Capítulo 3

Desde un primer momento, al acabar la guerra, pensé que la lucha iba a ser difícil y dura y, de alguna forma, estaba preparado, vacunado contra ello. Solo una vez, cuando estaba hospitalizado en el Gómez Ulla y mi hermana fue a verme en horas de visita, le dije: «Me voy a morir, de esta no salgo». Tenía las fiebres de malta, con temperaturas de cuarenta grados, y en aquellos momentos no existían los antibióticos de hoy y los riesgos eran grandes. Fue un momento difícil, porque después de haber evitado una muerte casi segura en tiempos de guerra, aquellas fiebres parecía que iban a acabar conmigo. Muchos murieron así en los años de la posguerra.

A pesar de ello mi moral siempre estuvo alta, porque luchábamos por una causa justa, porque no estábamos solos y confiábamos en alcanzar nuestro objetivo. Cuando el ser humano se organiza para defender o conquistar sus derechos, multiplica su fuerza y es menos vulnerable que cuando se encuentra solo y aislado como individuo. En el PCE, incluso dentro de la cárcel de Comendadoras o del campo de concentración, mantuvimos organizada nuestra vida política, y llegamos a publicar un boletín que escribíamos a mano. Esa organización nos hacía individualmente más fuertes. En realidad, por ello, nunca estuvimos solos. Todas las limitaciones y las duras pruebas que he pasado han sido para mí, y esto también lo dije en mi declaración en el Proceso 1001, un precio que he tenido que pagar en la lucha por la justicia social y la libertad; por el humanismo. Tantos compañeros dieron su vida en esa misma lucha que, al fin y al cabo, yo tuve suerte.

Después del 18 de julio siempre pensé que estaba tirando con pólvora ajena, que si me hubieran cogido entonces me habrían matado. De algún modo mi vida se prolongaba, cuando en realidad, teniendo en cuenta las circunstancias por las que había atravesado y el resultado final de la guerra, se tenía que haber acabado de una manera o de otra, es decir, sufriendo o pereciendo.

Después de estar detenido varios días en la Dirección General de Seguridad me llevaron a la cárcel de Comendadoras. Allí me esperaba un consejo de guerra, un juicio sumarísimo de urgencia, una trágica farsa. En una sesión el tribunal militar juzgó a veintiocho compañeros al mismo tiempo. Teníamos diferentes expedientes y estuvimos sentados en el banquillo viendo cómo se juzgaba a unos y a otros en menos de cinco minutos. El tribunal terminaba con un expediente y empezaba con el siguiente y, en ese mismo momento, el abogado defensor, un alférez que ni siquiera pertenecía al cuerpo jurídico, hojeaba todos los expedientes en los sumarios que le habían entregado la noche anterior, hasta que de entre ellos localizaba el del que había nombrado el tribunal. Era uno de esos individuos que, aprovechando la guerra y estos juicios, se hicieron abogados sin pasar por facultad alguna o sin haber concluido sus estudios. Aquellos juicios eran una farsa total, no se preocupaban ni de guardar las apariencias, y solo pretendían disponer de una forma rápida de condenar y eliminar en muchos casos a cientos de combatientes de la República. No había defensa posible, y en el mejor de los casos, lo que pedía aquel impostor era clemencia para sus defendidos, porque también podía ocurrir que se llegara a la desfachatez de ser la propia defensa la que acusara. Los cargos contra mí eran haberme pasado a la zona republicana, ser voluntario y haber militado en la UGT. Una vez acabado el juicio volví a la cárcel y a los dos días me comunicaron la condena de doce años y un día de prisión. Unos días más tarde se hizo una revisión de la sentencia y me redujeron la pena a seis años y un día.

La vida en la cárcel en aquel período era bastante difícil. El hambre y las enfermedades se encargaron de eliminar a un buen número de presos. Sin embargo, lo que siempre ha caracterizado a los presos políticos españoles, tanto a los que estuvieron en las cárceles franquistas como a los de los campos de concentración nazis, ha sido la actividad, la organización. Difícilmente se desmoraliza un hombre que está rodeado de sus compañeros, aun en las más difíciles circunstancias. Si a esa organización se le da un contenido de lucha, si ese tiempo vacío se llena de actividad, el hombre a pesar de las grandes dificultades resiste y, a veces, contraataca.

En la prisión la situación era extremadamente dura, se pasaba un hambre atroz. Los prisioneros éramos los vencidos y nuestros guardianes eran los vencedores. Ex combatientes con el ejército de Franco o camisas viejas de Falange custodiaban a soldados de la República, a sindicalistas y a políticos. El trato que recibíamos es fácilmente imaginable, y más estando la contienda aún tan reciente. En Comendadoras dormíamos en el suelo, en un espacio de cuarenta y siete centímetros por persona, con lo que no podíamos darnos la vuelta si no era poniéndonos de acuerdo una fila entera. La comida se reducía a un cazo de agua caliente con unas habas duras; a veces le echaban corvina rancia, que llamaban «el bacalao de las clases humildes». Era preferible que no lo pusieran, porque casi siempre estaba podrido y entonces no se podía aprovechar ni el agua que nos tocaba en la ración. De tanto caldo en todas las comidas salió una canción que decía: «Caldo, caldo, caldo, caldito para comer. Caldo, caldo, caldo, caldito para cenar. Caldo, caldo, caldo, alimento nacional». Un reflejo claro de lo que se comía en la prisión en aquellos años. Todo el mundo sabe lo infrahumanas que son las cárceles todavía en nuestros días, y puede suponerse lo que eran en aquellos momentos, en pleno apogeo de los vencedores; las humillaciones y castigos estaban a la orden del día. Comunicábamos una vez a la semana con familiares directos en un semisótano que tenía unos quince metros de largo y que estaba dividido en tres pasillos separados por tela metálica; a un lado estábamos nosotros, en medio se paseaba un funcionario acompañado de un preso común, y al otro lado estaban las familias. Para hacerse una idea de lo que era aquello basta saber que los presos estábamos unos pegados a los otros y en orden, codo con codo, y que cuando dejaban pasar a las familias, estas entraban corriendo en busca de sus parientes. No había mucho tiempo, solo diez minutos, para hablar a gritos, que casi se iba en intentar pedir las cosas que se necesitaban. Mi hermana, mi tía Alejandra y mi prima Felisa fueron todas las semanas.

