidas estabilizadoras no habían conseguido su objetivo mientras que, por otro lado, las importaciones del exterior, especialmente del Mercado Común, crecían en perjuicio de los productos españoles. Muchos empresarios creyeron que teniendo sometidos a los trabajadores, congelando los salarios, manteniendo sus propios mercados aislados del exterior, podrían hacer el gran negocio sin problemas. El mundo competitivo de los países del entorno no permitió en modo alguno ese aislamiento. La solución no estaba en esa dirección sino en la apertura hacia áreas económicas más amplias siendo cada vez más competitivos, pero para ello era condición indispensable la democracia tanto en el terreno económico como en el político y social.

Verdaderamente curioso resultaba leer los periódicos de aquel momento, en los que por un lado se negaba la información de muchas de las acciones de los trabajadores pero por otro se podían leer declaraciones del entonces delegado nacional de sindicatos, nombrado a dedo por el Gobierno, José Solís, ex ministro, que decía: «La Organización Sindical suspenderá ipso facto todos los convenios en los que exista coacción. El empresario no puede negociar», decía con toda desfachatez, «bajo la coacción, y por tal puede entenderse cuando unos obreros se sientan en la mesa de negociaciones y los restantes lo hacen en la explanada de la fábrica».

Lo cierto es que en las negociaciones de los convenios el número de huelgas se incrementó sensiblemente y había algunos editoriales de diarios como el Ya, controlado por la Iglesia, que hablaban de regular la huelga porque era un hecho evidente que se producía. Sin embargo, Solís desde el diario Arriba decía lo contrario: «El empresario no puede adoptar la postura cómoda de hacer trampas a la política económica del Gobierno porque en algunos medios empresariales se piensa que es preferible dar un cuatro por ciento más a los obreros (por encima de los topes aconsejados por el Gobierno) y ahorrarse quince días de huelga». Cualquiera podría pensar que eran ellos y no los obreros los que estaban en la cárcel por no disponer de las más elementales libertades sindicales.

En los años que he vivido en la prisión no he conocido a ningún empresario preso por defender las libertades democráticas. Sí supe de algunos que llegaron a la cárcel por motivos de estafas, la de Matesa o Nueva Esperanza, de muchos miles de millones, y había que ver lo bien que vivían en Carabanchel y cómo llegaban a tener criados que les atendían, cómo su comida venía servida, todos los días, por los mejores restaurantes de la ciudad. Sin duda también hubo otros, más bien modestos, que fueron partidarios de un sistema democrático, pero no pasaron por la cárcel. Aunque al final de la dictadura algunos medios reflejaban que había algunos que preferían ir a la cárcel unos días antes que pagar una multa, con la intención quizá de buscarse un curriculum democrático.

En el país se había levantado un clamor por la amnistía general. Nosotros siempre hemos incluido en nuestras «tablas reivindicativas» la exigencia de las libertades democráticas y de la amnistía general para los presos y exiliados políticos. Era esta una condición necesaria para alcanzar la reconciliación nacional de todos los españoles divididos tras la contienda civil. La VI Coordinadora General de CCOO celebrada en agosto publicó un llamamiento en el que anunciaba una acción general contra la represión y por la amnistía. Cientos de pintadas en las calles simbolizaron con una «A» esa reivindicación. Por su parte, el régimen pretendía ocultar la existencia de los presos políticos y sindicales. Oficialmente no había más de ciento veinticuatro cuando, en realidad, sabíamos que solo en Carabanchel se superaba esa cantidad y además había presos políticos diseminados en otras veinte cárceles. En 1970 este clamor por la amnistía se extendió a muchos sectores sociales, siempre partiendo de la presión de los trabajadores y de los propios presos políticos, con sus acciones dentro de la prisión, y de sus mujeres con los encierros en las iglesias. A ello se sumaron colegios profesionales, intelectuales destacados, sectores de la derecha y algunos monárquicos, y, sobre todo, los colegios de abogados.

Sin duda los abogados, por su vinculación constante con los presos —ellos eran el principal soporte de nuestra batalla legal— fueron asumiendo la necesidad de los cambios democráticos. El IV Congreso Nacional de la Abogacía Española celebrado en el mes de junio en León marcó un punto de inflexión en la lucha por la amnistía. Allí, en representación de los presos políticos y sindicales, asistieron las mujeres, entre ellas Josefina. Ya antes algunos colegios provinciales habían solicitado, de una u otra forma, indultos, amnistías, incluso las libertades democráticas, pero en León las cosas quedaron más claras e incluso la dictadura, el Gobierno de Franco, abrió expedientes e impuso numerosas sanciones a los participantes.

Los abogados amigos de Barcelona me comunicaron que el 21 de noviembre se había celebrado una asamblea del Colegio de Abogados de dicha capital en la que aprobaron casi por unanimidad los siguientes puntos:

1. Solicitar del Gobierno, a través del ministro de Justicia, la amnistía de todos los presos políticos o sociales.

2. Solicitar del Gobierno, a través del ministro de Justicia, la supresión del Tribunal de Orden Público y la disposición de que todas las actuaciones se pasen a la jurisdicción ordinaria.

3. Solicitar del Gobierno, a través del ministro de Justicia, que conceda la libertad a todos los condenados por el Tribunal de Orden Público y a todas aquellas personas que se hallen procesadas por causas políticas o sociales.

Huelga decir que esto reforzaba nuestra moral y hasta hubo brindis por los abogados y por la libertad. También nuestras compañeras e hijos enviaron al vicepresidente Carrero y al ministro de Justicia peticiones en este sentido, el 22 de octubre y 2 de diciembre. Es un documento que merece la pena recordar porque resume la situación de los presos en aquellos días.

A la Presidencia del Gobierno español

Excmo. Señor Vicepresidente:

Las esposas, madres y familiares de los presos político-sociales ante el silencio a nuestras humanas demandas en favor de una AMNISTÍA para los presos y exiliados políticos que más de una vez hemos elevado al Gobierno español y a casi todos los organismos oficiales y eclesiásticos del país, hoy nuevamente nos vemos en el deber de dirigirnos a V.E. para recabar una AMNISTÍA GENERAL.

Como bien se ha expuesto en el IV Congreso Nacional de la Abogacía Española, reunido en León el pasado mes de junio, la AMNISTÍA ha rebasado ya los límites puramente jurídicos para convertirse en un clamor nacional […]. Hoy los presos político-sociales no solamente se encuentran diseminados en treinta prisiones del país sino que dentro de la misma prisión están separados en galerías, lo cual les impide hacer una vida en común. Hoy debemos constatar que esta situación deja mucho que desear con respecto a años y épocas anteriores.

Hay algunos problemas sobre los cuales desearíamos poner especial atención. Se trata, primeramente, que desde hace seis años a los presos político-sociales se les viene denegando sistemáticamente la libertad condicional, lo que supone una violación del propio Código Penal. La reclusión de un penado impuesta por los tribunales termina en el momento en el que el preso ha cumplido las tres cuartas partes de la condena. Pues bien, todos los presos político-sociales están sometidos a la «no aplicación» de este derecho debidamente tipificado, lo cual representa, en definitiva, el cumplimiento de una condena suplementaria. Sin embargo, mientras a los presos político-sociales se les niega este derecho, sabemos a través de prensa, televisión, etcétera, que en casi todos los Consejos de Ministros este derecho se concede a los presos por delitos comunes. Otro de los derechos de que se ven privados la mayoría de los presos político-sociales es el de la redención de penas por el trabajo, lo que constituye otra extorsión de la ley.

Ante estas arbitrariedades, en varias ocasiones los presos político-sociales se vieron obligados, como último recurso, en defensa de sus derechos pisoteados, a realizar determinadas acciones de protesta en las distintas prisiones (plantes, huelgas de hambre, sentadas, marchas lentas en el patio, minutos de silencio, etcétera) que como consecuencia han traído represalias, sanciones que no pocas veces afectan a la salud de los reclusos. Así podemos constatar el gran número de enfermos que hay en las distintas prisiones. Entre los casos más graves podemos citar a Arantza Arruti, enferma de gravedad en el hospital psiquiátrico penitenciario de Carabanchel; el de los mineros asturianos Celestino González Fernández y Aurelio González; el de Narciso Julián, Miguel Pineda, Miguel Padial y otros. No quisiéramos pasar de largo sin hablar de las condiciones inhumanas en que se encuentran los reclusos del penal de Santa María, entre los que se encuentran los presos políticos José Beguiristain Aranzasti, Andoni Arrizabalaga, Miguel Inglés, Floreal Rodríguez y Jesús Redondo Abuín. En este penal se encuentran los presos por delitos comunes más peligrosos, multireincidentes e inadaptados.

