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El bar de los sargazos estaba, como siempre, muy poblado, ya que numerosas personas de ingresos bajos o nulos lo frecuentaban, no para consumir productos de la cocina, sino sargazos gratuitos de los que se desplazaban lentamente por entre las sillas y las mesas. Luego abonaban solamente el importe del cubierto.

«Caripela» Smith se hallaba solo en una de las mesas, jugando con su encendedor. Cuando Lucy y yo nos sentamos, noté que la primera falange de cada uno de sus dedos de la mano izquierda estaba chamuscada. No había rastros de que hubiese tenido uñas alguna vez.

Lucy se sentó a mi derecha, a la izquierda de «Caripela» Smith, quien no le sacaba los ojos de encima. Yo ordené un pollo con guarnición de moco de pavo. Lucy me imitó, y Smith dijo no tener apetito.

—¿Qué piensa de las agujas? —le preguntó Lucy.

—¿Qué agujas?

Lucy debió levantarse para ir al baño.

—Es hermosa —me dijo «Caripela» Smith, mirándola alejarse—. Usted mintió. Su rostro me recuerda a Michelle Pfeiffer.

Era cierto. La cara de Lucy era el vivo retrato del colon transverso de Michelle Pfeiffer, a juzgar por la radiografía que de ese órgano había publicado recientemente una importante revista chismográfica.

—Cancele lo del culo —dijo Smith—. Quiero casarme con ella.

Un sargazo cayó en mi plato y se enroscó en mi pata de pollo.

—¿Cree que tengo alguna esperanza? —me preguntó el detective.

Un súbito ataque de celos me invadió. Sabía que Lucy no estaba enamorada de mí, y tuve miedo de que se casara con Smith. Yo no la amaba, por lo menos a la manera de Lord Byron, pero quería profundizar mi relación con ella. Estaba seguro de poder algún día alcanzar…

—Quizá sea demasiado para mí —siguió «Caripela», interrumpiendo mis cavilaciones—. Es casi cantado que va a rechazarme.

Uno de los mozos empezó a gritar como una gallina humillada. Pedía ayuda para atrapar a un sujeto que se iba sin pagar. Los otros mozos lanzaban sargazos al ladrón, que ya ganaba la puerta. «Caripela» Smith tiró hacia atrás su silla y fue por él. Yo aproveché: pagué la cuenta y corrí al baño a buscar a Lucy para llevármela pronto de allí.

Fuimos a su casa y yo telefoneé para avisar que faltaría al trabajo. Lucy me preguntó por qué iba a hacer eso, y yo le contesté desvistiéndome. Me saqué todo, incluyendo la gargantilla, el reloj y el turbante. Lucy me sonrió y enfiló hacia el dormitorio. Yo la seguí, pero cuando entré no la vi. Era muy hábil para esconderse. Busqué debajo del camastro, en el ropero, en el placard, en la cómoda, pero no la encontré. Descorazonado, regresé por mi ropa y al ponerme el reloj descubrí, para colmo de males, que ya no tenía las agujas.