En no importa qué prisión, cualquiera que sea la condición del preso, político-social o común, en cualquier tipo de régimen, dictadura o democracia, mucho más aún en esta, la persona que está privada de libertad debe tener siempre derecho a una vida digna en todos los sentidos. El ser humano ha nacido para ser libre, para vivir en familia y en sociedad, para realizarse plenamente, como tal ser humano, con dignidad.

Asegurada una alimentación mínima, aunque sea de subsistencia, lo primero a cuidar en la cárcel es la psique, para evitar volverse loco. Un aislamiento prolongado desequilibra psíquicamente, y por ello es necesario tener el día ocupado. Además, un militante por la causa de la justicia social, la libertad y el humanismo, mucho más si es de origen obrero, debe comprender que su obligación no solo consiste en llenar el día con ocupaciones, sino llenarlo con ocupaciones útiles. Solo racionalmente se pueden defender mejor esas causas justas; la práctica, la vida personal, no enseña lo suficiente, y lo que bien se aprende bien se defiende. No se puede malgastar el tiempo, ni tampoco autojustificarse con que no se ha ido al instituto o a la universidad.

Los que entonces éramos jóvenes menos que nadie podíamos desaprovechar la oportunidad de tener excelentes profesores, encarcelados por la misma causa que nosotros, que nos podían enseñar lo que no pudimos aprender porque nuestros padres, obreros asalariados, carecieron de recursos económicos suficientes. En mis cuarenta y siete centímetros de espacio, también tuve tiempo para estudiar y ampliar conocimientos. Pude conseguir algunos libros, sobre todo libros de texto. Allí empecé a estudiar matemáticas y economía, las dos ciencias que más me agradan, así como sociología, historia y filosofía. Las matemáticas me han servido para el desarrollo profesional como fresador, primero, y como técnico después, y, naturalmente, para tener una base cultural más amplia.

La cárcel de Comendadoras estaba dividida en dos zonas y una de ellas seguía siendo el convento que siempre había sido. En los sótanos estaban los condenados a muerte, y en la parte de arriba no había celdas propiamente dichas, sino que los presos estábamos hacinados en grandes salas. Tantos éramos los presos que debíamos repartirnos centímetro a centímetro el espacio, y nos correspondían cuarenta y siete, pero si metían más presos había que estrecharse. En ese espacio poníamos los «chorizos», que eran los colchones que, por el poco espacio que se tenía, las familias debían reducir a cuarenta y dos centímetros. El nombre de «chorizos» se les daba lógicamente por su aspecto alargado y estrecho, que era la caricatura de un colchón. Normalmente las familias reducían uno de ochenta centímetros y lo hacían más alto, porque así, como no nos daban más somier que los ladrillos, nos aislaba de la humedad del suelo. Eran colchones que se pasaban de un preso a otro, cuando se salía en libertad, y muchos de ellos tenían enormes agujeros que remendábamos como podíamos.

Después del recuento —había varios a lo largo del día— tocaban silencio, como en el ejército, y entonces extendíamos nuestros «chorizos» que normalmente teníamos enrollados para poder disponer de espacio. Dormíamos unos pegados a los otros manteniendo un estrecho pasillo a la cabeza y a los pies, para poder salir. Más de una noche alguno, cuando iba al servicio, tropezaba y caía encima de los que dormían.

En verano, los recuentos los solían hacer en el patio, porque éramos tantos que no podían contarnos en las salas donde dormíamos. Al bajar por las mañanas, nos hacían cantar los tres himnos. El espectáculo era tragicómico: ordenaban a un preso que tocara con un violín las primeras notas del himno nacional, y entonces había que hacer el saludo fascista, levantando el brazo; luego tocaba el himno falangista y el de los requetés. En una ocasión, cantando este último, de forma espontánea, cuando llegamos a la estrofa que dice «cueste lo que cueste…», todos alzamos el tono de voz, como diciéndoles que costara lo que costara aquello no podía durar. Comprendieron el mensaje, y nos castigaron a estar toda la tarde con el brazo en alto, haciendo el saludo fascista. Allí, en el mismo patio, repartían a mediodía la comida y hubo épocas en las que éramos cerca de tres mil y las colas esperando la ración de caldo no cabían materialmente.

