33
Dije unas líneas atrás que me encontraba en una habitación del Hospital Colegial. Pues bien, no hay por qué temer, lector o lectora: no voy a negarlo ahora. Por el contrario, lo ratifico. Pero además quiero aportar una nueva información: este hospital era el mismo que aquel donde había pasado mi primera internación, cuando fui herido por la señora Fechner. Y digo esto para dar un marco de referencia a la pregunta que hice a la nurse que me había dado la revista. No voy a transcribir aquí esa pregunta porque no recuerdo con precisión las palabras que usé para formularla, y pienso que el lector y la lectora merecen un relato fidedigno de los hechos, y no una serie de aproximaciones groseras y poco confiables. Pero en lo que sí me tengo plena fe es en poder atestiguar cuál fue el sentido de aquellas palabras. Y lo atestiguaré diciendo que lo hice fue preguntar a la nurse por esa enfermera que me había atendido en aquella ocasión; la que me había prestado las tijeras con las que corté un mechón de cabello a Lucy.
—Ah, esa —fue lo que me respondió la nurse—. Hace tiempo que la echaron, por puta.
Y salió de mi habitación, dejando entrar en reemplazo al inspector Banegas, persistente en sus preocupaciones para conmigo.
—Esta vez no habrá quien lo salve de la cárcel —me dijo sin preámbulos ni hola cómo te va.
—¿Qué? ¿Acaso tengo que ir preso porque ella me disparó? No entiendo. ¿Estamos en el reino del revés, de María Elena Walsh?
—No, mi amigo, estamos en el reino del Derecho. Y en este reino, quien comete un crimen debe pagar por él. Y usted, voluntariamente o no, mató al hijo de quien le compró cierto par de muletas.
—Eso está por verse. En cuanto cobre un dinerillo que me deben, pondré a un investigador privado a desentrañar la verdad de ese crimen.
—Sí, pero eso no es todo. Encontramos un cadáver en la habitación del Hospital Policial donde usted estuvo. Eso lo involucra hasta el cuello.
—Eso fue… ah, inspector, usted no entiende…
—Lamento —me interrumpió Banegas— que no haya podido usted salir airoso en el festival de coros. La esposa del comisionado es una de las organizadoras.
—Quisiera ver al doctor Cabral. ¿Él sabe que estoy aquí?
—El doctor Cabral tuvo que viajar a Portofino. Creo que lo invitaron a un congreso, allí.
—Hijo de perra —murmuré.
—¿Qué?
—Descuide, no hablaba de usted, ¿cuándo van a encarcelarme?
—La semana que viene, creo.
—Perfecto. Me viene bien ¿Podría hacerme el favor de llamar a la nurse?
El inspector me dejó solo. Seguí leyendo la revista, hasta que dos enfermeros entraron con una camilla y transvasaron a su ocupante hasta la otra cama que había en la habitación. Hecho esto, se retiraron, luego de que yo les pidiese también a ellos que me hicieron el favor de llamar a la nurse.
Esta apareció al rato y, luego de administrar una inyección a mi nuevo compañero, se dispuso a atenderme.
—Quiero pichí —le dije.
Ella me sentó en la cama, me bajó el pantalón del piyama y me arrimó la palangana. Empecé a orinar.
—Puede mirar si quiere —dije a la nurse viendo que ella no lo estaba haciendo, ignoro si por pudor o por desinterés.
—Cállese y termine de una vez —me reprendió.
Me ofusqué, y dirigí el chorro hacia su cara. Ella me abofeteó y me volcó la palangana en la cabeza.
—Bien hecho —dijo el de la cama de al lado. En ese momento lo reconocí: era aquel burócrata de la empresa donde yo había trabajado. Aquel que tenía cara de aegyptopythecus, y que me había clavado el dardo paralizante. Al recordar esto, pensé en la posibilidad de que mi parálisis no se hubiese originado en lesiones causadas por el segundo disparo de la señora de Bonino (en adelante creo que, para referirme a esta persona, utilizaré la expresión «la yegua de Bonino») sino en un efecto retroactivo del veneno contenido por ese dardo.