El régimen allí es severísimo, se efectúan castigos muy duros, palizas atándolos de pies y manos. Sabemos que cuando el preso político Jesús Redondo Abuín elevó una instancia al señor director del penal como consecuencia de la muerte por malos tratos de un preso común, el señor director rompió dicha instancia y lo envió a celdas de castigo. Creemos que es un problema de urgente solución y que se deben tomar medidas para que cesen esos tratos inhumanos y esos cinco presos políticos sean trasladados a otra prisión más adecuada. También está entre los múltiples problemas el de Soria y Ocaña. En este último penal a los jóvenes reclusos por delitos políticos se les tiene veinte horas del día encerrados en sus celdas y por solo acompañante las ratas, del tamaño de un gato, que se pasean libremente por ellas. En una palabra, hoy los presos políticos son víctimas de discriminación tras discriminación. ¿El motivo? El deseo de doblegarles a que renuncien a sus ideales. Pero, por encima de todo, está la dignidad de estos hombres que ni el aislamiento, ni las discriminaciones, ni los largos años de cautiverio, pueden hacerles cambiar, ya que son conscientes de que no han cometido delito alguno en contra de su pueblo; de lo único que se les puede acusar es de querer expresarse libremente, de la necesidad de unas libertades democráticas como son: libertad de expresión, reunión, asociación, etcétera, libertades que en los países más civilizados no constituyen delito alguno.

Por eso el otorgamiento de una AMNISTÍA GENERAL para los presos y exiliados supondría poner fin a todas las secuelas legales, económicas (problema de los mutilados de la República) y morales que aún subsisten para miles de españoles como consecuencia de su participación en la Guerra Civil o en actividades políticas después de ella. La AMNISTÍA permitiría la plena incorporación a la vida nacional de muchos españoles eminentes exiliados, entre los que se encuentran destacadas figuras de la cultura y de la ciencia como Pablo Casals, Rafael Alberti, Planelles, etcétera, que desearían volver a su patria pero sin temor a ser marcados o privados de trabajo por sus antecedentes políticos.

Existen, por desdicha, otros problemas de urgente solución como son: 1. La suspensión de los Tribunales de Orden Público y su sustitución por un tribunal ordinario. 2. La suspensión de los Tribunales Militares Especiales y Consejos de Guerra. Sabemos que próximamente, en el mes de noviembre, va a sentarse en el banquillo de los acusados a quince vascos para los cuales se pide la cifra monstruosa de 752 años de prisión (entre ellos hay dos mujeres que suman 69 años de prisión) y, por si esto fuera poco, seis penas de muerte. Estos seis hombres todavía están vivos y nuestro deber de españoles y de seres humanos es impedir por todos los medios que se cometa ese crimen. Nosotros desde este escrito decimos: ¡No a la pena de muerte! 3. La abolición de la pena de muerte.

En espera de que nuestra petición de una AMNISTÍA GENERAL será concedida, le saludan atentamente las esposas, madres y familiares de los presos político-sociales.

Madrid, a 22 de octubre de 1970.

A finales de abril el ministro de Asuntos Exteriores de la República Federal Alemana, señor Scheel, visitó España. Scheel se entrevistó, en un desayuno en la embajada alemana, con Ruiz-Giménez, José María de Areilza, Enrique Tierno Galván y Joaquín Satrústegui. No quiso, sin embargo, recibir a las familias de los presos políticos. De aquella entrevista salió el compromiso de que aquellas cuatro personas le enviaran un memorándum, a través de la valija diplomática, que recogiera los datos más importantes de la situación española. Desde los órganos oficiales del Gobierno, los participantes en aquel encuentro fueron acusados de alta traición. Sin duda, aquella reunión demostró de nuevo que sin cambios políticos, la incorporación a Europa era imposible. Ahora bien, la cuestión estaba en qué cambios y quiénes iban a ser los protagonistas. ¿Triunfaría el continuismo, el aperturismo, o por el contrario la democracia podría llegar a ser plena? La Monarquía, de nuevo instaurada con don Juan Carlos como sucesor de Franco, ¿significaría la continuidad del franquismo sin Franco? Sin duda cada sector político veía el fin del franquismo de un modo diferente. Es cierto que el país no se debatía, tampoco nosotros, entre república o monarquía, sino entre dictadura o democracia. Era necesario agrupar del lado de la democracia a todos los sectores y en ese sentido se siguió apostando.

Después del Primero de Mayo, analizamos cómo se habían desarrollado las manifestaciones convocadas. Como siempre la policía detenía días antes a la mayoría de los cuadros conocidos de Comisiones Obreras. Muchos de ellos a su vez tenían ya como norma no aparecer por casa desde quince días antes del primero de mayo. Luego les ponían en libertad o les multaban y cumplían la condena en la cárcel. Por eso en las proximidades de estas fechas, especialmente Carabanchel, la tercera galería, se llenaba de presos sindicales.

El nombramiento del teniente general Díez-Alegría como jefe del Alto Estado Mayor y el traslado a Argelia como embajador del que era gobernador militar de Madrid, después de su ascenso y alejamiento del mando de la División Acorazada, lo interpretamos dentro de la prisión como «limpiar el camino al Príncipe». Al tiempo que emprendía ese camino, la dictadura asesinó a tres trabajadores en Granada. Otra vez Granada.

Ciertos sectores de la Iglesia se despegaban del régimen, aunque con bastante lentitud. El ministro de Obras Públicas, Silva Muñoz, destacado dirigente de la Asociación Nacional de Propagandistas de Acción Católica, la rama laica de la jerarquía de la Iglesia católica española, presentó su dimisión o, no se sabe, fue cesado. Había, como afirmaba Ruiz-Giménez en unas declaraciones al Diario de Barcelona, una carrera de «hombres puente», «terceras fuerzas» que en su apresuramiento dejaban ver claramente la inestabilidad de la situación. El comportamiento de la jerarquía de la Iglesia sin embargo fue zigzagueante, siempre daba una de cal y otra de arena. La Conferencia Episcopal, reunida en julio, no dio el paso adelante que se esperaba.

A la prisión de Segovia fueron trasladados los compañeros que en Soria hicieron la huelga de hambre en la Navidad de 1968, semanas después de que a mí me llevaran de nuevo a la cárcel de Carabanchel. A uno de ellos, Capote, cuando le trasladaron a Segovia no le dieron la alimentación metódica que después de un largo ayuno debe empezar por caldos, leche y luego con purés. Le dieron directamente lentejas, y debido a que tenía una úlcera de estómago, empezó a sangrarle; tardaron en llevarle al hospital de Segovia y allí murió. Denunciamos el hecho y pedimos responsabilidades, pero la respuesta fue siempre la misma, «no procede».

A los nuevos reclusos de Segovia procedentes de Soria, no tardaron en separarles y aislarles en tres galerías; hicieron una selección no por años de condena, sino por el grado de firmeza en sus ideas y también por su preparación política. Así crearon tres divisiones para los que habían estado juntos en Soria. De eso se encargaron el director y uno de los jefes de servicio, ambos ultrafascistas. En marzo, cuando llegué desde Carabanchel, me encontré con un cierto malestar entre algunos camaradas que se negaban a aceptar pasivamente esta situación. Por supuesto, aunque me faltaba poco más de un año para cumplir si me aplicaban la redención, y la mía era ya una de las condenas más bajas, me pasaron a la primera galería donde tenían a los más responsables políticamente y a los que «más» vigilaban.

En aquella galería de «peligrosos» estaba Jesús Redondo Abuín, un compañero extraordinario que nació en Galicia, después fue minero en Asturias y luego soldado en el Sahara, y que cuando se licenció se quedó a vivir en Las Palmas de Gran Canaria. Allí, mientras celebraban una reunión de una comisión obrera, fue detenido y duramente golpeado por los guardias en la playa de Sardina del Norte. Junto con los hermanos Gallardo y otros compañeros fueron juzgados por un tribunal militar y condenados a altas penas.

Abuín, Tony Gallardo, el conocido escultor, y todo el expediente canario proponían aumentar la presión y llegar a una huelga de hambre si era necesario, para que nos reunieran a todos. La cárcel era pequeña y nos cruzábamos con facilidad, al ir a oficinas o a las «comunicaciones»; por otra parte, cuando venían los abogados sacaban juntos a las «comunicaciones» a varios de diferentes galerías y de esa forma coordinábamos las posiciones del resto de los presos. Luis Antonio Gil era el camarada que más defendía la pasividad del preso en la cárcel. Había sido detenido junto con Sandoval, Víctor Díez Cardiel y Jesús Martínez y era un antiguo estudiante de Derecho que no terminó sus estudios, ni siquiera aprovechando la cárcel. Había vivido en Francia, y después de unos problemas familiares, volvió para incorporarse a la dirección del partido en Madrid. En el VII Congreso del PCE le eligieron miembro suplente del Comité Central y cuando salió de la cárcel abandonó su militancia. Luis Antonio era de moral baja y ya en Soria, cuando decidimos ir a la huelga de hambre, él no estuvo de acuerdo.