En Madrid hubo en ese período muchas cárceles provisionales, además del campo del Rayo, que se utilizó para concentrar a todos los detenidos en los primeros días. La prisión provincial era la de Porlier, y allí llevaban a los condenados a muerte días antes del juicio y de que se cumpliera la sentencia. Al principio también salían de la misma cárcel de Comendadoras, y un día antes de que los fusilaran los aislaban en las celdas de los sótanos.

A pesar de aquellas estrecheces, recogiendo los colchones, en aquellas salas teníamos espacio para, en corrillos, dedicarnos al estudio. Guillermo Ascanio Moreno fue uno de mis profesores, y nos enseñó álgebra y trigonometría. Era teniente coronel y había mandado la VIII División del Ejército Republicano del Centro. Por orden del presidente del Gobierno de la República, el doctor Negrín, se opuso con su unidad al golpe de la Junta de Casado el 6 de marzo de 1939. Le detuvo la propia Junta y le entregó a las fuerzas de Franco en la prisión central de San Miguel de los Reyes. Luego le condujeron a la prisión de Yeserías, antiguo colegio de Unamuno, y de allí a la de Comendadoras.

Guillermo tenía treinta y cuatro años y había nacido en Vallehermoso, un pueblo de la isla de La Gomera en el archipiélago canario. Su familia pertenecía a una clase acomodada. Fue ingeniero industrial e hizo un curso de especialización en Berlín con otro ingeniero alemán, von Fauppel, que fue embajador de la Alemania de Hitler en la España de Franco. En el libro de Ricardo García y Juan Manuel Torres, Vallehermoso, el Fogueo, se detallan numerosos testimonios sobre la vida y personalidad de Ascanio.

Llega a la gente por su entrega indudable. Que un hombre de la burguesía, o de una familia bien, pudiéramos decir, hubiese hecho ausencia de todo su bienestar para integrarse y dedicarse de lleno a una prédica casi mística […]. Guillermo habló varias veces en la plaza de Triana. Te estoy hablando de tiempo atrás; causaba mucho impacto por su dominio de la oratoria. Era un hombre apacible y maravilloso, levantar al obrero era su sueño.

Su hermana, Blanca Ascanio Moreno, que fue condenada a muerte en el llamado Proceso a los Cuarenta y Siete, escribió, en la introducción a este libro, sobre la Federación Obrera creada por Ascanio:

Nuestro movimiento popular abarca desde su inicio a todas las capas de la población, incluyendo obreros, campesinos, pequeños propietarios y profesionales en reducido número, ya que se trataba de un pueblecito, con caseríos y pagos muy alejados unos de otros por falta, en aquellos tiempos, de vías de comunicación. Estas dificultades las suplíamos con la mística de nuestros jóvenes, que a pie o en mula recorríamos nuestra geografía llevando la voz de la «concientización» de la que para aquel momento significaba para nosotros la meta más inmediata, esto es: luchar contra el caciquismo, debilitar el régimen semifeudal imperante y agrupar en Federación Obrera a todo el pensamiento progresista. Quiero aclarar que el motor y fuerza creadora de nuestro movimiento se hizo posible por la iniciativa de mi hermano Guillermo Ascanio, quien apenas adolescente ya se muestra como líder.

La tradición de la Federación Obrera fue recogida, años más tarde, por las primeras Comisiones Obreras Canarias, incluso algunos compañeros de la isla de La Palma y otros lugares del archipiélago consideraban que más que extender las Comisiones había que recrear aquella Federación Obrera. La primera caída de las Comisiones Canarias en manos de la policía se produjo en la reunión en la playa de Sardina del Norte. Aquellas Comisiones Obreras tenían características similares a la Federación Obrera y agrupaban a diversos sectores —y no solo trabajadores asalariados, como era propio de un sindicato—. Algo que pudo constatarse en esa caída en la que detuvieron al escultor Tony Gallardo, a un hermano suyo comerciante y también, por supuesto, a trabajadores. Con ellos coincidí en las prisiones de Madrid, Soria y Segovia en 1968.

«Una noche», cuentan sus vecinos, «hubo una reunión y determinaron hacer un edificio. Y entonces todos se preguntaron: “¿Con qué contamos?”. Y decíamos: “Querer es poder”. Fácil. Guillermo Ascanio, que estaba en esa reunión, dice: “El solar lo dono yo a la Federación”. Se hizo la Federación. Del pueblo a la playa hay tres kilómetros y medio; y en unas noches de luna hicimos una cadena humana trayendo arena de la playa en sacos, en bolsas, en cajas, en lo que hubiera: mujeres, hombres, muchachos, ¡todo el mundo! Así se hizo la Federación Obrera».

Melque Rodríguez Chaos, en su libro Veinticuatro años de cárcel, dice:

En la cárcel de Yeserías, Ascanio, Girón y Mesón constituían el núcleo de la dirección central. Todos lamentábamos y condenábamos el crimen de la Junta de Casado por haberlos puesto en manos de Franco.

El dictador no tuvo más que continuar el sumario que la Junta le entregó, y no dudó en ejecutarles. Son datos para la historia de unos momentos críticos en los que con aquella actitud los miembros de la Junta de Casado entregaron la República, y también la vida de muchos combatientes y militantes obreros, e incluso llegaron a fusilar ellos mismos a destacados dirigentes militares y políticos como el comisario Conesa y el coronel Barceló, ambos miembros del PCE.

