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Temeroso de que Cerazuaga se levantara de la cama en cualquier momento y se pusiera a mutilarme, llamé a gritos a la nurse.
—¡Nurse! ¡Nurse!
—¿Qué te pasa, soretito discapacitado? —me dijo ella, apareciendo en el vano de la puerta con las manos en las caderas, como una sirvienta de película vieja.
—¿No quiere que le cuente un cuento? —le propuse, armándome de una sonrisa compradora.
—Pierde su tiempo —dijo ella—. Ya me los sé todos.
—¿Ah sí? ¿Se sabe el de la solitaria?
—¿El del huevo y el grisín? Por supuesto.
—¿Y el de los paisanos que van al quilombo montados en un burro? —le preguntó Cerazuaga.
—¿El de la campera de cuero? Claro, es uno de los más viejos que hay.
—¿Y se sabe el del color que cayó del cielo? —le pregunté yo.
—¿De Lovecraft? Claro, idiota.
—¿Y el del tipo que vomita conejitos?
—Yo soy la señorita de París a la que se lo escribió Cortázar.
—¿Conoce el del tipo que transformaba la música en animales? —la desafió Cerazuaga.
—Sí, «La máquina preservadora», de Philip K. Dick —la nurse le sacó la lengua.
En ese momento entró uno de los enfermeros que habían traído a Cerazuaga.
—¡Susana, rápido, vení! —exclamó, dirigiéndose a la nurse—. ¡Hay una emergencia en el sector tres! ¡Camaño entró en coma!
La nurse se abalanzó hacia la puerta.
—¡Espere! —le grité—, ¡lléveme con usted! Quizá yo pueda ayudar.
—No, usted quédese aquí.
—No se preocupe, nurse —dijo Cerazuaga—. Yo lo cuidaré.
No bien la nurse y el enfermero salieron de escena, Cerazuaga dejó su cama y fue a cerrar la puerta.
—Ahora nos las vamos a entender tú y yo, paraliquito degenerado —me dijo, y se me acercó con sigilo, moviendo en el aire los dedos de sus manos, en ejercicio de calentamiento para no sé qué horrible operación de tortura. Al principio, el miedo me dejó también paralizados los miembros superiores pero, cuando la cercanía del burócrata se hizo intolerable, me lancé al piso y traté de arrastrarme hasta la puerta. Cerazuaga me agarró por los pies y emitió una risita repulsiva. Quise lanzarle un golpe de puño, y entonces ocurrió algo que aún hoy no puedo comprender cabalmente: erré el puñetazo, pero el impulso con que lo había lanzado me alzó por los aires y, como la ventana de la habitación estaba abierta y mi mano iba en esa dirección, salí despedido del hospital. Pero no caí en la calle. No. Descubrí que el doctor Cabral había dicho solamente a medias la verdad sobre mi estado. Nunca podría volver a caminar, cierto, pero ahora… podía volar.