Su criterio era que la lucha terminaba cuando se entraba en la cárcel, allí no se podía hacer otra cosa que estudiar, y lógicamente por eso tuvimos fuertes discusiones. Julián Ariza, que también se encontraba en la primera galería con nosotros y al que le quedaba poco más de un año para salir en libertad, participaba del criterio de Luis Antonio Gil. A Julián le habían trasladado a Segovia después de la huelga de hambre que hicimos en Soria nosotros, y él en Madrid. Él estaba entonces en Carabanchel y quedó, pienso yo, desmoralizado por los resultados negativos, sobre todo porque pensaba que se conseguirían las reivindicaciones que pedíamos, a nivel general, todos los presos políticos. A Segovia llegó con esa idea de que la lucha dentro de la prisión era inútil y que no se podía conseguir nada, una idea que coincidió plenamente con las tendencias a la pasividad de Luis Antonio Gil. Cuando en Carabanchel, antes de iniciar la huelga de hambre, Julián, Arce y otros compañeros hicieron una prueba y estuvieron dos días sin comer, reflejaron inseguridad no ya en su estado físico sino en las ideas, lo que vino a desvelarse en los debates y duras tensiones que vivimos en Segovia. Lo cierto es que Julián dio su apoyo a las tesis mantenidas por Luis Antonio.

En las reuniones del partido discutimos crudamente, más aún cuando conocimos que se llevaban castigado al compañero Jesús Redondo Abuín al penal del Puerto de Santa María, uno de los centros más duros del país. Allí enfermó, pero a pesar de las duras condiciones, se puso a estudiar y logró aprobar todo el bachillerato. Las tensiones entre los partidarios y los contrarios a la huelga que proponía Abuín se agravaron, las reuniones y polémicas duraron varios meses y, en un momento dado, la dirección de la célula del PCE en la galería y estos camaradas propusieron a la dirección del partido en la calle mi expulsión del PCE. Yo era miembro del Comité Central, elegido en 1965 en el VII Congreso, y la dirección en la calle no aceptó mi expulsión, aunque apoyaron a estos compañeros. No hubo ninguna sanción política contra mí, ni contra los camaradas que sostenían idénticas posiciones, especialmente los del expediente de Canarias y otros, pero sin embargo apoyaron las tesis de la pasividad.

Julián salió en libertad en noviembre de 1971, fue readmitido en Perkins en el mismo puesto de delineante y los compañeros le hicieron una acogida cordial. Tardó más de tres años y medio en recuperar la militancia en el PCE y en CCOO, que abandonó al salir de la cárcel de Segovia. Después se incorporaría al trabajo de Comisiones Obreras y luego, en la transición, a su dirección, en la calle de Batalla del Salado, donde puso de nuevo su capacidad y esfuerzo al servicio de nuestro pueblo.

Fue el propio partido el que paralizó en algunos lugares las luchas de los presos políticos en la cárcel cometiendo con ello varios errores. Era cierto que algunos veíamos cómo, al perder la posibilidad de redimir, se prolongaba nuestro encarcelamiento, pero no era menos cierto que nuestro ejemplo era bandera y acicate para otros en la calle. El clamor por la amnistía no era casual porque durante todo el año 1969 estuvimos luchando y peleando, denuncia a denuncia, plante a plante, hasta las huelgas de hambre, para que todos los sectores de la sociedad española reconocieran la gran arbitrariedad que cometía el régimen con los presos políticos. Franco y su Gobierno se empeñaban en ocultarnos ante la opinión pública nacional e internacional y nosotros con nuestra lucha se lo impedíamos. Por ello frenar las acciones en la cárcel fue un error, pero además también por otra razón. Si los hombres encarcelados permanecían pasivos, otros problemas, generados por aquella difícil situación, se adueñaban de ellos. En algunos casos, la parálisis les afectaba de tal forma que corrían el riesgo de que, en lugar de salir a la calle fortalecidos en sus ideas, ocurriera todo lo contrario. ¿Qué ejemplo era aquel de quienes después de teorizar la no-lucha en la cárcel porque lo fundamental estaba en la calle, cuando llegaba la libertad abandonaban el partido y la lucha como lo hicieron Luis Antonio Gil y, en parte, el propio Julián Ariza? Muchos compañeros han comentado la desilusión que sufrieron al comprobar que Julián no se reincorporó a la lucha sindical tras su libertad. Humanamente se puede comprender todo, incluso disculpar, máxime cuando hay grandes dificultades familiares. En el caso de Julián, su esposa Pilar había sufrido un grave accidente de automóvil, del que tardó mucho tiempo en recuperarse. Pero como ya en alguna ocasión he referido, los hombres se miden a sí mismos precisamente cuando tienen grandes dificultades. Eso no quiere decir que yo solo valore a los que son capaces de salir indemnes de esas dificultades. Nada más lejos de mi forma de ver las cosas, cada uno debe dar de sí lo que pueda dar; pero los que hemos asumido responsabilidades, y más en aquellos momentos, tenemos que ser conscientes del papel que jugamos. ¿Qué se hubiera pensado de Camacho o de los diez del 1001, si al salir de prisión hubiéramos desaparecido? Y, sobre todo, ¿qué se hubiera pensado de las organizaciones que encabezábamos? Esa pregunta no se la plantearon en la dirección del partido cuando apoyaron las tesis de Luis Antonio y de Julián.

Sin duda aquellas discrepancias que surgieron allí no fueron casuales. No creo que la petición de expulsión que plantearon desde el comité de Segovia tuviera más trascendencia que la propia negativa que dieron en el comité provincial de Madrid. Sin embargo la dirección, en la que se encontraba Santiago Carrillo y otros camaradas, yo estoy seguro de que no fue ajena a lo que se debatía en Segovia. Y aunque habría que matizar mucho para llegar a comprender ambas posiciones, sí se puede decir que, en el aparato del partido, estaba extendida la idea de que la cárcel no era un lugar de lucha sino de estudio, de espera, «del que había que salir cuanto antes porque lo decisivo estaba en la calle». Se estimulaba la pasividad.

Muchas personas que me conocen, o que convivieron conmigo en las cárceles, saben que nunca di un respiro a mi lucha contra la dictadura, todo ello sin dejar de estudiar jamás. Centenares de cartas, cuatro por semana, otro tanto de instancias y denuncias impidieron que se me aislara en un rincón de la cárcel. Impidieron también, ante la OIT, ante la ONU, ante todos aquellos que podían prestar una ayuda a los demócratas españoles, que se dejara de hablar de la situación de los presos políticos españoles. Ni mucho menos fui el único, ni siquiera el primero, en mantener esa actitud; muchos compañeros estábamos convencidos de esa misma idea. En aquellos debates de Segovia se apuntaron otras diferencias que, más adelante, se pudieron apreciar con mayor claridad. Los hombres del PCE que trabajábamos en los movimientos de masas, como Comisiones Obreras, teníamos comportamientos diferentes a los de aquellos cuya experiencia se limitaba al propio aparato del partido y, en ese momento, a la clandestinidad. Sin duda de esa experiencia diferente nació una nueva forma de ver las cosas. En los movimientos de masas el pluralismo y la diversidad es algo habitual y necesario, sin embargo en las estructuras del partido, por su origen y por la dura represión, lo habitual y necesario era un super centralismo a veces burocrático. En condiciones de clandestinidad el peso de la dirección era aún mayor y las posibilidades de practicar la democracia interna muy escasas. Eran condiciones que aceptábamos porque en aquellas circunstancias no había otra posibilidad; operar de otra forma hubiera significado suicidarse políticamente. Pero también hay que decir que en esas condiciones hubo camaradas que con mucha facilidad tiraban de la solicitud de expulsión para resolver los problemas y las divergencias, y buen ejemplo de ello fue que propusieran mi expulsión algunos de ellos. Aunque el partido había rechazado ya esa línea, especialmente después de condenar la invasión de Checoslovaquia y del enfrentamiento de Dolores Ibarruri con la dirección del PCUS, la sombra del estalinismo aún planeaba en la mentalidad de muchos camaradas.