Ascanio, Girón y Mesón fueron trasladados al local del Servicio de Investigación Militar franquista, sito en Concepción Jerónima. Por la mente de todos cruzó la misma idea: los llevan a matar. El primero en ser interrogado fue Ascanio, que afirmó: «Soy comunista; he sido jefe de una división; me he opuesto tanto como he podido a la entrada de ustedes en Madrid; he luchado contra los casadistas y hasta el último momento de mi vida haré cuanto pueda contra el fascismo y por la revolución. Ahora hagan lo que quieran». Después de estar retenidos tres días en los calabozos del SIM, al poco tiempo llegó la orden de traslado de Ascanio a la prisión de Comendadoras.

De la cárcel de Comendadoras lo llevaron a la prisión de Porlier dos días antes de que se celebrase el juicio sumarísimo en el que, junto a Girón, Eugenio Mesón y otros, fue condenado a muerte; les fusilaron el 4 de julio de 1941, unos días antes de salir yo en libertad. La actitud de todos ellos, en el proceso y en el fusilamiento, fue digna de sus ideas y de su vida militante. Juana Doña, compañera de Eugenio Mesón a la que conocí en 1939 y visité en su casa de entonces, en la calle del Espino del barrio de Lavapiés, me explicó la actitud firme de todos ellos sabiendo que, con toda seguridad, serían fusilados.

También conocí a Indra, la compañera de Ascanio, cuando coincidimos algunas veces en las «comunicaciones». Después, cuando salí en libertad condicional fui a visitarla y les llevamos unas flores, a él y a todos los que yacían en la fosa común en el cementerio de La Almudena, donde estaban enterrados muchos republicanos. En el camino su compañera me comentó los esfuerzos que hicieron para quitarle la pena de muerte. Habló con el embajador alemán von Fauppel que fue compañero de estudios, cuando, ya ingenieros, se especializaban en Berlín; Indra me comentó que von Fauppel había hablado con Franco para que le indultaran la pena de muerte, pero encontró una obstinación total en el dictador.

En la prisión de Comendadoras el grupo de jóvenes que asistíamos a clases también tuvimos de profesor de economía a Garrigós Sevilla, que había llegado trasladado de la cárcel de Conde Toreno. Fue delegado del Gobierno republicano en el Banco de España y era uno de los mejores economistas de la época. Le acusaron de haber autorizado la salida del oro al banco francés de Mont Marsan y al soviético en Moscú pero, en realidad, aquel oro salió del país por orden del Gobierno y para pagar las compras que se hicieron en el extranjero. Le condenaron a morir por garrote vil, que era entre las modalidades de condena a muerte la peor desde el punto de vista judicial, aunque tuvo más suerte y fue indultado. Fue un gran profesor y extraordinario ser humano; creo que salió en libertad años más tarde.

El 13 de febrero de 1941 murió mi hermana Pepita estando yo en la cárcel de Comendadoras. Unas semanas antes se sintió mal y los médicos de Madrid no le dieron demasiada importancia. Vomitaba con frecuencia y pensó que en el pueblo se curaría en unos días. El médico de La Rasa le puso un tratamiento, pero a los ocho días falleció sin que se supiera lo que realmente había tenido. Solo hacía cinco meses que había cumplido veintiséis años. Como mi madre, mi hermana Pepita, que era la mayor, tenía la idea de solidaridad familiar que respondía a esa concepción de la familia rural que se protege y ayuda especialmente en momentos difíciles. En ella predominaba más ese carácter familiar que concepciones de tipo político o sindical. La ayuda al padre y al hermano presos fue para ellas el primer problema, y por eso mis hermanas decidieron venir a casa de mi prima Felisa en la madrileña calle Amparo. Primero vino Pepita y unos meses más tarde Vicenta. Pepita trabajó como modista y pasaba a mi tía Alejandra treinta pesetas semanales para ayudarle en los gastos míos y de su familia. Cuando conseguí documentación y pude empezar a trabajar le daba a tía Alejandra mi salario como uno más de la familia. Vicenta trabajó también de modista, y el dinero que ganaba se lo enviaba a mi padre, que estuvo preso en la cárcel de Soria hasta enero de 1940.

Como mi hermana Pepita era la mayor y yo el único varón, su atención hacia mí y hacia mis hermanas fue más intensa. Pepita había asumido los papeles de madre, especialmente cuando éramos pequeños. Su muerte fue un duro golpe. Pasé de saber que estaba enferma, algo no muy grave, a recibir la noticia de su muerte en solo una semana. Aquellos años fueron muy difíciles para la familia.

A mediados de julio, cinco meses después de la muerte de mi hermana, salí de prisión. Habían revisado mi condena y, con la redención y algún indulto, me concedieron la libertad condicional. No fue por mucho tiempo ya que, a los seis meses, me llegó una comunicación para incorporarme al ejército, en mi quinta, la de 1939, que seguía movilizada. Durante aquellos meses había vuelto a trabajar, de nuevo en el mercado central de pescado, con un asentador llamado Venancio Lara que conocí a través de un familiar suyo simpatizante del partido. En ese pequeño intervalo de tiempo pasé de la cárcel a los campos de concentración.

