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—El asunto es serio —dije a la mañana siguiente metiéndome de bruces en el despacho de «Caripela» Smith.
—¿Qué asunto? —el detective abandonó la observación de la superficie del escritorio, en la que estaba ensimismado, con la frente apoyada en el pupitre.
—Lucy. ¿Recuerda? —dije.
Smith retomó sus estudios de carpintería. Elevé el tono de mi voz.
—¿No se acuerda?
—Es persistente —dijo Smith incorporándose—. Bien, voy a necesitar una foto de Lucy.
Yo no tenía ninguna.
—También voy a necesitar otra cosa —siguió—. Pero no sé si está a su alcance proporcionármela.
Caminé por el despacho, mirando las paredes vacías de todo ornamento.
—Diga —dije.
—Necesito que usted se vaya a la recontra puta madre que lo parió y que no venga nunca más a hincharme las bolas —dijo, y me aplicó un sorpresivo puntapié en el hígado, seguido de otro en la oreja, cuando caí al piso.
—Yo no vine porque quisiera —dije entrecortadamente— sino porque me lo recomendaron.
—Qué bien. ¿Y está conforme con mis servicios?
—No del todo —contesté, soplando para alejar algunos de los puchos del piso que se acercaban a mi cabeza, amenazantes.
—Dígame entonces qué más puedo hacer —dijo «Caripela» Smith.
Haciendo acopio de fuerzas, me levanté de un salto.
—Alguien roba las agujas de los relojes de la casa de Lucy —declaré—. Y si son digitales, se roba las tiritas lumínicas del visor.
Haciendo con un bolígrafo ciertas anotaciones sobre la palma de su mano, «Caripela» Smith efectuó de inmediato una estimación del costo de la pesquisa, y me comunicó el precio. Yo le elevé quejas.
—El precio es simbólico —arguyó él—. Simboliza mi propia manutención, con la dignidad a que me permite aspirar la declaración universal de los derechos del hombre, de la ONU.
—Yo no voy a ser el burro que lo mantenga.
—Puede arreglarse de otra manera —Smith adoptó una entonación que pretendía ser suspicaz—. Pero le repito, necesito una foto de Lucy.
—¿Para qué?
—En ocasiones, yo… cobro en especie.
—No creo que le sirva en este caso —dije—. Lucy es espantosa.
—No soy muy exigente. Me basta con que se deje hacer de todo. ¿Qué me dice?
—No sé. Tendrá que consultarlo con ella.
—Es que… soy un poco tímido con las mujeres —«Caripela» emitió una risita nerviosa—. Preferiría que la coordinación del operativo quedara a cargo suyo.
—Bueno, pero ¿acepta el caso? —le pregunté.
—Veremos eso después —contestó—. Ahora lo que urge es lo otro.