Mi hija Yenia se casó en el juzgado de Carabanchel y por supuesto no me dejaron asistir. Como le decía por carta, los acontecimientos familiares se sucedían y yo seguía en la cárcel:

No soy un sentimentalista de vía estrecha, vosotros me conocéis, pero no deja de ser digno de notar que no pude ver morir a mi hermana mayor, ni a mi padre; tampoco ahora podré asistir a la boda de mi hija. Los que se llenan la boca de «familia», la Oligarquía dominante, me impiden una vez más en mi vida estar junto a los míos, lo mismo en los momentos de dolor que en los de alegría… No lloriquearé, no es mi estilo; este nuevo «caso» no me hará arrodillarme ante el Muro de las Lamentaciones, será una razón suplementaria para perseverar en la misma y justa vía emprendida…

El juzgado de Carabanchel, donde se casaron, estaba rodeado de policías, solo para los amigos más cercanos y la familia. La ceremonia no duró más que el tiempo de firmar en el registro, sin ninguna otra palabra. El juez debía tener la orden de que aquello fuera lo más breve posible, pero la firma era imprescindible. Después vinieron a la cárcel porque nos habían concedido una «comunicación» especial, como era norma en estos casos. Consistía en un «vis a vis», es decir, nos dejaban estar, ante la presencia de un funcionario, juntos en el despacho del cura. Allí estuvimos una hora los padres de Jorge, mi hermana Vicenta, mi hijo Marcel, Josefina y, por supuesto, los recién casados. Sin embargo, no dejaron entrar a mi segunda madre, porque el grado de parentesco no era directo, según el director de la prisión dijo a Josefina, que protestó por aquella nueva injusticia. Ella y otros familiares tuvieron que «comunicar» de forma normal, con las rejas de por medio. Hay que vivir cada una de estas agresiones para comprender totalmente cómo, en su persecución, el régimen no se conformaba con mantenerte en la cárcel sino que incluso procuraba hacerte la vida imposible hasta en los más pequeños detalles.

El proceso de Burgos contra varios nacionalistas vascos militantes de ETA había movilizado a amplios sectores de la opinión internacional, nacional y, cómo no, a los que igualmente estábamos en las prisiones de la dictadura. Los de Carabanchel, y entre ellos los cinco que estábamos en la sexta galería, decidimos solidarizarnos con ellos y demandar que se conmutara la pena de muerte a Uriarte, Dorronsoro, Onaindía, Gorostidi, Izco de la Iglesia y Francisco Javier Serena, para los que pedían seis penas de muerte y más de quinientos años de condena. Para evitar que se les condenara a la última pena, decidimos hacer tres días de huelga de hambre, cuando se conociera el fallo. Así lo hicimos y, como de costumbre, nos impusieron la sanción de veinte días de aislamiento en celdas, incomunicación, y de seis meses a un año sin redención.

De nuevo pasé las Navidades aislado y castigado, esta vez en la prisión de Carabanchel, aunque en enero volvieron a trasladarme al penal de Segovia. Fue por aquellos días cuando Amnistía Internacional, según informó a Josefina desde Exeter (Inglaterra) Beryl Jiggens, uno de los responsables de esa organización, me incluyó entre los quinientos sindicalistas encarcelados en el mundo. Fue una campaña internacional contra la represión de las libertades sindicales y enviaron numerosas tarjetas al Ministerio de Justicia pidiendo nuestra liberación. Este profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Exeter y varios miembros de Amnistía Internacional de Hamburgo escribieron a Josefina comunicándole su intención de venir a España para visitarme en la cárcel. El Ministerio de Justicia nunca autorizó esa visita a pesar de las presiones internacionales.

El 15 de enero, la «Dirección General de Prisiones, Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas por el Trabajo» denegó una vez más la propuesta de la Junta de Régimen de Carabanchel para que se me concediera la redención. Desde Segovia dirigí entonces una de las centenares de instancias al fiscal del Tribunal Supremo y otra a la Dirección General de Prisiones. Eran instancias con aquello de «Excelentísimo Señor, el que abajo suscribe, se dirige a usted con el fin de EXPONER»… El «SUPLICA», que nosotros cambiamos por «SOLICITA», y lo de «Dios guarde a usted muchos años», que nosotros dejamos en un «atentamente»:

Ilmo. Sr.:

Marcelino Camacho Abad, encarcelado desde el 1 de marzo de 1967, y según se decía en el auto del TOP, «mientras dure el actual estado latente de anormalidad», después condenado por actividades que en otros países serían consideradas como legítimas actividades sindicales de conformidad con los principios de la OIT (apartado número 1151 de la resolución aceptada en la 177 reunión del Consejo de Administración de la OIT), se dirige a V.I. con el fin de EXPONER y dar solución a las dos cuestiones importantes siguientes: primero la de su situación penal como consecuencia de lo que cree actividad de una Sección de Tratamiento y, segunda, la respuesta de la Junta de Régimen a través de su presidente, a una instancia en la que entre otras cosas solicitaba autorización para dirigirse al Comité de Libertad Sindical de la OIT […]. Así por ejemplo, cuando la prisión de Carabanchel, el 1 de enero de 1971, hace una propuesta para que se me conceda la redención, se señala que no se me concede porque tengo una sanción y que «hasta que no muestre mi arrepentimiento y buena disposición para el comportamiento futuro»…

[…]Yo me pregunto y pregunto —dicho sea todo lo expuesto en esta instancia con el único fin de mi defensa—: Todo ese trato injusto, ilegal en unos casos y discriminatorio en otros, ¿es acaso el resultado de la aplicación práctica de ese tratamiento físico-psíquico en el que se incluye la separación de los presos político-sociales en diversas prisiones y, dentro de algunas, en pequeños grupos a los que se niega la redención —en la central de Segovia, solo 9 de 37 presos políticos redimen— en muchos casos primero, y la libertad condicional a todos o a casi todos después? Repito, ¿mi caso se encuentra entre esos resultados de tratamiento?

La segunda cuestión de esta instancia, a la que rogaría respuesta como a la primera, es que para tratar de los problemas anteriores y de las promesas no cumplidas que según el Grupo de la OIT se le hicieron por altas personalidades del país, se autorice a dirigirme a la Comisión de Libertad Sindical del alto organismo de trabajo internacional citado, toda vez que el Sr. Director, en respuesta a una instancia mía a la Junta de Régimen, me indicó que dicha Junta no puede autorizar la salida para Ginebra del escrito, que él podría en todo caso darle curso a esa Dirección General. Habiendo rechazado esa Dirección General otro que dirigí a la misma instancia internacional de la ONU en 1968, es por lo que SOLICITA de V.I. la autorización para dirigirme a la organización especializada de las Naciones Unidas, tantas veces citada, y ruega se rectifiquen las medidas injustas que nos y me afectan, como señalo en la primera cuestión. Atentamente. M. Camacho. 25 de febrero de 1971.

Como se puede deducir por esta instancia, teníamos no solo censuradas las cartas que nos llegaban, que incluso retenían y hacían desaparecer, sino que además no podíamos escribir a quien quisiéramos y nos denegaban que nos dirigiéramos a organismos internacionales como la ONU o la OIT. Amnistía Internacional era para ellos subversiva.

Aquel cerco no era sino una forma más de mantenernos aislados, pero en eso siempre fracasaron porque cuando era importante dirigirse a estos organismos internacionales, no solo utilizábamos el correo sino que bien a través de funcionarios amigos o de los abogados mandábamos nuestras denuncias. El esfuerzo de tanto censor fue, en ese caso, baldío, pero a continuación intentaron bloquear nuestra correspondencia con los abogados defensores. Era un ir y venir de cartas, instancias y denuncias para no permitir que nos aislaran y al final nos conformáramos con la situación. Conmigo en ese intento fracasaron. Valga como ejemplo esta carta a Joaquín Ruiz-Giménez que fue interceptada y retenida por la dirección de la prisión. Fijándonos en el contenido vemos hasta qué punto unas palabras que no eran más que agradecimientos bastaban para que no llegara a su destino.

[…] Quiero agradecer su atención al desplazarse en estos crudos días de invierno a Segovia, como en aquel inolvidable 31 de diciembre de 1968 lo hiciera a Soria en compañía de su esposa a quien ruego salude atentamente. Nuestra vieja amistad, que usted recordó en su visita de ayer, cimentada en aquellas reuniones del jurado de empresa de Perkins, se desarrolla y consolida en esta larga y no siempre fácil actividad por la justicia social que ambos concebimos en la libertad y en la defensa de la dignidad humana. Le ruego salude a todos sus colaboradores, a nuestros amigos comunes y, en particular, a sus compañeros juristas señores Torres Ortiz y Díez. Optimista como siempre le envía un cordial abrazo, junto con su sincera amistad. M. Camacho.

Además, en la misma carta le decía que me habían rechazado su correspondencia aun siendo él mi defensor en varios asuntos. Joaquín Ruiz-Giménez me respondió a vuelta de correo, a su regreso de un viaje a la Santa Sede.

Mi querido amigo: coincidiendo con mi regreso de Roma, donde he participado en el Consejo de Seglares de la Santa Sede, me llega su amable carta del 26 de los corrientes, en la que me transcribe otra del día 8 del mismo mes, y un escrito del Ministerio de Justicia, Dirección General de Instituciones Penitenciarias, fechado el día 23. Agradezco, ante todo, los términos tan generosos de su carta personal y le reitero el favorabilísimo recuerdo que conservo de Vd. y de otros hombres de su mismo temple moral, a quienes conocí en el jurado de empresa de Perkins Hispania, S.A. Fue aquella una experiencia que, con otras posteriores, como la de Maquinista Terrestre y Marítima, de Barcelona, han dejado una huella indeleble en mi espíritu.