Aquella comunicación me obligaba a presentarme en la Caja de Reclutas de Madrid, de donde me remitieron a la de Soria. Pasé unos días en La Rasa con mis padres y el resto de la familia, y el día antes de salir para Soria fui a dormir a El Burgo de Osma en casa de un familiar, Valentín Concejo, que vivía junto a la parada de la camioneta de viajeros. Ese fue mi último día en libertad en unos cuantos años. Me levanté muy temprano para poder coger aquella camioneta, y ese mismo día, en la Caja de Reclutas de Soria, me dijeron que quedaba allí arrestado a la espera de ser conducido a un campo de trabajo. Después de un par de días me llevaron, custodiado por un cabo y un soldado, en dirección a Reus, donde concentraban a los penados para destinarlos a los Batallones Disciplinarios de Penados. El único que tenía algo de dinero, que me había dado la familia al pasar por el pueblo, era yo, y naturalmente tuve que pagar la comida de los tres en Calatayud y en Zaragoza —estuvimos un día en cada lugar—. Fue un recorrido que describí minuciosamente en una carta que dirigí a mis primos y a mi familia desde Reus el 7 de febrero de 1942.

Reus, 7 de febrero de 1942

Queridos primos y demás familia:

Después de dar una serie de vueltas y como os dirían de La Rasa he aterrizado en este pueblo y Campo.

Acabo de recibir una carta de La Rasa en la que me dicen no les cuento nada del viaje y que soy muy lacónico escribiendo. Lo cierto es que son tan pocas las cosas agradables que por aquí se pueden contar… Estuvimos en Soria, Calatayud y Zaragoza, y como nos «acompañó» bastante buena gente, y a costa de mantenerlos durante el viaje, estuvimos casi un día en cada uno de estos dos últimos pueblos. Algo así como si fuera la luna de miel de nuestro viaje, hacia un lugar que nada tiene que envidiar a mi estancia en Madrid en el año 1940 [en la prisión de Comendadoras]. Así que hasta que llegamos a esta, lo pasamos otros dos [los guardianes] y yo como tradicionalmente acostumbran los legendarios «quintos», que en este caso concreto eran tres veteranos cansados de la vida, en «hoteles» [cárceles] y con el humor que en estos centros de «reposo» se acostumbra a tener.

Cuando fui a Zaragoza, busqué a Carlitos [mi primo que hacía la mili allí y era carnicero en Intendencia] y juntos estuvimos unas horas, quedándonos con ganas los dos de pasar la mili juntos, él porque le hiciera compañía y yo por eso también y porque como conozco eso del «vegetarianismo» [el hambre] me hubiera gustado cambiar de régimen y oler a carne por todos mis huesos.

En fin, que con este «romanticismo de cocido» veo que antes de terminar la carta entono un cántico a las grasas y vitaminas.

Decir a la familia del pueblo, que escribo bastante largo y sé aburrir a los que leen mi literatura barata para que no me digan cosas raras.

No os escribí antes porque esperaba que nos trasladaran a un batallón de trabajadores, pero en vista de que no llega nuestro nuevo destino y creyendo tardará aún ocho o diez días me decido a realizarlo.

Pensé antes de incorporarme el haberos visitado pero con una carta y como consecuencia de la misma, con una posible buena mili, puse rumbo a Soria, pero con tan mala suerte que el barco naufragó en Reus (Tarragona) y me encuentro en la Primera Compañía de este campo de concentración, en iguales, mejor dicho en peores, condiciones que en Comendadoras, porque allí te veía la familia y llegaban los paquetes, pero en esta ni una cosa ni otra.

Y vuelta a la comida…

La verdad es que no sé cómo deshacerme de esas ganas descomunales que se apoderaron de mí en Madrid y que ahora se ven corregidas y aumentadas ante un cazo de agua y calabaza. Aunque tengo una solución, me parece que por ahora no la podré poner en práctica; que es la de pasarnos treinta días por el pueblo y por esas tierras de Burgos.

Según dicen por aquí varios amigos de Madrid, veteranos ya en esto del «pico y pala», cuando salgamos a los batallones además de darnos el aire nos servirán algo más que agua y calabaza, así es que nuestro porvenir presenta alguna mejor perspectiva que el presente ¡No todo van a ser negros nubarrones! Aunque sin olvidar que pasaremos por poco cerca de un año, hasta que veamos el horizonte sin nubes.

Y ahora os diré algo de nuestro paso por algunos puntos. Todo no va a ser malo… también hay amigos y amigas que, además de la familia, intentan hacernos la vida agradable.

El caso de tres puntos por donde pasamos; en uno nos dan cena bastante buena, nos sacan un paquete para el viaje y esperan en la estación para despedirnos durante cuatro horas; esto lo hacen cuatro formidables chicas. En otro sitio nos guardan las maletas y no nos cobran nada a pesar de ser una obligación el cobrar, y en otro nos dan de comer, nos sacan algunas cosas, y al final del viaje en una taberna unos campesinos catalanes nos obsequian con almendras.

Esto unido a los muchos sacrificios que habéis realizado y realizáis nos hace pensar que por todos los sitios tenemos amigos y familia.

Y si no fuera porque en nosotros no cabe el desaliento, todas estas cosas serían suficientes para que, a pesar de tener que apretarse el cinto constantemente, estuviéramos más contentos que unas castañuelas.

En cuanto a nuestra vida en esta «Santa Casa» [campo de concentración de Reus] pocas cosas os puedo decir; figuraos lo que pasa donde estuve en el año 40 y aumentar, que de vez en cuando a alguno le da por repartir algo que no es precisamente comida, y tendréis completo el cuadro [lo que repartían eran palizas].

