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Por un rato me dediqué a sobrevolar la ciudad y a deambular entre los cirrostratos. Pero luego de un altercado con unos patos decidí ponerme al día con mis múltiples responsabilidades, tanto tiempo desatendidas por las razones de fuerza mayor expuestas en los capítulos que anteceden. Los lectores pueden dar total crédito a lo dicho en esas páginas, porque de aquí en más este texto, ya maduro, no presentará imprecisiones. Podrá haber algún detalle de la narración que necesite ajustarse, sí, pero eso no afectará la médula de nuestra historia.

Y en aras de la precisión, justamente, es que la figura del doctor Cabral no volverá a tener lugar en las líneas que habrán de seguir, porque él no existe en realidad. Al menos, no existe como tal. Puede que sea una representación de mi padre, o algo así, pero este tipo de recursos ya no me parecen de buen gusto, así que en el futuro si quiero hablar de mi padre hablaré de mi padre, y no del doctor Cabral. Y si quiero hablar de Ceci, hablaré de Ceci y no de Lucy ni de Eurídice, y si quiero hablar de Eurídice hablaré de ella misma y no de la señora de Bonino ni de la de Fechner. Ese será el criterio empleado en este relato, de aquí en más. Quien no esté de acuerdo con él que deje de leer, o que meta su nariz en los libros de los demás autores, donde los personajes aparecen con distintos nombres, con distintas descripciones y distintas ocupaciones, pero en el fondo son los mismos.

Lo primero que hice, entonces, luego de divertirme dando volteretas por el cielo, fue ir al taller del relojero, para ver si mi despertado estaba reparado. Lo estaba, sí, pero no me fue entregado, a causa de los destrozos que hice. Me faltaba aún cierto dominio en el uso de la facultad de volar, y cuando quise aterrizar en la relojería mis piernas (cuya movilidad yo había perdido para siempre) rompieron la vidriera.

Eso no me importó. Apoderándome de otro despertador cualquiera, volví a emprender vuelo, dejando al relojero y a dos o tres de sus clientes regurgitando su estupor.

Volé hasta el hospital, y frente a los ventanales del sector tres (que se hallaba en el quinto piso) me puse a gritar «¡Susana! ¡Susana!». La nurse, que junto con el enfermero y varios médicos estaba asistiendo a ese tal Camaño, el que había entrado en estado de coma, me miró y a juzgar por la expresión con que lo hizo vi que no podía dar crédito a sus ojos, así como tampoco les dio contado, ni cheques, ni tarjeta de cajero automático, ni letras de tesorería. El resto de los presentes reaccionó también así, y mientras yo dedicaba a la nurse una estúpida y payasesca exhibición genital, Camaño se levantó de su camilla y me saludó agitando una mano con entusiasmo. Eso causó aún más estupor en el grupo, que dejó de prestarme atención.

Quizá yo no tuve nada que ver en el restablecimiento de aquel paciente, o quizá sí, jamás lo sabré, pero el hecho me desencadenó un estado de alegría y euforia como no sentía desde que Lucy cedió a cuatro años de proposiciones deshonestas.

Agitando los brazos como si fueran alas (aunque eso no incidía para nada ni en la dirección ni en la velocidad de mi desplazamiento) volé hacia la casa de los Bonino. Sin tocar aún el suelo, toqué timbre. Luego quise sentarme en un escaloncito del porche, para esperar, pero no tenía forma de mantener el equilibrio. Así que me acosté boca abajo, mirando hacia puerta. Instantes después esta fue abierta por el doctor Bonino. No me reconoció.

—¿Qué se le ofrece?

—Quisiera hablar con su esposa, por favor —le dije, levantando el torso lo más que pude.

—Ella no se encuentra en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

Se le notaba el chichón que le había dejado en la cabeza el golpe con el palo de amasar. Le pregunté si se estaba recuperando a buen ritmo.

—¿Usted qué sabe de eso? —me preguntó—. ¿Acaso está vinculado a los rapiñeros que nos asaltaron aquel día?

—No —le dije—. Yo estoy vinculado a su esposa. Acostumbro reunirme con ella para conversar sobre literatura latinoamericana.

—Ah, sí —el doctor no demostró el menor atisbo de alteración en su equilibrio emocional—, Carlos Fuentes, y todos esos.

—Sí. Y a veces nos vamos un poco por las ramas y hablamos de algún autor latino.

—Como Cicerón.

—Sí —dije—. Y autores griegos, como Pródico de Ceos.

—Es fascinante —dijo el doctor—. Yo, por desgracia, no dispongo de tiempo para eso, ni para hacer gimnasia como usted, señor…

El doctor Bonino debe de haber creído, por mi postura, que yo estaba haciendo lagartijas.

—Icarito —le dije—. Me dicen así porque tengo muchas caries. A propósito, de higiene bucal también conversamos con su esposa, en ocasiones. Sobre todo después de que ella me la chupa.

Y ante sus ojos estupefactos, remonté vuelo y me perdí detrás de los rascacielos de un gigantesco complejo habitacional que había a pocas cuadras.