Lo que sinceramente lamento —con el debido respeto, pero también con sinceridad— es que la Dirección General de Instituciones Penitenciarias no haya permitido que llegara a mis manos la documentación que me haga posible cumplir el deber de asesoramiento y defensa del recurso de alzada que presentó Vd. el día 1 de febrero del presente año, ni las demás actuaciones de tipo jurídico que me ha confiado.

El derecho de toda persona acusada, haya sido o no objeto de condena, a ser asistida por un letrado de libre elección, es un derecho consagrado en la declaración de las Naciones Unidas de 1948 y en todos los pactos de la misma organización de 16 de diciembre de 1966, que fueron votados favorablemente por España. Pero es, además, una exigencia tutelada por el Principio II de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento de mayo de 1958, en cuanto dicha norma establece (bajo la pena de nulidad radical regulada en el artículo tercero de la misma ley) que el Ordenamiento jurídico español ha de inspirarse en la doctrina de la Iglesia, y esta doctrina, como Vd. sabe, tanto en la Encíclica Pacem in terris de S.S. Juan XXIII, como en la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, determina ese derecho a la defensa que tiene todo inculpado.

Hay que considerar, por consiguiente, que el artículo 87 del Reglamento de Prisiones, si se le interpreta en el sentido de que un penado no puede designar, con todas las consecuencias que ello implica, a un abogado para que le defienda en sus asuntos privados o en sus relaciones con la Administración Pública, entraña una violación legal, incluso, de las normas fundamentales o constitucionales del Estado. En virtud de todo ello, elevaré el oportuno escrito al decano del Colegio de Abogados de Madrid, para que en tal carácter, o como presidente del Consejo General de la Abogacía, adopte las previsiones oportunas cerca del Ministerio de Justicia.

Del resultado de mis gestiones le tendré a Vd. al corriente. Como me será imposible ir a visitarle en las próximas fiestas, porque he de realizar un viaje por Alemania y Bélgica, dejaré, provisionalmente, encargado de todo lo relativo a este asunto a mi compañero D. Leopoldo Torres Boursault.

Con un saludo afectuoso para José Antonio Gil López, le abraza su buen amigo, Joaquín Ruiz-Giménez.

Se deduce por toda la batalla legal que llevé adelante que los abogados amigos que he tenido han sido muchos. Ninguno de ellos, desde María Luisa Suárez hasta Ruiz-Giménez me cobró nunca la minuta por sus gestiones, cuando estas sin duda les ocasionaron a ellos numerosos gastos, no solo de pagos y timbres sino también por los desplazamientos y el tiempo que tuvieron que invertir en mis asuntos.

Por estas fechas Mariano Robles Romero-Robledo se encargó de llevar especialmente la batalla legal por lograr la redención de penas. Me lo comunicó en una carta del 12 de abril de 1971, que termina con:

Desde luego, me hago cargo de tu asunto y no tengo que reiterarte mi amistad; pues si siempre me honré con ella, en estos momentos difíciles para ti la mantengo incólume.

Estaba obligado a repartir el trabajo entre un numeroso grupo de abogados amigos: Dolores González Reus y Javier Sauquillo Pérez de Arce llevaban el recurso de alzada contra acuerdos de la Junta de Régimen. Hay que pensar que cualquier denuncia que prosperase o cualquier recurso no terminaban hasta que el Tribunal Supremo agotaba las vías legales.

La censura que imponían a las cartas era absolutamente arbitraria. Si se atrevían simplemente a quedarse con ellas, se puede comprender que no dudaban en tachar aquello que les parecía ofensivo. Pero no solo ofensivo contra el régimen o las autoridades carcelarias, algunas veces simplemente porque hacíamos alusión a la mala comida, y como ejemplo sirva la siguiente carta, que a Josefina le llegó tachada justo en el párrafo que aparece en mayúsculas. Lo que no sabía el censor, aunque debería habérselo imaginado, es que si quería ocultarse tras la tachadura, tenía que haber tachado también la copia que yo siempre tuve la precaución de hacer de cada una de mis cartas e instancias; copias que conservo y que hacía simplemente usando un papel carbón. Para más vergüenza del censor, en aquella carta le contaba a Josefina los problemas cardíacos que me habían aparecido y que al día siguiente de remitirla me provocaron mareos por los que estuve varias horas inconsciente.

Prisión Central de Segovia, 9 de junio de 1971 Querida familia: Nuevamente llega el miércoles y con él mi día de escribir. Ayer con motivo de observar el clásico «pito» del asma fui a la visita médica. El doctor me miró por rayos y no encontró asma si bien tenía faringitis aguda. Lo más delicado es que sin insinuarle nada observó que tenía arterioesclerosis y sobre todo una «dilatación del cayado de la aorta». Como recordaréis en el último reconocimiento que me hizo don Ángel Baeza, médico de Carabanchel, antes de venirme para Segovia, encontró también «dilatación de la aorta», que él atribuía a la edad.

El médico de aquí considera que, efectivamente, con la edad suele producirse algo de dilatación, pero que la que observa es mayor que la propia de 53 años. El cree que por el momento no es grave pero que puede serlo si no se corta ese progreso en la dilatación. Me ha prescrito lo que no debo comer, que es: conservas de pescado y de carne, ningún queso fermentado, nada de pescados azules o grasos. Nada de especias o condimentos como ajos, etcétera. Sal sí, aunque sin exagerar. Del resto de las cosas puedo comer de todo, salvo carnes grasas. Cree que lo mejor son las verduras y la fruta. Estima que serían convenientes algunos análisis, alguno parece ser que lo hará aquí.

Como medicación de momento me ha dado Antisterol y creo que mañana lo traerá. Creo que no se trata de alarmarse, aunque sí de hacer atención. De todas formas hay algo que me preocupa y es la falta de medios. YA, PARA LA COMIDA, LAS VERDURAS Y LAS FRUTAS NO LAS VEMOS NUNCA; TAMPOCO SON MUY ESPERANZADORAS LAS IMPRESIONES QUE HE SACADO CUANDO AL SR. ADMINISTRADOR —QUE COINCIDÍ CASUALMENTE— LE PLANTEE ESTA CUESTIÓN DE LA FRUTA Y LA VERDURA. Ni medicamentos adecuados, ni la posibilidad de análisis que exijan determinados medios, existen en esta. Insisto, no se trata de alarmarse, pero sin duda habrá que tener en cuenta las carencias. Bien entendido que mi moral como siempre es excelente y mi confianza en el futuro inalterable. Abrazos, Marce. Saludos a familiares, vecinos y amigos. La tensión es normal, 14 máxima, 7 mínima.

Parece que el señor administrador de la prisión, que participaba en la censura, no quería que se conocieran las malas condiciones de la comida que nos daban. Con esa tachadura intentaban ocultar solo lo referente a la carencia de fruta y verdura, pero cuando menciono al señor administrador el borrón es sensiblemente mayor. Una anécdota mirando hacia el pasado, pero que reflejaba la mentalidad de nuestros carceleros.

En la madrugada del día 10, después de escribir esta carta, tuve un mareo en la celda, que no sé lo que me duró porque me desperté cuando me abrieron la celda en el primer recuento de la mañana. Tenía un «pitido» y pensé que era algo asmático que ya había padecido en 1948. Llamaron rápidamente al médico, que entonces era un interino, recién obtenido su diploma, y que sustituía al titular. Me hizo una radioscopia porque no podía hacer radiografías. Me dijo que tenía aneurisma y que sería conveniente que me llevaran con rapidez al hospital penitenciario de Madrid. Les sugerí que autorizaran a que me viera un amigo cardiólogo, el doctor Villa Landa, y, cosa rara, en el Ministerio de Justicia, donde los trámites eran largos para conseguir una autorización por escrito para la entrada, el director general de Prisiones y el Tribunal de Orden Público hicieron las gestiones por teléfono. A las nueve horas del día siguiente vino Villa, desde Madrid, con un aparato portátil para hacerme un electrocardiograma. En su diagnóstico no aparecía nada de aneurisma, pero recomendó que se hicieran análisis más amplios y una consulta con varios doctores en Madrid. Antes de que Villa me lo explicara había consultado el diccionario sobre el «aneurisma», y era una enfermedad cardíaca calificada de «grave o muy grave». Cuando Villa me colocó aquellos electrodos para hacer el electrocardiograma, la tensión, que siempre había sido normal, me subió a 17 la máxima y 9 la mínima, no sé si de la impresión o del frío que hacía en aquella enfermería. No tenía calefacción porque quedaba reservada para los despachos de la dirección.