Y esto es todo lo que pasa por esta, queridos primos; leer la carta a Vicenta para que le dé envidia y para aumentar el número de los que se dormirán al leerla.

Cuando contestéis hacerlo a vuelta de correo por si nos sacaran pronto.

Creo que hubiera sido igual el que me hubiera incorporado en Madrid, porque aquí están concentrados todos los reclutas penados y han traído algunos de Madrid.

Besar a todos los innumerables parientes de pocos años y vosotros recibid el cariño de Marce.

P.D.: Decir en Osma que ayer les escribí y que lo volveré a hacer cuando pasen dos o tres días. Si cuando me trasladen no he recibido vuestra contestación os escribiré nuevamente «desde algún lugar», como dicen los estados mayores. Desde el sitio donde rompamos las piedras con las costillas. Señalar a Vicenta que cuando escriba a Madrid participe a mis montones de amigos y amigas que no escribo a nadie hasta que no termine de aterrizar. ¡Vaya un pelmazo que soy cuando me pongo a escribir! Abrazos a todos.

Después de escrita la he tenido en el bolsillo tres días porque decían que salíamos de un momento a otro para Rentería, a nueve kilómetros de San Sebastián, pero como esto no llega hoy día 10 la mando.

No contestéis hasta que escriba a La Rasa desde donde nos lleven, y entonces lo hacéis a la nueva dirección que a ellos les enviaré.

Decirles que estoy bien, con buen apetito, cama dura, los ladrillos, una manta y un cazo de agua con algo de calabaza, y que no les escribiré hasta que no llegue a mi nuevo domicilio.

Abrazos a mis tíos. Marce.

Todos los que estábamos en libertad condicional y nos faltaba por cumplir una cuarta parte de la condena, éramos considerados no solo desafectos al régimen, sino penados, y al ser movilizados como el resto de nuestra quinta, pasábamos a depender de la Inspección de Campos de Concentración. Existía un centro de organización de Batallones Disciplinarios de Penados en Reus donde remitían a todos los que habían cumplido condenas y aún estaban movilizados para constituir batallones y luego destinarlos a un campo de trabajo. Nos metieron en el segundo piso de un cuartel de artillería que estaba medio destruido por un bombardeo. Nos vigilaban soldados gallegos y sorianos que llevaban un vergajo con el que pegaban a los rezagados de las colas o a los que no cumplían sus órdenes con la suficiente «diligencia». En un plato nos ponían un cazo de caldo con un trozo de calabaza, que recogíamos después de esperar una larga cola. Con el plato en la mano nos obligaban a subir corriendo la escalera hasta el segundo piso, porque los guardianes «premiaban» con sus vergajos; la mayoría de las veces llegábamos arriba sin calabaza y sin caldo. El hambre y las enfermedades hicieron verdaderos estragos entre los presos. Se estaba preparando el 95 Batallón, pero a otros doscientos más y a mí nos destinaron al 94 Batallón para cubrir las bajas, la mayoría de ellas presos que enfermaban y morían. Que nos destinaran allí nos salvó de la epidemia de tifus exantemático que se declaró entre los que quedaron en Reus, y que debieron permanecer allí en cuarentena. Muchos de ellos murieron.

El 94 Batallón se dedicaba, como el resto de los batallones de penados, a la reconstrucción de pueblos, carreteras militares y fortificaciones. Lo primero que iniciamos fue la construcción de la pista que une el fuerte de Guadalupe con Lezo-Rentería. A los siete días de estar en aquel campamento, que se llamaba Jaizkibel, tuve que ir a la enfermería con fiebres muy altas que resultaron ser tifoideas. Estuve cuarenta y dos días entre la vida y la muerte ya que, como queda dicho, en esos momentos no había antibióticos. Me vieron en tan mal estado que decidieron trasladarme al Hospital Disciplinario de Zumaya. Incluso hubo un momento en que pensaron que había muerto y me llevaron al depósito de cadáveres. Afortunadamente no fue así, y cuando se dieron cuenta de que aún vivía me volvieron a subir a la sala donde, al cabo de unos días, por fin cesaron las fiebres. El tratamiento que nos daban era a base de Lacteol, Sexto-Yodo y Urotropina inyectable. Una de las veces que escribí a mi familia lo tuvo que hacer por mí un compañero de Logroño que estaba hospitalizado. Esto era lo que les decía:

Zumaya, 2 de marzo de 1942 Queridos padres y demás familiares:

Con fecha 27 del próximo pasado mes os envié una tarjeta en la que señalaba mi llegada al Hospital Militar de Zumaya, lugar donde he sido hospitalizado definitivamente; en esta misma tarjeta os pedía me mandarais y por giro telegráfico algo de dinero, pues me encuentro sin linda. Como veréis por la letra no soy yo quien escribe las presentes líneas, ahora que esto no es un indicio de que esté a punto de morirme; mi enfermedad según los médicos ha de ser de un curso lento, pero según ellos también no existe peligro inminente ni mucho menos. Además, en lo poco que he podido observar de la organización interior y sanitaria de este hospital, se compone de una formidable dirección auxiliada por excelentes doctores, practicantes y siete hermanitas; tanto es así que todos los días se saca el brillo al suelo, manteniendo una disciplina sanitaria justa.

