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El contacto con un objeto frío y áspero me despertó. Abrí los ojos y el objeto frío y áspero resultó ser la mano de Lucy, que me estaba acariciando.

El lugar parecía un cuarto de hospital, o de sanatorio. Yo estaba en una cama, y al lado había otra, desocupada.

—¿Qué pasó? —pregunté.

Lucy me contó que la bala había quedado aprisionada entre dos de mis costillas. Un cirujano había logrado liberarla.

—¿Siguió su curso, la bala? —pregunté.

—La bala está en poder de la policía. ¿Quién fue que te hirió?

Recordé entonces el incidente completo y sentí viva curiosidad por leer la misiva de Fechner. Pedí a Lucy que fuera a mi apartamento a buscarla.

Quedé solo en la habitación hasta que entró una enfermera. Traía sábanas y envolvió con ellas el colchón de la cama desocupada.

—Prefiero que no traigan a nadie más, aquí —dije.

—Ni que usted pagara doble cuota.

—Entonces, al menos, que sea mujer.

Ella no contestó.

—¿Sabe si mi estado de salud me habilita para tener relaciones sexuales? —le pregunté.

—¿Qué tipo de relaciones sexuales?

—Coger —dije.

—No conozco esa variante —contestó ella, y se retiró. La llamé a los gritos. Volvió.

—¿Me puede prestar una tijera? —le pregunté—. Quiero cortarme las uñas.

Tenía una tijera en el bolsillo de la túnica, y me la dio. Me dormí con ella entre los dedos. Me refiero, por supuesto, a la tijera.

Afortunadamente desperté en el preciso instante en que Lucy entraba a la habitación. Dejé que se me acercara lo suficiente y entonces, capturando con mi mano izquierda uno de los mechones blancos de su pelo, con la tijera que tenía en la mano derecha se lo corté.

Lucy se echó hacia atrás y, muy fastidiada, se fue, no sin antes romper en varios pedazos la carta de Fechner. Traté de bajar de la cama para recomponer el mensaje, pero el dolor me lo impidió.