Autorizado el traslado fui directamente al hospital penitenciario de Carabanchel y, después de una serie de reconocimientos, radiografías, tomografías y electrocardiogramas, el 3 de agosto autorizaron de nuevo la entrada de los doctores Villa Landa y Pedro Zarco, este último jefe del departamento de Cardiología Vascular del Hospital Clínico y profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. En el hospital penitenciario visitaron también a Horacio Fernández Inguanzo, que en ese momento también estaba aquejado de problemas cardíacos. El Paisano, como llamaban a Horacio en Asturias, era una gran persona y uno de esos hombres de larga experiencia en la lucha por la reconquista de las libertades democráticas; miembro del PCE y de su Comité Central, maestro, pasó muchos años en la cárcel, y con él coincidí, posteriormente, en el Parlamento, cuando los dos fuimos diputados en el período constituyente.

Los cardiólogos comprobaron que en las distintas observaciones aparecieron: «porra aórtica prominente», «ligeras calcificaciones en lóbulo», «dilatación muy prolongada» de otras vías respiratorias debido a «situación alta», que si bien consideraban estaba dentro de límites normales, recomendaban, tanto los médicos de prisiones como los especialistas Zarco y Villa Landa, que acudieron en consulta, se previniera en caso de sospechas de una patología cardiorespiratoria. Un mes antes, el 19 de julio de 1971, el oftalmólogo José Fernández Díaz señaló que convendría un control periódico porque en su observación comprobó que tenía un «estrechamiento vascular generalizado» y, antes de mi traslado a Segovia, el médico de la prisión de Carabanchel, doctor Ángel López Baeza, diagnosticó síndrome Raynand y me recomendó un vasodilatador periférico denominado Diclamina.

En razón de este diagnóstico, solicité a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias pasar en la prisión de Carabanchel los meses que me faltaban para cumplir la condena, ya que el hospital penitenciario está junto a la prisión madrileña. De ese modo, planteé, podría sin dificultad pasar los reconocimientos periódicos recomendados por los médicos. Además, en Madrid podría seguir mejor el régimen de comidas que me habían aconsejado. En Segovia difícilmente la propia prisión podría darme ese tipo de comidas, aunque últimamente me facilitaban alguna fruta y verdura. Estando en Carabanchel las comidas las preparaba Josefina, que hacía las de mi régimen y también cocinaba para otros compañeros.

Aquella solicitud fue rechazada, como casi todas las que anteriormente había realizado. De nuevo me llevaron a Segovia, avanzado el mes de agosto, y allí la dirección de la prisión me informó de que no estaba obligada a darme la Diclamina. Josefina había viajado a Toulouse, para visitar a sus padres, hermanos y sobrinos además de hacer una serie de gestiones en relación con la emigración y solidaridad con los presos políticos. Así que me era imposible encontrar la medicación. Pero después de algunas gestiones la Junta de Régimen de Segovia decidió cumplir el régimen dietético establecido por el hospital penitenciario y tratar de facilitarme la Diclamina. El director de la prisión, el señor Elena, fue trasladado de centro y le destinaron a la prisión de mujeres de Alcalá de Henares. Este hombre de corte autoritario y fascista llevo los mismos problemas que había originado en Segovia a la cárcel de mujeres de Alcalá. Con el nuevo director se normalizó la correspondencia y la Junta de Régimen nos levantó las sanciones que aún cumplíamos de la última huelga de hambre. Eso permitió que nos aplicaran un indulto que habían concedido, y mi libertad se adelantaba en el tiempo, aunque el Tribunal de Orden Público decidió aplicar ese indulto solo a la condena que me quedaba por cumplir y no a las anteriores. Se resistían a aplicar la libertad condicional porque a pesar de las limitaciones que tenía el indulto concedido, lo cierto era que si lo hubieran hecho, en la cárcel de Segovia, por ejemplo, cerca del sesenta por ciento de los presos político-sociales habrían salido en libertad. Perdimos más años con la eliminación casi total de las libertades condicionales, que los que ganamos con el indulto.

Aquel año seguía suspendido el artículo 18 del Fuero de los Españoles, y en esas circunstancias se planteaban realizar elecciones sindicales con la nueva ley. Lo difícil era presentarse, como pretendía el secretario general de la Organización Sindical, señor Martín Villa, ante el movimiento sindical internacional y ante la OIT con una mínima credibilidad cuando mantenían centenares de presos sindicales, con la suspensión del artículo 18 y sin habeas corpus. Los presos seguíamos siendo un grave obstáculo para la imagen de la dictadura en el exterior: los «aperturistas» difícilmente podían vender su cara liberal con una carga tan pesada. Por eso trataban de ocultarnos e impedir que nuestras acciones o nuestra correspondencia llegara a la calle o a los organismos internacionales.

Los hombres del régimen no podían eludir las «tensiones» que existían en la calle, a las que hacía referencia Emilio Romero el 12 de enero de 1971 en un mitin con motivo del Día de la Falange en Ávila, donde afirmó:

Para mejorar el estado general del país hacia un futuro más esperanzador deben ceder estas cinco tensiones: la de ciertos sectores obreros que se muestran recelosos con las estructuras políticas, económicas y sindicales del país; la de la Universidad, reduciendo las actividades de unas minorías activas politizadas, sin horizontes; la de los intelectuales atenuando su marginación e incorporándose a una conciencia política nueva y de país ascendente en lugar de añorar la vieja estructura mental del sistema liberal o añorando el totalitarismo socialista; la de la Iglesia evitando llevar el apostolado a una colisión con las formas políticas y siendo más tranquilizante que excitante; y reduciéndose el encono actual de las familias políticas del régimen a sus límites normales de opiniones y de diversidad de personalidades.

En octubre la Guardia Civil mató en Madrid a nuestro compañero Pedro Patiño mientras repartía propaganda de CCOO sobre la huelga y las reivindicaciones de la Construcción. También murió, por la intervención de la policía contra la huelga de Seat en la zona franca de Barcelona, el compañero de la empresa Antonio Ruiz Villalba Estos crímenes, como los sucedidos en Granada, siempre afectaron duramente a los presos en la cárcel.

Resulta sorprendente ver cómo a algunas personas les resulta difícil pronunciar la palabra «dictadura» y la sustituyen por «el régimen anterior». El régimen anterior fue una negra dictadura que mató y encarceló a muchos hombres y no hay por qué olvidarlo ni eludirlo, sino todo lo contrario, hay que tenerlo presente para evitar que se repita.

De nuevo me trasladaron a Carabanchel, a la sexta galería, donde seguíamos aislados del grueso de los presos políticos que estaban en la tercera. La correspondencia comenzó a normalizarse y me llegaban ya cartas de Inglaterra y otros países, de personas y organizaciones interesadas por mi situación. Me autorizaron a contestar aquella correspondencia. También a los compañeros de Perkins y a varias cartas firmadas por el jurado de empresa y por centenares de compañeros: una por cada taller, servicio, oficina de tiempos, del padre José María Llanos, llena de amistad, de Enrique Tierno Galván, de los abogados Antonio Rato y Manuel López, de Moreno Galván, el que fue crítico de arte, y de tantos otros. También pudimos escribirnos entre presos políticos y recibí cartas de Tony y José Luis Gallardo, que entonces estaban en la prisión de Tenerife, así como de sus compañeras Mena y Mela; de Sandoval, Víctor Díez Cardiel, Jesús y otros compañeros de Segovia; de María Dolores y Javier Sauquillo, de Antón Menchaca, de Antonio García Trevijano. De Gerardo Iglesias, desde Oviedo, que me decía al comenzar 1972, «pronto serás libre porque piensas como el pueblo».

En aquellas Navidades del 71, afortunadamente más esperanzadoras que las del 69 y 70 que pasé en celdas de castigo, iban a venir mis suegros, cuñados y sobrinos de Toulouse. Y justo el día 23 me comunicaron que me aplicarían la redención a partir del 17 de diciembre, no del 1 de noviembre como yo esperaba, con lo que si no surgían nuevos problemas podría salir en libertad el 9 o el 10 de marzo. Josefina despedía 1971 en una felicitación que decía:

Querido mío, estas serán las últimas fiestas de año nuevo que te felicito a través de unas rejas, pero espero que el año 1972 sea el de una verdadera paz, la que todos deseamos. Te ruego que de mi parte saludes a la sexta galería en general. Feliz año 1972 de libertad y amor. Besos Josefina.

Solo ciento cinco días después de salir a la calle me volverían a detener por el conocido Sumario 1001.