Y por hoy nada más. No alarmarse si me tardara algún día más de lo acostumbrado, repitiendo una vez más que no os preocupe mi estado hasta el extremo de creer que me voy a morir, porque esto le puede ocurrir a cualquiera y cualquiera no soy yo; enfermo pero con el ánimo de siempre os abraza.

Marce.

Al tiempo de cerrar esta acabó de recibir el giro de veinticinco pesetas.

En las cartas que escribía desde los campos de concentración se puede apreciar la ironía y el doble sentido que se utilizaba, porque la censura te las podía devolver sin enviarlas. Prueba también de aquella dureza fue la manera como me dieron el alta después de un pequeño incidente que se produjo en Semana Santa, cuando los creyentes acudieron a comulgar. La mayor parte de los hospitalizados eran nacionalistas vascos, muy católicos. Un chico de Logroño y yo, fieles a nuestros planteamientos religiosos, y aunque flexibles y respetuosos con todas las religiones, decidimos no comulgar y, aunque pretendieron obligarnos, no comulgamos y tuvieron que ceder. La consecuencia de ello fue que no respetaron nuestro período de convalecencia, y a los tres días de no tener fiebre me mandaron al campo de concentración cuando aún no estaba ni mucho menos recuperado de una enfermedad, delicada en aquellos momentos, que me había mantenido durante cuarenta y dos días con fiebre entre treinta y ocho y cuarenta grados.

En el campo de penados, con las lluvias, la humedad y el hambre, sin recuperarme de la enfermedad, mi salud empeoraba por momentos, y si hubiera continuado allí me hubiera pasado lo que a tantos otros que perdieron la vida en una de esas epidemias.

Mi hermana Vicenta, que por aquella época iba a coser a casa de un teniente coronel, consiguió a través de él que me trasladaran a Peñaranda de Bracamonte, en la provincia de Salamanca, donde se encontraba el 93 Batallón Disciplinario de Penados. Allí llegué a primeros de mayo y el clima era algo distinto, la comida era más escasa pero algo mejor, y lo mismo ocurría con el pan. Estábamos en unos barracones de madera rodeados de alambradas y custodiados por una compañía de soldados. Desde allí salíamos a trabajar a Peñaranda, un pueblo que había destruido la explosión de un polvorín del ejército de Franco al acabar la guerra. Nosotros hicimos las calles, ya que una parte de las casas había sido reconstruida anteriormente.

En aquel lugar, al menos, no había humedad, pero las heladas eran terribles, sobre todo en aquellos barracones de madera. Las largas horas picando en aquellas calles y la anemia que arrastraba me provocaron una hernia inguinal. Me inyectaban calcio y vitaminas para que me recuperara. Me dieron de baja unos días en los trabajos de «pico y pala», y un poco más tarde, el 27 de julio, nos trasladaron a Toledo para la construcción de la nueva Academia de Infantería, frente al Alcázar, en una zona próxima al castillo de San Servando. Continué rebajado hasta que me dieron la orden de ir a trabajar o de salir para el hospital a operarme. No querían que hubiera rebajados por enfermedad porque se esperaba una visita de Franco y del comandante militar de la zona para ver las obras. Un estudiante de medicina, Jesús, que llevaba el botiquín del batallón a pesar de que era un penado como nosotros, me habló de la orden que había de eliminar a todos los rebajados, y además me aconsejó que me operara, ya que de lo contrario me pondrían a trabajar y en esas condiciones podría resultar peligroso. Entonces decidí operarme y me mandaron a Madrid. Un sargento amigo, destinado en la Comandancia Militar, haciendo la vista gorda a mi condición de penado, me envió al hospital militar de urgencia, antiguo hospital obrero de la calle Maudes, hoy Consejería de Urbanismo. A los penados normalmente nos llevaban a la sala para la inspección de campos de concentración del Gómez Ulla. Me operó allí, en Maudes, el sobrino del doctor Gómez Ulla, que era médico militar, y a mediados de octubre, después de un mes y medio de convalecencia, me volvieron a llevar a Toledo.

Los aliados habían desembarcado ya en el norte de África, y se hablaba de que iban a trasladar allí el batallón. Pasadas un par de semanas ingresé de urgencia en el hospital cívico militar de la Misericordia —beneficencia pública—. En el reconocimiento médico, aún sin saber exactamente lo que tenía, me dijeron que tenía que ingresar inmediatamente en un hospital, y el 28 de noviembre salí hacia el hospital militar Gómez Ulla de Madrid. Según los análisis que me hicieron, tenía fiebres de Malta, y me instalaron en una sala especial que había para los de los campos de concentración. Teníamos guardias en la puerta, no podíamos vernos con los otros enfermos y nos mantenían totalmente aislados; hasta las visitas de las familias estaban vigiladas y reglamentadas, como en las cárceles. Los médicos pensaban que estaba muy grave y no veían fácil que me salvara. Estuve cuarenta y siete días con fiebres muy altas. Del Gómez Ulla salí con tanta debilidad que al subir la maleta al tranvía, alguien la empujó y me hizo caer junto a la rueda. Quedé agarrado al pasamanos y fui arrastrando hasta que pudo frenar el tranviario. Todavía no sé cómo aquel tranvía no me cortó la pierna.