—Usted cállese —le dijo la nurse—. Estoy lo bastante segura de mis acciones como para poder prescindir del aliento de un enfermo.
—No tengo mal aliento —objetó él—. Vení, si querés, así te doy un besito.
La nurse le dedicó un gesto obsceno llevándose la mano a la vagina, y nos dejó solos. Temí que el burócrata se levantara de su cama y, aprovechando mi invalidez, se divirtiera torturándome. Pero una inesperada visita me salvó del trance. Era Rivas, el periodista. Venía a entrevistarme por mi gestión ante el coro de Santa Barbarroja. Se sentó en el suelo, entre las dos camas, y me preguntó:
—¿Qué lo hizo dejar el violín?
El burócrata se atribuyó el derecho de contestar por mí:
—No lo dejó: se lo vaciaron en la cabeza[4].
—No haga caso —dije—. Es que… me pareció una etapa cumplida, eso es todo.
—¿Influyó en esto el estrepitoso fracaso de su última presentación?
—Ja ja —rio el burócrata.
—Por suerte —dije al periodista— no todo el mundo está de acuerdo con ese juicio de valor. El crítico de Le Figaro dijo que desde los tiempos de Paganini no asistía a una exhibición de virtuosismo tan auténtica y desprovista de todo empeño por sobresalir. El del Washington Post dijo que ni Joseph Szigetti ni Isaac Stern fueron jamás capaces de hacer lo que hice yo: apoyar la ejecución de un sforzato con el sonido de la rotura de una cuerda al aire. La comentarista de El País de Madrid dijo textualmente lo siguiente: «No sé cuál fue la obra ejecutada, pero busco desesperadamente informes sobre ella, porque su audición me sirvió para acabar con treinta años de anorgasmia». Además, después de ese concierto recibí innumerables cartas de admiradoras excitadas. Recuerdo por ejemplo una que decía: «Toda la vida odié la música clásica y especialmente los conciertos para violín, probablemente debido a que mi padre, cuando abusaba de mí, ponía discos de David Oistrakh como música de fondo; pero ahora, después de que lo escuché a usted, sería capaz de hacerme dar por mi padre, por mi hermano, por mi cuñado, por mi abuelo y hasta por la tortuguita de mi sobrino».
—Todo esto es bullshit —dijo el burócrata.
—Callate, idiota. Quién sos vos que la radio no te nombra —le zampé.
—Pero usted también era un artista anónimo hasta hace poco tiempo —me recriminó Rivas—. Creo que debería ser más tolerante con aquellos que recién empiezan. ¿Usted está haciendo sus primeras armas en la música, señor…? —le preguntó al burócrata.
—Cerazuaga —contestó este—. Sí, he decidido dedicarme al… arte.
—El señor es experto en tirarse pedos a través de una cerbatana —dije yo. Eso avivó el interés del periodista.
—¿En serio? ¿Y en qué grupo de la orquesta sinfónica incluiría usted ese hallazgo?
Me adelanté al burócrata para contestar:
—En ninguno. Tendrán que fabricarle un compartimiento especial, para que el olor no llegue hasta los demás. Por añadidura, el señor Cerazuaga tiene mal aliento.
—Sí —convino Rivas—, hace rato que estoy sintiendo un olor feo aquí.
—Eso es porque él todavía se hace pichí en la cama —replicó Cerazuaga aludiendo, desde luego, a mí.
—¿Su cesación como director del coro de Santa Barbarroja se debe a no haber tolerado los coreutas ese hábito? —me preguntó Rivas.
—Sí —respondí—. Todos me lo reprochaban, siempre que se metían en la cama conmigo. Les gustaba que les eyaculara encima y que les cagara, pero no sé por qué rechazaban mi orina. Quizá si usted la probara encontraría una explicación. Queda un poco en esta palangana; puede servirse, si lo desea.
—No, gracias, prefiero caminar[5] —dijo Rivas, y se fue.