El semanario La Actualidad Española, en su número del 27 de enero de 1972, publicó una encuesta que se realizó entre comentaristas políticos y directores de los principales periódicos y revistas autorizadas en España. Se pidieron «veinticinco nombres de políticos para el futuro»; cuál no sería mi asombro al encontrar mi nombre, el de un preso político-social, entre los veinticinco. El director de Actualidad Económica respondió a su colega de La Actualidad Española diciendo: «Hay que aclarar que mi lista no es para “mañana” sino para “pasado mañana”. Espero por tanto que no se ofendan los hombres de “hoy” y de “mañana”. Creo sin embargo que la gente de “pasado mañana” no será en gran parte de los que suenan ahora…».

El 30 de enero envié una instancia al director de la prisión para que me indicara la fecha exacta de mi puesta en libertad por cumplimiento de condena, a lo que me contestaron que sería el 10 de marzo de 1972. A los suegros, cuñados y sobrinos de Francia les escribí el 1 de marzo de 1972, y entre otras cosas les dije: «Hoy, cinco años después de 1967 en que ingresé en prisión, puedo anunciaros con placer que esta será mi última carta —al menos por ahora— desde la cárcel de Carabanchel, pues saldré el día previsto».

Conservo el recorte del diario Ya del 2 de marzo de 1967, al día siguiente de entrar en la prisión de Carabanchel, en el que se dice: «Don Marcelino Camacho Abad, destacado dirigente de Comisiones Obreras, ingresó ayer en la prisión de Carabanchel. El Tribunal de Orden Público decreta la prisión “MIENTRAS NO CESE EL ACTUAL ESTADO LATENTE DE ANORMALIDAD LABORAL”». Cinco años y diez días después de esta «anormalidad laboral» salía de la cárcel. Le decía a mi familia de Francia:

Ciertamente esto es pasado, hechos y recomendaciones teóricas que hay que dar vida cambiando con la acción obrera ya que como dice nuestro gran Antonio Machado, «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Cinco años después, próximo ya a salir, ¿cómo me siento? Con vuestro poeta, asesinado por los ocupantes de la pasada guerra [me refiero a los nazis, y en cuanto al poeta, se trata de Paul Vaillant Couturier], me siento «seguro de esos mañanas que cantan»; seguro también de que en la irreversible vía que conduce a la libertad hay todavía serios obstáculos y que por ello no puede excluirse el refaire de chemin; pues bien, como vuestro poeta —el francés—, si fuera necesario reharía el camino.

Como los acontecimientos posteriores demuestran, tuve que «rehacer el camino», el camino de la cárcel, el camino de la lucha por la libertad y del honor.

Salí en libertad el 10 de marzo de 1972, además de una forma muy curiosa que reflejaba el temor de la dictadura a cualquier pequeño movimiento de masas. Cumplí la condena a pulso porque en aquellos años de cárcel no me dejaron redimir más que cuarenta días y el indulto solo lo aplicaron a la última condena. Con la redención por él trabajo, por cada tres días trabajados te quitaban un día de cárcel, y con ello se cumplía normalmente, en aquellos momentos, un poco más de la tercera parte de la condena; siempre que te juzgaran pronto, te aplicaran la redención y te concedieran la libertad condicional. Yo, en total, entre unas cosas y otras estaba condenado a seis años y cumplí cinco años y diez días. Añadiendo a esto el indulto que me quitó diez meses.

Hablé con el director de la cárcel de Carabanchel, el señor Tavera, y le pregunté a qué hora pensaban «soltarme» para avisar a la familia, y él me dijo que a la hora en que se ponía en libertad a los que habían cumplido condena, es decir, después del recuento de las nueve y media de la mañana. Josefina también habló con él y le dijo lo mismo. Y cuál no sería mi sorpresa el día 9 cuando, estando con Lobato, Nieto y un grupo de compañeros de la sexta galería viendo la televisión antes de encerrarnos en las celdas, vino el jefe de servicio diciendo que tenía orden de la dirección de ponerme en libertad antes del primer toque de diana, que entonces era a las siete de la mañana. Saldría de noche, todavía al comienzo del mes de marzo. Francamente a mí me extrañó aquello, y le dije que no lo comprendía ya que el director nos había asegurado, unos días antes, a mi mujer y a mí que saldría a las diez de la mañana, como todo el mundo. Vi algo raro en aquella maniobra y pensé que incluso podría haber provocaciones, así que le dije: «De todas maneras a esa hora no salgo. Yo tengo ganas de irme de la cárcel cuanto antes, estoy dispuesto a irme ahora mismo, pero en la medida en que yo pueda avisar a mi familia, y que venga ella o mis abogados a esperarme a la puerta; es la única garantía contra cualquier provocación. Además, me extraña la actitud de ustedes». Tuvimos una gran discusión, ellos se cerraron en banda y entonces les dije: «Pues ahora no me dejo encerrar en la celda, me opongo a que me encierren solo». Y los otros compañeros de la sexta se solidarizaron conmigo.

Al final llegamos a un acuerdo con el jefe de servicio y este dijo: «Bueno, pues quédense usted y Nieto». A los demás los encerraron en las celdas. Entonces en la sexta galería quedábamos cinco compañeros. Nieto y yo esperamos tomando un café hasta que, a las doce de la noche, llegó el director, señor Tavera. Me llamó al centro del reformatorio para menores, que es donde estaba situada la sexta galería, y allí trató de convencerme de que habían decidido mi salida para esa hora. No quería, en un primer momento, confesar de dónde venía la orden. Pero parecía claro que no era un problema suyo, porque él mismo no se iba a desautorizar ni a desdecirse en el intervalo de unos días. Al final, ya cansado me dijo: «Bueno, es que nosotros no queremos que cuando usted salga tenga un mitin ahí delante en la puerta de la cárcel con varios miles de trabajadores». Ellos trataban de evitar eso. Yo le insistí: «Pero bueno, esa orden de quién viene, porque tampoco creo que venga de usted». Y entonces me confesó que la orden la había dado la Dirección General de Seguridad a la Dirección General de Prisiones y que esta se la había transmitido a él. Aparecía claro una vez más que quien decidía en la cárcel y en todo momento era la DGS y de ninguna manera la dirección de las cárceles. O sea que las cárceles en España estaban al servicio de la política represiva y del Ministerio de la Gobernación. Y entonces le dije: «Pues mire, si ustedes quieren evitar un “show” ahí dejen que llame por teléfono para que venga mi familia o mis abogados, de lo contrario no salgo hasta que no sea de día y el “show” lo van a tener dentro, si no lo quieren tener fuera; yo me voy a agarrar a las rejas dentro y no voy a salir hasta que sea de día».

El director no solo me dijo que tenía orden de sacarme de noche, sino además de sacarme por una puerta falsa que está escondida detrás y da al hospital psiquiátrico de prisiones. Tal era el miedo que tenían a los trabajadores. Yo le decía: «Mire usted, la primera cosa es que para que aquí hubiera siete u ocho mil trabajadores tenían que haber parado cien mil en las fábricas, ya que las barreras de la policía les impedirían llegar. El día que nosotros tengamos esa capacidad de movilización se acabó la dictadura». Después de mucho discutir, llegamos al acuerdo de que, en vez de salir al toque de diana, que era de noche, saldría más tarde y llamaría a mi familia para que fuera a esperarme con los abogados.

También dormí aquella noche a pesar de la discusión y los nervios ante la inmediata libertad. Sin embargo antes de poder conciliar el sueño pasaron por mi cabeza las imágenes de aquellos años transcurridos en la cárcel, años de lucha sin descanso por defender los más elementales derechos de los presos. Pensamientos que recogían lo que había pasado y lo que me esperaba: la familia en la calle; los ausentes, como mi padre, que ya no encontraría. Reconocer de nuevo a los seres queridos, por los que habían transcurrido los años y habían cambiado, especialmente mis hijos, que ya eran adultos. Aunque en las «comunicaciones» nos veíamos y hablábamos, a pesar de tantos períodos de huelgas de hambre y castigos, eso no es ni mucho menos suficiente para las personas que conviven en familia. ¿De qué iba a vivir ahora en la calle? Lo primero, iría a Perkins para ver si me readmitían, como habían hecho con Julián. Si no me readmitían, encontrar trabajo podría ser un problema, y eso sí me preocupaba.

Me levanté a la hora normal, aunque no hice gimnasia aquella mañana. Recogí las últimas cosas que me quedaban, ya que buena parte de ellas y mis libros personales se los había sacado ya a Josefina. Sin embargo, aún me quedaban las sábanas, alguna toalla y algunos otros objetos personales. Mi radio, que siempre me acompañó en Carabanchel, se la dejé a otro compañero. Tomamos el desayuno los cinco que quedábamos en la sexta y estuvimos charlando hasta que llegó el funcionario para acompañarme a «cacheos», donde tenía que devolver las mantas y el plato de aluminio que me entregaron al entrar. Allí también me cambiaron los vales por dinero. Los compañeros, cuando alguien salía o era trasladado, siempre le daban una cantidad por si era necesario algún gasto. Yo llevaba lo suficiente para coger un taxi hasta casa. Me devolvieron el carné de identidad, que siempre se lo quedaban cuando ingresabas. A pesar de que había sacado muchas cosas a Josefina, iba cargado con varias bolsas.