En el transcurso de aquel mes y medio que estuve en el hospital trasladaron el batallón de penados a Cuesta Colorada, en Marruecos. Me condujeron hasta allí escoltado por un cabo de la compañía que tenía la custodia y la guardia del batallón. Pasamos por Algeciras, Ceuta, Tetuán y Tánger hasta llegar al batallón; en Ceuta permanecimos unos días en el cuartel que tenía la Legión en el barrio de Jadur, tanto el cabo que me custodiaba como yo. En Tetuán estuvimos un día, y salimos para Tánger y Cuesta Colorada, donde llegamos el día 25 de febrero. El batallón en aquellos momentos hacía fortificaciones en la zona del ferrocarril y la carretera de Tánger a Fez. Estábamos a treinta kilómetros de Tánger y las fortificaciones se hicieron por temor a una posible penetración aliada en aquella zona. En otra carta a la familia, del 11 de marzo, contaba las penalidades de los traslados de penados: «… con estar en el hospital me libré de una marcha a pie de setenta y nueve kilómetros que son los que hay desde Tetuán a esta. Una de las cosas más penosas son los traslados, pues todos se efectúan andando con maleta y con un par de mantas», etcétera, etcétera. Había que hacer dieciséis kilómetros todos los días desde el campamento donde dormíamos y comíamos hasta el lugar donde trabajábamos.

Estuve trabajando en aquellas fortificaciones unos meses, porque cogí el paludismo y me llevaron al hospital de Larache.

Queridos padres, como esperaba atrapé el paludismo hace cuatro días. La fiebre me da al tercer día y el que me veo libre estoy normal. Hoy estoy «flaman». A pesar de esto dentro de dos días iré al hospital de Larache. Creo que allí no estaré más que quince días que son los que dura el tratamiento antipalúdico a base de quinina. De este batallón han ido ya más de la mitad. Supongo no le darán importancia pues en realidad carece de ella, la única que tiene es que en los días de fiebre no hay quien coma si bien el resto se hace vida ordinaria. Algunas grasas que se pierden.

En aquel hospital de Larache había una monja que se comportó bastante bien conmigo, en contraste con lo que me había sucedido en Zumaya. Sor María, que era de León, trataba lo mejor que podía a los que allí estábamos. Los penados ocupábamos unos barracones de madera; había otro edificio hecho de ladrillo en el que estaban las salas donde se hospitalizaba a los militares no penados y a los oficiales. Estuve algunos días con esas fiebres alternas características del paludismo y me trataron a base de quinina o quinacrin, que era el único remedio que había entonces. Cuando se me pasaron las fiebres me condujeron de nuevo al campo de concentración, pero tuve que regresar al hospital varias veces en aquellos meses, cada vez que me volvían las fiebres.

En el batallón, ya desde Peñaranda de Bracamonte, había organizado un grupo del partido, del que fui secretario general, y con esta organización manteníamos nuestra actividad. Conseguimos recibir La Gazette de Tangier que editaban los ingleses, gracias a que nos la traía Juanón, un compañero asturiano que iba a Tánger cuatro o cinco días por semana para recoger y dejar correspondencia. Iba con un cabo que era buena persona y que le permitía recoger aquella gacetilla editada en español por la embajada inglesa. Incluso llegamos a publicar un boletín clandestino que como es lógico hacíamos a mano, es decir, lo escribíamos uno a uno. No hacíamos muchos, pero sí los suficientes como para que, de mano en mano, pasaran a todos los compañeros. La mayoría de los mil penados que estábamos allí desconocía lo que sucedía en el mundo y cualquier noticia era leída con avidez. Al mismo tiempo se fortalecía y mantenía alta la moral entre los penados que habían sido combatientes de la República. En ese boletín dábamos algunas noticias nacionales e internacionales, sobre todo de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, una información que conseguíamos de La Gazette de Tangier y también a través de un compañero que tenía acceso a una radio.

La situación se fue complicando cada vez más, y al final me vigilaban estrechamente quizá porque habían detectado nuestras actividades o por la detención de mi hermana Vicenta en Madrid en julio de 1943. Ella se mantuvo activa en el trabajo clandestino del PCE, pero fue detenida poco después de que cayera Asunción Rodríguez, Chón. La policía relacionó la actividad de ambas e insistieron en saber cómo mi hermana había conocido a Asunción, que les había dicho que fui yo quien se la presenté. De esta forma la policía supo de mi trabajo clandestino en el PCE y, continuando la investigación, lograron saber en qué batallón disciplinario me encontraba. Vicenta pasó sesenta y cuatro días en las celdas de los sótanos de la Brigada Político Social en el Ministerio de la Gobernación, con frecuentes interrogatorios y palizas porque se negó a darles información. La procesaron y condenaron a treinta años, una sentencia que revisaron y dejaron en doce años y un día, de los que cumplió nueve en la cárcel de Ventas en Madrid y en la de Segovia. Tenía veintidós años cuando fue detenida, y salió a los treinta y uno después de dejar allí los mejores años de su vida.

En el campo de concentración teníamos un amigo que trabajaba en el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) del batallón, y él me informó de las órdenes que habían llegado para vigilarme. La policía me había localizado y si continuaba sus investigaciones podía incluso encontrarme con nuevos problemas. Así decidí buscar la forma de evadirme del campo junto con otros dos compañeros, Ricardo Segurana y Parrondo. Desde aquel territorio había una mejor oportunidad de salir del país, ya que el Marruecos francés se encontraba a un centenar de kilómetros.