Desde las oficinas llamé por teléfono a casa para informarles de que habían adelantado la libertad, que teníamos prevista para las diez de la mañana. Eran más o menos las siete, cogió el teléfono Josefina y le dije que ya estaba en libertad y que podían venir cuando quisieran porque les estaba esperando. En casa estaban también mi hermana Vicenta, mis suegros y mi sobrina Olga que habían venido de Toulouse. Mi hijo Marcel estaba en casa de mi hija, porque en aquellos días la policía le buscaba para detenerle.

Olga, en su coche con matrícula francesa, fue la que llevó a Josefina y a Vicenta hasta Carabanchel. La Guardia Civil había tomado militarmente toda la zona y no permitían que nadie se acercara. Dejaron que pasara el Renault-5 dentro del recinto, y allí esperaron a que yo saliera. Solo estaba la familia y algunos abogados que, avisados por Josefina, lograron llegar a tiempo. Afuera salí ya dentro del coche; había algunos periodistas que hicieron algunas fotos, y con ellos quedamos para que fueran a casa porque la policía no nos dejó siquiera parar a saludarles. La Guardia Civil patrullaba, de cuatro en cuatro, en la carretera que bordea la cárcel e impedía aproximarse a los que venían desde la cercana estación del metro de Aluche.

Aquel día en casa no se podía entrar de tanta gente como vino para verme y celebrar la libertad. Muchos periodistas nacionales y extranjeros acudieron para hacerme las primeras entrevistas. La policía en la calle mantenía la vigilancia de los que entraban y salían. El 13 de marzo, tres días después de mi salida, me presenté junto con Josefina y acompañado de los abogados María Luisa Suárez y José Jiménez de Parga, en la fábrica de la avenida de Aragón número 110, para pedir mi reingreso. Existía ya el precedente de mi compañero y amigo Julián Ariza que estuvo cuatro años encarcelado por idénticas causas y en las mismas condiciones que yo, y que al salir en libertad, en octubre de 1971, reingresó en la empresa con el mismo puesto, delineante proyectista de primera.

No nos recibieron en la dirección de la empresa, ni a mí ni a mis abogados. No nos dejaron siquiera pasar la valla y se limitaron a mandar a alguien de la jefatura de personal para comunicárnoslo. El guarda que estaba en la puerta no hacía más que explicarme lo mal que se sentía porque no podía dejarme pasar. Al día siguiente regresamos para intentarlo de nuevo, pero esta vez con un notario que levantó acta de la negativa de la empresa a dejarme entrar. Los compañeros del jurado intentaron dialogar con la dirección, pero también se negó. Hicieron una asamblea y decidieron ponerse en huelga solicitando mi reingreso en las mismas condiciones que lo hizo Julián Ariza. En lugar de dialogar despidieron a varios compañeros del jurado, que fueron readmitidos más tarde cuando les aplicaron la amnistía laboral ya en la transición democrática.

¿Qué había pasado para que en dos casos idénticos, el de Julián y el mío, se dieran soluciones radicalmente diferentes? No creo que el alejamiento de Julián de la militancia sindical y política en aquellos meses, desde que había salido de la cárcel de Segovia, influyera en la dirección de la empresa. Lo cierto es que esta había recibido presiones del Gobierno para impedir mi reingreso. Previamente, cuando se enteraron de que aún me estaban pagando la Seguridad Social y los puntos familiares a pesar de estar en la cárcel, les multaron con 300 000 pesetas y además les amenazaron con incrementar esas multas hasta que me dieran de baja. El propio señor Echevarría, director de la empresa, da una parte de la respuesta cuando en la revista Cambio 16, ya mencionada, bajo el titular «Yo despedí a Camacho», decía: «La baja del señor Camacho en la Seguridad Social tiene fecha de primeros de diciembre, mientras que yo llegué a Perkins en la Nochebuena. Lo que sucedió es que nos hicieron ver, quienes les corresponde hacer ver estas cosas, que tener dado de alta en la Seguridad Social a un hombre que no tiene la condición de trabajador, es una falta y es una falta muy grave contra el Reglamento de la Seguridad Social. Entonces la empresa sufrió la consiguiente sanción». Otra parte de la respuesta, aunque no completa, la da cuando indica que «Perkins estaba metida en un proceso económico en un país con un proceso político más o menos desencadenado».

El 29 de marzo presenté una demanda por despido en la que me representó Leopoldo Torres Boursault, y le asignaron la Magistratura de Trabajo número 9, con Higinio Bartolomé Sanz como magistrado. El juicio se vio el 29 de abril de 1972 y el 6 de mayo de ese mismo año pronunciaron la sentencia confirmando el despido.

Los compañeros, además de prestar una gran ayuda económica a los presos, me reeligieran para el jurado de empresa, aun estando en la cárcel, en la que llevaba ya cuatro años. Por su parte, la empresa, por el carácter liberal de algunos de sus dueños, empezando por su presidente, Salvador Merino, mantuvo ese vínculo de la Seguridad Social y el pago de los puntos familiares. Las presiones para el despido vinieron directamente del Gobierno y más concretamente del propio vicepresidente. Es conocido que en el informe de Carrero Blanco, en una reunión especial del Consejo Nacional del Movimiento para tratar de la «subversión», en el margen, de su puño y letra, decía sobre mí: «A este no se le puede dejar en la calle».

A finales de marzo nos invitaron a Josefina y a mí, junto con Micaela y Timoteo Ruiz, a pasar unos días de descanso en las Islas Canarias. Juan Morales, Cáceres Montenegro y un grupo de compañeros canarios habían creado un fondo especial, al que unos amigos que tenían una pequeña tienda y otros profesionales aportaban una pequeña cantidad, para pagar el viaje a los presos políticos que salían en libertad.

Josefina y yo estuvimos en casa de Juan Morales durante los días que permanecimos en Las Palmas. Fueron días de vacaciones y de numerosas reuniones con los compañeros de Comisiones y del PCE. Allí conocí a Sagaseta, que después fue elegido diputado. Fuimos a Santa Cruz de Tenerife y lo primero que hicimos fue visitar a Tony Gallardo y a su hermano José Luis y el resto de compañeros encarcelados, que después de muchas presiones de sus familias y amigos consiguieron que los trasladaran a Tenerife para cumplir la pena que les faltaba. Nos extrañó que nos autorizaran a visitarlos, y fue un encuentro francamente emocionante.

Después de verme con los compañeros del secretariado de CCOO, Llamazares, Nicolás Sartorius, Tranquilino Sánchez, Cipriano García y Nati Camacho, decidimos mi incorporación al mismo. Continuaba, por un lado, con las reuniones clandestinas y, por otro, con la busca de trabajo. Visité talleres pequeños y alguna gran empresa como Dragados S.A., donde había en su alta dirección dos ingenieros antifranquistas con los qué hablé y me prometieron que podría ingresar en sus talleres de reparación, pero debería esperar unos tres meses; tal vez antes podrían darme piezas para fabricar en el taller de los Nieto. José Luis Nieta y su familia, militantes comunistas y obreros, viejos luchadores por las libertades, tenían un hermano, Críspulo, que junto con otro compañero que militaba en las Comisiones del Metal, habían montado un taller con varios tornos y una fresadora, pero tenían poco trabajo. Me dijeron que si encontraba clientes, podría hacer el trabajo en su taller.

Algunas revistas me pidieron que les escribiera algo, pero el cerco de la censura ni mucho menos se había levantado; aunque ahora no controlasen mi correspondencia, sí lo hacían con mi teléfono. Escribir directamente solo lo podía hacer en algunos medios marginales, e incluso en esos también lo impedían.

Los jesuitas editaban una revista orientada hacia los trabajadores que se titulaba Mundo Social y tenía una orientación progresista. Carlos Giner, entonces jesuita, después secularizado, que estuvo en el equipo del Defensor del Pueblo, dirigía la publicación y me pidió que hiciera un artículo para el número doscientos. Lo escribí y se lo llevé a la redacción. Al día siguiente le llamé por teléfono y le pregunté qué le había parecido. «Bien», me respondió, «pero qué moderadito te has vuelto». El artículo, que se titulaba Precio y riesgos de la aventura obrera, no era moderado pero tampoco utilizaba un lenguaje agresivo, lenguaje que, por otra parte, nunca he utilizado. Al enviarlo a la censura, como era preceptivo, no lo autorizaron y el subdirector general de Prensa contestó: «A Camacho no le dejaré que escriba aunque lo haga sobre la Virgen de Fátima».